Por fin, después de tanta hambruna, los cazadores volvían con algo: dos turistas para la cena.
Esta vez no hubo tambores ni danza ritual.
Después de aderezarlos sin mucho empeño, pues el hambre urgía la rápida preparación, los asaron ligeramente, y digamos que quedaron malpasados, jugosos. Ya en la maloca la tribu se dedicó a devorar el manjar en silencio, solo el masticar incesante se dejaba oír en el recinto comunal. Pero, realmente, dos cuerpos no los satisfizo por completo y para peor el cacique y su hijo, por derecho tribal, comieron más que todos los demás. El caníbal que estaba sentado a la derecha del cacique le guiñó un ojo al que estaba sentado al lado del hijo del cacique, frente a él, que a su vez pasó la señal al que estaba sentado al lado del primero a guiñar el ojo y así el guiñar de ojos zigzagueante llegó hasta el último comensal. Entonces, como si fuera la concreción de un ensayo, los dos primeros caníbales, empuñando sus filosos cuchillos se abalanzaron sincronizadamente contra la garganta del cacique que, desprevenido, fue presa fácil del ataque matrero, y la del hijo del cacique que, más ágil que su padre, emitió un grito de horror y salió corriendo hacia la puerta, pero los otros caníbales le impidieron la huida, con lo que, llorando como el niño que era, se recluyó en un rincón a esperar su fin. Los hambrientos caníbales procedieron a prepararlos, con la misma urgencia que lo habían hecho con los turistas, y, después de asarlos, volvieron a sentarse a la mesa donde los devoraron en unos pocos minutos.
De pronto el caníbal que había tomado el lugar del cacique, el mismo que inició los guiños, preguntó:
¿Quién quiere postre? Todos levantaron las manos mientras sus ojos hambrientos se dirigían hacia la esposa del cacique.
HAMBRUNA por Francisco A. Baldarena se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 4.0 Internacional.
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