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lunes, 17 de agosto de 2020

AMISTADES ECONÓMICAMENTE VIABLES


1- PATRICK KING Y EL NÚMERO DE LA SUERTE

La chica de la agencia de la lotería miraba la nada en el piso reluciente cuando la puerta se abrió; levantó la mirada y vio materializarse un par de zapatillas de lona negra con cordones rojos y suela de goma blanca; trepó por un jeans negro y por un cinto rojo y, finalmente, por una remera de Los Redondos hasta culminar en una cabeza calva lisa y lustrosa, austeramente adornada por anteojos oscuros redondeados. Entonces la chica cayó en sí­. 

  "¡Claro, qué tonta!", pensó, al darse cuenta de quién se trataba. Era Patrick king, el hombre que combinaba como nadie su vestuario en tres únicos colores: negro, rojo y blanco. Venía como todos los días, mañana, tarde y noche, a jugar el número 1986; el número correspondía al año en que su banda preferida, Patricio Rey (de ahí su nombre en inglés) y sus Redonditos de Ricota, había editado el disco Oktubre, su preferido, cuya tapa tiene un dibujo de revolucionarios, que remite a la revolución bolchevique, con la gente en blanco, las banderas y el tí­tulo del disco, simulando el alfabeto sirílico, escrito en rojo sobre un fondo negro (y de ahí los únicos tres colores con que Patrick King componía su vestuario). 

   Si fuese un dí­a como cualquier otro y Patrick King tuviera la suerte que su número favorito saliera a la cabeza lo ganado no cubrirí­a ni la nonagésima parte del total que habí­a gastado hasta la fecha, siempre apostando a la misma cifra, pero era diciembre y Patrick compró el billete del gordo de navidad que terminaba en su número preferido (la verdad, Patrick había comprado desde el número 01.986 al 91,986 y para ello había vendido un camión que tenía en los fondos de la casa, la mujer había puesto el grito en el cielo pero la voluntad de Patrick habló más alto). El que acertase el primer premio del gordo de navidad ese año se tornaría, descontando los impuestos, en uno de los hombre más ricos de América del Sur. Más de tres millones y medio de personas de los países limítrofes habían cruzado la frontera para intentar la suerte, sumándose a la población local. Pero para azar de los apostadores extranjeros el primer premio quedó en casa y el ganador con el número 21.986 fue Patrick King. Era la única vez que en sus cuarenta y tantos años que ganaba en la lotería, la verdad la única vez en la vida que ganaba alguna cosa. La varita mágica del destino lo había tocado. Era su momento de gloria. 

   Durante el desmesurado mes de farra en el cual cayó de cuerpo y alma en los brazos de la felicidad plena, el ego de Patrick se elevó al mundo imaginario donde flotan las personas que son alguien en este mundo. Pero Patrick pensó que un alguien local no era suficiente para su nuevo ego, él aspiraba a ser un international man; él tení­a que ser tan importante e influyente en el mundo como Willy Kate, el dueño de Microchip, la superpoderosa compañía de computación. 

   Aunque nadie creyó que fuera capaz, Patrick King ideó un proyecto educacional gratuito para ser implantado en todas las ciudades del país, y de tener éxito su intensión era de implantarlo en África y luego al resto del mundo. Patrick se reunió con ministros y el presidente de la nación y consiguió el apoyo necesario para el proyecto. El gobierno aportaría las instalaciones y él se encargaría de todo lo demás, desde las computadoras hasta el salario de los profesores. Y era ahí adónde Patrick King querí­a llegar cuando ideó el proyecto: las computadoras se las compraría a Willy Kate, pero éste aún no lo sabí­a, primero habrí­a que negociar. Patrick King se imaginaba ya negociando el millonario contrato con el hombre en su oficina en un rascacielos neoyorkino, porque ignoraba, como tantas cosas, que el multimillonario vivía en el estado de Washington, al otro extremo del país. A través de sus abogados consiguió que su proyecto llegara a las manos de Willy Kate. Y, aunque nadie tampoco lo imaginara posible (no se sabe por qué, ya que se trataba de ganancias de millones de dólares), Willy Kate se interesó por el proyecto y hasta invitó a Patrick King a ir a visitarlo en su mansión tecnológica, en los Estados Unidos, para tratar el asunto personalmente. 

  "¿Adónde más sino?", reflexionó Patrick King. 

2- PATRICK KING RUMBO A LOS STATES 

Patrick King saltaba de alegrí­a y no veía la hora de conocer al mega big boss de los negocios. Confirmada la fecha y llegando el día Patrick King embarcó hacia los Estados Unidos. 

   Llegando al aeropuerto de Washington, una limousine ya estaba a su espera y lo llevó directamente a Xanadu 2.0, la  residencia inteligente de su ilustre anfitrión. Willy Kate no tuvo mucho trabajo para programar la casa al gusto de su millonario invitado, ya que a Patrick King le gustaba solamente una cosa en la vida: Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota, aunque ahora podí­a gustarle cualquier otra cosa que se le antojara. En el cuestionario que los invitados a la casa inteligente tenían, por obligatoriedad, que responder no había ni una sola respuesta donde dicha banda no constara. 

   A pesar de ahora ser un hombre multimillonario e importante Patrick King no habí­a cambiado un ápice siquiera de su carácter jocoso y un tanto burlista, ni aprendido ni una coma de más de lo que ya sabía cuando era un Juan Nadie. Ni siquiera, cuando supo que Willy Kate lo invitaba a su casa, se interesó en tomar clases elementales de inglés y mucho menos de protocolo. Willy Kate no se sorprendió en lo más mínimo cuando vio bajar de la limousine a aquel personaje vestido de rojo, negro y blanco, a todas luces queriendo, sin saber cómo, ser importante. Parecía una estrella de rock, una especie de Bono Box, pero calvo. 

   En un pasable español machucado el anfitrión saludó a Patrick King y éste, en ese instante, se sintió pisando el primer escalón de la escalera que conducía al Olimpo. Al entrar en la casa Patrick King quedó extasiado. Las paredes cambiaban de color, al entrar eran blancas y de pronto cambiaban al negro y más un poco, al rojo para volver a repetir la secuencia al son de los primeros acordes in crescendo de la canción Oktubre mientras las tapas de los discos de Los Redondos simulaban cuadros colgados en el medio de las paredes de colores cambiantes. Patrick King no podí­a creer lo que sus ojos estaban viendo. Y claro, mientras sus sentidos navegaban por el mar de lo sublime ya planeaba una casa igual apenas regresara a su paí­s; al final, si Willy Kate podí­a por qué no él. Finalmente, llegaron a la habitación de huéspedes, que para decepción de Patrick King la cama era rectangular, no redonda como le hubiera gustado. Como le sucedía a diario en el mundo de los ricos, al cual no podí­a adecuarse, pensó lo que no debía y lo exteriorizó:

  ¡Che Willy, no me pusiste una cama redonda, loco!, le dijo, como si de un amigo de años se tratara.

   Willy Kate lamentó por dentro el no haber captado en su totalidad la enfermiza obsesión de Patrick King por aquella banda. Se disculpó lo mejor que pudo y se dispuso a mandar a sus asistentes que cambiaran la cama inmediatamente. 

  Dejate de joder, Willy, que no es para tanto, respondió Patrick, mintiendo, y agregó:

  Además, no serías el Willy Cat que yo conozco, remató, equivocadamente, no percibiendo la triple metida de pata: no conocí­a a Willy Kate, más allá de la figura pública, tampoco se apellidaba Cat y ambas palabras se pronunciaban de forma diferente.

   Ok, está bien, no problem, pero mi apellido es Kate, le aclaró el magnate al fallido Patrick, que no se dio por aludido y seguiría  confundiendo Kate con cat cada vez que lo nombrara con nombre y apellido.

  Bueno, che, ¿y dónde está la heladera?, prosiguió Patrick, insistiendo en su falta de tacto. Willy Kate tragó con elegancia la falta de elegancia de su invitado y pasó a otro tema, a fin de hacer más llevadera la relación de negocios que los había hecho converger en los mismos tiempo y lugar; al fin y al cabo, en el mundo de los negocios hay dos tipos de amistades: las que deben evitarse, porque no rinden dividendos, y las que, a pesar de las diferencias, son económicamente viables. 

Licencia Creative Commons
AMISTADES ECONÓMICAMENTE VIABLES por FRANCISCO A. BALDARENA se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución 4.0 Internacional.
Basada en una obra en https://creativecommons.org/choose/?lang=es#metadata.

sábado, 15 de agosto de 2020

LA CASA EN EL AIRE

  

1- UN DÍA EN LA ALDEA

Un manto de rocío cubría de plateado la campiña y los tejados de la aldea cuando los habitantes fueron despertados por el alarde insistente de los perros. El primero en salir a ver qué pasaba fue el herrero que, siguiendo con los ajos aún soñolientos la dirección donde su perro ladraba, se despabiló en el acto. Lo que a primera vista le había parecido una proyección de un sueño que no recordaba haber soñado, en verdad resultó ser una casa, una casa suspendida en el aire. Enseguida llamó a su esposa, que a su vez llamó a sus hijos y a la vecina, que llamó a su esposo y a otra vecina, que llamó a sus hermanas. Y así, de llamado en llamado, en pocos minutos todos los aldeanos miraban, sorprendidos y boquiabiertos, hacia un mismo lugar en el cielo, justo encima de sus cabezas.

   ¿Una casa?, se preguntó el herrero, rascándose la cabeza.

   ¿Una casa, cómo así una casa?, le preguntó su esposa, cuando salió al patio a ver qué quería.

   ¿Una casa en el aire?, se preguntaron los hijos, ni bien fueron a ver qué pasaba.

   ¿Una casa en el aire?, se preguntó todo el mundo.

   En ese exacto momento, como si la duda colectiva hubiera desencadenado un desequilibrio natural, una nube de polvo cayó de la casa sobre sus cabezas, y a partir de ahí un largo litigio empezó entre los habitantes de la aldea y la dueña de la casa.

2- UNA MAÑANA INUSUAL EN LA CASA EN EL AIRE

Los habitantes de la casa dormían plácidamente cuando ladridos insistentes los despertaron. La primera en levantarse de la cama fue la madre, que al acercarse a la ventana se llevó un tremendo susto.

   ¡Estamos en el aire!, exclamó, alarmada. Enseguida corrió a su habitación donde despertó al marido, zamarreándolo como si fuera la almohada.

   ¡¡¡Estamos en el aire!!!, le gritó en la cara.

   ¿Cómo que en el aire?, preguntó el hombre, aún soñoliento.

   ¡Flotando!,¡ planeando!, ¡suspendidos!, ¡como las nubes!, ¡¿da para entender así?!, aclaró a los gritos.

   Ya encaramado en la ventana, tan impactado cuanto su esposa, el hombre llamó a su hijo a los gritos. El muchacho saltó de la cama y se inclinó sobre el alféizar de la ventana de su habitación. Soltó un "wau" de sorpresa y enseguida llamó a los gritos a la hermana, que aún dormía. 

   En minutos, la familia entera miraba al suelo.

   ¿Estamos realmente en el aire?, se preguntó el esposo, rascándose una nalga, como si aún no le cayera la ficha.

   Sí, no lo ves, tonto, lo recriminó la esposa.

   Mira, estamos flotando, le dijo el hermano a la hermana, señalando hacia afuera, cuando ella se acercó para ver a qué se debía tanto alboroto.

   ¿Alcanzas a ver algún castillo?, le preguntó el hada soñadora de la familia,  mientras sus ojos escudriñaban el horizonte en busca de uno.

   La primera impresión que tuvo la madre fue que estaba en una pesadilla, al tiempo que, para no perder la costumbre, buscaba con ojos clínicos entre las calles y patios vestigios residuales, es decir: basura. Ya el marido, después de unos segundos de preguntas incontestables, pensaba que aún estaba en un lindo sueño, y el hijo, que le confería a su madre poderes sobrenaturales, que toda esa nueva y extraña realidad se trataba de algún artificio suyo para mantener la casa alejada del polvo que tanto odiaba. Y no era para menos, aún recordaba cuando, años atrás su madre, siempre protestando contra la mugre, la hubiera o no, había dicho que desearía vivir en una isla y al día siguiente habían amanecido en medio del mar; pero como si fuese parte de un sueño, algunos meses después, habían vuelto a su lugar de origen. Y  la hermana, propensa a una fantasía, creía que aquello era parte de un plan mágico orquestado por un hada madrina que la quería muchísimo.

   La madre, repuesta del susto inicial, viendo que ya no había patio que barrer no le quedó otra que conformarse con la casa solamente; y decidida a encarar la nueva realidad de la forma más natural posible, fuese parte de un sueño o de una maldición inexplicable, se dirigió a "su" armario particular: la despensa. Demoró un minuto en elegir la escoba del día entre tantas que poseía, pero apenas se decidió por una abrió las puertas y empezó a despejar la mugre en el aire, sin importarle que le cayera en la cabeza a la gente que estaba bajo sus pies.

3- MIENTRAS TANTO ABAJO...

Los más perjudicados con la suciedad que caía sin parar del cielo fueron los feriantes, que llevaron sus quejas al recaudador de impuestos cuando, casi un mes después del insólito y catastrófico suceso, apareció en la aldea para cobrar el tributo del rey.

   Han caído las ventas, recaudador. Mire qué manera de caer polvo sobre la mercadería. Y lo peor de todo es que no sabemos de dónde saca tanta mugre esa maniática. ¡Y justo en los días de mayor venta!, se quejó el verdulero, encargado de transmitirle el motivo de por qué ningún feriante podría pagarle ese mes. El recaudador, sacudiéndose el polvo de los hombros con las manos, preguntó:

   Pero ¿de dónde ha venido? Los dedos flacos y avarientos del recaudador ya empezaban a tamborilear nerviosamente sobre el libro de la contaduría.

   No lo sabemos, una mañana despertamos y ya estaba ahí, dijo el herrero, y para empeorar las cosas las palabras no llegan hasta ellos, por lo tanto no sabemos si es por la altura o porque son sordos.

   Ajá, ¿y con lo otro, cómo están haciendo?, preguntó el recaudador. El verdulero, que no entendió a qué se refería, arrugó la cara.

   ¿Qué otro?, preguntó. El recaudador miró hacia todos lados y hablándole al oído le preguntó sobre las necesidades fisiológicas de los habitantes de la casa en el aire.

   Ah, eso, sobre eso no le sabría decir nada ni adónde echan sus desperdicios, como tampoco cómo hacen para conseguir agua o comida. Pero humo de la chimenea sale, eso sí, pero de dónde sacan leña no, respondió el verdulero, amparándose del polvo al echarle un vistazo a la casa.

   Bueno, por lo menos de los males el menor, sino sería el colmo de los colmos, dijo el recaudador, arqueando las cejas.

   No sé hasta qué punto es un mal menor, pero si esto sigue así tendremos que volver a los orígenes y salir a cazar y a recoger bayas silvestres para poder sobrevivir, se quejó el verdulero.

   Bueno, bueno, ya veremos, dijo el recaudador, y de inmediato, como advertido de algún mal presagio, se puso en marcha, urgido para llevarle las quejas de los aldeanos al duque para que la mala noticia llegase a los oídos del rey, el único que sabría qué hacer, lo más rápido posible, y porque tenía que seguir recaudando los tributos por otras aldeas también.

4- EN LA CASA DEL DUQUE

   ¿Una casa en el aire?, preguntó el duque, poniendo cara de incrédulo.

   Eso mismo, mi señor. Los aldeanos dicen que una mañana despertaron y la casa ya estaba allí, y que hasta el día de hoy no ha parado de caer mugre sobre la feria. Y eso yo lo vi con mis propios ojos. Si viera usted, aquello parece una cascada ininterrumpida, dijo el recaudador.

   Entonces debo comunicarle la noticia al rey con urgencia, dijo el duque, ¿ya imaginó si se hace moda y todas las comarcas empiezan a tener su propia casa en el aire? Será el fin de la economía. Al recaudador se le oscureció más la mirada. ¿Sería posible que también el duque hubiera sido acometido por el mismo oscuro presagio? Al recaudador le pareció que sí. En seguida se despidió y se marchó a cumplir su misión.

5- AUDIENCIA CON EL REY

Esa misma tarde, el duque se dirigió al castillo a llevarle las quejas al rey y a contarle sus temores. El rey como no tenía a quién delegarle las quejas no tuvo otro remedio que atender el asunto él mismo.

   ¿Una casa suspendida en el aire?, le preguntó el rey a su vasallo.

   Sí, Su Majestad. Yo también le hice la misma pregunta al recaudador, pero eso no es el  problema real del fenómeno. El verdadero problema que tenemos es con la mujer de la familia que vive allí, que se la pasa todo el santo día con la escoba en la mano y despeja nubes de polvo desde que amanece hasta que se pone el sol. Es cosa de creer, solo viendo. Ahora yo me digo, Su Majestad, ya pensó si eso llega a repetirse en todo el reino, ¿de qué vamos a vivir? 

   El duque se calló.

   Entonces es una mujer la que está colapsando la economía, ¿eh?, dijo pensativo el rey, alisando la barba. El duque interpretó en sus palabras una pregunta.

   Sí, Su Majestad. Eso sí, el recaudador no me afirmó si de noche la lluvia de polvo se detiene, dijo el duque, como si él hubiera indagado al recaudador al respecto. "Unos puntitos a favor para quedar bien delante del rey nunca vienen nada mal", pensó.

   El rey, tan diplomático como siempre, le dijo que lo tendría en cuenta:

   Cuento con usted, duque, y ahora ya puede retirarse que yo me encargaré del asunto, y no se preocupe que se lo hago saber apenas haya tomado una resolución. El duque inclinó el cuerpo e hizo una reverencia, y en esa postura ridícula se retiró. 

   El rey inmediatamente decidió enviar al bufón con un mensaje para el mago del reino.

6- EL BUFÓN

   Pero, Su Majestad, ¿y el espectáculo de esta noche, cómo queda entonces?, preguntó el bufón, no tan preocupado con el espectáculo en sí, sino porque corrían tiempos de paz y sobraban soldados holgazaneando; sin embargo, aun así al rey se le antojaba que fuera él el que tuviera que llevarle el mensaje al mago. Justo a él que tanto pavor le tenía a la floresta negra donde el mago vivía.

   Los espectáculos están suspendidos hasta nueva orden, asuntos más urgentes reclaman mi atención. Y ahora vete ya, ordenó el rey. El bufón tragó en seco y se retiró haciendo ridículas piruetas a propósito.

7- MIENTRAS TANTO EN LA CASA EN EL AIRE...

   ¡Sal de ahí, holgazán!, y ayúdame a correr este armatoste para que pueda limpiar debajo, le exigió la mujer al marido, que estaba cómodamente leyendo un libro en el sofá.

   Pero si hace cuarenta minutos que has acabado de limpiar debajo, por arriba y a los costados, mujer, se quejó el marido.

   ¿Sabes cuánta suciedad se puede acumular en cuarenta minutos? ¡Ah!, pero claro, cómo puedes saberlo, ¡qué puedes saber tú de higiene!, sentenció la mujer, al tiempo que empujaba al marido hacia un lado y empezaba a barrer como una maniática centímetro por centímetro del piso. El marido no contestó nada porque era inútil contradecirla, lo más sensato era dejarla hacer lo que quisiera, es decir: limpiar y seguir limpiando. 

   Cuando la mujer terminó la limpieza un minuto después ( y eso sí, hay que destacar la ligereza con que ejecutaba sus tareas), salió diciendo que dentro de poco volvía. El marido con apatía se limitó a decir:

   Está bien, querida. 

   ¿Qué más podía decirle?

   Luego la mujer dirigió su ataque antiséptico a la habitación del hijo. 

   El muchacho miraba por la ventana con cierta lástima a la hija del verdulero, allá abajo, que trataba infructuosamente de limpiar las verduras con un plumero. La pobrecita, cuando terminaba con los tomates, la lechuga, al otro extremo de la mesa, ya había perdido su verdor bajo una nueva capa gris, que su madre, "gentilmente", recién había arrojado por una de las puertas.

   ¡Ah, con qué estás ahí, holgazán chismoso! Es mejor que muevas el trasero de ahí porque no me gusta que interfieran en mi labor, graznó la madre, ni bien irrumpió en la habitación. El muchacho se retiró de la ventana por tercera vez en lo que iba del día sin decir "ay", él también pensaba que era inútil contradecirla. 

   Después fue el turno de la hija padecer los ataques de limpieza extrema de su madre. Estaba apoyada en la ventana mirando a la distancia, tratando de visualizar entre las montañas algo que pareciera con la torre de un castillo.

   ¡Entonces, holgazana! ¿Soñando con el príncipe azul, no? A ver si aprendes de mí, si no quieres morir solterona por no saber limpiar a fondo un hogar, gruñó esta vez mientras manejaba la escoba magistralmente con infatigables y rápidos movimientos, que si no fuera porque la hija sabía que empuñaba una, diría que era invisible, tamaña velocidad con que ejecutaba la limpieza. La muchacha, así como su padre y su hermano, salió de su habitación sin decir nada, al final todo argumento sería ineficaz, y se fue a buscar otro ángulo de la casa donde seguir tratando de visualizar un castillo.

8- ENTRETANTO ALLÁ ABAJO...

El verdulero, protegiendo la cabeza con una bolsa de arpillera, sugirió a los otros feriantes cambiarse a otro lugar que estuviera fuera del radio de alcance de la maniática de la escoba.

   No podemos hacer eso sin la autorización del duque, discordó el carnicero, protegido a su vez con un cuero de vaca.

   Estas tierras no son nuestras para hacer lo que queramos y ya sabemos cómo se pone el duque cuando algo no le gusta, por ejemplo: cambiar la feria de lugar, acotó el vendedor de lana, sacudiendo por enésima vez el cuero de oveja con el que se cubría y volviéndoselo a poner encima con movimientos rápidos y precisos.

   Quizás debiéramos de cambiar el día por la noche, por lo menos hasta que el duque o el rey hagan algo al respecto, sugirió un artesano, escondido debajo de un sombrero como lo de los chinos, que con el polvo cayéndole por todo el contorno por partes iguales, hablaba sin mostrar la cara.

   Eso también deberíamos de comunicárselo al duque, objetó una voz que nadie supo definir de quién era, porque provenía de donde el polvo ya hacía imposible cualquier visualización de lo que hubiera más allá.

   Eso no le importará un rábano al duque, lo único que siempre le ha interesado es que le paguemos los impuestos, dijo otra voz anónima. 

   El verdulero volvió a tomar la palabra y expresó que no era una buena idea, porque la mugre y el polvo acumulados durante el día haría imposible que la feria estuviera lista  para funcionar antes del amanecer cuando la maniática empezaría el ataque de nuevo.

   Estaríamos sacando polvo durante toda la noche. ¡Imposible!

   Y así pasó otro día en la aldea bajo el polvo asesino y con los bolsillos vacíos.

9- MIENTRAS TANTO EN LA FLORESTA NEGRA...

El mago, después de leer el mensaje del rey, no quiso perder ni un minuto. Le dijo al bufón que lo esperara mientras hacía un brebaje adivinatorio, y que después lo acompañaría al castillo. El bufón respiró aliviado, porque si de día la floresta era negra, como su nombre lo indicaba, por la noche no quería ni imaginar cómo sería. 

   El mago puso un caldero en el fuego y cuando el agua empezó a hervir arrojó yuyos secos, polvos mágicos y extrañas criaturas disecadas. Sin decir nada, esperó al lado del caldero hasta que los primeros vapores empezaron a elevarse al techo, ahí agarró un cucharón y sacó un poco de brebaje, que sopló hasta que estuvo tibio, entonces le echó un puñado de azúcar y con una ramita empezó a revolver.

   El bufón seguía las acciones del mago atentamente y por dentro rezaba para que al beber aquella porquería no se fuera a morir allí mismo. El mago, al darse cuenta que el bufón seguía con la mirada cada detalle de lo que hacía, lo miró de reojo y le dijo:

   El azúcar es para hacerlo más digerible. 

   "Ni quiero imaginar el gusto asqueroso que debe tener eso", pensó el bufón, con un gesto de asco, al ver cómo el mago tomaba hasta la última gota de aquella porquería.

   Enseguida, el mago dejó caer el cucharón y revoleó los ojos. 

   "Sonamos dijo Ramos", pensó el bufón, imaginando que el mago ya paraba las patas. Pero, de pronto, el mago dijo:

   ¡Ya lo tengo!, ya sé quién es esa mujer. 

   El bufón pensó que se lo diría, pero el mago. que conocía la fama de alcahuetes que tienen los bufones, no dijo nada, no vaya a ser que al llegar al castillo, corriera a contarle la primicia al rey antes que él, el artífice del descubrimiento.

10- EN EL CASTILLO

El bufón acompañó al mago hasta el salón donde el rey, espatarrado en el trono, bufaba de calor mientras era ventilado por dos eunucos. Ahí, por fin, pudo enterarse del descubrimiento del mago.

   Es una bruja, Su Majestad. Nadie normal puede sacar tanta basura de una misma casa todos los días durante todo el día, dijo el mago. 

   El bufón agrandó los ojos. "¿Tanto misterio para eso?, creí que iba a referirse al hecho de la casa mantenerse por sí sola en el aire. Viejo falluto", pensó.

   El rey, después de gratificar al mago con unas monedas de oro, mandó a llamar al hijo.

11- EL PRÍNCIPE 

Tengo una tarea de suma importancia para que ejecutes en mi nombre, hijo. Y de paso vas sabiendo cómo se gobierna un reino, le dijo el rey al príncipe.

   Sí, padre, ¿qué debo hacer?, respondió el hijo, agarrando con fuerza la empuñadura de su espada.

   Debes descolgar una casa, dijo el monarca, sin ceremonias.

   ¡¿Descolgar una qué?!, preguntó el príncipe, la cara dibujada de perplejidad. Él imaginaba una misión donde la sangre corriera como un río caudaloso, pero... ¿una casa en el aire? Eso no se lo esperaba, era casi lo mismo que bajar un nido de ruiseñor de un árbol.

   Eso mismo que oyes, hijo, pero ten cuidado que no es tan simple como parece. Me dijo el mago que se trata de una bruja, le advirtió el rey.

   El príncipe asintió y fue a ver al capitán del ejército real para que empezara con los preparativos.

12- UNOS DÍAS DESPUÉS...

Una de esas mañanas, tanto los habitantes de la aldea como los de la casa en el aire, al asomar sus caras fuera de sus casas, se quedaron atónitos con las tiendas de campaña y las catapultas desplegados en la campiña, lindera a la aldea. Los aldeanos inmediatamente empezaron a cargar las carretas con sus enseres. 

   Iba a haber jaleo, así que lo mejor era alejarse de allí cuanto antes.

   Ya los de la casa en el aire pensaron tratarse de un circo o, tal vez, de un parque de diversiones instalado por la noche. 

   El esposo dijo:

   Si es un parque de diversiones por lo menos desde aquí no necesitamos pagar para ver el espectáculo. Y la esposa, parada a su lado, se quejó de la mugre que iba a quedar en la campiña cuando se fueran. Por su parte, el hijo temió que la hija del verdulero se enamorara de un equilibrista y huyera con él, mientras que la hermana se preguntaba en silencio si el príncipe del reino vendría a ver las funciones.

13- ANTES DEL ATAQUE

Secundado por varios soldados, por el mago, que no quiso volver a la floresta negra sin antes ver cómo acababan con la bruja, y por el bufón, que pensó que podía sacar de allí una buena historia para representar delante del rey, el príncipe ordenó que dispusieran las tres catapultas a cierta distancia entre sí, cargadas con grandes bolas de lana empapadas con alquitrán, y por último, que las encendieran e iniciaran el bombardeo contra la casa.

14- EL ATAQUE

El primer bólido de fuego pasó a unos metros a la izquierda de la casa. El marido oyó un misterioso zumbido cerca de la ventana, largó el libro que leía y asomó la cabeza. Una gran bola de fuego ardía a pocos metros de la última casa de la aldea. Inmediatamente se dio vuelta en dirección a la campiña, justo a tiempo de ver cómo otra bola de fuego venía derecho a la casa. El nuevo bólido rozó la casa por la derecha. El marido soltó un grito de alerta y empezó a buscar, allá abajo, un buen lugar donde caer cuando otra bola alcanzara la casa y no tuviera otra salida que arrojarse para salvar el pellejo.

15- LA TERCERA ES LA VENCIDA

El príncipe ordenó que colocaran la tercera catapulta en determinado lugar.

   Si la primera bola de fuego pasó a pocos metros a la derecha y la otra a pocos metros a la izquierda, el próximo lanzamiento debe efectuarse desde aquí, señaló con la punta de la bota derecha. Y la tercera bola de fuego dio de lleno en la casa. 

   Bajó vítores exultantes los soldados del rey y los aldeanos, que miraban el bombardeo desde una colina cercana, vieron cómo los ocupantes se disponían a arrojarse al vacío a cualquier momento, ya que la casa ardía casi por completo.

16- HÉROES EN ACCIÓN

Los cuatro ocupantes, las cabezas asomadas por las ventanas, agitaban los brazos en claro pedido de socorro.

   El verdulero, sintiendo pena de ellos, de un salto subió a la carreta, seguido por la hija, y se encaminó raudamente hacia la aldea.

   El príncipe, al ver a la muchacha de la casa (¡oh, casualidad!), exclamó:

   ¡Una bella doncella en peligro!. Y como buen y noble príncipe que era y caballero que  se consideraba, montó de un salto en su corcel y se encaminó a todo galope hacia la aldea.

17- ¡SÁLVESE QUIÉN PUEDA!

El primero a saltar fue el marido, que tuvo la suerte de caer sobre una montaña de basura que amortiguó la caída, sin más contratiempo que la tragada de un poco de polvo. 

   El segundo a huir de las llamas fue el hijo, que cayó justo encima de la carreta del verdulero, que recién llegaba, sobre una pila de sandías. 

   Quedó medio tonto pero sin ningún hueso roto. 

   La tercera a lanzarse fue la muchacha justo a tiempo para caer en los brazos del príncipe. 

   Y la última a salvar el cuero fue la barredora obcecada, porque se demoró en ir a buscar su preciosa colección de escobas en la despensa. 

   Al arrojarse al vacío, en un intento inconsciente y vano en medio de la caída, se montó en las escobas.

   ¡No dije yo que era una bruja, y miren que bien equipada estaba la maldita!, gritó el mago, señalando la mujer que bajaba en picada, abrazada a las escobas. Mientras que el bufón pensó: "¿Qué bruja es esa que con tantas escobas cae como una bolsa de papas, viejo falluto?"

18- Y COLORÍN COLORADO...

Finalmente, la esposa y sus preciosas escobas se desplomaron sobre el techo de paja de una choza, y tras ella, un grupo de soldados se metió entre los escombros en su búsqueda.

   Cuando el muchacho volvió en sí, la hija del verdulero limpiaba su cara sucia de sandía.

   Hola, mucho gusto, dijo él, escupiendo algunas semillas de sandía sobre el regazo de la moza.

   La hermana, apenas sintió que aterrizaba en algo no muy duro, entreabrió los ojos y vio que un joven montado a caballo la sostenía en los brazos, pero también escuchó que alguien decía:

   ¿Se encuentra bien, príncipe? Entonces la moza volvió a desfallecer, o por lo menos fingió que lo hacía.

   Por fin, los soldados salieron de la casa con la mujer.

   ¡Suéltenme, holgazanes mugrientos!, vociferaba ella mientras forcejeaba con vehemencia para que no le sacaran las preciosas escobas.

19- EPÍLOGO Y LIBERTAD

Entretanto, el marido de la maniática de la escoba se arrastró fuera de la montaña de basura y, escupiendo y sacudiéndose el polvo, miró a su alrededor. El hijo estaba siendo consolado con ternura por la hija del verdulero, la hija, en los brazos del príncipe, parecía estar en la gloria y la esposa, fuertemente custodiada por una docena de soldados, se agarraba a sus escobas con celo en la mirada mientras el populacho, bajando en bandada de la colina, gritaba: 

   ¡Han atrapado a la bruja!, ¡han atrapado a la bruja!

   De manera que, a hurtadillas, el hombre empezó a deslizarse hacia la campiña, pero al pasar frente al campamento un soldado lo detuvo.

   ¡Alto ahí! ¿Quién eres forastero?, le ordenó el soldado. 

   El hombre le dijo que era un vagabundo que pasaba por el lugar en el momento que se desató el pandemónium, con lo que se zambulló de cabeza en una montaña de basura y ahora que todo ya había pasado seguía su camino. El soldado lo examinó detenidamente y le dijo: 

   Creo que te conozco, ¿tú no serás el marido de la bruja, que miraba hacia acá por una ventana, no? 

   El hombre puso cara de ingenuo y, llevándose ambas manos al pecho, dijo:

   ¡¿Quién, yo?! No puede ser, jamás he visto a esa mujer, y dicho esto pidió permiso y dirigió sus pasos hacia el bosque, donde se perdió para siempre.

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LA CASA EN EL AIRE por FRANCISCO A. BALDARENA se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución 4.0 Internacional.
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miércoles, 9 de junio de 2021

DON ESTEBAN Y EL DOMADOR DE ESTRELLAS



Cuando a don Esteban El Sabio le hacían cierto tipo de preguntas, de esas que nunca en la vida siquiera hubo imaginado salir de la boca de un gaucho, pensaba que ya no se hacían gauchos como antiguamente. En esos momentos solía decir para sus adentros: "Los gauchos de pura cepa murieron cuando a Juan Moreira lo cacharon en el tapial". 

   Un gaucho, acodado en el mostrador del boliche, que hasta ese momento solo había abierto la boca para pedir que le llenasen una vez más el vaso con ginebra, de pronto se dio vuelta y, encarando a don Esteban, que tan callado como él bebía una copita de coñac arrinconado cerca de la puerta que conducía a la cancha de bochas, le preguntó: 

   Disculpe don, pero ¿será cierto que existen los marcianos? 

   Don Esteban casi se atraganta con el trago que embuchaba justo en ese preciso momento. El viejo levantó la vista hacia él paisano y se preguntó: "¿Pero qué bicho le picó a este jetón para preguntar por seres verdes?" 

   Bueno, dijo, creo que usted, mi amigo, se está refiriendo a los extraterrestres. 

   Eso... mesmo, contestó el paisano, interponiendo un hipo en medio dela frase. 

   En ese caso, le digo que no creo ni descreo, es más o menos como cuando uno dice: "No creo en las brujas, pero que las hay, las hay". Yo particularmente nunca vi ninguno, pero conozco el caso de un gaucho de mis pagos el cual juraba de manos juntas, porque ya es finado, que el año en que nadie en el pueblo supo de él fue porque lo habían secuestrado los extraterrestres, cosa que nadie le creyó, principalmente su esposa, la Palmira. 

   Según ella su marido, el Cachito Longobardi, se había mandado a mudar atrás de alguna pollera que ella no supo decir de quién se trataba porque eso era lo que a ella se le había puesto en la cabeza; y también anduvo diciendo que después de pasarse un año de farra el Cachito había vuelto con las orejas gachas y la cola entre las piernas, como perro después de una macana. Pero de cualquier manera aceptó su vuelta, alegando que si lo aceptó fue por los gurises que no merecían crecer sin padre. 

   Bueno, la cosa es que el Cachito Longobardi desde la vuelta del cosmos parecía no tener ninguna otra cosa qué contar, como si antes del viaje a las estrellas no hubiera vivido ninguna experiencia en la vida. Esta bien que tampoco a nadie después de eso le podría interesar nada más. La cosa es que un día domingo me lo crucé, fue en una cuadrera; me acuerdo bien porque ese día a uno de los caballos le crecieron alas de las costillas y salió volando para los lados del océano, con jinete y todo, el Perseo Bermúdez, que nunca más se les vio el pelo a ninguno de los dos, dicho sea de paso. 

   Bueno, fue en ese día, mucho antes de la primera carrera, que me contó su odisea en el espacio. Me dijo que venía de vuelta de la estancia donde trabajaba, caminando por el camino viejo, porque al caballo se le había quebrado una pata y nadie volvió aquella noche al pueblo. Dijo que de pronto una luz cegadora lo alumbró desde arriba, como si el sol hubiera nacido de repente a metros de su cabeza, y que al mirar hacia aquel resplandor descomunal perdió a medias los sentidos, por lo cual sintió que garras invisibles o algo parecido lo subían a la luz. Después no sintió más nada, hasta que despertó en un recinto extraño y repleto de aparatos raros. 

   Dijo que le agarró un julepe tal que saltó de la camilla donde estaba acostado y corrió a un ojo de buey, donde vio la tierra achicándose poco a poco. Dice que se quedó duro y cagado hasta las patas, sin poder salir del lugar, viendo la tierra volverse una estrella más hasta que se confundió con los millones de estrellas que la rodeaban y no la vio más. Después de eso, dijo que entraron al recinto dos seres extraños, pelados y con ojos desmesurados de grandes, pero no eran verdes sino grises, con piernas y brazos como nosotros y con dedos largos y chuecos. Vestían ropas como de plástico plateado ceñidas al cuerpo; y a pesar de que tenían bocas de labios finos le hablaron en nuestro idiomas pero como si sus voces estuvieran dentro de su cabeza. Dijo que le mandaron volver a acostarse, cosa que el hizo sin chistar, como animal amansado; y después le pusieron una especie de bozal que tenía un tubo transparente acoplado a una máquina y enseguida se durmió. Por eso no sabía decir cuánto tiempo duró el viaje, y que cuando recobró los sentidos, los mismos seres lo condujeron fuera de la nave extraterrestre. 

   En ese momento al Cachito volvió a revolvérseles las tripas, tamaño mundo extraño irguiéndose delante de sus ojos incrédulos: la tierra era roja, como en Misiones, pero llena de edificios de formas extrañas y por donde volaban vehículos sin ruedas, pero también sin sonoridad alguna. Enseguida fue conducido delante de la presencia de otro ser igual a los dos que lo acompañaban, la verdad, todos eran iguales, como copias de uno solo, como los chinos que no da para saber quién es quién. Bueno, dijo que este otro ser le contó que necesitaban de su inestimable ayuda. ¿De mi ayuda?, dice que le preguntó, asombrado, el Cachito. Sí, de su ayuda, le respondió el extraterrestre. Y enseguida, señalando hacia un televisor gigante como pantalla de cine, le contó de qué se trataba: domar unas fieras, estas sí verdosas y como dinosaurios, bastante escamosas. Parece que las necesitaban para andar por el suelo. 

   El Cachito me dijo: 

   Mire don Esteban, en ese momento volví a cagarme hasta las patas. 

   Así que, sin tener cómo negarse, el Cachito hizo uso de su valía de hombre de campo y encaró de pecho sacado el trabajo a realizar. El ser ese también le garantizó que concluido el servicio sería devuelto a la tierra sano y salvo, a lo que Cachito se dijo para sus adentros: "Sí, si salgo vivo para poder contarla". Pero para eso, Cachito exigió un rebenque, porque el suyo había quedado tirado en el camino viejo al ser secuestrado, un recado y riendas. Al rato apareció uno de los seres que lo habían acompañado hasta allí con un rebenque metálico con la lonja hecha de algo parecido a goma, pero liviano y aguantador, como vino a descubrir cuando lo puso a prueba en el lomo de las fieras verdosas, y un recado y las riendas del mismo material. 

   Recuerdo que, movido por la curiosidad por saber más sobre aquel mundo, le indagué sobre qué había comido en su estadía, a lo que me respondió que pastillas con sabor a asado; "¿y de beber?", inquirí. "Un liquido transparente como agua pero con sabor a vino tinto", me respondió. Esta parte del relato, que todo el mundo seguía en solemne silencio, hizo alzar varias voces a su alrededor: "¡Qué tal, eh!" "¡Qué lo tiró!" "¡Me cacho en dié!", y otras frases por el estilo. 

   ¿Y no se acollaró con alguna marcianita?, preguntó uno de esos malintencionados que nunca faltan, entre el montón. 

   Bueno, de eso nada mencionó el Cachito, dijo don Esteban, solo que domó como veinte mil bestias verdes. Hasta que un día le avisaron que el servicio estaba concluido y que en un par de horas lo retornarían a la tierra. 

   ¿Y no se trajo nada de recuerdo?, preguntó otro. 

   Sí, respondió don Esteban: el tal rebenque, el que mostró a los curiosos pero que jamás llegó a usar porque ya le pesaba el apodo que le pusieron en el pueblo: El domador de estrellas, y no quería hacer gala de eso luciendo el rebenque traído del cosmos. 

   ¿Y no dijo cómo se llamaba el planeta?, preguntó el paisano que empezara todo el asunto. 

   Lo intentó, pero como se trataba de un nombre de cuatrocientos signos, entre letras y números sin ninguna vocal, nunca llegó a concluirlo, perdiéndose entre el décimo quinto o vigésimo signo. 

   Después de eso, don Esteban dio las buenas noches y ya estaba manoteando el picaporte de la puerta de salida cuando escuchó una voz que le preguntaba si sabía qué había sido del rebenque. 

   Don Esteban se dio vuelta y dijo: 

  En el pueblo vivía un judío llamado Goldfarb, dueño de la única relojería, que desde la reaparición del Cachito, de vez en cuando aparecía por el rancho con la intención de comprarle el rebenque, pero el Cachito siempre se negó, alegando que era un recuerdo inestimable. Pero apenas el Cachito paró las patas, el judío que seguramente sabía de la situación financiera de la viuda, volvió a atacar ofreciendo hacerse cargo de los gastos del entierro; y la Palmira es claro que acabó aceptando el truque. Pero dicen las malas lenguas que unos días más tarde aparecieron por el pueblo unos yanquis atrás del rebenque. Y como todo el mundo sabe cuando el asunto se trata de Ovnis y extraterrestres, los americanos aparecen como hiena atrás de la carroña, siempre con la intención de acallar el asunto, es una manía que tienen ellos; así que Goldfarb se lo vendió. 

Y entonces sí, aclarado el asunto del paradero del rebenque, don Esteban volvió a despedirse y se marchó a su rancho. 

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sábado, 22 de agosto de 2020

EL AJUSTE DE CUENTAS


                                                                            
EL HÉROE 

Patrick Mulligan estacionó el automóvil delante de su casa. Hoy retornaba a su hogar feliz y orgulloso, finalmente lo habían nombrado director de la agencia de inteligencia. Los años en la academia de policía, mordiendo el polvo y obedeciendo a instructores inflexibles, habían quedado atrás y otros tantos, después de egresado, persiguiendo a malvivientes de mala monta ahora  daban sus frutos. 

EL PALADÍN DE LA JUSTICIA

   La primera gran oportunidad de ser reconocido y recompensado con un ascenso se le diera tres años atrás, un año antes del final de la guerra para ser más preciso. Como miembro de la agencia de inteligencia le habí­a sido incumbida la misión de capturar o, por lo menos, neutralizar la acción del más peligroso espía enemigo operando a la sombra en el paí­s. Su nación corría un serio peligro y él vio en la captura del espía la oportunidad de ascender dentro de la agencia. Mulligan no escatimaba esfuerzos en su afán de cumplir con éxito su misión, por esa razón nunca dejaba espacios en blanco. Todos eran sospechosos: patriotas y extranjeros, hombres y mujeres. Exceptuando su propia persona, sospechaba hasta de sus superiores. 

   De tanto lidiar con asesinos y ladrones Mulligan se había especializado en hacer confesar por medio de tortura, lo que él llamaba el "Método Mulligan", con lo que muchos sospechosos con frecuencia confesaban crímenes que no cometidos, con tal de detener de esa manera el tormento en manos del violento Mulligan, como se lo conocí­a puertas adentro. Si eran los verdaderos culpables o no de lo que se los acusaba no le importaba en absoluto, su meta era acumular resultados positivos en su hoja de servicio. Aunque en el caso del espía no podía darse el lujo de fallar, haciendo que simples ladronzuelos confesaran lo que fuere solo para detener la tortura a la que estaban siendo sometidos, mientras el pez gordo todaví­a andaba suelto obrando en las tinieblas. En verdad, Patrick Mulligan nunca estuvo para nada comprometido con su paí­s, pero si la guerra se perdí­a, sus aspiraciones de llegar a lo más alto en la carrera policial también. Pero, finalmente el espía fue capturado, aunque por un error del propio espía y no por su ingenio e inteligencia, con lo que sus sueños de ascensión continuaron el curso por él trazado. Finalizada la guerra fue condecorado, ascendido a capitán y presentado a la sociedad como héroe nacional. Patrick Mulligan, el salvador de la patria y, por qué no, del mundo, el gran paladín de la justicia, ya soñaba con una una futura carrera política que culminarí­a, indefectiblemente, en la casa presidencial, como jefe supremo de la nación. 

   Ahora, cinco años después del fin de la guerra, en esa mañana primaveral su sueño más deseado estaba al alcance de la mano.

   Mulligan apagó el motor y, antes de bajarse, contempló su casa por un momento y creyó que ya era tiempo de decirle adiós, al fin y al cabo, ahora como el flamante director de la agencia, debía vivir en un barrio más acorde con el alto cargo.

EL LADRÓN 

Percy Black se especializaba en robar casas y mansiones deshabitadas, siempre y cuando sus dueños se encontrasen fuera; lo prefería así porque detestaba la violencia del tipo cuerpo a cuerpo. "Ese tipo de inconveniente no es bueno para los negocios", solía decir. Tampoco le agradaba los daños innecesarios a la propiedad, cuando la cosa se poní­a difí­cil, daba media vuelta y partía hacia otra casa. 

   Pero no todo lo que robaba Percy terminaba en las manos de anticuarios y receptadores, si algún objeto u obra de arte encantaba a su corazón, no había dinero en el mundo que lo hiciera desprenderse de ellos. Su casa en los suburbios, modesta y bien cuidada, no poseía nada que hiciera sospechar que allí dentro su propietario guardaba verdaderos tesoros. Además, no era frecuentada por nadie. Percy no tenía amigos y tampoco había conocido a ninguna chica por la que llegara a sentir suficiente amor como para abrirle las puertas de su corazón, y de su casa. Tampoco tenía prisa en conseguir una, la guerra podía extenderse más de lo que se pensaba y muchas familias pasaban muchos meses en el interior, donde la guerra no se hací­a sentir con tanto rigor, viniendo a ver sus propiedades por unos pocos dí­as a cada tanto, con lo que, en sus treinta y cinco años, nunca le habí­a ido tan bien. La chica ideal entonces podí­a esperar a ser encontrada, de cualquier manera con la guerra en tránsito el amor no era propicio. No creí­a que las chicas estuvieran con muchas ganas de enamorarse de verdad, al amor en tiempos de guerra siempre lo acecha la sospecha de la necesidad en detrimento de la sinceridad. En definitiva, enamorarse en ese momento era lo mismo que equivocarse. 

   Percy Black hací­a de todo un poco en los momentos libres: jardinería, pintura, electricidad, albañilería y limpieza de piscinas, o cualquier otra actividad para la que fuera contratado. Tales actividades tenían una doble intención: ocupación y oportunidad. En las casas en que era contratado ocasionalmente (generalmente de propiedad de gente que se había trasladado al interior, pero de ninguna manera quería que sus casas en la ciudad se deterioraran ni que parecieran abandonadas), si valía la pena, pasado un tiempo prudencial Percy volvía para robarlas. "Precaución será tu nombre y discreción tu apellido", le dijera un mentor alguna vez. Pero un mal día la precaución y la discreción no fueron suficiente contra un par de ojos atentos detrás de una ventana de una casa vecina. Tal vez por ser tantos los detalles a tener en cuenta o por el minuto de tonto que todo el mundo tiene alguna vez, Percy Black fue a parar detrás de las rejas. El detalle desapercibido fue un jubilado sin otra cosa mejor que hacer que ganar un dinero extra vigilando detrás de las cortinas la casa del vecino. La casa era de un general que se encontraba en el frente de batalla, cuyas esposa e hijas se habían trasladado a la granja de unos parientes en el campo. Percy estaba examinando un óleo de Rembrandt, tentando comprobar su autenticidad, aunque no era un experto conocedor del arte pictórico, cuando la policí­a llegó y lo agarró con las manos en la masa. Intentó justificar su presencia en la casa con la disculpa de que era el casero, pero el tipo de herramientas que los agentes descubrieron en su maletín no eran las que acostumbra usar un casero. 

EL ESPÍA EQUIVOCADO 

   "Eso puede ser un disfraz, un buen disfraz para un espía", pensó Patrick Mulligan, siempre sospechando de todo y de todos, cuando lo llamaron de la estación de policía local donde estaba detenido Percy Black.

   No obstante la paliza que Patrick Mulligan le estaba propinando, Percy Black soportaba la golpiza valientemente.

   Será mejor para tus huesos, hijo de perra, que me digas todo lo que sabes a nuestro respecto, ordenó Mulligan, con la voz cansada pero firme, mientras hacía sonar los nudillos de sus manos. Percy, atado en una silla, no podía verlo porque Mulligan estaba a sus espaldas y a pesar de saber que los golpes llegaban de continuo, éstos venían sin previo aviso y siempre lo agarraban de sorpresa. Percy pensaba todo el tiempo en los preciados tesoros que escondía en su casa, en ello encontraba fuerzas para aguantar el brutal castigo a manos de Mulligan. Estaba dispuesto a pagar para ver y resistir lo máximo que pudiese.

   Ya le dije que no sé nada de lo que usted me está hablando, dijo Percy y tras sus palabras sintió una explosión en el oído izquierdo y enseguida el frí­o de las baldosas en el lado derecho de la cara, al estampillarse contra el piso. La sangre corrió por su cara, ya hinchada por tantos golpes. Patrick Mulligan lo levantó y lo agarró por las solapas de la chaqueta.

   ¿Me estás tomando por tonto o qué?, pedazo de idiota, bramó, pero Percy, aturdido como estaba, no pudo oírlo claramente. Arremetiendo con fuerza, esta vez Mulligan le aplicó un fuerte puñetazo en la nariz y Percy, acabó dando con la nuca contra el piso y viendo estrellas. Casi desfallecido Percy no sintió cuando Mulligan lo acomodó nuevamente en la silla ni lo que le decía. Solo el cosquilleo de la sangre que le corría por las mejillas, como una mosca molesta, le demostraba que aún estaba vivo. 

   Muy bien, hijo de perra, te crees muy listo, pues bien, yo tengo todo el tiempo del mundo, pero tú una sola vida, recuérdalo, sentenció Mulligan, después se secó el sudor de la cara y limpió la sangre en sus manos. Percy, la vista nublada, entrevió que Mulligan se arremangaba las mangas de la camisa. 

   ¿Cuál es tu verdadero nombre, basura? ¿Para que país trabajas?, volvió a preguntar Mulligan, pero Percy, aún aturdido por una chicharra zumbándole en el oído izquierdo, solo alcanzó a oír "verdadero nombre".

   Peter Cross, dijo.

   No, Peter Cross no, tu nombre verdadero, maldito, insistió Mulligan, sacudiéndolo como a una bolsa de pan. 

   ¿Dónde aprendiste a hablar como nosotros?, preguntó Mulligan mientras empezaba a hacer sonar nuevamente los nudillos.

   No soy extranjero, hago pequeños trabajos en casas particulares, balbuceó, abatido, Percy, pero ya empezaba a cansarse de ser apaleado, con lo que dijo:.

   ¿Por qué no hace su trabajo bien y averigua primero?

   ¿Para qué averiguar primero si tú me lo dirás de un momento a otro? ¡Habla maldito!, confiesa todo lo que sabes y te prometo que no te toco más un pelo. O confiesas o te juro que no verás el dí­a de mañana. Enseguida, Mulligan sacó una navaja y amenazó cortarlo en pedacitos. Percy Black creyó entonces que estaba en el momento de decir quién era y cuál su verdadera intensión cuando fue sorprendido dentro de aquella casa. Y no estaba lejos de la realidad. 

   Patrick Mulligan, ciego de rabia, estaba determinado a desangrarlo hasta la muerte si fuera necesario. Los espías estaban entrenados para aguantar el dolor, pero sin dudas ninguno quería morir. Con espías asiáticos ni la tortura ni la muerte funcionaban, pero el infeliz que tenía delante suyo era europeo, sabía que cuando viera la muerte a un palmo de la nariz cantaría como un gallo todo lo que sabía. Ya estaba harto de correr atrás de un fantasma. 

   Si no hubieran entrado otros policías en aquel momento Percy Black no viviría para contarlo, ya que Mulligan estaba empecinado en que él fuera el espía que buscaba, y nunca iba a creerle, dijera lo que dijera. Mulligan se ausentó un momento para ir al baño, no sin antes amenazarlo de que ya volví­a por más. Percy Black aprovechó en momento y le pidió por favor a uno de los policías que presenciaban el interrogatorio que averiguaran su identidad, que él no era ningún espía, solo un ladrón de casas llamado Percy Black. Uno de ellos, que no iba con la cara de Mulligan, se dispuso a averiguarlo. Percy rogó para que lo hiciera a tiempo, antes que el loco de Mulligan acabara por cumplir su promesa de matarlo. Mulligan volvió y con ganas, cuando se preparaba ya a recomenzar con su cobardía, otro agente entró y lo llamó aparte. Mulligan ya podía parar con toda esa basura porque estaban con el hombre equivocado, el verdadero espía ya había sido encontrado. 

   Tanto trabajo para nada, rezongó enfadado, agarrando su saco y saliendo de prisa. 

   Percy Black respiró aliviado, entretanto pensó que no sería la última vez que se volverí­an a ver. 

   "En la próxima partida seré yo el que dé las cartas", sentenció en silencio. Patrick Mulligan no perdía por esperar. 

EL REGRESO 

Fue una larga y difí­cil temporada de maltratos y humillaciones detrás de las rejas para Percy Black. Con frases como: "Mulligan, hijo de puta, está llegando tu hora", o "ya te falta menos, maldito" encontraba fuerzas para soportar el encierro mientras iba masticando miga a miga su venganza. 

   Cuando recuperó la libertad, cinco años más tarde, la mañana estaba frí­a, como era de esperar en esa mañana de invierno, aunque para él ya no hacía diferencia entre invierno o verano. La ciudad le pareció extraña e irreal, sabía que la sentiría así por siempre, como la vida, como el mundo. La misma sensación de irrealidad la tuvo al entrar a su casa. Un par de ratas y algunas cucarachas se escabulleron al percibir su presencia por debajo de unos pocos trastos desvencijados que derruían tristes entre el polvo y la humedad. Percy se estremeció, nunca imaginó que un día podría ver su hogar tan triste y tan vacío, tan hueco y feo, tan muerto. Imaginó la escena de la policí­a entrando y llevándose sus queridos tesoros; agentes risueños incautándolo todo, entre bromas y risas, y, finalmente, la puerta cerrándose tras ellos por última vez, dejando la casa largada a la ruina y a la soledad. 

LA VERDADERA CARA DEL HÉROE 

La primavera, al fin, había llegado. A través de la ventana que daba a la calle, Percy Black miraba a las personas que pasaban por la vereda frente al portón de entrada, alegres y despreocupadas, pensó en lo diferente que era la percepción de la vida para cada persona, y cómo podía cambiar la suerte y los estados de ánimo de un momento a otro. Como acabaría sucediendo con Patrick Mulligan dentro de un momento. 

   La esposa y el hijo de Mulligan, amordazados y atados como dos fiambres en el sofá del living, justo debajo de su retrato donde Mulligan estrechaba la mano del presidente, esperaban su llegada con una esperanza de liberación vagando en sus mentes. Percy Black se volteó y le echó una miraba en silencio al retrato: Mulligan sonriente y con el pecho hinchado de orgullo, lucía la medalla de honor en reconocimiento a su heroísmo. Después los ojos de Percy volvieron a posarse en los rehénes; esta vez el gran héroe les iba a fallar, no iba a poder hacer nada por ellos, así como no había hecho nada para atrapar al espía a no ser interrogarlo y sacarle la información sobre el ataque enemigo que hubiera cambiado el curso de la guerra. Se lo habían dado servido en una bandeja de plata los policías de la frontera que lo descubrieron en una zona donde estaba prohibido el tránsito de personas, eso fue todo. 

   Esposa e hijo serí­an testigos de su venganza cuando les mostrara la verdadera cara de Patrick Mulligan y qué es lo que sucede cuando se cree estar por encima de la ley, más allá del bien y del mal. 

   De pronto un automóvil estacionó junto a la vereda, Percy espió detrás de las cortinas, Mulligan, dentro del automóvil aún, contemplaba su casa. Se lo veía feliz.

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sábado, 17 de octubre de 2020

PRIMAVERA


I- LA LLEGADA

Cerca del límite del pueblo, el tiempo cambió de repente; atrás quedaba el clima ameno que venía acompañando a Luciano Vivas desde que saliera de su casa en la capital. Cuando bajó del automóvil, delante del único hotel del lugar, caía una lluvia fina, y el frío lo obligó a correr hacia la entrada. En un rincón, el fuego de una chimenea mantenía la temperatura cálida y acogedora.

   ¡Qué tiempo raro!, le dijo a un señor que miraba la televisión sentado cerca de la chimenea mientras se acercaba a calentarse las manos en el fuego hospitalario. 

   Desde que tengo memoria siempre ha sido así, respondió el hombre con desgano, al tiempo que lo miraba de soslayo. 

   Es raro, porque a unos kilómetros de aquí el día estaba templado y bastante soleado, y de repente..., acrecentó Vivas, chasqueando los dedos de ambas manos. 

   En cualquier otro lugar el tiempo cambia según la estaciones menos acá, mi amigo. La voz del hombre ahora sonaba apática.  

   ¿Desea hospedarse, señor...?, preguntó el hombre,que resultó ser el dueño del hotel. 

   Luciano Vivas, pero todos me llaman Vivas a secas. Mucho gusto, completó Vivas. 

   Juan Carlos, el gusto es mío. La verdad es que no viene mucha gente por aquí, desde que tengo memoria, dijo el hotelero, con cierto desinterés. 

   Vivas pensó que el hombre debía de ser una persona si no deprimida por lo menos de lo más aburrida.

   ¿Y cómo se le ocurrió abrir un hotel en un lugar así entonces?, preguntó Vivas. 

   El hombre miró hacia lo alto de la pared que tenía a un costado y apuntó con un dedo hacia un retrato de la época del daguerrotipo: un hombre viejo con bigotes mostacholes los observaba con mirada fría. 

   Por culpa de él, mi bisabuelo paterno. Tal vez en su tiempo el clima fuese diferente, dijo el hotelero, agarrando el cuaderno de visitantes donde empezó a anotar la fecha y el nombre completo de Vivas. 

   ¿Y por cuánto tiempo piensa hospedarse? 

   Vivas dio de hombros.

   Soy un escritor en busca de un lugar tranquilo y eso dependerá del tiempo que me lleve escribir la historia que tengo en mente. 

   ¡A la pucha, un escritor! ¡Quién diría un escritor por aquí! En los labios del hotelero se dibujó un gesto que denotaba sorpresa, después agregó con amargura en la voz: 

   Aunque no sé de dónde podrá sacar inspiración en este lugar tan deprimente. Sus ojos buscaron el día gris y lluvioso del otro lado de la ventana que tenía a su derecha.

   Bueno, algún día tendrá que parar, ¿no?, dijo Vivas, tratando de imprimirle a sus palabras algo de animosidad.  

   Desde que tengo memoria nunca he visto días diferentes. El hotelero señaló afuera. Vivas se dijo ahora que el dueño del hotel exageraba demasiado en sus apreciaciones, al menos sobre el clima. 

   De cualquier manera ya tengo el borrador con la idea general de la historia. Inspiración es lo de menos, lo demás es puro sudor, acotó Vivas, volviendo a hablar de su libro. 

   ¿Será una novela? ¿Ya tiene título?, cuando la publique me gustaría comprarla. El tema pareció interesar al hotelero, porque cambió el tono de voz, ahora más vivaz. 

   Por ahora tiene título provisorio, "Primavera", pero con el desarrollo de la trama puede que lo cambie por otro, explicó Vivas. 

   ¿"Primavera"? ¡Ja! Menos mal que ya tiene una idea general, porque con este clima nuestro.... El hotelero volvió a mirar con desinterés el día a través de la ventana. Vivas estuvo a punto de decirle que al mal tiempo hay que ponerle buena cara, pero pensó que el hotelero tal vez fuese un pesimista nato. 

II- EL RESTAURANTE

Vivas acomodó sus cosas en la habitación y pensó dar una vuelta por el pueblo y comer algo. "Y mañana me pongo a escribir", se dijo, antes de bajar a la recepción. 

   Cuando salió a la calle ya había anochecido. El humo exhalado por las chimeneas, detenido sobre las luces de los faroles en el medio del boulevar que dividía la avenida de punta a punta en dos carriles, le daba a la misma un aspecto de túnel brumoso. El dueño del hotel le había recomendado un restaurante, la verdad el único, como el hotel, casi al final de la avenida. Conducía despacio, de hecho, por dos o tres automóviles que vio pasar por la mano contraria, no necesitaba aumentar la velocidad. Mientras las cuadras se sucedían, ahora que no tenía el apuro con que había buscado la dirección del hotel, con su buen ojo de escritor para los detalles notó que, así como el hotel y el restaurante, solo había una tienda de ropas, una zapatería, una carnicería, una panadería, una verdulería, una librería, un minimercado, una estación de servicio, un bar y un quiosco, el resto se componía de casas viejas y las pocas nuevas se mostraban mal cuidadas. Pensó que si esto era todo lo que había en la avenida principal, no habría mucho para ver más allá de ella. Lo que no representaba ningún inconveniente, al contrario, ya que un lugar así se adecuaba a sus expectativas, pues buscaba tranquilidad y poca gente, algo totalmente opuesto a la gran ciudad con sus constantes bullicio y distracciones durante las veinticuatro horas. 

   Desde afuera, Vivas observó que la reducida clientela del restaurante ocupaba solamente tres mesas; en la que estaba al lado de la única vidriera, un matrimonio cenaba en silencio, los ojos puestos en el televisor; en otra, contra la pared y cerca del mostrador, con los codos apoyados a ambos lados del plato vacío y el mentón sobre las manos entrelazadas, un hombre, también con la vista puesta en el aparato, se demoraba en un vaso de vino por la mitad y en la tercera, en el medio del local, dos jóvenes, uno de lado y el otro de espaldas a la puerta, conversaban alegremente compartiendo una cerveza. 

   Vivas entró. 

   Detrás del mostrador un señor mayor, que apenas le echó un vistazo al verlo entrar, secaba un vaso mientras reía con lo que veía en la televisión; cerca suyo una muchacha era absorbida por un celular y que, enajenada del mundo a su alrededor, ni notó cuándo ni quién acababa de entrar. Los otros clientes, en cambio, lo miraron extrañados sin demorarse mucho en ello. 

   Buenas noches, saludó Vivas. 

   Buenas noches, respondieron, como si formaran parte de un coro, casi todos menos la muchacha que simplemente levantó la vista para ver a quién saludaban y luego volvió a lo suyo. Vivas eligió una mesa en el rincón donde confluían la pared que daba a la vereda y la pared opuesta a la que estaba el hombre solitario, donde tendría una visión del conjunto y podría observar el panorama interior en toda su amplitud sin perder ningún detalle. El hombre del mostrador largó el vaso que estaba secando y carraspeando llamó la atención de la muchacha y con un gesto de cabeza le indicó que fuera a atenderlo. La muchacha, visiblemente fastidiada, dejó el celular y de mala gana se acercó a su mesa con la carta en las manos. Vivas imaginó de antemano la escena siguiente: la muchacha le tiraba el menú de mala gana sobre la mesa y se quedaba viéndolo mientras golpeaba con un pie impacientemente el piso para que él se apurara en hacer el pedido. Pero la muchacha lo sorprendió. 

   Buenas noches, le dijo, con una sonrisa gentil mientras le entregaba en manos el menú. 

   Buenas noches, respondió Vivas, sorprendido por la gentileza y simpatía de la muchacha. Pidió una cerveza, y mientras la muchacha iba a buscarla revisó el menú que, como ya lo esperaba, no ofrecía gran variedad, lo que no le venía ni le iba, pues en  verdad tampoco tenía demasiado apetito. Cuando la muchacha regresó con la cerveza y un vaso, pidió papas fritas. 

   Y una porción de aquello verde que está detrás del señor del mostrador, si es son pepinitos en vinagre, agregó, entregándole el menú. 

   Muy bien, dijo la muchacha sin confirmarle si eran o no pepinitos. Cuando ella volvió con una pequeña bandeja de acero en sus manos, Vivas descubrió que sí lo eran. 

   Aquí tiene los escarbadientes y las papas fritas van a demorar un poco, le dijo ella y se retiró, volviendo rápidamente al celular. 

   Cuando terminó la cena, Vivas se acercó al mostrador para pagar. 

   ¿Lugar tranquilo este pueblo, no?, le preguntó al hombre del mostrador. 

   Más tranquilo que agua de tanque, respondió el hombre. 

   Noté que no hay muchos negocios desde el hotel hasta aquí, por lo menos en la avenida, comentó Vivas. 

   Y no encontrará mucho más vaya adonde vaya. Éste, por ejemplo, es el único restaurante y así de lleno como lo ve ahora son todos los santos días. Si no fuera por mi abuelo, su fundador, ni loco yo pensaría en abrir uno, respondió el hombre con resignación en la voz. 

   Pero me imagino que en primavera y en verano lo frecuentará más gente, dijo Vivas. 

   ¿Primavera? ¿Verano? Éso son solo palabras, amigo. Aquí todo el año, desde que tengo memoria, siempre ha sido así: frío, lluvioso y gris. En definitiva un pueblo triste. 

   Vivas volvió al hotel con la sospecha de que las personas del lugar eran dadas a exageros, por lo menos desde que tenían memoria. 

III- EL SOL

A primera hora Vivas se puso a trabajar en la historia, por la ventana que tenía delante suyo podía ver el cielo inmutable, gris y lluvioso. Una ventisca suave salpicaba el vidrio con diminutas gotas que luego arrastraba formando pequeñas lineas diagonales. Dentro de la habitación la calefacción se aproximaba al clima que Vivas describía en la historia, por ese motivo, tal cual uno de los personajes, llevaba puesta tan solo una camisa liviana. Cuando calculó que estaba cerca de la mitad de la primera parte del primer capítulo (a eso de las nueve y media) decidió bajar a desayunar, único servicio extra que ofrecía el hotel. Antes volvió a observar el tiempo, aún lloviznaba, pero el viento había aumentado considerablemente y secado el vidrio; el cielo plomizo, sin embargo, continuaba casi igual. 

   El comedor quedaba en los fondos del hotel y se llegaba atravesando un largo corredor. El recinto era un amplio salón casi inhóspito, lo habitaban apenas cuatro mesas, como islas en un gran lago; quizás el dueño del hotel estuviera cierto y con poca gente visitando el pueblo con cuatro mesas era más que suficiente. Sin embargo, en ese día parecía ser el único huésped, o al menos a esa hora de la mañana, aunque no recordaba haber oído movimiento desde su habitación. Sobre las paredes flotaban algunos pocos cuadros con fotografías en blanco y negro de tiempos idos de Villa Del Monte, Vivas notó con cierto asombro el suelo húmedo y el cielo de lluvia. "Bonitos paisajes para empezar el día", pensó. 

    El hotelero, que lo había visto pasar por la recepción desde el depósito, donde guardaba los instrumentos de limpieza, llegó enseguida trayendo en una bandeja un termo con café, una tetera con leche tibia, una taza, cuatro panes franceses, manteca, mermelada de durazno, dulce de leche, azucarero, edulcorante, una cucharita y dos cuchillos, uno para cortar el pan y el otro para untar.  

   Buen día, ¿cómo pasó la noche?, lo saludó, con el mismo tono apático del día anterior.  

   Muy bien, gracias. Creo que soy el único huésped esta mañana, comentó Vivas. 

   No le dije yo que nunca viene mucha gente por aquí. Si alguien quiere aburrirse este es el lugar indicado. Vivas pensó que el dueño del hotel, sin importarse en desanimar al único cliente que tenía en días, parecía empeñarse en espantarlo. O quizás actuaba así porque él ya le había dicho que quería paz y sosiego para escribir su historia, con lo que no corría ningún riesgo siendo sincero. 

   Antes de bajar a desayunar vi que había parado de llover, quién sabe hoy sale el sol, comentó Vivas.

   Veo que usted es muy optimista, o muy bromista, contestó el hotelero, luego volvió a la recepción meneando la cabeza. 

   "Gente rara la gente de este lugar", pensó Vivas mientras empezaba a desayunar. 

   Cuando subió a su habitación contempló nuevamente el cielo, no había vuelto a llover, pero el cielo, aunque algo más claro, continuaba gris pero el viento seguía soplando con fuerza. Cerca del mediodía, Vivas ultimaba ya la primera del primer capítulo cuando un rayo de sol cruzó la habitación diagonalmente; se acercó a la ventana para mejor ver el cielo. Entre las nubes alborotadas parches azules de todos los tamaños anunciaban que el mal tiempo estaba llegando a su fin. Y para cuando se disponía a bajar para dirigirse al restaurante, las últimas nubes se dispersaban en un cielo espléndidamente azul. Y justo en ese momento desde abajo le llegaron voces como de otros tiempos.

   Al bajar a la recepción vio, a través del vidrio de la puerta, un pequeño grupo de personas frente al hotel mirando al cielo y hablando alto. Otros grupos, aquí y allá, hacían igual escándalo, todos mirando y apuntando con sus manos hacia el cielo. Vivas también elevó la mirada, pero no vio nada diferente que no haya visto antes. 

   ¿Qué sucede?, le preguntó al dueño del hotel, que estaba entre los que se amontonaban delante de la entrada. 

   ¡El cielo!, exclamó, tomado de tanto júbilo que Vivas se sorprendió. 

   Creí que me iba a morir sin ver el sol alumbrar una única vez en la vida esta tierra. Ya lo había visto un par de veces en los pueblos vecinos, y la vez que fui a la capital y otra cuando fui de vacaciones a Carlos Paz, pero aquí... nunca. Mientras decía eso el hotelero no sacaba los ojos de las alturas. 

   Vivas volvió a pensar que la gente de Villa Del Monte era dada a exageros. 

   Mientras se dirigía al restaurante la escena en la vereda del hotel la volvió a ver, como calcada, en varios lugares a ambos lados de la avenida y en las intersecciones de las calles, tanto a la derecha como a la izquierda. Exacta y extrañamente la misma escena. Por un momento una sombra dudosa bloqueó fugazmente los pensamientos de Vivas, que lo hizo dudar de la cordura de la gente del lugar. 

   Lograr que le sirvieran el almuerzo le llevó mucho tiempo de espera. La muchacha había relegado el celular a segundo plano en favor de la contemplación del cielo, el dueño del establecimiento y la cocinera también habían largado lo suyo y engrosaban el grupo reunido en la entrada. Y cuando el dueño, sin otra alternativa, se dignó a atenderlo, Vivas mismo estaba con el frasco de pepinitos sobre su mesa ensartándolos con un tenedor. 

    Intrigado por la conmoción de la gente, Vivas le preguntó al dueño:

   Dígame, por favor, tengo una duda, ¿por qué todo el mundo está tan maravillado viendo el cielo?. 

   Es que es la primera vez que vemos salir el sol aquí en Villa Del Monte, contestó el hombre. 

   Vivas, que hasta ahí creía que eso de los días lluviosos y siempre gris se trataba de una simple metaforización típica del lenguaje de los habitantes de Villa del Monte, insistió en el asunto:

   Espere un poco, usted me está diciendo que en Villa Del Monte nunca alumbró el sol, ¡nunca!

   Usted lo ha dicho, amigo. ¡Nunca!, desde que tengo memoria, respondió el hombre, sonriendo. 

   Vivas acabó almorzando pepinitos y papas fritas como la noche anterior. 

IV- EL OTRO PUEBLO 

Dos meses habían pasado ya y los últimos capítulos de la novela estaban próximos, y en todo ese tiempo no había vuelto a llover. Afuera, flores alegraban jardines, balcones, los canteros de la única plaza, los maceteros dispuestos en la entrada de algunas casas y negocios y los floreros en las mesas del comedor del hotel y del restaurante, mientras que el pasto y los árboles habían enverdecido el pueblo y los campos. Y Villa Del Monte empezó a perecerse a la historia que Vivas estaba a punto de terminar. 

    Una mañana Vivas oyó, a mitad de un capítulo, otro bullicio en la planta baja como la vez pasada cuando apareció el sol, según afirmaban todos, por primera vez. Era un parloteando como de cotorras encima de un árbol frutal. Las calles habían sido invadidas por autos y personas que no eran del lugar 

   ¿Turistas?, le preguntó al hotelero, apenas bajo a la recepción. 

    No, son antiguos habitantes del pueblo que al anoticiarse que el sol había vuelto a brillar han aprovechado para visitar la parentela, respondió Juan Carlos. 

   "Ésto se está poniendo raro", pensó Vivas.

   Esa mañana decidió desayunar en el restaurante, pero nuevas sorpresas también lo esperaban por allí, conque tuvo que esperar en una considerable fila para poder desayunar. Cuando regresó al hotel vio que de un camión unos hombres descargaban sillas y mesas, y cuando a las cinco bajó a merendar, las islas imaginadas en el comedor se habían multiplicado, y los viejos cuadros deprimentes habían sido remplazados por coloridos pósteres de una Villa Del Monte rejuvenecida y al mismo tiempo irreal

   "Definitivamente, Villa Del Monte ya no es el lugar que hubiera elegido ni para escribir un miserable poema", pensó. Lo único que faltaba para espantarlo de una vez por todas era depararse en cualquier día de esos con un McDonald en la esquina más valorizada de Villa del Monte. Al día siguiente, lo despertó el insólito anuncio del primer carnaval en la historia de Villa Del Monte, propalado por una voz metálica proveniente del parlante acoplado al techo de un automóvil.

   "¡Caramba!, tanto sol parece que ha despertado la inercia en la cual estaba sumido el pueblo. Por suerte ya me falta poco para terminar", pensó y enseguida se abocó a finalizar la historia, sin pensar demasiado si el final no quedaba tan bien estructurado como a él le gustaría, pero con las innumerables revisiones con las cuales siempre sometía a sus trabajos ya le daría un final que lo dejara satisfecho. 

   Dos días después Juan Carlos lo vio aparecer en la recepción con  el equipaje en manos. 

   ¿No me diga que ya se va?, le dijo, poniendo cara de asombro. 

   Así es, mi amigo. Finalmente, he concluido la historia; aún tengo que someterla a varias revisiones, pero eso es lo de menos. Inmediatamente detrás de sus palabras se escuchó un trueno que hizo temblar los vidrios de puertas y ventanas y tintinear la campanilla sobre el mostrador. Los dos hombres quedaron como petrificados por un momento, luego salieron a la calle. El cielo límpidamente azul que Vivas había contemplado con satisfacción desde la ventana de su habitación se había transformado, en cuestión de unos pocos minutos, en una techumbre tenebrosa y amenazante que cubría el pueblo hasta donde alcanzaba la vista. Vivas hizo una mueca de desagrado, a su lado Juan Carlos lo miraba de reojo con denotada desconfianza. 

   ¡Pero qué raro!, hace unos minutos el cielo estaba totalmente despejado y mire ahora, dijo Vivas. 

   Muy sospechoso todo esto, ¿no?, acotó Juan Carlos. Vivas que no era ni un poco supersticioso no le dio importancia al comentario, al contrario, le pareció fuera de contexto. 

   Y bueno, parece que tendré que irme como he vuelto, con mal tiempo, suspiró. 

V- LA PARTIDA

Vivas ya se marchaba; saludó al hotelero con un bocinazo, pero Juan Carlos no lo escuchó porque estaba de espalda hablando por teléfono, y tal desatención no le llamó la atención. Vivas ya estaba cerca de la salida del pueblo cuando un contratiempo inesperado, o más bien improbable, interrumpió su camino. A primera vista le pareció que el árbol caído en la calle había sido provocado por el fuerte viento que soplaba a esa hora, pero al llegar cerca se dio cuenta que fuera provocado por el leñador guarecido al reparo de un árbol cercano que, quizás por no ser muy ducho en el manejo de la motocierra o por propia torpeza, había equivocado el corte. Ahora tendría que dar media vuelta y atravesar todo el pueblo hasta alcanzar la otra salida. 

   Cuando pasó por el hotel, Juan Carlos continuaba en la vereda hablando por celular, y al verlo lo saludó con una mano, pero algo en su forma de mirar, que Vivas no supo definir, le hizo pensar como que el hotelero ya esperaba verlo pasar; tal vez fuese el hecho de estar allí afuera bajo un paraguas hablando por teléfono en lugar de hacerlo adentro del hotel. 

   En la otra salida otro percance esperaba por Vivas: el automóvil se desgobernó y serpenteó sobre el asfalto mojado, quedando atravesado en la calle. 

   ¡No lo puedo creer!, exclamó, golpeando el volante. Y apenas del automóvil sintió un pinchazo en la planta del pie: clavado en la suela del zapato tenía un clavo "Miguelito". Inmediatamente constató que una considerable cantidad de ellos minaba gran parte del asfalto alrededor del automóvil, y, como era de esperarse, las cuatro ruedas estaban pinchadas. Vivas barajaba la posibilidad de una jugarreta de niños maliciosos cuando vio llegar un camión remolcador. 

   "¿Eficiencia o mucha casualidad?, pensó, al ver con cuánta rapidez le llegaba el socorro. 

   El conductor le dijo que un vecino había llamado a la gomería avisando sobre el accidente. Vivas no dijo nada, pues ya no era ni eficiencia ni casualidad, ¿pero por qué el hombre mentía descaradamente? 

   El gomero lo dejó en el hotel, diciéndole que él mismo le traería el automóvil no bien emparchara las cuatro ruedas, pero resaltó que se olvidara de seguir viaje el mismo día. 

   Mire la hora que es, casi mediodía, le dijo, golpeándose el reloj con dos dedos, y hoy a la tarde, después de la siesta, tengo que atender otros compromisos, así que hasta mañana... El gomero se calló y se quedó moviendo estúpidamente la cabeza a un lado y otro. Vivas intentó persuadirlo, ofreciendo pagar el doble si hacía una excepción, pero el gomero argumentó que único horario disponible era el de la siesta, pero que ésta era sagrada. 

   Si no me tiro a dormir un par de horas, no sirvo para nada, acotó. 

   Juan Carlos se ofreció para llevarlo al hospital para que le hicieran un curativo, pero Vivas dijo que no era nada, que con una buena lavada ya estaba bien. Así que, cuarenta minutos después de los incidentes, estaba de vuelta en la habitación donde había estado hospedado los últimos meses. 

   Después de lavar bien la herida, al salir del baño se llevó una sorpresa, pues la habitación estaba completamente iluminada por un sol radiante, la tormenta así tan sorprendentemente como había venido había pasado. 

   ¡Increíble!, exclamó, apoyado en el alféizar de la ventana. 

VI- LA SOSPECHA 

A la hora del almuerzo Juan Carlos lo llevó al restaurante. Estaba lleno, pero por suerte ("o no", pensó Vivas, sospechando algo raro) la mesa en la cual se sentaba siempre no había sido ocupada a pesar del restaurante estar lleno. 

   Una hora después Juan Carlos lo pasó a buscar. En el trayecto de vuelta al hotel se lo pasó hablando del hermoso día que hacía, que quién lo diría, que los pajaritos, que las flores, que la gente feliz, que la prosperidad nunca antes vista, mientras tanto Vivas, atento al mensaje subliminal que se escondía detrás de tanto optimismo, ya no tenía dudas: las palabras de Juan Carlos revelaban un ardid tejido a su alrededor para retenerlo en el pueblo. ¿Pero por qué?, aún no lo sabía. 

   Por la tarde bajó al comedor que estaba lleno, pero así como en el restaurante el lugar que siempre ocupaba, sorpresivamente (o premeditadamente, según él), estaba vacío, a pesar que algunas personas merendaban de pie. A la noche Juan Carlos lo fue a buscar a la habitación, pero Vivas le dijo que no iría a cenar porque le dolía la cabeza. 

   Si quiere le traigo un analgésico, se ofreció el hotelero, pero Vivas le mintió, diciendo que ya había tomado uno y que como había tenido un día desastroso solo quería irse a la cama. 

   A la mañana siguiente Vivas tampoco quiso desayunar; pasó por la recepción dando un rápido "buen día" y se encaminó a lo del gomero para buscar el automóvil.

   ¡¡¡No lo puedo creer!!!, exclamó, al encontrarse con la cortina metálica de la gomería baja y con un cartelito que anunciaba: "cerrado por vacaciones". En vano llamó al gomero que vivía en la casa contigua, nadie contestó. Llamó a un vecino y éste le dijo que no sabía de nada. Ya de vuelta al hotel, le contó lo sucedido a Juan Carlos, que dijo, poniendo cara de asombro: 

   ¿Vacasiones?, qué raro, no? 

   Pero Vivas sospechó que fingía. 

   Y lo peor es que no tiene parientes en el pueblo y yo no tengo su número, justificó enseguida. 

   "Ni falta que hace", pensó Vivas.

   Bueno, tendré que tomar un colectivo y después mandaré a buscar el automóvil, dijo enseguida, ya totalmente convencido de que todo el pueblo estaba confabulado para retenerlo allí. ¿Pero por qué?, volvió a preguntarse. Continuaba sin saberlo, necesitaba pensar.  

   Bien, voy por mi equipaje. Juan Carlos se lo quedó mirando mientras subía las escaleras, hundido en negros pensamientos al tiempo que sacaba el celular de un bolsillo del pantalón. Mientras Vivas empacaba las pocas cosas que había sacado de las maletas, un torbellino de hipótesis, unas más descabelladas que otras, pero todas apuntando a un mismo lugar: su permanencia definitiva en Villa Del Monte, giraba dentro de su cabeza. 

  Al bajar a la recepción, ya con el dinero en la mano, Vivas vio a dos hombres sentados en los sofás leyendo el diario en silencio y a Juan Carlos, que limpiaba la superficie del mostrador con una franela. 

   Aquí tiene lo que le debo, le dijo Vivas, fingiendo parecer cordial.

   Ok, contestó Juan Carlos, al tiempo que miraba a los dos hombres, y en ese mirar Vivas presintió una oscura finalidad. 

VII- El CAUTIVERIO

El traqueteo del automóvil le sugería a Vivas que transitaban por un camino de tierra. En cada bache el vehículo se balanceaba y Vivas sentía con mayor intensidad la compresión del arma sobre las costillas. Calculó que habían pasado unos veinte minutos cuando se detuvieron. El conductor bajó un momento, volvió a subir y continuaron viaje. Minutos después volvieron a detenerse, entonces los hombres lo ayudaron a bajar. Oyó perros ladrando y correteando alrededor, de pronto uno a su derecha aulló de dolor, lo habían pateado. Por la manera como silbaba el viento y por el aire fresco, Vivas imaginó que debían estar en un lugar bastante arborizado. De inmediato fue conducido al interior de una vivienda, donde le sacaron la capucha y, sin darle tiempo de ver nada, lo empujaron dentro de una habitación amplia, húmeda y oliendo a encierro. El golpe producido por el pasador lo remitió a escenas vistas en películas de nombres olvidados. Del techo pendía un cable ennegrecido del cual una lamparita amarillenta de bajo voltaje impedía ver con claridad en los rincones. No había ningún mueble, solo un colchón viejo y raído pudriéndose en un rincón sobre el piso de ladrillos, al lado había un tacho de plástico que debería ser "el baño". La habitación era parte de una construcción antigua, ésto lo dedujo porque, además del piso muy común en casas antiguas, en algunos puntos el reboque había caído dejando ver la pared de ladrillos asentados en barro. Vivas notó que la ventana de madera se abría hacia adentro y que el cerrojo no tenía candado, lo que significaba que del otro lado si no la vigilaban ningún perro es porque tendría gruesos barrotes. Vivas apoyó una oreja en la madera, oyó el viento aullando entre lo árboles y ladridos que se dejaban oír no muy lejos; entreabrió la hoja lo suficiente para ver los barrotes que intuyera instantes antes, altos eucaliptos y más allá el pastizal rastrero de la llanura desierta hasta el infinito. Estaba en el medio del campo y quizás nunca lo soltarían. A Vivas se le cayó el alma al piso y se imaginó viejo y vencido esperando la muerte en esas cuatro paredes, como el Abate Faría. Un escalofrío le recorrió la espina dorsal. 

   Tengo que pensar, tengo que pensar, murmuró bajito. No esperaba que alguien, Fritz, su agente literario, Daniel o Ana, sus únicos e íntimos amigos, vinieran en su busca. ¿Buscar en dónde? Él nunca decía adónde se refugiaba cuando se ausentaba para escribir un nuevo libro, porque ni él mismo lo sabía con exactitud, simplemente  agarraba la ruta y sobre la marcha elegía al azar cualquier pueblito tranquilo, y tampoco notificaba su paradero. ¿Hasta cuándo tendría que esperar que sintieran su falta para avisar a las autoridades sobre su desaparecimiento, si para su última novela estuvo sin dar noticias casi un año, escondido en un pueblito en las sierras cordobesas que mal figura en los mapas? De manera que la solución inmediata era improbable. A no ser...

VIII- LA FUGA

   Tengo que pensar, volvió a murmurar mientras, abatido, se dejaba caer sobre el colchón. De inmediato sintió un pinchazo en la nalga. Un pedazo de alambre sobresalía de la tela casi podrida, como una uña oscura y dura, el colchón era de resortes. Vivas no se atrevió a darlo vuelta porque supuso que del otro lado estaría hecho un asco, así que empujó el alambre hacia adentro. 

   Al rato, sintió ruido en la puerta, en la parte de abajo se abrió una especie de puertita, que con la escasa iluminación no había notado; alguien le pasó una botella plástica de agua y un plato descartable con un pedazo de carne hervida, fideos y un pan. En vano intentó que el carcelero le dijera el motivo del secuestro ni hasta cuando lo tendrían preso, ninguna respuesta le fue dada. Más tarde la puertita volvió a abrirse y una voz de hombre le pidió el plato de vuelta, luego le tiró un rollo de papel higiénico y la puertita volvió a cerrarse. De madrugada Vivas se despertó con otro pinchazo, esta vez en la espalda, justo en ese momento soñaba que tanteaba las paredes buscando un punto de escape. De pronto tuvo una idea, pero esperó hasta que amaneciera para ponerla en práctica. Mientras tanto se puso a elaborar un plan de fuga. Después que le trajeran el desayuno, una botellita plástica con té chino tibio y dos panes, y la puertita volviera a cerrarse, Vivas dio vuelta el colchón, rasgó la tela y tironeó de uno de los resortes hasta que pudo arrancarlo, ya tenía la llave de la libertad. El paso siguiente sería arrancar un pedazo de reboque en un rincón en la pared que daba afuera y raspar la tierra entre los ladrillos hasta desprenderlos, solo tenía que tomar cuidado de no hacer ruido y al mismo tiempo estar atento a la puerta. Pero ¿y si entraban los captores? 

   No quiso pensar en esa posibilidad. 

   El día se le hizo largo. Después de haber devuelto el plato de la noche, se puso a trabajar con ahínco; durante una hora estuvo con el corazón en la boca hasta que consiguió aflojar el primer ladrillo, el resto resulto fácil y menos de media hora después la libertad estaba a un paso. El corazón le latía a mil revoluciones por minuto. Tímidamente asomó la cabeza por el hueco: no había moros en la costa, es decir, sus captores, ni los perros merodeando. Avanzó arrastrándose pegado al piso, calculando unos cien metros hasta donde terminaban los árboles, pero dadas las circunstancias le parecieron un kilómetro. Dos o tres veces oyó ladridos que le hicieron helar la sangre, parando y mirando hacia la casa cada vez, pero no vio ningún movimiento ni otra luz que no fuese la del hueco en la pared y en las resquicios de la ventana. 

   Después de una eternidad Vivas llegó hasta el último árbol, temblaba sin control y sudaba horrores, pero ya había pasado lo peor. Ahora solo tenía que largarse de allí lo más pronto posible. Escudriñó el horizonte, el resplandor de Villa Del Monte se insinuaba a varios kilómetros. Empezó a correr a campo traviesa hacia allí. Calculó que serían como la una o las dos de la madrugada cuando llegó cerca de las primeras casas de los arrabales, no más le quedaba rodear el pueblo para no ser visto hasta llegar a la ruta. 

   Aún estaba oscuro cuando un camionero que lo vio haciendo dedo al costado de la ruta paró. 

   Y ya era día amanecido cuando unas explosiones despertaron al hotelero. Juan Carlos estiró el brazo y prendió la luz: el reloj marcaba las seis de la mañana. Se acercó a la ventana para ver a qué se debían aquellas explosiones y espió entre las rendijas de las persianas. Aturdido al principio, asombrado después y finalmente angustiado comprobó que la explosiones eran truenos y que llovía a cántaros, supo entonces que Vivas había escapado. 

 Licencia Creative Commons

Primavera por Francisco A. Baldarena se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 4.0 Internacional.
Basada en una obra en https://creativecommons.org/choose/?lang=es#metadata.

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