La muerte la acechaba. Presentía como si un ser hambriento la comiera por dentro; quería tener el coraje de quitarse la vida, pero no lo tenía. La única salida era el gato de la casa, que siempre veía sentado en el jardín con los ojos cerrados, y que nunca se había molestado en atraparla, quizás por su fama de astuta e inteligente. Pero tan simple le resultaría acabar con su suplicio, apenas un zarpazo y dos mordidas; una muerte rápida como lo es el relámpago, si aquel gato en el jardín no practicara el zen budismo.
SUPLICIO por Francisco A. Baldarena se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 4.0 Internacional.
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