jueves, 29 de octubre de 2020

LA CAMPANA

 

Por disposición expresa del alcalde quedó terminantemente prohibido, so pena de una abultada multa, que los entierros de tumba rasa, salvo los sepelios en bóvedas, se efectúen a la vieja usanza. De ahora en más, la tierra sobre el cajón debía de ser de carácter simbólico, quedando para el día siguiente el despeje total de la tierra y la posterior colocación de la losa definitiva; y, además, la tapa del féretro debería contener un pequeño orificio por donde saldría una cuerda, previamente atada a la muñeca del difunto, y por el otro extremo de la misma debería atarse a una campana, posteriormente montada sobre un soporte sobre la tumba luego del entierro. 

   Con esto el alcalde pretendía evitar la inexplicable incidencia de ataques catalépticos en gran cantidad de habitantes del pueblo. El temor generalizado de que estuvieran bajo la influencia de una maldición, hizo que el alcalde tomara al toro por los cuernos y buscara una solución. Y ésta fue la campana, con la finalidad de que si el difunto no pasaba al otro mundo, a través de tal dispositivo, podría alertar sobre su estado y evitarse así una muerte horrible, por si acaso el flagelo cataléptico se ensañara con él. 

   Muchos se preguntaron por qué simplemente no dejaban la tapa del cajón medio abierta y así se ahorraba tanta parafernalia alrededor del difunto, pero había el problemas de los bichos nocturnos comedores de carne y, además, cabía la posibilidad de que el despertado de la muerte aparente sufriera algún tipo de parálisis momentánea, de manera que no pudiera destapar la tapa y entonces muriera de susto. Sin embargo, con un simple tironcito de la cuerda bastaba para avisar que todavía andaba por acá.

    El hombre que se despedía del mundo aquel día, una semana después de la susodicha disposición, era, infelizmente, el primero a inaugurar el nuevo sistema de entierro. Este gris evento reunió a buena cantidad de pobladores, la mayoría curiosos por ver cómo era la cosa, y el alcalde, rápido para los negocios, aprovechó la triste ocasión para hacer un poco de proselitismo político, porque siempre hay que mirar hacia el futuro. Después de las palabras del alcalde, orientadas a aumentar su prestigio como administrador del pueblo, y las del cura, para enaltecer el pasaje por la vida del difunto, y el postrero adiós de la parentela, amigos y allegados, el cuidador del cementerio esparció las simbólicas paladas de tierra sobre el cajón. Después unos operarios de la municipalidad dispusieron el soporte sobre la tumba y para finalizar la ceremonia el propio alcalde, previa pose para la fotografía oficial del acto fúnebre, procedió a atar el extremo de la cuerda que salía del cajón al badajo de la campana. 

   Y como venía sucediendo frecuentemente, el enterrado había sido otra víctima de catalepsia. 

    Pero al día siguiente, bien temprano, el casero fue despertado por los clamores de una campana enloquecida. Se levantó de la cama de un salto, se vistió a toda prisa y, atropellando mesas y sillas, salió de la casa. Cruzó el patio a toda carrera, agarró la bicicleta que estaba apoyada en un árbol y tomó el rumbo del pueblo, pedaleando con todas sus fuerzas. En el camino se preguntaba, una y otra vez, quién de tanta importancia habría muerto en el pueblo para que la campana de la iglesia repiqueteara con tanta insistencia. 

                                                                            

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LA CAMPANA por Francisco A. Baldarena se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 4.0 Internacional.
Basada en una obra en https://creativecommons.org/choose/?lang=es#metadata.

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