jueves, 3 de septiembre de 2020

EL BOSQUE HILARANTE

 

Mientras me dirigía, como cada mes, a la abadía que se encuentra en el Bosque Hilarante para comprarle a mi señor los sabrosos quesos de cabra que los monjes elaboran, no me imaginaba (¿y cómo podría?) que a menos de un kilómetro encontraría una espada. Antes de continuar debo aclarar que hasta ese día nunca nadie había sabido decirme por qué al bosque lo llamaban así. Con lo que a mí respecta, nunca había oído risas, ni en los días en que el viento sopla fuerte entre las hojas. 

   La espada asomaba entre los matorrales al costado del camino. Detuve la carroza y salté de inmediato; cuando la examiné vi que no se parecía a ninguna que yo hubiera visto antes, liviana, recta y la hoja de tres dedos de anchura de acero reluciente por un metro de largura y... ¡empuñadura de oro! En el acto pensé: "cuando regrese al castillo arrancaré la empuñadura y la guardaré para cuando sea viejo y tenga que pagarle a alguien para que tome cuenta de mí". Mis ojos acariciaban el oro, mi mente viajaba al futuro, pero, a unos metros más adelante, una rueda se atascó en un pozo y me sacó bruscamente no solo de tan amables distracciones, sino de la carroza y yo fui a parar con el culo dentro de una charca de lama, al lado de las patas traseras de uno de los caballos. Y justo en ese momento oí risas, como un coro de ellas, finitas, gruesas, casi tosiendo, en fin, de varios tonos. A duras penas conseguí ponerme de pie y mientras luchaba para levantarme las risas, que me rodeaban desde todos lados, parecieron multiplicarse más y más. Me di vuelta buscando a los graciosos, pero no vi a nadie, ni hombre ni duende; ni gnomo ni enano burlón, nadie; solamente las risas, unas más estruendosas que otras. Y ahí fue que me di cuenta que eran los árboles, los árboles que se burlaban de mí sin el menor decoro. Me indigné de inmediato y los mandé callar la boca, pero no me hicieron caso, es más, empezaron a reírse con más ganas todavía, y yo a enfurecerme como un toro salvaje. Les advertí a los gritos, blandiendo la espada, que si no paraban con esas risotadas me vería obligado a cortar a unos cuantos. ¡Pero qué nada!, lejos de callarse parece que esto les causó más gracia todavía porque la burla aumentó. Y como no se callaron, la furia que contenía dentro de mí explotó como un volcán y empecé a hachar al primer árbol gracioso que tuve más a mano. Sí ese se calló no pude saberlo, pero los otros, de que seguían burlándose seguían. Así que  blasfemando como un hereje me abalancé contra otro y contra otro y contra otro, sacándoles buenos pedazos de corteza y cortándoles los gajos más bajos. Pero si alguien cree que los malvados pararon de burlarse está equivocado. No sé por cuánto tiempo estuve cortando ramas, gajos, hojas y tajeando a diestra y siniestra. Hasta que quedé agotado y me dejé caer; tenía los brazos acalambrados y el pecho me dolía. El bosque poco a poco fue acallándose y al rato solo se oía el canto de los pájaros y el rumor de la brisa. Al  levantarme tenía los ojazos oscuros de los caballos clavados en mí, no sé si por curiosidad o por miedo, o quizás fuera por verme hecho un trapo roñoso. Sacando fuerzas de donde no tenía hice girar la rueda en aquel lodazal y ni sé cómo los caballos escucharon mis débiles "arrres". Pero, finalmente, conseguí sacar la carreta de aquel atolladero maldito. 

   Antes de seguir la marcha, les eché un último vistazo a los árboles heridos y hasta estuve a punto de advertirles que la próxima vez que se rieran de alguien lo pensaran dos veces, pero temí que empezaran a reírse otra vez y, además, mis brazos ya no estaban ni para espantar moscas. 

   Llegando a la abadía, no bien los monjes me vieron se taparon la boca, como atajando la risa; pensé que fuera por mi estado lamentable, pues estaba de barro hasta las orejas. Sentí un poco de vergüenza cuando el abad vino a recibirme. 

   ¡Qué tal, padre!, lo saludé, con una inclinación de cabeza.

   Bien, a Dios gracias, hijo, dijo, persignándose, después añadió: ¿Y, mató muchos árboles hoy, hijo mío? Entonces las risas empezaron otra vez. 

Licencia Creative Commons
EL BOSQUE HILARANTE por FRANCISCO A. BALDARENA se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución 4.0 Internacional.
Basada en una obra en https://creativecommons.org/choose/?lang=es#metadata.

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