El largo invierno welliano, por fin, ha dado paso a la primavera. Sobre las rocas tibias, los insectos coleópteros, libres de su cárcel de hielo, se desentumecen al sol por una hora o poco más hasta que las alas se les secan completamente, entonces se lanzan al aire. Las hembras vuelan hacia los campos para ver el nacimiento de las flores y empezar a comer los tiernos pétalos, de donde extraen su principal alimento: los colores. Los machos, entretanto, imperiosos ante la necesidad de prolongar su descendencia no piensan en la comida, sino que se empeñan en perseguirlas sin tregua. Ellas se quejan y tratan de frenarlos por todos los medios que le son posibles, pero el tiempo urge, argumentan ellos, pues solo tienen cuarenta y pocos años hasta que empiece otra vez el infernal verano.
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