Mostrando las entradas para la consulta Los marcianos ordenadas por relevancia. Ordenar por fecha Mostrar todas las entradas
Mostrando las entradas para la consulta Los marcianos ordenadas por relevancia. Ordenar por fecha Mostrar todas las entradas

miércoles, 12 de agosto de 2020

LOS MARCIANOS



El chico ya había apagado las luces y se disponía a dormir cuando percibió clarones intermitentes a través de los párpados. Abrió los ojos, una luz desde afuera, como destellos, prendía y apagaba a pequeños intervalos y se colaban por la ventana, iluminando la habitación con una claridad mercurial. El chico se levantó, la claridad misteriosa venía de la casa vecina, escurriendo hacia el exterior por los ventiluces del galpón en el fondo de la propiedad. 

   Allí vivía una familia extraña y taciturna afincada en el pueblo desde hacía algunos meses y como no se daban con nadie en el vecindario no se sabía si eran del interior o del extranjero. 

   Deben estar soldando alguna cosa, presumió y volvió a la cama. Pero a la noche siguiente ocurrió lo mismo. Por eso por la mañana, comentó con sus padres lo ocurrido las dos últimas noches. 

   Estarán soldando alguna cosa, concordaron los padres, y todo quedó por eso mismo. 

   Y tal las otras noches los destellos intermitentes atravesaron los párpados del chico. Se acercó a la ventana y se quedó parado junto a la ventana, los ojos en los ventiluces que seguían guiñando a intervalos irregulares destellos plateados. De pronto los destellos pararon, el interior del galpón quedó a oscuras y el jardín pronto recuperó la claridad nocturna que venía de los faroles de la calle. De pronto la puerta del galpón se abrió. El chico casi se hace encima cuando vio asomarse a dos cabezas grandes como zapallos, verdes y con pequeñas antenas a cada lado sobre dos cuerpos vestidos con ajustados atuendos del mismo color. 

   "Marcianos", se dijo, temblando de miedo. Pero la curiosidad, más fuerte que el miedo, no lo dejó apartarse de la ventana.  

   Esa noche no consiguió conciliar el sueño y se quedó despierto hasta que amaneció, con la sensación de que en cualquier momento los marcianos asomarían sus grandes cabezas por la ventana. Apenas oyó movimientos en la cocina, salió corriendo a contarle a los padres lo que había visto. La madre le aconsejó que parara de ver tantas películas de ciencia ficción, pero el padre se quedó con la espina clavada en un costado, siempre le habían resultado bastante sospechosos los vecinos. Por ese motivo esa noche padre e hijo, plantados en la ventana de la habitación del chico, se quedaron montando guardia. 

   Cerca de las once, vieron pasar a los marcianos hacia el galpón, tal cual los había visto el chico la noche anterior. El padre bajó corriendo las escaleras, agarró el teléfono y llamó a la policía. 

   ¡Qué sí, señorita, que son marcianos le digo! 

   ¡Que sí, los vi con mis propios ojos, o cree que lo estoy inventando! 

   ¡Sí, sí, rápido! 

   Luego de la llamada, volvieron a la ventana, ahora acompañados por la madre; los vecinos continuaban en lo mismo. 

   A la media hora un patrulleros estacionó frente a la casa.

   ¿Ustedes nada más?, exclamó el hombre, sorprendido al ver solo dos agentes policiales. 

   ¿Y cuántos esperaba que vinieran, cien?, preguntó el agente, sonriéndoles a su compañero. 

   Claro que no, oficial, esperaba muchísimos más. Vaya a saber uno qué tipo de armas tienen esos seres de otro planeta. Recuerde que los extraterrestres son más avanzados que nosotros, exageró el hombre. 

   Ok, señor, copiado. Ahora dígame cuál es la casa de los marcianos. Los agentes volvieron a sonreír.

   Es esa casa, oficial, pero vayan con cuidado que de seguro son peligrosos.  

   Muy bien, usted quédese aquí que ahora nosotros nos encargaremos del asunto, gracias ciudadano, dijo el policía. 

   Los agentes llamaron a la puerta y a los pocos minutos el dueño de la casa, ya cambiado a la forma humana, abrió la puerta. Luego de un intercambio de palabras los tres ingresaron en la casa. 

   El hombre, la esposa y el chico corrieron a la ventana y se quedaron espiando a ver qué pasaba. 

   El vecino, la esposa y los policías se dirigieron al galpón, las luces se encendieron y después de algunos minutos volvieron a la casa. 

   El hombre, la esposa y el chico corrieron a la  puerta principal y se asomaron a la calle. 

   El vecino y la esposa saludaron a los policías y éstos subieron al patrullero, pero antes de marcharse el hombre, seguido por la esposa y el hijo se acercaron al vehículo. 

   ¿Y agente, no tiene nada para decirnos?, preguntó, afligido. 

   Claro, claro, ciudadano, qué pare de ver películas de ciencia ficción, respondió el agente, con una sonrisa burlona y con la mano mandó al conductor marcharse de allí. 

   Pasaron los meses y los vecinos siguieron con lo mismo en el galpón y el chico durmiendo con sus padres, los tres esperando que de un momento a otro se produjera la invasión marciana que los ineptos policías no consiguieron prever. Y así, a la espera de la extinción de la raza humana los agarró febrero, donde por la televisión se enteraron que el primer premio del carnaval de ese año a la carroza más original había sido conquistado por una con forma de disco volador. Con cara de idiotas, los tres vieron a través de la imagen a dos marcianos, cabezones, verdes y con antenitas, que desde el interior de la nave saludaban agitando las manos al público, y más cara de idiotas pusieron cuando los marcianos salieron de la nave, se sacaron las cabezas. Eran los vecinos.

                                                                          

Licencia Creative Commons
Los Marcianos por Francisco A. Baldarena se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 4.0 Internacional.
Basada en una obra en https://creativecommons.org/choose/?lang=es#metadata.


sábado, 15 de agosto de 2020

PIERRE LE CHEF

 

Pierre le chef subió a la terraza, un piso arriba de su habitación, y contempló el paisaje desolado de su ciudad, tanto como lo estaba su alma. 

   Con tristeza exclamó:

  Mon Dieu. 

   La Torre Eiffel todavía se mantenía en pie, pero se venía abajo; un día abriría la persiana y solo sería un montón de hierros retorcidos y herrumbrados terminando de pudrirse en el piso como el esqueleto de un coloso prehistórico. 

   La mañana estaba soleada, el viento fresco que soplaba desde los alpes suizos se había llevado las nubes que cubrían el cielo de París desde hacía algunos días en dirección al canal de la mancha.

   Un hermoso día para ir de compras, dijo, aspirando profundamente el aire mañanero. 

   Pierre le chef salió del Hôtel de la Tour Eiffel, en el distrito de Gros-Caillou, donde se había instalado después del hecho inexplicable que había acabado con todo el mundo, tirando del carrito de compras. Sorteando escombros y ratas callejeras caminó por la Rue de l´Expisition hasta la Rue Saint-Dominique donde torció a la derecha hasta la Rue Jean Nicot, unos metros más adelante entró en el Supermercado G20. 

   Cargó en el carrito algo de carne congelada de la cámara fría y del depósito que había condicionado para la charcutería tomó queso, jamón, algunos salames, otros tantos frascos con conservas variadas y por último se encaminó a la parte trasera del supermercado para llenar el depósito de los generadores con combustible.  

   A la vuelta, por la vereda opuesta, hizo una pequeña parada en el Carrefour city donde buscó unas salsas e inspeccionó el generador; después entró en Le Malabar - París, de donde llevó una botella de coñac. 

   Durante todo el trayecto de ida y de vuelta, sus ojos contemplaron, como siempre sucedía, con sentida tristeza la ciudad en ruinas; los letreros de las tiendas perdiendo los colores y algunas letras; los carteles casi cayendo, oscilantes, medio locos; los pastizales angostando los paseos, obstruyendo las puertas, matando las flores; los gajos de los árboles entrando como ladrones por las ventanas desvencijadas; vehículos moribundos abandonados para siempre donde sus dueños los dejaron por última vez, antes de desaparecer sin dejar un adiós en aquellos días catastróficos. 

   Una hora después estaba de regreso. 

   A Pierre Le Chef le gustaba tomar unas copas de coñac después de la cena, casi siempre leyendo a Víctor Hugo, más que a otros autores. Pero esa noche no leía, solo contemplaba las estrellas a través de la ventana de su habitación mientras bebía sentado confortablemente en un sillón. De pronto, luces intermitentes empezaron a zigzaguear de aquí para allá sobre el oscuro cielo parisino. Pierre dejó caer la copa y se abalanzó sobre el alféizar de la ventana y siguió, incapaz de pensar cualquier cosa coherente, el vaivén luminoso. Poco después, el emisor de las luces pasó cerca del hotel, entonces Pierre, los ojos grandes como bolas de billar, vio que se trataba de un disco volador. 

   La nave descendió en Champs de Mars, detrás de La Bomboniere de Marie. 

   Esa noche Pierre Le Chef no pudo ni quiso dormir, subió a la terraza, se envolvió en un edredón y se quedó allí observando el bulto de disco plateado, pero se quedó con las ganas de ver algo más porque nadie salió del disco. Solo a eso de las diez de la mañana pudo ver los primeros movimientos, aunque por un breve momento. Una rampa se abrió por debajo del disco y una veintena de seres coloridos y bajitos descendieron y se deslizaron a toda prisa hacia los árboles, donde permanecieron hasta que el cielo, algunas horas después, empezó a nublarse. Entonces los vio deslizarse hacia el hotel. 

   Pierre pensó que debería bajar a darles la bienvenida. 

   ¡Por fin, ya no voy a comer solo!, se dijo, exaltado y contento, y al instante bajó corriendo. 

   Cuando llegó a la planta baja, los alienígenas ya estaban cómodamente sentados en los sofás de la recepción. Los visitantes galácticos parecían estar hechos de gelatina colorida, con su flacidez y su transparencia, pero con ojos de perrito pequinés y brazos regordetes aunque sin piernas, y lo mejor de todo: hablaban, y en francés. 

    Díganme, amiguitos, ¿de qué lugar del universo vienen?, les preguntó. 

   De Marte, dijo uno, de color azul. 

   Pero de la parte de adentro, por el calor, esclareció otro, de tono verdoso. 

    ¡De Marte!, exclamó Pierre, sorprendido, ¿quién diría que los marcianos existen de verdad? Enseguida, Pierre se vio rodeado por los marcianos gelatinosos que lo tocaban y comentaban: 

   Es de carne, es de carne, hummm. 

   A Pierre le causó gracia el simpático comentario y pensó que tal vez después de tan largo viaje las gelatinas marcianas ciertamente estarían hambrientas. Entonces les anunció que les prepararía algo típicamente francés para agasajarlos. 

   Pierre le Chef les preparará sabrosos croissants, esperen un poco que ya vengo, les dijo, y rápidamente se dirigió a la cocina donde prendió el horno antes de dirigirse a la despensa en busca de harina, azúcar y levadura, luego se puso a amasar. Una hora más tarde, después de correr como un loco, ya les iba a avisar a los galácticos visitantes que los croissants pronto estarían listos cuando, por la ventanita de la puerta, vio algo que lo dejó intrigado. Los marcianos habían formado una rueda, como hacen los jugadores antes de los partidos; cuchicheaban en secreto y de vez en cuando volteaban y miraban desconfiadamente hacia la cocina. Pierre le Chef entonces fue a ver cómo andaba el horneado y como no quería interrumpir el conciliábulo marciano se puso a barrer el piso que estaba blanco de harina. Cuando terminó de barrer sacó los croissants y mientras se enfriaban se dirigió a la recepción. 

   Al velo venir, los marcianos interrumpieron el parlamento y se dispersaron (algunos hasta silbando bajito). 

   Pierre les dijo que solo faltaba la bebida para acompañar. 

   Amiguitos ya casi están listos. Ahora les pido que aguarden un poquito nada más que Pierre le Chef ya vuelve, voy a buscar un ingrediente que me faltó. Ya saben croissants sin café con leche no son Croissants, y dicho esto salió del hotel a toda prisa. A pocos metros de la puerta apuró el paso y al llegar a la esquina torció a la derecha, siguió por la Rue Dominique hasta La Pharmacie Parisienne, al rato, volvía con una bolsa de plástico. 

   Cuando los marcianos lo vieron llegar deshicieron la rueda que habían vuelto a formar y se hicieron los distraídos, y se lo quedaron mirando con asombro: Pierre, la cara regordeta congestionada, bufaba como un toro suelto por las calles de Pamplona en plena fiesta de San Fermín. 

   Ya vuelvo amiguitos, dijo, jadeando dificultosamente. Ya en la cocina echó café en una olla grande con agua y la puso a hervir y cuando el café estuvo listo pasó la olla a una mesita con ruedas, luego le agregó leche en polvo y azúcar. Después llevó las bandejas con los croissants al comedor y volvió a la cocina por las tazas y por último fue a buscar el café con leche. Pero antes de llevarlo, sacó de la bolsa que había traído de la farmacia las doscientas tabletas de laxante que encontró y las despejó en la olla. Mientras revolvía para que el laxativo se disolviera bien, Pierre le Chef pensaba: 

   "Muchas gracias por la visita, marcianitos, pero antes Pierre le Chef vivo que comido". 

Licencia Creative Commons
PIERRE LE CHEF por FRANCISCO A. BALDARENA se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución 4.0 Internacional.
Basada en una obra en https://creativecommons.org/choose/?lang=es#metadata.

miércoles, 9 de junio de 2021

DON ESTEBAN Y EL DOMADOR DE ESTRELLAS



Cuando a don Esteban El Sabio le hacían cierto tipo de preguntas, de esas que nunca en la vida siquiera hubo imaginado salir de la boca de un gaucho, pensaba que ya no se hacían gauchos como antiguamente. En esos momentos solía decir para sus adentros: "Los gauchos de pura cepa murieron cuando a Juan Moreira lo cacharon en el tapial". 

   Un gaucho, acodado en el mostrador del boliche, que hasta ese momento solo había abierto la boca para pedir que le llenasen una vez más el vaso con ginebra, de pronto se dio vuelta y, encarando a don Esteban, que tan callado como él bebía una copita de coñac arrinconado cerca de la puerta que conducía a la cancha de bochas, le preguntó: 

   Disculpe don, pero ¿será cierto que existen los marcianos? 

   Don Esteban casi se atraganta con el trago que embuchaba justo en ese preciso momento. El viejo levantó la vista hacia él paisano y se preguntó: "¿Pero qué bicho le picó a este jetón para preguntar por seres verdes?" 

   Bueno, dijo, creo que usted, mi amigo, se está refiriendo a los extraterrestres. 

   Eso... mesmo, contestó el paisano, interponiendo un hipo en medio dela frase. 

   En ese caso, le digo que no creo ni descreo, es más o menos como cuando uno dice: "No creo en las brujas, pero que las hay, las hay". Yo particularmente nunca vi ninguno, pero conozco el caso de un gaucho de mis pagos el cual juraba de manos juntas, porque ya es finado, que el año en que nadie en el pueblo supo de él fue porque lo habían secuestrado los extraterrestres, cosa que nadie le creyó, principalmente su esposa, la Palmira. 

   Según ella su marido, el Cachito Longobardi, se había mandado a mudar atrás de alguna pollera que ella no supo decir de quién se trataba porque eso era lo que a ella se le había puesto en la cabeza; y también anduvo diciendo que después de pasarse un año de farra el Cachito había vuelto con las orejas gachas y la cola entre las piernas, como perro después de una macana. Pero de cualquier manera aceptó su vuelta, alegando que si lo aceptó fue por los gurises que no merecían crecer sin padre. 

   Bueno, la cosa es que el Cachito Longobardi desde la vuelta del cosmos parecía no tener ninguna otra cosa qué contar, como si antes del viaje a las estrellas no hubiera vivido ninguna experiencia en la vida. Esta bien que tampoco a nadie después de eso le podría interesar nada más. La cosa es que un día domingo me lo crucé, fue en una cuadrera; me acuerdo bien porque ese día a uno de los caballos le crecieron alas de las costillas y salió volando para los lados del océano, con jinete y todo, el Perseo Bermúdez, que nunca más se les vio el pelo a ninguno de los dos, dicho sea de paso. 

   Bueno, fue en ese día, mucho antes de la primera carrera, que me contó su odisea en el espacio. Me dijo que venía de vuelta de la estancia donde trabajaba, caminando por el camino viejo, porque al caballo se le había quebrado una pata y nadie volvió aquella noche al pueblo. Dijo que de pronto una luz cegadora lo alumbró desde arriba, como si el sol hubiera nacido de repente a metros de su cabeza, y que al mirar hacia aquel resplandor descomunal perdió a medias los sentidos, por lo cual sintió que garras invisibles o algo parecido lo subían a la luz. Después no sintió más nada, hasta que despertó en un recinto extraño y repleto de aparatos raros. 

   Dijo que le agarró un julepe tal que saltó de la camilla donde estaba acostado y corrió a un ojo de buey, donde vio la tierra achicándose poco a poco. Dice que se quedó duro y cagado hasta las patas, sin poder salir del lugar, viendo la tierra volverse una estrella más hasta que se confundió con los millones de estrellas que la rodeaban y no la vio más. Después de eso, dijo que entraron al recinto dos seres extraños, pelados y con ojos desmesurados de grandes, pero no eran verdes sino grises, con piernas y brazos como nosotros y con dedos largos y chuecos. Vestían ropas como de plástico plateado ceñidas al cuerpo; y a pesar de que tenían bocas de labios finos le hablaron en nuestro idiomas pero como si sus voces estuvieran dentro de su cabeza. Dijo que le mandaron volver a acostarse, cosa que el hizo sin chistar, como animal amansado; y después le pusieron una especie de bozal que tenía un tubo transparente acoplado a una máquina y enseguida se durmió. Por eso no sabía decir cuánto tiempo duró el viaje, y que cuando recobró los sentidos, los mismos seres lo condujeron fuera de la nave extraterrestre. 

   En ese momento al Cachito volvió a revolvérseles las tripas, tamaño mundo extraño irguiéndose delante de sus ojos incrédulos: la tierra era roja, como en Misiones, pero llena de edificios de formas extrañas y por donde volaban vehículos sin ruedas, pero también sin sonoridad alguna. Enseguida fue conducido delante de la presencia de otro ser igual a los dos que lo acompañaban, la verdad, todos eran iguales, como copias de uno solo, como los chinos que no da para saber quién es quién. Bueno, dijo que este otro ser le contó que necesitaban de su inestimable ayuda. ¿De mi ayuda?, dice que le preguntó, asombrado, el Cachito. Sí, de su ayuda, le respondió el extraterrestre. Y enseguida, señalando hacia un televisor gigante como pantalla de cine, le contó de qué se trataba: domar unas fieras, estas sí verdosas y como dinosaurios, bastante escamosas. Parece que las necesitaban para andar por el suelo. 

   El Cachito me dijo: 

   Mire don Esteban, en ese momento volví a cagarme hasta las patas. 

   Así que, sin tener cómo negarse, el Cachito hizo uso de su valía de hombre de campo y encaró de pecho sacado el trabajo a realizar. El ser ese también le garantizó que concluido el servicio sería devuelto a la tierra sano y salvo, a lo que Cachito se dijo para sus adentros: "Sí, si salgo vivo para poder contarla". Pero para eso, Cachito exigió un rebenque, porque el suyo había quedado tirado en el camino viejo al ser secuestrado, un recado y riendas. Al rato apareció uno de los seres que lo habían acompañado hasta allí con un rebenque metálico con la lonja hecha de algo parecido a goma, pero liviano y aguantador, como vino a descubrir cuando lo puso a prueba en el lomo de las fieras verdosas, y un recado y las riendas del mismo material. 

   Recuerdo que, movido por la curiosidad por saber más sobre aquel mundo, le indagué sobre qué había comido en su estadía, a lo que me respondió que pastillas con sabor a asado; "¿y de beber?", inquirí. "Un liquido transparente como agua pero con sabor a vino tinto", me respondió. Esta parte del relato, que todo el mundo seguía en solemne silencio, hizo alzar varias voces a su alrededor: "¡Qué tal, eh!" "¡Qué lo tiró!" "¡Me cacho en dié!", y otras frases por el estilo. 

   ¿Y no se acollaró con alguna marcianita?, preguntó uno de esos malintencionados que nunca faltan, entre el montón. 

   Bueno, de eso nada mencionó el Cachito, dijo don Esteban, solo que domó como veinte mil bestias verdes. Hasta que un día le avisaron que el servicio estaba concluido y que en un par de horas lo retornarían a la tierra. 

   ¿Y no se trajo nada de recuerdo?, preguntó otro. 

   Sí, respondió don Esteban: el tal rebenque, el que mostró a los curiosos pero que jamás llegó a usar porque ya le pesaba el apodo que le pusieron en el pueblo: El domador de estrellas, y no quería hacer gala de eso luciendo el rebenque traído del cosmos. 

   ¿Y no dijo cómo se llamaba el planeta?, preguntó el paisano que empezara todo el asunto. 

   Lo intentó, pero como se trataba de un nombre de cuatrocientos signos, entre letras y números sin ninguna vocal, nunca llegó a concluirlo, perdiéndose entre el décimo quinto o vigésimo signo. 

   Después de eso, don Esteban dio las buenas noches y ya estaba manoteando el picaporte de la puerta de salida cuando escuchó una voz que le preguntaba si sabía qué había sido del rebenque. 

   Don Esteban se dio vuelta y dijo: 

  En el pueblo vivía un judío llamado Goldfarb, dueño de la única relojería, que desde la reaparición del Cachito, de vez en cuando aparecía por el rancho con la intención de comprarle el rebenque, pero el Cachito siempre se negó, alegando que era un recuerdo inestimable. Pero apenas el Cachito paró las patas, el judío que seguramente sabía de la situación financiera de la viuda, volvió a atacar ofreciendo hacerse cargo de los gastos del entierro; y la Palmira es claro que acabó aceptando el truque. Pero dicen las malas lenguas que unos días más tarde aparecieron por el pueblo unos yanquis atrás del rebenque. Y como todo el mundo sabe cuando el asunto se trata de Ovnis y extraterrestres, los americanos aparecen como hiena atrás de la carroña, siempre con la intención de acallar el asunto, es una manía que tienen ellos; así que Goldfarb se lo vendió. 

Y entonces sí, aclarado el asunto del paradero del rebenque, don Esteban volvió a despedirse y se marchó a su rancho. 

Licencia Creative Commons
DON ESTEBAN Y EL DOMADOR DE ESTRELLAS por FRANCISCO A. BALDARENA se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 4.0 Internacional.
Basada en una obra en https://creativecommons.org/choose/?lang=es#metadata.

EL SUICIDA Y EL LOCO

    Rapallo, Genova -  Febrero de 1883  Parado al borde del acantilado, Amedeo flexionó las piernas y cuando estaba a punto de dar el gran s...