La vaca pastaba plácidamente cerca del acantilado; su lengua se enroscaba en el abundante pasto jugoso y lo arrancaba con fuerza y lo masticaba con deleite. De cuando en vez levantaba la cabeza y observaba con cierto recelo a la treintena de hombres que la vigilaban desde todos los ángulos; eran sus cuidadores guardianes que, cercanos los unos a los otros, formaban un semicírculo a su alrededor. Con el acantilado no necesitaban preocuparse, de eso se encargaba el instinto natural del animal. Con todo, el mismo instinto le decía a la vaca que su hora estaba llegando y que no faltaba mucho. Desde hacía mucho tiempo que no veía a ninguno de sus congéneres, y ese era el principal motivo para sospechar algo raro en el ambiente. Además, estaba lo de esa mañana; unos hombres vestidos de blanco desde la cabeza a los pies se le habían acercado, la midieron con cintas métricas y después la obligaron a subir a una balanza.
Quizás por ser tantas las generaciones de convivencia junto a los humanos a los cuadrúpedos hayan adquirido algún tipo de sentido de la vida que, por la imposibilidad natural de poder transmitirlo verbalmente, los hombres nunca han sido capaces de descifrar; y ese sentido podría decirse que se parece mucho a lo que el hombre llama dignidad, porque en un cierto momento la vaca se acercó al borde del acantilado, observó por última vez a los hombres y se arrojó al vacío, muriendo dignamente.
LA ÚLTIMA VACA por FRANCISCO A. BALDARENA se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución 4.0 Internacional.
Basada en una obra en https://creativecommons.org/choose/?lang=es#metadata.
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