domingo, 16 de agosto de 2020

EL REGRESO DEL DIOS OSCURO


El sol escaldaba la arena y el aire cuando los dos hombres corrieron la cortina sobre el parabrisas del camión. La quietud y el silencio circundante era realmente disuasivo, pero no había otra cosa que encarar y seguir. 

   Quince dí­as antes habían embarcado en una aventura suicida, internándose en un mundo inhóspito, movidos por la codicia y la ganancia. De niños habían oído hablar del tesoro que los antiguos reyes habían escondido en algún lugar del vasto e interminable desierto. Ahora, ya hombres, iban por él, desafiando la inclemencia del tiempo y lo incierto del terreno; los animales salvajes y ponzoñosos, acechando día y noche, salidos de no se sabía de dónde, los insectos venenosos y, tal vez, hasta las tribus hostiles que vagaban por el desierto desde hacía miles de años. Iban al todo o nada, prefiriendo perecer en el infierno amarillo que morir anulados en un mundo donde la miseria estrangulaba a los que no conseguían acompañar el ritmo despiadado de la civilización. 

   Quizás estuvieran avanzando a tientas porque el mapa que encontró uno de ellos, dentro de un libro antiquísimo, no era para nada fiable; podía ser de cualquier cosa menos de un tesoro. 

   Pero los sueños de codicia enloquecen a los hombres desde que el mundo es mundo, y tras esos sueños iban ellos, siempre con la esperanza de tropezar, de un momento a otro con las ruinas del escondite del cual todos hablaban pero nadie había visto jamás. Todo el tiempo sospechando que fuesen el oro y las piedras preciosas cualquier brillo en la distancia, pero nunca producto de un espejismo, o lo que era peor, de su imaginación. Ni por un momento se detuvieron a pensar que si las tribus nómadas, en su errático ir y venir infinito por esas arenas, nunca habían encontrado ese tesoro era más que probable que todo no pasase de una leyenda, como tantas que se contaban en El Cairo. 

   Para su empresa llevaban bastante combustible, herramientas y armas y mantenimientos suficientes, todo, junto con el camión, robado de un puesto de avanzada mal vigilado, distante a cientos de kilómetros de la ciudad. Cuando el reemplazo llegase, un mes más tarde, al no encontrar a nadie la culpa del robo recaería en los cuatro guardias; cuatro guardias nada sencillo de localizar, porque yacían bajo dos metros de arena en algún lugar del desierto; y para para todo esto ellos dos ya estarían muy lejos, quizás hasta ricos. 

   Al quinto día, a la derecha del camino, a no más de ocho o nueve kilómetros, avistaron una colina rocosa en el horizonte. 

   El acompañante agarró los prismáticos y se puso a observar. El corazón de ambos se aceleró cuando el acompañante dijo que habían encontrado el lugar señalado en el mapa. Por una fracción de segundo un brillo diamantino refulgió en los ojos de los hombres.

   Lo hemos conseguido, Hassan, dijo el de los prismáticos, pasándoselos al otro, que inmediatamente detuvo el camión. 

   Estamos hechos, Jamil, dijo Hassan, dando dos golpes en el volante antes de tomar los prismáticos. 

   Casi una hora después llegaron a las inmediaciones de la colina. Descendieron y, armas en mano, recorrieron los cientos de metros que los separaban de la colina rocosa. Les llevó menos tiempo del que pensaban en identificar la piedra indicada en el mapa con una X. Se miraron, sonrieron y empezaron la escalada. 

   Al llegar a la piedra la rodearon y allí estaba detrás de ella, casi imperceptible, la entrada de una cueva, tal cual lo indicado en el mapa con otra X. Entraron y avanzaron varios metros hasta que la oscuridad les hizo detenerse por allí mismo. Jamil volvió al camión y, al rato, estaba de vuelta con dos potentes linternas. Calculaban que se habían adentrado unos trescientos metros cuando entraron a una gran cavidad. Y en el medio de la inmensa cámara descubrieron un objeto extraño, un cubo de grandes proporciones, oscuro y hecho de matal. 

   Solo puede estar ahí adentro, dijo Hassan. 

   ¿Tú lo crees?, preguntó Jamil.

   ¿Dónde si no?, respondió Hassan, con una sonrisa de triunfo. 

   El cubo no tenía señales de cerradura. 

   Tiene que tener algún dispositivo oculto en algún lugar que lo haga abrir, dijo Jamil. 

   Inspeccionaron con cuidado, tanteando centímetro por centímetro, pero no encontraron nada. 

   Ayúdame a subir a la parte de arriba, pidió Hassan. Pero allí tampoco encontró nada. Después golpearon con piedras las paredes y les pareció que era hueco. 

   Las paredes deben ser bastante gruesas, opinó Hassan, mirando con una mueca a su compañero. 

   ¿Explosivos?, preguntó Jamil y se puso a alumbrar el techo de la cueva. 

   No pienses en eso, advirtió Hassan, adivinando la intención de Jamil, todo saldrá bien. Antes de volver al camión inspeccionaron las paredes de la cámara buscando algún pasadizo, pero no encontraron nada más que roca.

   Ya empezaba a caer el sol. 

   Tuvieron toda la noche para preguntarse por qué ninguna tribu o mismo el gobierno nunca habían dado con el escondite, o de haberlo hecho, que era lo más probable, todavía el artefacto metálico se encontraba allí, pero no lo hicieron. Solo pensaban en el día siguiente.

   Por la mañana, como habían acordado la noche anterior, no bien el sol empezó a iluminar el día se encaminaron hacia la colina, pertrechados de explosivos. Dispusieron sobre una cara del cubo una considerable cantidad de dinamita, tendieron el cable hasta una distancia prudencial de la entrada y accionaron el percutor. Unos segundos después de la explosión una bocanada de polvo emergió de la entrada. Los hombre hurraron y saltaron de alegría y se dieron un efusivo abrazo, ahora solo les restaba esperar que el polvo en el interior de la cueva se asentara e ir por el tesoro. 

   Diez minutos después creyeron que ya era suficiente y se encaminaron, linterna en manos, hacia el interior. Jamil, que iba adelante, de pronto dejó caer la linterna y se desplomó contra el suelo polvoriento. Hassan soltó una risa, 

   Eh, anda con cuidado, le dijo, pero su compañero no respondió. Hassan se acercó repitiendo: 

   ¿Estás bien? ¿Estás bien, Jamil? 

   De pronto, el otro se levantó sin decir palabra y se dio vuelta hacia él, pero ya no era Jamil y tenía una piedra en la mano. 

   Cuando salió de la cueva se detuvo en la entrada, aspiró una profunda bocanada de aire y paseó la mirada lentamente por el mundo amarillo que se extendía, majestuoso, hasta el infinito. Enseguida levantó los brazos al cielo y después de tantos siglos, Seth le anunció al desierto: 

   ¡Estoy de vuelta!, y su voz se hizo viento.

Licencia Creative Commons
EL REGRESO DEL DIOS OSCURO por FRANCISCO A. BALDARENA se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución 4.0 Internacional.
Basada en una obra en https://creativecommons.org/choose/?lang=es#metadata.


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