Noche helada de luna llena.
De pronto la quietud nocturna reinante en el cementerio fue interrumpida; entre las tumbas colonizadas por el pastizal crecido se materializó la figura oscura, más oscura que la noche, del Amo del Cementerio, el loa de los muertos, el Barón Samedi.
Men mwen, sijè mwen yo, mwen te vin nan dènye kote pou ou repoze ou pou pote soulajman nan nanm ou, la voz del Barón Samedi, hecha trueno, anunció su llegada, los muertos despertaron del sueño quejumbroso en que estaban.
En el mismo instante la tierra empezó a temblar y las lozas de las tumbas a desplazarse de las fosas mortuorias. A poco, manos esqueléticas y agusanadas empezaron a emerger de las profundidades y detrás de ellas, el resto de la carcasa ósea, desnuda de vestiduras y carne, desintegradas ya por completo por la tierra. En las lóbregas criptas, tapas de ataúdes cayeron estrepitosamente al piso y puertas enrejadas chirriaron quejumbrosas de óxido y olvido; y de esas penumbras emergieron otros tantos esqueletos, con sus atuendos hechos jirones, de tan carcomidos que estaban por los gusanos. Ya en la galería de los nichos, los tornillos de bronce que sujetan las placas a la boca de los nichos se desenroscaron y las placas tronaron sobre el piso embaldosado, como pedradas dentro de una catedral, y enseguida, del hueco apestando a podredumbre rancia, ataúdes deslizaron su forma ominosa, y al apoyarse en el piso, otro estruendo de tapas se hizo escuchar por cada rincón. Sus inquilinos desprendieron su osamenta putrefacta, haciendo sonar los huesos entumecidos, y acudieron a reunirse con sus congéneres alrededor del loa Samedi.
El aire pronto se inflamó de hediondez nauseabunda y el pastizal circundante, que aún vestía su ropaje verde, marchitó con asombrosa rapidez.
Desde hacía tiempo que el Amo del Cementerio escuchaba invocaciones sepulcrales y clamores apesadumbrados desde el inframundo: los muertos lamentaban, con sentidas voces, que sus parientes y amigos, abandonándolos al olvido, ya no los visitaban más.
Ahora rodeaban al Barón, y a una orden suya, el concilio de los olvidados dio inicio. El Barón Samedi escuchó nuevamente y en respetuoso silencio, las quejas de los olvidados del submundo. De sus bocas de tufo podrido sus palabras, dichas en murmullos pestilentes, esquivando el sombrero de copa del Barón y serpenteando entre las lápidas, llegaban hasta los meandros umbrosos de las últimas tumbas y más allá incluso, donde antiquísimas sepulturas habían perdido todos sus símbolos y la tierra por debajo de los escombros ya había borrado todo vestigio de huesos, ocupando así todo el cosmos del camposanto. Después fue la vez de los muertos escuchar el parecer del Barón, que corto y sucinto, ordenó:
Ann bay moun ki bliye yo yon bon leson. Suiv mwen!
De vez en cuando tenebrosos nubarrones ocultaban momentáneamente la luna y le devolvían a la noche su majestad oscura; en esos momentos la procesión macabra, precedida por el Barón Samedi, se volvía invisible, apenas intuida por el arrastrar de pies de huesos desnudos por el camino de polvo dormido que conducía al pueblo y la pestilencia que desprendían sus despojos de ultratumba. Cuando la luna llena volvía a platear la noche, podía verse a algunos muertos que se apartaban de la procesión y se esfumaban en las profundidades del monte por senderos estrechos, seguían su andar arrastrado por encrucijadas sombrías que iban a dar quién sabe adónde, o bien se internaban en los silenciosos cañaverales; cada uno de ellos buscando el rumbo de las moradas donde vivieran en vida y en las que ahora vivían quienes los habían olvidado.
Ya en las proximidades del pueblo, los perros, enloquecidos por el miedo, rompían las cadenas que los sujetaban a un árbol, o de argollas prendidas en las paredes; se partían las uñas arañando con desespero los portones y se astillaban y quebraban los dientes al rasgar las alambradas, para luego huir despavoridos lo más lejos posible de aquel fantasmal cotejo fúnebre de muertos vivos, salidos de las entrañas de la tierra para perturbar las horas mansas de la noche helada. Noche que de pronto no era más de oscuridad silenciosa, porque todo se había transformado en un infierno sin fuego.
Con el salvaje alboroto armado por las jaurías enloquecidas, las gentes abandonaron el sueño de los inocentes y no bien iban despertando, el aliento miasmático que cundía el aire les anunciaba la noche de espanto, más allá de las paredes de sus casas. Pronto los gemidos lastimeros de las abominables criaturas cadavéricas atravesaron los resquicios de puertas y ventanas y se escurrían por todos los cómodos; eran clamores de venganza, venganza por el olvido perpetrado por los que quedaron en el mundo de los vivos; eran conjuros y maldiciones, anatemas e imprecaciones condenatorias.
Pronto la noche oscura se llenó de súplicas y llantos, que más alto se hacían oír cuando los muertos hacían pedazos las puertas y ventanas e ingresaba a las viviendas. Los que aún tenían fuerzas para sostener algo de lucidez, esquivando al muerto, huían sin rumbo predeterminado, cayendo así en el pozo profundo y escalofriante en que la noche se había transformado, recitando pasajes de La Biblia, o bien suplicándoles a Dios y a todos los santos su ayuda en esa hora de espanto. Los otros, los atormentados por las apariciones, desfallecían o bien...
Poco antes del amanecer, concluida ya la faena reparadora, cada casa se volvió fantasmal tapera, y el ejército de desheredados, a una orden del Barón Samedi, fue nuevamente guiado al cementerio por él; muchos muertos, sin embargo, arrastraban consigo a un familiar o a un amigo a su última morada.
EL CONCILIO DE LOS OLVIDADOS por FRANCISCO A. BALDARENA se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 4.0 Internacional.
Basada en una obra en https://creativecommons.org/choose/?lang=es#metadata.
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