Finalmente, llegó el invierno y el comandante del cuartel de bomberos voluntarios de Santa Carmen, desde la puerta abierta de su despacho, mira el día gris con semblante sombrío. Tiene un pepino grande como una sandía que pelar y solo cuenta con sus uñas para hacerlo. Se le venían encima los frecuentes accidentes en la ruta, provocados por la niebla o la lluvia, y además siempre estaba la posibilidad de los incendios provocados por una vela encendida que alguien se olvidaba de apagar o algún brasero, que cuando no calcinaba a los miembros de toda la familia igualmente los mataba asfixiándolos al apagarse en medio de la madrugada, porque la gente frecuentemente se olvida dejar ventilación para que el aire se renueve y no se acumulen las emanaciones de gas carbónico.
El colmo de todos los colmos, pensó el comandante cuando se lo anunciaron. Porque la gente acata no hacer reuniones multitudinarias, no concurrir a la plaza, hacer filas hasta delante del kiosquito para comprar cigarrillos y no enviar a sus hijos a las escuelas; han acatado la orden de no visitar a los padres y abuelos, a no velarlos si morían y a dejar que se los enterrara sin un último adiós. Pero ¿y cuándo sonara la próxima sirena de los bomberos, quién los podría detener, cuando, movidos por la curiosidad, no los atajara ni Dios? El comandante sabe que en el mismo momento en que se oye la sirena la gente larga todo y ya no importa si el bebé llora, la madre lo desprende de la teta y le grita ¡cállate!, porque la curiosidad es más urgente que el hambre ajeno, aunque se trate del propio hijo; se largan las ollas, "que coman cualquier cosa", piensa el ama de casa en esos momentos; las máquinas en las fábricas empiezan a silenciarse de apoco con un zumbido moribundo; en la comisaría los agentes largan los mates y concurren en masa al lugar del siniestro, más por curiosidad que por deber; las clases se interrumpen y las maestras mandan a los alumnos de vuelta a sus casas y se mandan hacia el siniestro; los médicos le piden al enfermo que por desgracia esté en ese momento en la mesa de operaciones que sostenga el bisturí, y "ya vuelvo", acaso le dicen, y los viejos bichocos de alguna manera se aceitan las coyunturas y salen a la pata suelta atrás del primero que ven pasar corriendo, porque con seguridad él le indicará donde fue el siniestro, etcétera.
Maldita morbosidad, exclama, dando un golpe en el escritorio, porque sabe que tras el primer aviso de la sirena, el desbande será inevitable y todo se irá al carajo.
PROTOCOLO por FRANCISCO A. BALDARENA se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución 4.0 Internacional.
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