El más viejo de nosotros, una noche de invierno en que estábamos acurrucados los uno a los otros alrededor de la hoguera, dijo sin más ni menos, que mientras dormitaba por la tarde había tenido un sueño, un anuncio de profecía del cual no recordaba imágenes, sino el mensaje de una voz sin rostro que le habló sobre un gran mal que había quedado alojado en su mente y no lo dejaba pensar en otra cosa. Aquellas palabras del más viejo me habían perturbado los pensamientos. De nada servía hacerse cualquier pregunta; de poco, cualquier conjetura si se ignoraba el aspecto del gran mal. Con semejante anuncio la noche fue de murmullos y todos demoramos en conciliar el sueño. Por la mañana el mundo ya no fue el mismo de siempre y todo pasó a transmitirnos miedo: sin embargo, no lo que siempre nos representó peligro. Le empezamos a temer a una hoja seca que el viento arrancaba del árbol, a un terrón de tierra que la sequía desprendía de un barranco, a un olor diferente, a un ruido nunca oído o al cual nunca le habíamos puesto atención, pero ahora que el temor nos habitaba nos resultaba sospechoso y por lo tanto digno de temerle. Si el más viejo de nosotros se hubiera callado, todo seguiría como siempre y el gran mal sería como la lluvia torrencial que inunda la tierra y nos obliga a buscar refugio en los árboles; como la nieve que nos sepulta durante largos períodos o como las bestias a las cuales les resultamos apetitosos. Pero no, él tuvo que hablar y ahora el gran mal no tiene forma, es sin rostro, sin nombre, una amenaza invisible que nos acecha desde cualquier lugar y que puede ser cualquier cosa; incluso ya puede estar a nuestro alrededor, pero lo peor de todo es saber que la profecía se cumplirá. La Profecía por Francisco A. Baldarena se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 4.0 Internacional.
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