domingo, 3 de enero de 2021

DON ESTEBAN Y LOS DOCE TRABAJOS DE HÉRCULES

 


Estaba don Esteban El sabio degustando una ginebrita en el boliche cuando alguien empezó a hablar de mitología griega. Don Esteban arqueó una ceja y con el rabillo del ojo buscó al que hablaba y se quedó escuchando. Pero al rato la conversación se estancó. Entonces uno de los que conversaban le preguntó a don Esteban si sabía algo al respecto. 

   Si quieren puedo dar testimonio de un tal Hércules que conocí hace mucho tiempo, dijo don Esteban. 

   Bueno, métale pata, don Esteban, dijeron. 

   Y bueno, dijo don Esteban, ya que quieren saber, ¿quién soy yo para negar alguna información? Eso sí, no me interrumpan porque sino me pierdo, recomendó. 

   Adelante nomás, don Esteban, dijeron y el viejo empezó: 

   En Santa Carmen, mi pueblo, cuando yo era apenas un gurisito había un estanciero llamado Zeus Quinteros, que tras dejar embarazada a Alcmena Gutiérrez, la sirvienta, proclamó que si nacía un varón, aunque ilegítimo, se convertiría en su heredero. Hera Quinteros, la esposa de Zeus, temerosa de que su marido la dejara por una sirvientucha de mierda, que de yapa le daría un hijo, cosa que ella nunca pudo darle, ni hembra, juró que mataría al niño, y si nacía niña también, por las dudas, no vaya Zeus a enternecerse y cambiar de idea y dejarle la herencia a la chiquilla, haciendo que ella terminara de patitas en la calle cuando su marido parara las patas. 

   Tengo que tomar una providencia, dijo Hera, llena de furia.

   Finalmente, Alcmena parió un niño y lo llamaron Hércules, Hércules Gutiérrez, como su madre ya que Zeus Quinteros no lo quiso reconocer porque le importaba más las apariencias que la carne de su carne, aunque no los desamparó. Y para mantenerlos lejos de su esposa, don Zeus Quinteros le compró a Alcmena un rancho frente al matadero viejo y le abrió cuenta en el almacén de ramos generales de los Lópes y en la carnicería de Fromen, donde el viejo pasaba todo fin de mes para pagar. Después se daba una vuelta por el rancho donde visitaba al hijo y le dejaba algo de efectivo a Alcmena, y de paso cañazo recordaban antiguas siestas en la estancia.

   Pero una noche Hera, que tampoco era ninguna trigo limpio, envió al peón con el que corneaba a Zeus con dos serpientes para que las pusiera dentro de la cuna para que mataran al pequeño Hércules. Pero Zeus, alertado sobre el infame propósito tramado por su esposa por el mismo peón, que no lo corneaba sino que se atracaba a la vieja Hera por orden del propio Zeus para que ella lo dejara en paz, le ordenó al peón que le dijera a su esposa que había cumplido con la misión. 

   Tiralas en el campo, pobres bichas, le habría dicho al peón el viejo Zeus. Con eso a Hércules no le pasó nada y siguió creciendo feliz. 

   Hera Quinteros, al ver que las serpientes no le habían hecho ni mella al chico, juró que le haría una buena, pero como los sesos no le daban para el ingenio inmediato se demoró en su venganza un tiempo. Un tiempo es un decir, porque mientras ella se quemaba los sesos el chico creció y se hizo adolescente. 

   Y resulta que un día, cuando Hércules ya contaba con veinte años y andaba arrastrándole el ala a una chinita de las cercanías, una tal Megara Sandoval, la vieja Hera Quinteros se le enteró del asunto, entonces se le alumbró la lamparita, con lo que inventó un viaje a la capital con la excusa de tratarse de una molestia cualquiera. Pero la verdad es que agarró para el otro lado y fue a Entre Ríos, a ver a un poderoso curandero del mal, un tal Delfos Medina, para que le hiciera unos gualichos poderosos. Finalmente, cuando regresó trajo dos frasquitos: uno para odiar y otro para amar. No se sabe cómo se las ingenió la vieja Hera, pero la chinita Megara tomó el brebaje y empezó a odiar con una asquerosidad irrefrenable a Hércules y éste, tomando del otro frasquito, se quedó más prendado todavía a la chinita. Pero parece que al curandero se le fue la mano con algunos ingredientes en el preparo del gualicho para Hércules, porque, además de enamorado hasta las bolas, Hércules desarrolló una fuerza descomunal. Y como la Megara lo despreciaba con puteadas por demás jodidas, tamaño el desprecio que sentía por él, Hércules se enfureció de tal manera que en un ataque de locura le dio una paliza que casi la mata, y también a sus padres y a dos de sus hermanos, que quisieron salvarla, después destruyó a tompadas limpias todo el rancho y los corrales, y el pueblo, durante dos días, se inundó de chanchos, gallinas, patos y vacas. Cuando Hércules recuperó la cordura y advirtió lo que había hecho se escondió entre los pajonales del río Areco, y unos días después se fue a vivir solo a los campos salvajes de La Pampa, como el viejo Vizcacha del Martín Fierro. Unos meses después fue hallado por un ex peón del viejo Zeus Quinteros, que andaba cazando liebres porque ese día lo tenía libre, parece que andaba por allá para la cosecha de la papa; y cuando Hércules le contó la desgracia por la que estaba pasando el peón lo convenció para que visitara a un curandero famoso de Entre Ríos, un tal Delfos Medina, dueño también de una estancia inmensa. 

   Sí, el mismo al que había ido a visitar Hera Quinteros un tiempo antes. 

   Y para allá rumbeó Hércules.

   Y cuando se apareció por lo de Delfos y le contó la historia, el curandero se dio cuenta enseguida quién era él. Hércules también le advirtió que no tenía como pagarle si lo ayudaba, a no ser con mano de obra, ya que sabía hacer de todo un poco. Delfos entonces le dijo que apareciera dentro de unos días que le tendría un gualicho infalible para recuperar el amor de la chinita Megara y otro para que los hermanos y los padres se olvidaran del asunto. Al otro día, Delfos estaba en Santa Carmen, visitando a Hera Quinteros bajo el disfraz de vendedor de cosméticos Avon, y le contó sobre la visita de Hércules y le dijo que si le daba una buena suma de dinero haría que se matara trabajando en su estancia y así nunca volvería a Santa Carmen. La vieja Hera acabó dándole más plata que la que pedía y así Delfos volvió a su estancia, y nos días después apareció Hércules. 

   Delfos le dijo que para pagar los gualichos había pensado en una serie de trabajos en la estancia, doce para ser exacto, y Hércules, decidido a encarar los trabajos a cara de perro, aceptó. 

   El primer trabajo se trataba de matar a un puma que le andaba matando las ovejas, dijo. Con lo que Hércules se internó por los campos, y día y noche rondó por la inmensidad entrerriana hasta que, finalmente, dio con el puma comedor de ovejas. El maula estaba lo muy pancho durmiendo la siesta entre los gajos de un jacarandá. Hércules juntó una cuantas toscas y empezó a bombardear al puma, que las esquivó una a una, pero sin atinar a bajarse del árbol. Hércules echó una puteada a la ventolina y al mirar para todos lados vio cerca suyo una palmera, entonces la arrancó de raíz y de un zarpazo le arrancó el copete para usarla como garrote, después con una patada sacudió el jacarandá y el puma saltó al suelo. En ese momento Hércules, como si fuera un batedor de las grandes ligas americanas, lo cachó al vuelo, dándole de lleno en las costillas, haciendo volar el puma por los aires y quedar colgando sobre un ceibo, hecho percha pero con vida. Hércules corrió hasta el árbol y empezó a sacudirlo haciendo que cayera el puma, las flores y las hojas, con lo que el inocente arbolito quedó pelado como palo de escoba. Después manoteó al felino por el pescuezo y lo estranguló, después se lo echó al lomo y lo llevó a Delfos para que lo viera. 

   Acá le traigo al gatito sotreta, le dijo Hércules. El curandero, con la jeta abierta por la sorpresa, lo puteó por dentro. Pero, enseguida, lo envió a que matara una boa constrictora que se comía el ganado como si fuera caramelo; según decían algunos que la habían visto tenía más de una cabeza. Y allá fue Hércules, atrás del reptil angurriento. Vagó días y días por los campos, cruzando ríos, lagunas y arroyos, hasta que dio con la cueva de la víbora golosa, entonces Hércules armó campamento cerca de la entrada con una tosca grande como un zapallo al lado suyo. En un dado momento la vio asomar la cabeza afuera del hueco hediondo, entonces le reventó la cabeza de un piedrazo, pero cosa de no creer, otra cabeza le nació casi en el acto donde estaba la anterior y enfurecida la boa empezó a serpentear hacia él, pero como a Hércules nada le metía miedo la dejó venir; la boa se acercó, confiada en la victoria. y cuando lo tuvo cerca le tiró un tarascón, tan rápido que no le dio tiempo a Hércules de sacar la mano; pero Hércules ni lerdo ni perezozo ahí mismo, como si fuera un rebenque, la garroteó contra la tierra, una, diez, cien veces, hasta que se dio cuenta que de tantos garrotazos había gastado toda la serpiente, con lo que lo único que sobró para contar el cuento fue la cabeza, que ahora en su brazo se parecía más a un brazalete. Cuando Delfos lo vio venir con la cabeza del reptil en la mano, pensó "Me cacho en diez", pero enseguida le encomendó el tercer trabajo.

   Ahora Hércules debía capturar una cierva sinvergüenza, que se comía toda la pastura destinada al ganado y a las ovejas. Y allá fue Hércules, pensando que después del puma y la boa constrictora, una ciervita de mierda era pan comido. Pero la tal cierva tenía pezuñas duras como el hierro y cornamenta larga como colmillos de elefante, y, además, era más loca que una cabra, y muy veloz también, tanto que los piedrazos que Hércules le lanzaba nunca la alcanzaban, con lo que no le resultó fácil atraparla. La persiguió día y noche sin descanso, lanzándole piedra tras piedra, que juntaba a la carrera, hasta la orilla del río Uruguay. Una vez sin escapatoria, porque no sabía nadar, la cierva decidió hacerle frente al maldito cascoteador, que la tenía hasta las astas a piedrazos, apenas lo viera venir. Pero Hércules se escondió entre los matorrales, donde esperó el momento oportuno para darle caza. Esperó pacientemente hasta que la sorprendió bebiendo agua en el río, entonces se le acercó sin hacer ruido y le metió tal patadón en el culo que la hizo enterrar las guampas en el barro y enseguida, sin perder tiempo, le dio una trompada en la barriga para que parara de patalear, después se sacó el cinto, le ató las cuatro patas, se la cargó al hombro y se la llevó a Delfos. 

   Listo, le dijo cuando llegó, traje cierva para el asado. Delfos refunfuñó bajito y esta vez lo mandó a traerle un jabalí que se hacía de lechón para poder mamar acostado y le montaba las chanchas. Y allá fue Hércules atrás del jabalí degenerado, que tampoco se la dejó fácil. Pero, al fin, Hércules pudo encontrarlo. Después de seguirle el rastro durante varios días y noches lo acorraló en una zona cubierta de altos pastizales, donde, saltando sobre el lomo, le revolvió los sesos a trompadas. Después lo ató con el cinto y se lo llevó a Delfos, cargándolo sobre sus hombros como hiciera con la cierva y el puma. 

   Cuando llegó a la estancia del curandero le dijo: 

   Acá le traje al sátiro porcino para el asadito del domingo, y Delfos volvió a putearlo por dentro. 

   Esta otra vez, Delfos le ordenó limpiar los establos de la estancia en un solo día. El curandero estaba seguro que con esa tarea ciclópea Hércules moriría de cansancio, tamaña cantidad de bosta acumulada allí, ya que jamás en la vida había mandado a limpiar los establos. Estaba más que seguro que el muchacho pudiera dar cuenta del recado. Pero Hércules, con un pico en una mano y una pala ancha en la otra, por la mañana cavó dos canales desde el río que cruzaba la estancia, desviando su curso y haciendo que pasara por el medio de los establos y así el agua arrastró toda el bosterío en dos horas nada más. Ya  para la noche Hércules ya había tapado los canales y así completó el quinto trabajo. 

   Delfos volvió a putearlo por dentro y para el sexto trabajo le encargó que acabara con una bandada de loros que no solo comían los cultivos sino que, de tan hambrientos, también eran carnívoros y le tenían el lomo del ganado y las ovejas hecho una lástima. 

   Esta vez Hércules arrancó un árbol de laurel y le cortó casi todos los gajos menos dos, dejándolo con la forma de una gran "Y", es decir con forma de horqueta, después en los fondos de una gomería consiguió dos cámaras de ruedas de tractor y con el cuero de una vaca muerta fabricó la honda con que cazaría la plaga de loros malditos. Después se ató en la espalda un tacho de doscientos litros lleno de toscas y se internó por los campos, siempre campeando el cielo. De repente vio una nube verde que se acercaba a la estancia, donde el maíz ya estaba a la altura de las rodillas. Se detuvo y parado al lado del tacho esperó la bandada verde y cuando la tuvo a tiro de honda se puso a tirarle hondazos a una velocidad increíble, al rato el cielo volvió a quedar azulito como siempre y el suelo verde, pero no de pasto sino de loros. Luego se entretuvo el resto del día pateando loros fuera de la propiedad. 

   Para el nuevo trabajo Delfos lo envió a capturar un toro, que estaba destrozando todo lo que encontraba a su paso, tranqueras, alambrados y los corrales, donde también hacía de las suyas con las vacas, a las que les dejaba "la que te dije" hechas una miseria. Esta vez Hércules, apenas escuchó los bramidos salvajes del toro, lo campeó subido a un árbol y cuando el toro violador pasó por debajo se le tiró en el lomo y, agarrándose fuertemente en las astas, lo dejó corcovear y soltar espuma a gusto hasta que el maula se cansó y cayó sobre sus rodillas. Ahí Hércules le dio un trompazo en la testuz que lo desmayó en el acto, luego lo cargó en la espalda y se lo llevo a la estancia. 

   Para el octavo trabajo Delfos le ordenó capturar a cuatro yeguas salvajes y degeneradas, pues nunca dejaban de estar en celo, que vivían persiguiéndoles los caballos, que de tanto montarlas estaban quedando puro cuero y hueso. Y allá fue Hércules con cuatro sogas bien gruesas. Encontró las yeguas calentonas cuando iban agazapadas entre los matorrales hacia las caballerizas. Después de enlazarlas a todas, Hércules las llevó a una fábrica de hielo, a pocas leguas de la estancia, donde le explicó al dueño lo que pasaba, y el dueño, entendiendo el problema, lo dejó entrar con las yeguas a las cámaras frigoríficas, donde bichas llevaron tantas barras de hielo por la cachucha que se les fue la calentura de una vez por todas. 

   Cuando Hércules volvió a la estancia le dijo a Delfos: 

   Acá las tiene patrón, normalitas. 

   Ahora Delfos obligó a Hércules a robarle un cinturón con monedas de plata a una curandera llamada Hipólita Fernández, cinturón que ambos habían robado a un estanciero, en la época en que los dos eran curanderos principiantes y andaban entreverados en amoríos. Delfos le dijo que cuando rompieron relaciones ella no le quiso dar su parte del cinturón. Y allá fue Hércules, buscando el rancho de la tal Hipólita. Cuando lo hubo encontrado se quedó escondido entre los pajonales hasta que la vio yendo al excusado, detrás del rancho. Cuando escuchó el primer quejido de la vieja se escurrió dentro del rancho, y allá estaba el bonito, colgado sobre una pared; lo descolgó rápidamente, pero antes de desaparecer, por las dudas dejó caer de propósito un pañuelo que Delfos dejó olvidado una vez sobre el palenque delante de la casa grande, cosa que si la curandera quisiera vengarse lo hiciera contra el otro, ya que él se había convertido en ladrón a la fuerza, no por vocación propia. 

   Y para el próximo trabajo el maldito Delfos lo obligó a robar el ganado de un estanciero vecino llamado Gerión Pantoja, un gringo más malo que la lepra, grande y fornido como un gorila lomo plateado. Todas las noches Gerión guardaba el ganado en un corral custodiado por un perro que era una aberración de la naturaleza, porque tenía dos cabezas, y por un peón llamado Euritión Carranza, que dormía sentado sobre un tronco, al lado de la tranquera. Cuando Hércules llegó cerca del corral los ladridos del perro multiplicado por dos despertaron a Euritión, que enseguida le echó el perro encima con sonoros "cáchelo, cáchelo". Hércules esperó al perro con dos toscas grandes como naranjas en las manos y cuando lo tuvo a tiró le rajó los marotes con sendos piedrazos. Euritión, al ver su mascota muerta, alertó al patrón a los gritos, mientras se le iba encima a Hércules, pero el desgraciado fue revoleado por Hércules como si fuera una cosa insignificante y terminó arriba de una palmera, y cuando Gerión apareció en el patio, Hércules manoteó un ternero del corral y se lo revoleó al gringo malo, que reculó con ternero y todo entrando en la casa como un huracán, donde, por el quilombo que se escuchó, había hecho pedazo todo lo que encontró por delante. Finalmente, al amanecer Hércules llegó a la estancia de Delfos con el ganado completo, menos el ternero. De pronto, Delfos se vio confrontado por la felicidad proporcionada por las nuevas riquezas y por el enojo de ver que Hércules estaba como nuevito, y porque de seguir así pagaría por los gualichos, y porque al volver a Santa Carmen, Hera Quinteros se enteraría y con seguridad haría correr la voz de que él era un curandero falluto. 

   Bueno, no está perdido quien pelea, se dijo el Delfos, y esta vez mandó a Hércules a robar las naranjas del jardín de las Hespérides, convencido de que con todas ellas Hércules no podría. Las Hespérides formaban una comunidad de ninfas feministas, conocidas por amar las naranjas con la misma intensidad que odiaban a los hombres. Un punto a favor de Delfos era la larguísima lista de mirones que habían desaparecido dentro de la propiedad de las Hespérides. "Pobrecito de Hércules", pensó, cuando lo vio encaminarse hacia la propiedad de las odiadoras de hombres.

   Finalmente, llegando al Jardín de las Hespérides, Hércules fue rápidamente rodeado por las ninfas, que le mostraron las garras y los dientes filosos, eran unas trescientas, pero las naranjas se contaban por millones, imaginen como no habrán quedado las odiadoras después de ser acribilladas ininterrumpidamente durante horas a naranjazos limpios. 

   Cuando Delfos salió a atender a Hércules, todo el suelo hasta perderse de vista era anaranjado, y una vez más volvió a maldecir a Hércules y no tuvo otra salida que ordenarle el último trabajo: capturar a Cerbero, el perro mascota del diablo. 

   Y allá fue Hércules a través de los campos a buscar la entrada del infierno. Delfos se extrañó porque Hércules llevaba un pico al hombro. Cuando Hércules identificó la cueva del diablo, igual a la de un carpincho, pero más ancha, no hizo nada, siguió de largo hasta el río Paraná, que estaba más cerca de la cueva que el otro gran río: el Uruguay, donde a pico cavó una zanja hasta la boca de la cueva, por donde el agua empezó a escurrir y a escurrir, y pasados unos minutos un tufo pestilente salió a la superficie, y más un poco asomó la cabeza empapada del perro, pero cuando amagó a ladrar solo consiguió escupir agua y Hércules no tuvo más que dar vuelta el pico y dormirlo de un palazo en la cabeza. Y ya a se iba cargando el perro cuando vio que se asomaba el diablo. 

   ¿Te quedan más trabajos todavía?, le preguntó el ladino, empapado hasta el alma. 

   No, este es el último, respondió Hércules y le preguntó: 

   ¿por qué, algún problema? El diablo miró el pico en sus manos y la cabeza rajada de su mascota, entonces respondió: 

   No, por nada, curiosidad nomás, y hundió la cabeza en el agua. 

   Delfos, finalmente, no tuvo más remedio que darle a Hércules los dos frasquitos con los gualichos y despedirlo con un "Muchas gracias por los servicios prestados", y no era para menos. 

   Cuando Hércules regresó a Santa Carmen, mucha agua había corrido bajo el puente, los Quinteros ya habían muerto, los padres de la chinita Megara, ahora que sabían que había heredado la fortuna de Zeus Quinteros, milagrosamente se habían olvidado del "incidente aquel" y también sus hermanos, pero la que seguía igual de hijeueputa era Megara, que apenas lo vio el primer día de su regreso, escupió el suelo y se metió en el rancho. Hércules pensó que rico como era ahora la chinita de mierda aquella era poca cosa para él, entonces revoleó los frascos por los aires y tomando a la madre de la mano se fueron caminando despacio, rumbeando hacia la estancia de su fallecido padre, para tomar pose de lo que era suyo por derecho. 

   Y eso es todo amigos, dijo don Esteban. Después se levantó y se marchó a su casa, bajo los aplausos de todos los parroquianos. 


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DON ESTEBAN Y LOS DOCE TRABAJOS DE HÉRCULES por FRANCISCO A. BALDARENA se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 4.0 Internacional.
Basada en una obra en https://creativecommons.org/choose/?lang=es#metadata.

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