1
Los ojos del conquistador brillaban de codicia delante de los montones de oro que los indígenas despejaban delante de sus pies, mientras tanto anotaba en un pergamino la parte correspondiente a la corona; la otra, que no carecía de anotaciones, sería repartida según el rango entre la tripulación en Las Canarias, antes de seguir viaje hacia el continente. Pero el conquistador tenía otros pensamientos mucho más oscuros ocupando su mente: diariamente especulaba acerca de cuántos tripulantes serían suficientes para llegar a tierra firme, y cada día reducía la dotación y así otro desgraciado pasaba a la lista de los que terminarían su viaje en la aguas del océano, cosa que sobrara más oro para la repartija.
Entre los indígenas subyugados había un indio al que llamaban Gonzalo, porque admiraba a los extranjeros y quería ser llamado como ellos, y al cual el conquistador había prometido llevarlo a España junto con él, siempre y cuando consiguiera más oro. Pero cuanto más Gonzalo conseguía más el conquistador, insaciable, pedía.
Ese día Gonzalo, a la vuelta de la visita que le hiciera a su abuelo moribundo en las montañas, traía una buena noticia para el conquistador.
Tengo buenas noticias, mi señor.
Sin quitar la vista de los montones de oro, la voz del conquistador se oyó como salida de una estatua:
¿Ah sí, y cuáles son?
Mi abuelo anoche ha pasado muy mal y ha empezado a delirar. Entonces yo me he acercado al lecho y le he preguntado sobre El Dorado, y el viejo, en su delirio, me ha contado su ubicación. Una sonrisa de dientes blancos como la nieve quedó grabada en el rostro de Gonzalo después de dar la noticia.
De inmediato el conquistador desprendió su mirar del oro a sus pies y clavó sus ojos codiciosos sobre el indio. Por fin el secreto tan guardado por aquellos indios ladinos veía la luz; el gran secreto que ni las torturas más terribles les había arrancado, ahora así, tan fácil como patear una piedrita en el camino, de la mano de un indio viejo y enfermo le era revelado.
La avidez habló por él:
¿Y tú, sabes dónde queda, sabes cómo llegar?
Gonzalo contestó mirando al suelo:
Sí, mi señor, el abuelo me lo ha dicho. Queda a pocos días de marcha de aquí.
El corazón del conquistador retumbaba como un tambor contra la coraza que le cubría el pecho.
¿Y qué más te ha dicho tu abuelo, Gonzalo?
Gonzalo señaló las cumbres nevadas de Los Andes, que asomaban por una ventana.
Me ha dicho que las montañas son tan altas como ésas, hechas de oro y piedras preciosas que pertenecieron a los antiguos dioses; y también me ha dicho que se puede comprar todo lo que existe en la tierra y que el brillo que se desprende de ellas cuando alumbra Inti es tan intenso que los ojos enceguecen.
Gonzalo siguió hablando pero el conquistador no lo oía más, porque vagaba por su tierra natal. Los reyes católicos se pudrían en las mazmorras y el reino de España le rendía pleitesía, a él, el nuevo soberano, y los reinos de toda Europa caían bajo su yugo y las flotas reales, después de arrasar los reinos más distantes, retornaban a la península ibérica con las naos cargadas de tesoros, y reinas y princesas, todas ellas esclavizadas para que su majestad, él, calmara su insaciable lujuria en sus vientres exóticos.
Mañana a primera hora partimos, le dijo a Gonzalo.
El indio respondió que sí y se ausentó, dejándolo solo con sus sueños delirantes.
2
Al amanecer todo el ejército conquistador y un millar de indios partieron rumbo a El Dorado; adelante, montado en un caballo como un conquistador más, Gonzalo marchaba junto a su señor. Durante días subieron sierras y montañas, cruzaron valles y ríos y cuando ya moría el atardecer del tercer día llegaron a la cima de una montaña donde pudieron ver a pocos kilómetros, majestuosas, las montañas de oro refulgiendo ante los últimos rayos del sol. El corazón del conquistador volvió a retumbar contra la coraza y la luz dorada embriagó sus sentidos.
Algo parecido ocurría con los soldados, porque también empezaron a soñar muy alto; en ese momento glorioso todo lo que habían soñado hasta allí les pareció poco menos que nada. Ciegos de codicia imaginaron, tal lo hiciera su jefe, caer a los reyes católicos y a sí propios tomar su lugar; y a sus ejércitos arrasar los reinos de toda Europa; y la flota real surcar todos los mares y retornar abarrotadas de tesoros y reinas, princesas y esclavas para calmar su lujuria durante todas las horas de sus vidas.
Mañana será el gran día, anunció el conquistador a la soldadesca, que a toda costa lo instaba a continuar la marcha en ese mismo instante, sin pensar en el peligro que correría transitando por los peligrosos caminos en medio de la noche, lo que sería un suicidio.
He dicho que mañana y asunto sellado, dijo el conquistador.
3
¡Mi señor, mi señor!, Inti ya está llegando, llamó Gonzalo a su señor, zamarreándolo.
3
Media hora después, el contingente emprendió la marcha. Bajaban por un camino estrecho excavado en la ladera de la montaña cuando de pronto el sol emergió vertiginosamente detrás de las cumbres nevadas; los rayos, al dar de lleno en las montañas doradas, tornaron el aire de un dorado fluorescente. Ojos ávidos devoraron cada centímetro de aquellas montañas refulgentes, entonces, poseídos por la codicia, los conquistadores se abalanzaron a todo galope hacia el tesoro que realizaría todos sus sueños, dejando a los indios para atrás. Pero éstos, cautos, no miraban las montañas, sino al piso; y así se quedaron mientras a sus oídos llegaban los alaridos desesperados de los conquistadores y los relinchos enloquecidos de los caballos que caían al precipicio: el reflejo de las montañas doradas les había quemado los ojos.
Cuando la canción del viento volvió a dominar el aire, Tupac, tal el verdadero nombre de Gonzalo, suspiró profundamente y ordenó:
Volvamos, pues mañana vendrán más.
EL DORADO por FRANCISCO A. BALDARENA se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución 4.0 Internacional.Basada en una obra en https://creativecommons.org/choose/?lang=es#metadata.
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