sábado, 17 de octubre de 2020

BRYNLAITH Y EL CAMINO DE PIEDRA

 

Brynlaith soñaba que vagaba perdido en una tierra extraña, oscura, desdibujada, cuando oyó una voz de mujer, escondida y sin rostro, que lo llamaba desde algún lugar: "Brynlaith, Brynlaith", esa voz lo despertó. Brynlaith abrió los ojos y de inmediato se puso en estado de alerta, intuyó que no estaba solo. Empuñó su espada, que yací­a a un costado del lecho de piel de bestia, y se puso de pie. La hoguera casi apagada no alumbraba ni calentaba ya. Observó con cuidado la pila de leña contra la pared rocosa, si había alguien más solo podría estar escondido detrás de ella o a uno de los lados. Se movió con cuidado esforzándose por observar el contorno de la pila, pero no encontró ningún cuerpo agazapado y listo para abalanzarse sobre él. Recogió unos leños, removió las cenizas con uno de ellos y luego tiró sobre las brasas el resto y un trozo de cebo, en seguida se arrodilló y empezó a soplar para avivar las brasas. Pronto el fuego iluminó todo el interior de la cueva. Ahora, con más claridad examinó toda la amplitud del recinto; tal vez alguna alimaña se escurriera por la noche y, aterrorizada, se mantenía inmóvil debajo de los leños o quizás ya se había marchado sin dejar rastros, pensó. El sueño aún lo perturbaba, pero la voz, tan real en el sueño, poco a poco iba desvaneciéndose hasta que un momento después se tornó un vago recuerdo. Con el crepitar de la leña, tomó conciencia del silencio exterior. Se acercó hasta la entrada y asomó la cabeza por entre las gruesas pieles que cubrían la entrada. La lluvia que duraba hacía varios días había cesado y eso alegró su espíritu. Aún era de madrugada y no se oía ninguna voz, ningún rumor, todo estaba desoladamente quieto y oscuro. Los habitantes de Sinkór aún dormí­an. Brynlaith fue hasta el fuego y se quedó sentado con la vista clavada en las llamas, pensando nada en concreto, apenas dejando que sus pensamientos vacíos fueran arrastrados por las hipnóticas formas rojo anaranjadas de las llamas hasta que amaneció. 

II

Y la tierra de los días grises amaneció como siempre habí­a amanecido desde que él pudiera recordarla, pálida y de un gris difuso. Hasta donde sabía, ni él ni el habitante más longevo de Sinkór conocían dí­as de otro color. El sol, la luna y las estrellas, como tantas otras cosas del mundo antiguo, que por su prolongada ausencia habían sido dejadas de pensarse, ahora eran conceptos abstractos y sin explicación definida e interpretados distintamente por cada uno de sus habitantes. Para la espesa y eterna niebla tampoco tenían una explicación, estaba a su alrededor para condenarlos a una vida casi a ciegas todos los días de sus vidas y ya. Brynlaith odiaba aquel lugar y tení­a claro que nunca se identificaría con el resto de esa extraña sociedad, formada por unas pocas docenas de almas que al irse reproduciendo entre sí­ se consideraban más una familia que una tribu, aunque ésto lo excluía a él, siempre tratado como un extraño. Un tanto por no descender de ellos (una mujer lo encontró aún niño y al morir poco tiempo después, nadie se hizo cargo de él, con lo que creció en medio de ellos pero separado y otro tanto por su propio distanciamiento, que en sí era una forma de negar todo lo que Sinkór representaba. Por eso mismo nunca se le había pasado por la mente formar familia con ninguna mujer del lugar, con toda la contrariedad que ello conllevase; además, pensaba que cualquier relación amorosa sería un amor fingido, un amor sin fundamento, que derivaría únicamente de una necesidad sexual y no del albedrí­o de su corazón. Veí­a que las personas de Sinkór, temerosas de los peligros que ocultaba la niebla, se habían conformado a vivir atrapados en aquel maldito lugar que llamaban hogar, pero conformarse con aquel lugar y con aquel pueblo no entraba en sus planes. 

III

Después de comer la última alimaña ahumada tomó el morral de cacerí­a, la espada y salió al descampado donde se reunían y pasaban el tiempo los sinkorianos, una especie de patio amplio en la ladera de la montaña donde estaban escavadas sus cuevas. Oyó murmullos por aquí y por allá, buscó con la mirada y encontró bultos apenas perceptibles moviéndose vagamente entre la cortina gris de la espesa niebla. Al atravesar el descampado, chapaleando en el barro hacia las entrañas de los bosques muertos, del lado opuesto a las cuevas, pasó por algunos sinkorianos, que saludó ligeramente. Algunos se preparaban para salir de caza, lo cual hací­an siempre en grupos, por el peligro que representaban las bestias y por lo fácil que resultaba perderse en ese mundo casi sin puntos de referencia, y porque al momento de cazar tenían más probabilidades de éxito. El único que no temía perderse ni temía a las bestias era él (la verdad no le temí­a a nada) y preferí­a andar solo que andar acompañado de alguien temeroso a su lado, además, siendo el único a renegar de Sinkór, creía estar perdiendo su tiempo socializando con gente de pensamientos diametralmente tan opuestos. Apenas una discreta y escasa convivencia era todo lo que obtenían de él. 

   Cada vez que salía de cacería acostumbraba hacerlo en diferentes direcciones y a mayor distancia, siempre acompañado por la esperanza de encontrar algo que, aún sin saber qué sería, lo ayudara a abandonar Sinkór para siempre. No admitía que el mundo fuese solamente aquello que lo rodeaba, tenía que haber algo más en algún lugar. 

IV 

Brynlaith desconocí­a su edad. Aún era joven, no obstante, pensaba estar apto para aventurarse en un viaje sin retorno, pero ¿hacia dónde?, si todo era una misma cosa, donde se tenía la sensación de caminar sin salir del lugar. Ya hacía ocho días que andaba embreñado en las entrañas nubladas del bosque muerto, nunca se había aventurado tan lejos de Sinkór como esta vez. Por suerte no había vuelto a llover, aunque el suelo continuaba húmedo. En un descuido, tan frecuente debido a la niebla perenne, resbaló en un talud, yendo a caer en una hondonada no muy profunda, una especie de zanjón que se extendía hacia los lados desapareciendo a pocos metros en la dilatada niebla. Tuvo cierta dificultad en subir al otro extremo, por causa de la tierra resbaladiza, hasta que encontró una raíz saliente de la cual pudo asirse y llegar a la superficie. Ya del otro lado y más allá del ramaje seco y quebradizo, el suelo le resultó extrañamente liso, uniforme y extrañamente duro. Había descubierto un antiguo camino de piedra. 

Como una luz en medio de una noche oscura, aquel camino de piedra conmocionó su corazón, y vio en él una salida a su deseo siempre presente de alejarse de Sinkór. Se preguntó cuál rumbo debería tomar, porque en aquel momento sintió, sin ninguna sombra de dudas, el llamado del destino. De repente oyó en su mente la misma voz del sueño que tuviera la última noche que durmió en su cueva: "Brynlaith, Brynlaith". Ante la incertidumbre de las dos opciones que le proponía el camino, optó por quedarse algunos días por allí, de donde se aventuraría alternadamente hacia ambos lados hasta que encontrara algo que le indicase el rumbo cierto. Entretanto podía volver a Sinkór, pero eso no era más una opción, era el fracaso, la derrota, por eso descartó tal idea. Lo primero a hacer era juntar leña para el fuego y bastante ramaje para hacer un vallado que lo protegiera de las bestias, lo único realmente peligroso en aquel mundo casi sin luz. En esos ochos días aún no había visto a ninguna bestia de gran porte que le significara algún peligro, pero las había estado oyendo merodear y gruñir a lo lejos. Después de haber juntado leña suficiente para que el fuego le durara toda la noche, Brynlaith se dedicó a recoger ramajes para hacer el vallado. Cuando volvió del tercer viaje junto con un nuevo atado de ramas, traía consigo una alimaña que cazó en su guarida dentro de un árbol hueco, la comida de ese día estaba asegurada. Por la noche tuvo el sueño liviano, sueño de cazador, oía a las alimañas a poca distancia, morder furiosas la corteza seca de los arbustos y los árboles muertos y corretear nerviosas entre chirridos agudos; más distante, los aullidos y los gruñidos de las bestias, por eso dormía agarrado a su espada, como siempre lo hacía en sus salidas de cacería. 

VI 

Poco antes de amanecer, ruidos de pasos lo despertaron, se paró de un salto y apagó el fuego, que no alumbraba tanto ya, pero lo suficiente para delatar su presencia en medio de tanta oscuridad. Quien quiera que fuese ahora estaba en pie de igualdad con respecto a la oscuridad, ninguno podía ver al otro. En seguida se agachó y se acercó tan silencioso como una sombra hasta quedar junto al vallado, en la dirección de donde escuchara los pasos. No era bestia, podía olerlo, era olor a humano. Brynlaith pensó que podría ser un sinkoriano que lo había seguido, pero en seguida descartó tal hipótesis, ningún sinkoriano era lo suficientemente astuto como para seguirlo durante ocho días sin que él se diera cuenta, ni tan valiente para seguirlo sin compañía. Solo podía esperar la claridad del día para aclarar sus dudas, a no ser que las cosas se complicaran caso el extraño tomara otra actitud que la de mantenerse quieto.­ Los minutos transcurrirían, como no podía ser de otra manera, muy lentamente. Brynlaith retrocedió un poco, porque no quería estar muy próximo al vallado cuando la difusa luz gris de la mañana lo dejara frente a frente con el desconocido. Enfocó su mente en el punto exacto donde estaba parado el extraño y se vació de cualquier pensamiento, únicamente se concentró en oír la respiración del extraño, tranquila y pausada, que denunciaba su inmóvil presencia, lo que ya era mucha información para un buen cazador. Comenzaba a clarear cuando la forma oscura e inmóvil del extraño empezó a destacarse entre el gris de tonos medio inciertos que venían a dibujar las formas del nuevo día. Brynlaith se puso de pie y calculó que se encontraba a cuatro metros de distancia del extraño, lo que equivalí­a a dar tres largas zancadas y saltar, espada en alto entre ambas manos para, finalmente, asestar el golpe certero en el medio de la cabeza del oponente, o a uno de los lados del cuello. Ya abatiera bestias impredecibles muchas veces de esa manera y ésa era una de muchas otras tácticas de ataque y defensa en la que era diestro. En Sinkór los demás habitantes tenían una forma rudimentaria de lucha basada en lanzamientos de piedras, palazos y unos pocos golpes de espada, él, en cambio, ejercitaba su cuerpo por las noches y ensayaba luchas en solitario contra los troncos de árboles transformados en su mente en bestias imaginarias para luego, en la práctica, perfeccionar los golpes contra bestias de verdad. Pero en realidad, nunca habí­a enfrentado a otro hombre, aunque el mundo estaba lleno de primeras veces para todo, todo el tiempo y, principalmente, en el momento menos esperado. En verdad, ambos hombres esperaban la claridad del día para dar el siguiente paso; inmóviles y en silencio, cada uno parecía estar estudiando al otro, por lo menos era eso lo que Brynlaith hacía. Cuando la escasa claridad fue suficiente como para verse mutuamente, Brynlaith pudo comprobar que no se trataba de ningún sinkoriano, y sí de un extraño: un hombre viejo y aparentemente desarmado, pero a todas luces incapaz de hacerle frente sin sufrir una clara derrota. La inercia compartida finalmente fue rota por Brynlaith que dio un paso al frente y sin bajar la guardia, habló:

   ¿Qué buscas, extraño? En su voz no había ni temor ni desafío. 

   Vengo en paz, hermano, respondió el extraño, levantando un brazo en forma de saludo. Su hablar era suave y sereno. 

   Soy Brynlaith de Sinkór, dijo el joven cazador, metiendo su espada en la vaina sobre su espalda. 

   Y yo soy Visitante, dijo el extraño, con gestos amigables. Luego agregó:

   Y soy de Goldia, la tierra del sol y la luna, la tierra de la luz y los colores. Al oír el nombre del lugar y las palabras sol, luna, luz y colores, el corazón de Brynlaith se aceleró, y con animosidad invitó al extraño a compartir el fuego y un bocado de carne de alimaña asada. 

   Entonces bienvenido seas, Visitante, dijo y en seguida entre ambos abrieron una brecha en el vallado y se estrecharon las manos. Brynlaith ahora ya tenía una confirmación de primera mano de que existía otra gente más allá de Sinkór, y, sin dudas, el hombre le señalaría la dirección correcta a tomar. 

   Viajante nunca antes había respondido a tantas preguntas en tan poco espacio de tiempo, a media hora del primer cruce de palabras, Brynlaith parecía haber guardado solo para él todas las preguntas del mundo. Sabiendo que le esperaba volver a responder todo de nuevo, Visitante hablaba con parsimonia, sin ahondar demasiado en detalles. Más tarde, y como lo pensó, el joven, menos eufórico, escuchó con suma atención nuevamente su relato y encontró en ellos casi toda la información que necesitaba para enfrentar su destino. La voz de Visitante dibujaba, o más bien grababa, en su mente las imágenes de ese diferente y fascinante mundo nuevo:

   Goldia es la tierra del sol que brilla como el oro y la luna; blanca como la nieve de las altas cumbres; la tierra de los mil colores donde puede verse la naturaleza exuberante y generosa; donde el agua es cristalina y dulce. Goldia es la tierra de donde los hombres extraen todos los frutos que necesitan para sobrevivir sin necesidad de matarse entre sí por ello. De los verdes bosques se obtiene la madera para las viviendas, para los muebles y para muchas otras cosas más. En Goldia la caza es abundante y nadie se va a dormir con la barriga vacía. Visitante hizo una pausa para dar fin al pedazo de carne que sostenía en las manos, tras lo cual prosiguió: 

   Hace mucho tiempo, cuando hacía ya varios años que la gran niebla, esta misma que vemos aquí, ya se había disipado por completo, disolviéndose en el aire, muchos hermanos salimos, en grupos de a tres y de a cuatro, en varias direcciones para llevar la buena nueva a los lugares más recónditos de la tierra, donde aún los hombres no se habían enterado del gran milagro. De mi grupo sólo he quedado yo para continuar llevando la buena nueva a donde mis pies me lleven. Mis otros dos hermanos han dejado su vida en el largo camino; con lo que solo he quedado yo para terminar de cumplir mi destino de llevar mi mensaje hasta donde la última tierra encuentre las aguas interminables del mar, y llegando allí seguiré por la orilla buscando nuevos caminos para proseguir con la misión que me ha sido incumbida. 

VII

A los oídos de Brynlaith el breve relato, contado por la voz serena del extraño, le parecía un bello poema, aunque no supiera el significado de muchas de las cosas que Visitante hablaba. Visitante pasó el dí­a y otros dos más contando muchas otras cosas interesantes al ávido Brynlaith, cosas que le serían de mucha utilidad en el futuro. Tan útiles como esenciales para el largo y siempre peligroso camino hasta la tierra de tantos prodigios de que hablaba su amigo; porque, según Visitante, a orillas del camino desde las sombras acechaban tanto bestias como malos hombres. Visitante también le contó sobre ciudadelas y templos de antiguas civilizaciones en ruinas que encontraría por el camino, donde habitaban hombres buenos pero también se escondían bandidos; que allí­ muchas veces también se encontraba la muerte bajo el peso de las piedras que el paso del tiempo cada tanto hací­a caer; que había visitado muchas aldeas, pero que ignoraba su suerte tras su paso, que tanto podían haber prosperado como desaparecido. Visitante también respondió a muchas preguntas ya repetidas veces respondidas a otros por donde había pasado. Cuando Brynlaith ya no lo apabulló con tantas preguntas, como en los días anteriores, Visitante creyó que sus palabras habían conseguido su cometido y decidió que estaba en tiempo de seguir viaje. Siguiendo la dirección indicada por Brynlaith llegarí­a a sinkór, donde más gente escucharía sus maravillosas buenas nuevas. Su afortunado encuentro con Brynlaith en el antiguo camino y su partida hacia Goldia, seguramente haría que algunos tomaran coraje y siguieran su ejemplo. 

VIII 

El viejo camino por veces se estrechaba tanto que Brynlaith apenas podí­a pasar por entre las ramas muertas. En esos lugares era consciente de su vulnerabilidad; no más debía tener más cuidado, pues el espacio reducido dificultaba su defensa en caso de sufrir una emboscada por parte de bandidos o el ataque siempre imprevisto de las bestias, por eso se movía con la espada en su mano. Pero cuando el camino se ensanchaba nuevamente volvía a sentirse un tanto más seguro; porque seguro completamente, dada las circunstancias, era un estado relativo y, más concretamente, un concepto que mejor era nunca tenerlo en cuenta. En efecto, en esa tierra inhóspita y salvaje seguridad era lo que menos abundaba, más aún cuando caía la noche. 

IX 

Faltaba poco para oscurecer cuando Brynlaith divisó la borrosa silueta del tronco de un árbol, a un costado del camino. Luego de inspeccionar el árbol y cerciorarse que no estuviera tan podrido como para no sucumbir bajo su peso, y de echar un vistazo alrededor, decidió que era el mejor lugar posible donde pasar la noche. Brynlaith, como todas las noches, no iba a poder conciliar el sueño como estaba más o menos acostumbrado; el territorio por donde transitaba le era desconocido y un territorio desconocido siempre encerraba innumerables incógnitas. No que anteriormente no se valiese por sí solo, pero ahora era la hora de la verdad, si no andaba con el máximo cuidado posible tendría que enfrentarse a situaciones adversas y a un sinfín de dificultades inhéditas. Coraje y valentí­a poseí­a, y de sobra, pero la incertidumbre permanente sobre el mundo denso, oscuro y traicionero por donde lo llevaban sus pasos también iba junto con él. Pero el deseo inquebrantable de llegar a esa tierra de luz bien valía la pena y esto lo tenía siempre presente desde su encuentro con Visitante. 

   Brynlaith miraba hacia atrás y lo que veí­a era sufrimiento y tristeza. Como si en todo ese tiempo transcurrido su vida hubiera sido la carga incómoda que nadie quiere transportar; como la presencia de un anciano sin importancia que, por no servir ya para nada más, se lo tiene olvidado en un rincón, apenas esperando a que muera para que no estorbe más, un mero objeto de la intolerancia colectiva.

Cuando oscureció el aire se tornó muy frí­o y Brynlaith añoró el abrigo de su acogedora caverna, lo único que podía echar de menos de Sinkór. Pero los ruidos en el suelo lo trajeron de vuelta a la realidad de su entorno. Despejó su mente de los recuerdos y agudizó sus sentidos situándolos en su aquí y ahora, atento a su alrededor y al correteo nervioso de las alimañas y su masticación frenética, a las bestias quebrando las ramas secas bajo sus pasos, a los árboles que sucumbían por su propio peso, a las piedras que rodaban por los declives del terreno, en fin, a todos los ruidos nocturnos que le dificultarían el sueño al más osado aventurero, incluso al más valiente y audaz cazador. En determinado momento las alimañas cesaron su labor y Brynlaith afinó aún más sus oídos; el silencio que dejaron tras de sí dio lugar a un ruido creciente de ramas secas que, claramente, indicaban que se acercaba una bestia. Como creciera un poco más Brynlaith ya no tuvo dudas, la bestia avanzaba en su dirección, lo habí­a olfateado y venía por su cena. En ese instante Brynlaith se sintió como lo que realmente era en ese preciso momento: una carnada humana. Brynlaith se puso de pie y parado firmemente sobre dos sólidas ramas se preparó para lo inevitable. Un poco más y pudo olerla muy cerca, entonces la oyó llegar hasta el pie del árbol y quedarse parada y direccionar su olfateo hacia arriba. En seguida la sintió trepar (ya lo había localizado) y enterrar las garras en el tronco como si lo hicieran en su carne. Brynlaith preparó su estrategia de defensa, afirmó un poco más sus pies y apretó con fuerza su espada a la altura del pecho. Sintió el aliento caliente de las fauces de la bestia a centímetros de sus botas, entonces se inclinó con todo su peso sobre la espada hacia el vacío oscuro. Oyó su quejido de dolor y sintió en los brazos la resistencia de la gruesa piel de la bestia, al enterrársele la hoja filosa, y luego el lento y pesado resbalar de la carne abandonando el metal, acompañado de un quejido moribundo que se apagaba lentamente, hasta que el sonido sordo de su cuerpo desplomándose contra el suelo le certificó que el peligro ya había pasado. Por algunos segundos Brynlaith oyó su respiración agitada y el postrero debatirse decreciente entre la hojarasca seca de la bestia que morí­a. Por la mañana desayunarí­a carne de bestia asada. Entretanto, se mantuvo despierto durante toda la noche, hasta que, a través de la tenue luz matinal, pudo ver el cadáver de la bestia tendido junto al árbol: una gran bestia de piel negra y reluciente con expresión grotesca. Uno de sus enormes colmillos amarillentos estaba incrustado en una rendija del tronco, dejando su cabeza torcida hacia arriba; sus ojos estaban abiertos y con la opacidad de la muerte, pero conservando aún una expresión de miedo; de la boca entreabierta, caída a un costado, le colgaba la lengua tiesa y de un morado oscuro, sobre una gran manchada de sangre coagulada que se perdía bajo el mentón y reaparecía sobre el pecho. Brynlaith saltó a su lado y rápidamente se puso a despellejar con cuidado la hermosa y valiosa piel. 

XI 

El almuerzo de Brynlaith no pudo ser mejor; desconocí­a otra carne mejor que la de bestia, aunque a decir verdad no abundaba por aquellas tierras mucha variedad de animales como para comparar. Mientras comía con deleite su imaginación lo llevó a los lugares que Visitante tan bien había descrito, preciosamente adjetivados y repleto de superlativos y a muchas otras cosas de Goldia. Se veía escalando monumentales montañas, tan altísimas que casi tocaban el cielo; caminar por ondulantes praderas, tan verdísimas como esmeraldas; nadar en zigzagueantes ríos de aguas tan cristalinas que se podía ver el lecho pedregoso con asombrosa nitidez desde la orilla, mientras cortaban la tierra asemejándose a serpientes doradas bajo el sol, tan reluciente como el oro pulido; caminar en majestuosos jardines con miles de flores de todos los tamaños y formas, que mareaban la vista y la mente con sus variadísimos matices y perfumes; deleitándose con animales que sabían mejor incluso que la sabrosa carne de bestia; jugando con otros que eran domesticados para alegrar a los hombres con su compañía; distrayéndose viendo los animales que pastaban, que nadaban y que también volaban; cabalgando montado en las hermosísimas bestias llamadas caballos con los que se podía cubrir grandes distancias. Veíase integrado a aquella tierra de hombres pacíficos, aunque valientes, laboriosos y de cordialísimo trato y formando una familia con una hermosa goldiana que, según Visitante, eran las más bellas de todas las mujeres del mundo; con sus cabellos dorados y ondulantes como el trigal acariciado por las suaves brisas que bajaban de las montañas; la piel suave como el plumaje de los pichones de las aves y blanca como la nieve y los ojos del color del cielo en primavera. Todo eso y mucho más le había contado Viajante, con su voz suave y hablar sereno, pareciendo que cualquier cosa que dijera, por más insignificante que fuera, hiciera parte de un bello poema. 

   Después de saciarse Brynlaith juntó sus cosas, dos grandes pedazos de carne asada, la piel de la bestia, que curaría con cenizas en la próxima parada, los dos grandes colmillos y las garras más grandes y afiladas y emprendió su marcha, lleno de sueños e ilusiones. 

XII 

Desde que abandonara Sinkór hasta esa tarde gris, que iba difuminándose, imperceptible y lenta a camino de transformarse en noche oscura, llena de ruidos e inquietud, habían pasado muchos dí­as y muchas noches. Hasta ese momento no se había encontrado en ninguna situación de peligro, con excepción de la noche anterior y el encuentro con la bestia, pero ésto no era motivo para estar menos alerta. 

   Nunca debo olvidarme de esto, se recordó. El peligro pocas veces anuncia su llegada con antecedencia y el joven cazador lo sabía perfectamente. Por ese motivo continuaba su marcha y nada de lo que sucedía a su alrededor escapaba a su percepción. Los días siguientes transcurrieron sin novedades, pero una tarde, poco antes de anochecer y cuando buscaba un lugar apropiado donde pasar la noche se deparó con dos muros de piedra a las márgenes del camino, se trataba de un puente. Siguió hasta el final y retornó al medio del puente, dejó sus cosas amontonadas contra uno de los muros y se asomó al vacío, donde pudo oír el rumor de las aguas que corrían debajo de la niebla. Por la mañana iría por un poco de agua, en ese momento lo importante era juntar leña para hacer un fuego y ramaje para cerrar los lados entre los muros. 

XIII 

   Esa noche, mientras dormía, en sueños vino a visitarlo una hermosa joven; tení­a el cabello, la piel y los ojos tal cual lo narrado por Visitante. Brynlaith comprobó que no le habí­a mentido; ella estaba al final del camino y lo llamaba con una voz dulce: "Brynlaith, Brynlaith". Por la mañana, al pensar en la joven del sueño, Brynlaith no pudo evitar que llegaran a su mente las mujeres de Sinkór; vinieron oliendo a cebo y a orina; con la piel oscura de mugre pegajosa; rascándose todo el tiempo los cabellos enmarañados y grasosos, como siempre luchando con los piojos que ya parecían ser parte de ellas; con sus rostros ceñudos y graves, porque nunca reían, ni de sus desgracias y con los ojos de miradas ausentes. Algunas le hablaban pero el no oía sus voces, solo notaba la carencia de dientes o los pocos que les quedaban, tan oscuros como su piel. De repente sacudió la cabeza para espantar aquellas sombras del pasado, no valía la pena pensar en ellas cuando en su mente, y por qué no, en su corazón, la hermosa joven sin nombre de cabellos dorados, piel de nieve y ojos de cielo primaveral, había llegado para quedarse y hacerle conocer el amor.

   Por la mañana Brynlaith estaqueó la piel de la bestia al costado del camino, para curarla con cenizas. Hasta que estuviera más o menos lista demorarí­a unos días, así­ que recogió el morral y salió a cazar siguiendo el camino y de paso reconocer de antemano el terreno por el que recomenzaría la marcha dentro de algunos dí­as. 

XIV

Unas horas y algunas alimañas más tarde, retornaba al campamento cuando oyó claramente ramas siendo quebradas a su izquierda, no muy lejos del camino. Brynlaith se detuvo al instante y depositó lo que traía en el suelo y llevó una mano a la espada, poniéndose en guardia; en seguida comenzó a girar muy lentamente, de manera que su campo de visión fuera de 360 grados en un radio de tres o cuatro metros. Cabía la posibilidad de que fuera una bestia, pero también una trampa (ser distraído por un flanco y sorprendido por la retaguardia en caso que se tratara de hombres). La niebla, omnipresente a su alrededor y en ausencia de viento, se mantenía estática; ésto era crucial por su doble función, ya que si ocultaba la posición del enemigo también denunciaba su ataque. El ramaje continuaba crujiendo a un costado, pero de pronto el ruido se detuvo y con él todos los sonidos del mundo, como si todos los animales que merodeaban por los alrededores, ante la amenaza de un peligro, huyeran a esconderse lejos o cesaran sus actividades en el mismo lugar donde estaban. Brynlaith, la vista fija en la dirección donde se detuvo el ruido y los oídos atentos alrededor, presintió la inminencia del ataque. Entonces, bien delante de sus ojos, la niebla comenzó a moverse lentamente hacia él; Brynlaith dio un paso a la izquierda y esperó el embate. Como un fantasma, de la niebla emergió un hombre con los ojos de fuego embistiendo a toda carrera contra él, vestía de negro y empuñaba una espada en una mano y una daga en la otra. Brynlaith, como lo había hecho una vez con una bestia rabiosa, cuando el endemoniado desconocido lo tuvo al alcance del golpe de su espada, abrió las piernas y se dejó caer. El veloz movimiento no impidió que el desconocido reconociera la maniobra, por lo que saltó sobre Brynlaith. Pero él también era veloz de reflejos y al percibir que ya no podría cercenarle las piernas, como a la bestia rabiosa, cambió la trayectoria del golpe, elevando la hoja y hundiéndola en el vientre del atacante. El desconocido cayó detrás suyo gimiendo e intentando en vano taparse torpemente la herida por la que escapaban las tripas ensangrentadas. Brynlaith se levantó tan rápido como se había dejado caer y esperó otro posible atacante, pero nadie apareció. Brynlaith acercó al desconocido, que inútilmente trataba de hablar sin conseguirlo; recogió la espada y la daga y se lo quedó mirando en silencio. Nunca había matado ni visto la vida abandonar el cuerpo reflejada en los ojos de ningún hombre, ésto debió asombrarlo, sin dudas, porque lo siguió mirando hasta mucho después que la vida se le hubo escapado del cuerpo. Pasada la conmoción arrastró el cadáver hacia los matorrales, para que se lo comieran las alimañas o las bestias carroñeras, luego recogió la caza y regresó al puente. Siempre hay una primera vez para todo, repitió en su mente lo ya pensado alguna otra vez. 

XV 

Cuando Brynlaith volvió a pasar cerca del lugar donde había dejado el cuerpo del atacante, poco después de reanudar la marcha, unos días después, no sintió ningún olor nauseabundo como esperaba: los animales ya habían cobrado su parte, pensó. Muchos días y noches después el camino de piedra lo llevó a las puertas de una antigua ciudad en ruinas, donde encontró gente viviendo allí. Gente de un tiempo sepultado en la memoria. Eran los remanentes de un pueblo que habí­a conocido el esplendor y la gloria, pero que ahora deambulaban entre las ruinas como sombras fantasmales, recordando un tiempo ido y perdido para siempre. Dijeron llamarse los últimos goldianos. Brynlaith, que nunca llegó a creer que Goldia fuera lo que ahora veían sus ojos, ni una fantasía de Visitante, no se desilusionó ni un poco; es más, agradeció a aquel viejo loco que había inventado para sí un tiempo y una tierra mejores, quizás para no vivir sin ilusiones en ese mundo nebuloso y sin esperanza, porque al inventar aquella tierra de prodigios también a él le había brindado, sin querer, la posibilidad un lindo sueño que perseguir dentro de la pasadilla en que vivía. Esa noche Brynlaith, durmiendo entre las ruinas, volvió a soñar con la hermosa joven de cabellos dorados, piel de nieve y ojos de cielo en primavera. Ella estaba parada en el camino de piedra, más allá de Goldia; agitaba sus brazos con alegría y lo llamaba por su nombre: "Brynlaith, Brynlaith". Y su voz era la más dulce canción que jamás escuchara, una voz que le hizo mover sus pies hacia adelante, alejándolo más y más de los días tristes, de la opacidad de su vida vacía, de ese mundo nebuloso del cual ya conocía todas las tonalidades posibles de gris. 

                                                                           

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BRYNLAITH Y EL CAMINO DE PIEDRA por FRANCISCO A. BALDARENA se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 4.0 Internacional.
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COTILLÓN

 

I- Un día cualquiera. 

La dueña del cotillón abrió la puerta del negocio, juntó el diario del piso y lo dejó sobre el mostrador, junto con la cartera y el termo del agua caliente, después sacó el cartel plegable a la vereda. Cuando regresó preparó el mate y se puso a leer las noticias. 

   "ASALTO SANGRIENTO A BANCO DEJA UN GUARDIA DE SEGURIDAD MUERTO Y VARIOS CLIENTES HERIDOS", decía el titular sensacionalista, en grandes letras. La señora negaba con la cabeza, mientras chupaba la bombilla cuando llegó la empleada. 

   A la noche, poco antes de cerrar el negocio, apareció un cliente de aspecto siniestro; alto, encorvado, la mirada de hielo y vistiendo un grueso abrigo oscuro. Caminó con pasos cansados hasta el mostrador y con una mano huesuda le señaló un paquete de dentaduras plásticas de vampiro. 

   ¿Cuánto cuesta?, dijo, con voz cavernosa. La señora observó las arrugas labiales alrededor de su boca y pensó maliciosamente: "Claro que son para él". Y también que en la casa cortaría los colmillos para emparejarlos con el resto de los dientes, y que, sin dudas, se trataba de un pobre diablo al que le salía más barato comprar una bolsa con cincuenta dentaduras plásticas de vampiro que una postiza de verdad, aunque se le rieran en la cara. 

   Ciento cincuenta pesos, respondió. El viejo sacó un billete de cien y uno de cincuenta, los tiró en el mostrador, manoteó el paquete y sin decir palabra, se retiró con los mismos pasos cansados. 

II- Al día siguiente. 

La dueña del cotillón abrió la puerta del negocio, recogió el diario del piso y lo dejó sobre el mostrador, al lado del termo y la cartera, después sacó el cartel plegable a la vereda. Cuando regresó preparó el mate y se puso a leer las noticias. 

   "VAMPIRO ATACA Y SE OLVIDA LA DENTADURA DE PLÁSTICO CLAVADA EN LA YUGULAR DE LA VÍCTIMA", decía, en grandes letras, el titular sensacionalista. A la señora se le puso la piel de gallina y se persignó varias veces. 

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Cotillón por Francisco A. Baldarena se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 4.0 Internacional.
Basada en una obra en https://creativecommons.org/choose/?lang=es#metadata.


EL OTRO MUNDO POSIBLE

I- EL MUNDO DE LAURA 

El mundo de Laura es húmedo y gris, de zanjas malolientes y patios que en verdad son auténticos basureros a cielo abierto, y cuando llega el invierno la lluvia y el barro entristecen su alma hasta lo inimaginable. La casilla que comparte con su madre, el padrastro y un hermano es lo que podría llamarse de tumba, de hundimiento. Todo lo que sucede allí dentro la indigna: la madre con su aceptación sumisa de la vida miserable; el padrastro y su imposibilidad de recordar cuándo fue la última vez que estuvo sobrio y el hermano, fatalmente integrado a la atmósfera marginal que lo rodea e incapaz de buscar modelos alternativos de aquellos en los que se espeja; sin saber lo que es trabajar, aunque nunca le faltan la cerveza, el cigarrillo y la droga. 

   Laura piensa y piensa; busca y rebusca pero nunca encuentra la salida de ese laberinto degradante que le ha impuesto la vida, como un capricho del destino. Atrapada en una realidad exenta de cosas buenas, mira las paredes de su casa, cárcel, y las calles negras del barrio, el patio de la cárcel, suspirando tristes ayes; y mientras más piensa en salir a flote tanto más hondo va enterrándose en ese mundo barriento en que revuelca su vida. 

   Laura recién ha cumplido diecisiete años, pero cree que su vida ya es una vida desperdiciada. "¿Y si pasan otros diecisiete años y no consigo salir de aquí?" Esa idea la deprime, más que exasperarla. 

   Mira hacia afuera por la ventana de su piecita y el paisaje que ve le lastima el alma. Todo lo que ella desea es la belleza, justo lo que no existe en ese mundo inmoral condenado a la brutalidad. Ella cree que la suerte no existe y si existe no significa nada si no se la sabe aprovechar. "Como el dueño del supermercado de la esquina, que tiene el queso y el cuchillo en la mano pero no sabe cortarlo. ¡Pobre hombre rico!" Ella en su lugar ya se hubiera ido a vivir a Capital o a Barrio Norte hace mucho tiempo, en lugar de seguir allí purgando penitencia. Piensa que el hombre quizás lleve muy arraigado en lo profundo de su ser el ser villero para mudarse a un lugar mejor, al punto que lo sofisticado le resulte desconfortable, o, tal vez, no quiera parecerse a aquellos jugadores de fútbol que ella ve en la tele y piensa que aunque se hayan ido de la villa la villa nunca se ha ido de ellos, bastándoles con abrir la boca para darse cuenta de ello. 

   Hoy es domingo, y desde que despertó los vecinos siguen con la infame cumbia villera y el maldito reggaetón; no han parado desde la noche anterior, como si estuvieran entreverados en un encarnizado duelo para ver quién idiotiza más la vecindad. 

   Por la tarde, al comienzo y al término de los partidos y cuando un gol, los hinchas harán estallar cohetes como si fuera navidad o año nuevo. Después los de los equipos vencedores vendrán al kiosko de al lado a seguir emborrachándose mientras comentan las jugadas de tal o cual jugador, con su peculiar lenguaje vulgar, inmersos en la ignorancia que tanto la incomoda. Definitivamente, Laura nunca comprenderá ese tipo de felicidad, tan cercana a la sinrazón; tal es así que es difícil la ocasión en que no terminen agarrándose a las trompadas. De vez en cuando las peleas dejan heridos. "Un día va a morir alguien, seguro que sí". Laura se estremece y suspira 

   Laura sueña con el mundo que ve en la televisión, tan hermético e inaccesible para chicas como ella; mundo prohibido, cercano y, sin embargo, lejano a la vez, que solo puede ser soñado y deseado a distancia, pero solo hasta ahí. Sabe, entretanto, que son muchos los caminos que conducen a él, pero solo uno es posible para ella: estudiar. Entonces Laura ve erguirse delante suyo un muro muy alto que le impide el acceso a una carrera. Si ni la dejaron hacer la secundara para meterla, de prepo y sin previo aviso, a la fuerza laboral por tiempo integral en la verdulería de doña Reinalda, la boliviana; ni estudiar de noche puede, porque eso también, según su madre, presupone un gasto extra en la casa, con lo que no le es difícil vislumbrar otros diecisiete años de vida sombrí­a, aplastada contra la pared de las desdichas. Quiere hacer algo al respecto, pero nunca encuentra por dónde eludir el mundo deprimente que la cerca por todos los lados ni encontrar la salida hacia el mundo imposible que ve en la televisión y en las revistas. Por lo pronto, trata de instruirse con los manuales que le quedaron de la primaria y viendo el canal educativo del estado, aunque raramente le queda tiempo, ya que está esclavizada de lunes a sábados en la verdulerí­a desde las seis de la mañana hasta las diez de la noche. 

II- EL MUNDO DE CRISTINA 

Laura tiene una amiga, Cristina; la única que conserva de la primaria, y que pasa de vez en cuando por la verdulerí­a para hacerle una visita. Antes iba con frecuencia a su casa, pero las miradas de su padre alcohólico, que parecían querer desnudarla, y las juntas de drogados de su hermano hicieron que se alejara. Hoy apareció por la mañana y se quedó esperando cerca de la puerta a que Laura terminara de atender a una clienta. Laura la ve diferente, lleva ropas nuevas y estrafalarias; se tiñó de rubio y está fumando un cigarrillo. Laura no puede evitar observarla con curiosidad. "¿En qué andará ésta?" Terminando de atender a la clienta va hasta su amiga, se saludan y le pregunta lo mismo que pensó hace unos minutos: 

   ¿En qué andas tú? Laura no habla como hablan los porteños, y cuando alguien le dice que ella habla neutro, responde "neutro pero mejor hablado". Cristina, en cambio, no, pero ésto no hace que sean menos amigas; tienen puntos en común que las une por encima de todo: por ejemplo, la plena conciencia de cómo se diluyen sus jóvenes años entre la pobreza y la miseria.

   Me cansé de ser pobre, ¿viste?, le dice Cristina, con tono decidido y desafiante, y dentro de poco, muy poquito, me mando a mudar de acá. Laura no sabe si alegrarse o ponerse triste, antes quiere saber en qué anda su amiga. La observa una vez más de pies a cabeza y la piensa con desazón. Cristina que nunca supo combinar muy bien la vestimenta, ahora con esas botas de cuero negras acharoladas, fuera de época, minifalda anaranjada fluorescente, muy mini para su gusto comportado, y una remera púrpura con garabatos plateados, se parece a una prostituta de esas que trabajan en la orilla de las rutas.

   ¿Dime, Cris, en qué andas metida?, pues te desconozco. Aunque es inicio de primavera el sol ya hace sentir su rigor; Cristina parece llorar, pero no llora, es la sombra en sus ojos que dibujan dos hilos de falsas lágrimas negras que caen lánguidamente por sus mejillas. Cristina sonríe una mueca torcida, y le confiesa: 

   Estoy haciendo lo que debería haber hecho desde hace rato, ¿viste?. Cristina se queda callada, como esperando que Laura, adivinando sus pensamientos, diga lo que ella no se atreve a confesar. 

   ¡No lo puedo creer!, exclama Laura, que sí adivinó el mensaje mudo. Cristina deja caer la colilla del cigarrillo y la pisa con la punta del pie, girando el talón de lado a lado. A Laura la acción de su amiga la traslada imaginariamente a la noche pasada; la imagina parada debajo de un puente de la Panamericana haciendo lo mismo, mientras arregla la transacción de un falso amor con un camionero cualquiera. "No hay duda, se ha prostituido, pero ¿acaso ésto es suficiente para negarle mi amistad?", se pregunta y unos segundos después se dice que no, que cada uno lucha con las armas que dispone y de la forma que cree que ganará la batalla. "¿Acaso no es eso la vida, una batalla?"

   ¿Y cómo te sientes haciendo eso?, le pregunta. Cristina suspira por dentro, Laura aún es su amiga del alma. 

   Y bueno, las primeras veces me sentí un poco rara, pero cuando vi que lo que ganaba en una semana era más de lo que gana mi vieja en dos meses limpiándole el culo a los viejos en el geriátrico, me sentí mejor, se justifica, y ahora ya me acostumbré, y, además, iba a tener que hacerlo igual si me ponía de novio ¿no? Qué puede contestarle Laura, ¿que sí­?, ¿que no? No le dijo nada, la abrazó y le susurró al oído: 

   Sólo quiero que no te pase nada malo. Cristina reconoce en el abrazo tibio de Laura la sinceridad de su amistad y le responde que no se preocupe, que todo está bien. 

   Nada malo me va a pasar, tonta, le dice, acariciándole una mejilla. 

   Antes de irse Cristina la obliga a aceptar quinientos pesos. Laura rehúsa, pero su amiga insiste. 

   Mirá, yo te comprarí­a un libro, de esos que a vos te gustan, pero no quiero meter la pata y comprarte cualquier cosa, ¿viste?. Agarrá, dale, y compráte uno que te guste. Laura no quiere ofender a su amiga, no vaya ella a pensar que no quiere aceptar su dinero por considerarlo sucio. Con ese dinero compra un manual de gramática, un diccionario inglés-español y otro de sinónimos, los tres de segunda mano, y un par de chucherías dulces con el vuelto, en una escapada hasta la librería de la otra cuadra. Ahora se instruye por cuenta propia; podrá no tener un título de bachiller, piensa, pero el conocimiento nunca está de más.

III- EL MUNDO DESPRECIABLE 

Laura lee y relee. La única manera de estar más preparada, de ser mejor gente, piensa. Después de la cena recalentada se queda hasta tarde, ya no se importa si tiene que levantarse a las cinco de la mañana. Desde la calle la vida que detesta se filtra por entre las rendijas de las tablas de la casilla; las puteadas incomprensibles de los vecinos, que nunca se sabe si son de peleas o por costumbre; los tiros desde el fondo de la villa, donde el infierno es aún mayor; las conversaciones incoherentes de los chicos que vuelven del colegio nocturno y pasan por la vereda de su casa, porque hay menos pozos que en la de enfrente. "¿De qué les sirve estudiar si no son capaces de tener una conversación inteligente?" "¿Por qué siguen expresándose odiosamente con palabras groseras si en el colegio no se les enseña eso?", se pregunta, no llegando a comprender el porqué. Cuando, al fin, el sueño la vence se acuesta pensando en Cristina, que hace diez días que no aparece. "¿Qué puedo hacer para sacarla de ese mundo sórdido y enfermo?" Laura se siente impotente, incapacitada para salvar a nadie, pero si ni ella misma puede ayudarse mucho menos a quién ya eligió su camino, estima con tristeza. Se promete, antes de dormirse, que mañana buscará en las columnas de empleo uno mejor que el que tiene. 

   El diariero ya pasó por la verdulería; Laura ojea, entre venta y venta, la sección de empleos; aunque de encontrar alguno que le interese no tiene idea de cómo hará para conseguirlo, ya que está encadenada a una libertad ficticia, aparente, porque su padrastro le consiguió el empleo en la verdulería para quedarse con todo su ordenado para convertirlo en vino; así que de querer dar un paso hacia la libertad no tiene cómo hacerlo, a no ser que se escape de casa y se vaya a vivir a la calle. Pero ¿cuánto aguantaría en ese estado casi salvaje antes de terminar como Cristina? Laura se ve acorralada en un laberinto sin salida. 

   Hoy volvió a aparecer Cristina por la verdulería, nuevamente disfrazada de prostituta, pero esta vez se ha teñido el cabello de rojo. 

   En este negocio el asunto es ir cambiando el visual cada tanto, ¿viste? A los clientes les gusta así y pagan sin chillar, le dice Cristina, sonriendo. 

   Laura no parece alegrarse con la visita de su amiga. Cristina lo percibe y la insta a contarle qué le pasa. Laura da vueltas pero, finalmente, le cuenta su pesar en el laberinto. Cristina se compadece de la desgracia de su amiga y la comprende. Ya se ha sentido muchas veces así hasta que pudo independizarse hace unos días, cortando definitivamente las cadenas que la ataban a su familia y a aquel mundo sórdido y degradante. Pero Laura no sabe todavía que su amiga ya no vive más en el barrio. 

   Cristina le cuenta la novedad: 

   Alquilé un departamentito en Capital, dos piezas, baño y cocina. Laura finge una sorpresa que no convence ni a ella misma. 

   ¿En serio?, responde con desconcierto.

   Sí, en una pieza atiendo a los clientes, que ahora con  lugar propio han aumentado, y en la otra duermo, ¿qué te parece? Cristina percibe el malestar de Laura y le duele el destino ingrato que su amiga aún tiene que purgar. 

   Me alegro por ti, responde Laura, con tristeza.

   Bueno, pero ¿qué te parece si te venís a vivir conmigo? Puedo atender en mi pieza y la otra te queda para vos. Pero no me mires así, que no necesitás hacer lo mismo que yo, no te imagino haciendo esas cosas. Y vos no te hagás problema por los gastos, yo banco todo hasta que consigas algo. No sé, limpiar casas, qué sé yo, pero cualquier cosa es mejor que esta verdulería de mierda, le propone Cristina, con una sonrisa franca. Laura no contesta.

   ¿Y?, ¿qué me decís?, insiste Cristina. Laura balbucea una respuesta vaga que no es ni sí ni no, pero Cristina la ataja enseguida y le recuerda que de seguir así nunca conseguirá romper las cadenas, como ella. 

   Cuando Cristina se marcha, no sin antes hacerle prometer que pensará con cariño en su ofrecimiento, Laura piensa que su amiga tiene razón. Mientras acomoda los mejores tomates en un cajón, sopesa los pros y los contras y descubre que no hay nada que sopesar; o se va casi con lo puesto y salva su vida o se queda y se pudre por el resto de la vida, amargando los días más fúnebres y las horas más negras que el destino ingrato le tenga reservado. Sabe que no habrá despedidas, y que su madre, su padrastro y su hermano no lamentarán tanto su ausencia como su ordenado semanal. Pero ella no es como ellos, nunca lo fue ni nunca lo será, tiene que irse. "¿Hasta cuándo he de esperar que mi vida cambie para mejor? Tengo que hacerlo, sí­ o sí", sentencia en silencio.

IV- EL MUNDO DE LOS OTROS 

Todos duermen cuando Laura, en puntas de pie, pasa por la cocina, se detiene en la puerta de calle, gira la llave con manos de seda y se va para siempre de su hogar. No ha dormido en toda la noche; no porque la partida le hubiese pesado en el alma, pues respiraba ya el aire de un futuro mejor desde que decidiera aceptar la oferta de su amiga, sino porque, al amparo de la luz tremulante del televisor enmudecido, se la pasó empacando en silencio sus escasas pertenencias en dos maletas y una bolsa plástica. Después se sentó en la cama hasta las cinco de la mañana, pensando en las cosas promisorias que le esperaban más allá del laberinto de chapas y barro. El aire matinal le dice adiós con el olor a podrido emanado de las zanjas y los patios mugrientos; con el canto de gallos madrugadores y  ladridos desde el anonimato difuso del chaperío gris y ella devuelve la gentileza con un optimista "hasta nunca". 

   En la parada espera con apuro el colectivo milagroso que la sacará, con un simple boleto, de ese mundo irreconciliable, llevándola directo al mundo de los otros, allá donde acaba el gran Buenos Aires y comienza la capital. 

   Ya ha dado el primer paso hacia el no retorno, ya todo su ser visa a un nuevo amanecer, sin temor al mañana. "¿Qué puede ser peor que esperar sin esperanza que algo cambie y cuando lo haga ya sea demasiado tarde para todo? ¿Qué puede ser peor que ver pasar la vida y sentirse impotente para cambiar un presente de constante infelicidad? ¡Que venga el futuro entonces, pues no le temo!", se dice, dándose coraje mientras sostiene en sus manos el dinero del pasaje y la hoja con la dirección de Cristina. Temor es algo que ya no puede permitirse, porque lo único que le queda de ahora en adelante es hacerle frente a la vida y aceptar lo que el porvenir le tenga reservado, que de ninguna manera puede ser peor que lo que está abandonando. No hay ni habrá vuelta atrás, mucho menos negociación. 

   Una vez que el colectivo cruza la General Paz, Laura se dice: "Bienvenida a la civilización". Su mirada resbala por los contornos de los edificios de departamentos lujosos como quien mira el paraíso. "¿Cómo se sentirán sus dueños viviendo allí? Es claro que dichosos". Laura piensa sobre sus ocupantes como si fueran inmunes a los males de la humanidad, como sujetos ajenos a las pasiones de la gente de donde ella viene; no concibe en sus almas sino una felicidad plena, tan vasta e inagotable como las aguas del Rí­o de la Plata. Cada vez que suben o bajan pasajeros se cuelan a través de la puerta los olores de café y perfumes caros que, esquivando cabezas y cuerpos, van directo a su nariz y de ésta suben a su cerebro y allí se produce una sensación de bienestar y felicidad que recorre todo su cuerpo y que ella desea que dure para siempre.        

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EL OTRO MUNDO POSIBLE por FRANCISCO A. BALDARENA se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 4.0 Internacional.
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PRIMAVERA


I- LA LLEGADA

Cerca del límite del pueblo, el tiempo cambió de repente; atrás quedaba el clima ameno que venía acompañando a Luciano Vivas desde que saliera de su casa en la capital. Cuando bajó del automóvil, delante del único hotel del lugar, caía una lluvia fina, y el frío lo obligó a correr hacia la entrada. En un rincón, el fuego de una chimenea mantenía la temperatura cálida y acogedora.

   ¡Qué tiempo raro!, le dijo a un señor que miraba la televisión sentado cerca de la chimenea mientras se acercaba a calentarse las manos en el fuego hospitalario. 

   Desde que tengo memoria siempre ha sido así, respondió el hombre con desgano, al tiempo que lo miraba de soslayo. 

   Es raro, porque a unos kilómetros de aquí el día estaba templado y bastante soleado, y de repente..., acrecentó Vivas, chasqueando los dedos de ambas manos. 

   En cualquier otro lugar el tiempo cambia según la estaciones menos acá, mi amigo. La voz del hombre ahora sonaba apática.  

   ¿Desea hospedarse, señor...?, preguntó el hombre,que resultó ser el dueño del hotel. 

   Luciano Vivas, pero todos me llaman Vivas a secas. Mucho gusto, completó Vivas. 

   Juan Carlos, el gusto es mío. La verdad es que no viene mucha gente por aquí, desde que tengo memoria, dijo el hotelero, con cierto desinterés. 

   Vivas pensó que el hombre debía de ser una persona si no deprimida por lo menos de lo más aburrida.

   ¿Y cómo se le ocurrió abrir un hotel en un lugar así entonces?, preguntó Vivas. 

   El hombre miró hacia lo alto de la pared que tenía a un costado y apuntó con un dedo hacia un retrato de la época del daguerrotipo: un hombre viejo con bigotes mostacholes los observaba con mirada fría. 

   Por culpa de él, mi bisabuelo paterno. Tal vez en su tiempo el clima fuese diferente, dijo el hotelero, agarrando el cuaderno de visitantes donde empezó a anotar la fecha y el nombre completo de Vivas. 

   ¿Y por cuánto tiempo piensa hospedarse? 

   Vivas dio de hombros.

   Soy un escritor en busca de un lugar tranquilo y eso dependerá del tiempo que me lleve escribir la historia que tengo en mente. 

   ¡A la pucha, un escritor! ¡Quién diría un escritor por aquí! En los labios del hotelero se dibujó un gesto que denotaba sorpresa, después agregó con amargura en la voz: 

   Aunque no sé de dónde podrá sacar inspiración en este lugar tan deprimente. Sus ojos buscaron el día gris y lluvioso del otro lado de la ventana que tenía a su derecha.

   Bueno, algún día tendrá que parar, ¿no?, dijo Vivas, tratando de imprimirle a sus palabras algo de animosidad.  

   Desde que tengo memoria nunca he visto días diferentes. El hotelero señaló afuera. Vivas se dijo ahora que el dueño del hotel exageraba demasiado en sus apreciaciones, al menos sobre el clima. 

   De cualquier manera ya tengo el borrador con la idea general de la historia. Inspiración es lo de menos, lo demás es puro sudor, acotó Vivas, volviendo a hablar de su libro. 

   ¿Será una novela? ¿Ya tiene título?, cuando la publique me gustaría comprarla. El tema pareció interesar al hotelero, porque cambió el tono de voz, ahora más vivaz. 

   Por ahora tiene título provisorio, "Primavera", pero con el desarrollo de la trama puede que lo cambie por otro, explicó Vivas. 

   ¿"Primavera"? ¡Ja! Menos mal que ya tiene una idea general, porque con este clima nuestro.... El hotelero volvió a mirar con desinterés el día a través de la ventana. Vivas estuvo a punto de decirle que al mal tiempo hay que ponerle buena cara, pero pensó que el hotelero tal vez fuese un pesimista nato. 

II- EL RESTAURANTE

Vivas acomodó sus cosas en la habitación y pensó dar una vuelta por el pueblo y comer algo. "Y mañana me pongo a escribir", se dijo, antes de bajar a la recepción. 

   Cuando salió a la calle ya había anochecido. El humo exhalado por las chimeneas, detenido sobre las luces de los faroles en el medio del boulevar que dividía la avenida de punta a punta en dos carriles, le daba a la misma un aspecto de túnel brumoso. El dueño del hotel le había recomendado un restaurante, la verdad el único, como el hotel, casi al final de la avenida. Conducía despacio, de hecho, por dos o tres automóviles que vio pasar por la mano contraria, no necesitaba aumentar la velocidad. Mientras las cuadras se sucedían, ahora que no tenía el apuro con que había buscado la dirección del hotel, con su buen ojo de escritor para los detalles notó que, así como el hotel y el restaurante, solo había una tienda de ropas, una zapatería, una carnicería, una panadería, una verdulería, una librería, un minimercado, una estación de servicio, un bar y un quiosco, el resto se componía de casas viejas y las pocas nuevas se mostraban mal cuidadas. Pensó que si esto era todo lo que había en la avenida principal, no habría mucho para ver más allá de ella. Lo que no representaba ningún inconveniente, al contrario, ya que un lugar así se adecuaba a sus expectativas, pues buscaba tranquilidad y poca gente, algo totalmente opuesto a la gran ciudad con sus constantes bullicio y distracciones durante las veinticuatro horas. 

   Desde afuera, Vivas observó que la reducida clientela del restaurante ocupaba solamente tres mesas; en la que estaba al lado de la única vidriera, un matrimonio cenaba en silencio, los ojos puestos en el televisor; en otra, contra la pared y cerca del mostrador, con los codos apoyados a ambos lados del plato vacío y el mentón sobre las manos entrelazadas, un hombre, también con la vista puesta en el aparato, se demoraba en un vaso de vino por la mitad y en la tercera, en el medio del local, dos jóvenes, uno de lado y el otro de espaldas a la puerta, conversaban alegremente compartiendo una cerveza. 

   Vivas entró. 

   Detrás del mostrador un señor mayor, que apenas le echó un vistazo al verlo entrar, secaba un vaso mientras reía con lo que veía en la televisión; cerca suyo una muchacha era absorbida por un celular y que, enajenada del mundo a su alrededor, ni notó cuándo ni quién acababa de entrar. Los otros clientes, en cambio, lo miraron extrañados sin demorarse mucho en ello. 

   Buenas noches, saludó Vivas. 

   Buenas noches, respondieron, como si formaran parte de un coro, casi todos menos la muchacha que simplemente levantó la vista para ver a quién saludaban y luego volvió a lo suyo. Vivas eligió una mesa en el rincón donde confluían la pared que daba a la vereda y la pared opuesta a la que estaba el hombre solitario, donde tendría una visión del conjunto y podría observar el panorama interior en toda su amplitud sin perder ningún detalle. El hombre del mostrador largó el vaso que estaba secando y carraspeando llamó la atención de la muchacha y con un gesto de cabeza le indicó que fuera a atenderlo. La muchacha, visiblemente fastidiada, dejó el celular y de mala gana se acercó a su mesa con la carta en las manos. Vivas imaginó de antemano la escena siguiente: la muchacha le tiraba el menú de mala gana sobre la mesa y se quedaba viéndolo mientras golpeaba con un pie impacientemente el piso para que él se apurara en hacer el pedido. Pero la muchacha lo sorprendió. 

   Buenas noches, le dijo, con una sonrisa gentil mientras le entregaba en manos el menú. 

   Buenas noches, respondió Vivas, sorprendido por la gentileza y simpatía de la muchacha. Pidió una cerveza, y mientras la muchacha iba a buscarla revisó el menú que, como ya lo esperaba, no ofrecía gran variedad, lo que no le venía ni le iba, pues en  verdad tampoco tenía demasiado apetito. Cuando la muchacha regresó con la cerveza y un vaso, pidió papas fritas. 

   Y una porción de aquello verde que está detrás del señor del mostrador, si es son pepinitos en vinagre, agregó, entregándole el menú. 

   Muy bien, dijo la muchacha sin confirmarle si eran o no pepinitos. Cuando ella volvió con una pequeña bandeja de acero en sus manos, Vivas descubrió que sí lo eran. 

   Aquí tiene los escarbadientes y las papas fritas van a demorar un poco, le dijo ella y se retiró, volviendo rápidamente al celular. 

   Cuando terminó la cena, Vivas se acercó al mostrador para pagar. 

   ¿Lugar tranquilo este pueblo, no?, le preguntó al hombre del mostrador. 

   Más tranquilo que agua de tanque, respondió el hombre. 

   Noté que no hay muchos negocios desde el hotel hasta aquí, por lo menos en la avenida, comentó Vivas. 

   Y no encontrará mucho más vaya adonde vaya. Éste, por ejemplo, es el único restaurante y así de lleno como lo ve ahora son todos los santos días. Si no fuera por mi abuelo, su fundador, ni loco yo pensaría en abrir uno, respondió el hombre con resignación en la voz. 

   Pero me imagino que en primavera y en verano lo frecuentará más gente, dijo Vivas. 

   ¿Primavera? ¿Verano? Éso son solo palabras, amigo. Aquí todo el año, desde que tengo memoria, siempre ha sido así: frío, lluvioso y gris. En definitiva un pueblo triste. 

   Vivas volvió al hotel con la sospecha de que las personas del lugar eran dadas a exageros, por lo menos desde que tenían memoria. 

III- EL SOL

A primera hora Vivas se puso a trabajar en la historia, por la ventana que tenía delante suyo podía ver el cielo inmutable, gris y lluvioso. Una ventisca suave salpicaba el vidrio con diminutas gotas que luego arrastraba formando pequeñas lineas diagonales. Dentro de la habitación la calefacción se aproximaba al clima que Vivas describía en la historia, por ese motivo, tal cual uno de los personajes, llevaba puesta tan solo una camisa liviana. Cuando calculó que estaba cerca de la mitad de la primera parte del primer capítulo (a eso de las nueve y media) decidió bajar a desayunar, único servicio extra que ofrecía el hotel. Antes volvió a observar el tiempo, aún lloviznaba, pero el viento había aumentado considerablemente y secado el vidrio; el cielo plomizo, sin embargo, continuaba casi igual. 

   El comedor quedaba en los fondos del hotel y se llegaba atravesando un largo corredor. El recinto era un amplio salón casi inhóspito, lo habitaban apenas cuatro mesas, como islas en un gran lago; quizás el dueño del hotel estuviera cierto y con poca gente visitando el pueblo con cuatro mesas era más que suficiente. Sin embargo, en ese día parecía ser el único huésped, o al menos a esa hora de la mañana, aunque no recordaba haber oído movimiento desde su habitación. Sobre las paredes flotaban algunos pocos cuadros con fotografías en blanco y negro de tiempos idos de Villa Del Monte, Vivas notó con cierto asombro el suelo húmedo y el cielo de lluvia. "Bonitos paisajes para empezar el día", pensó. 

    El hotelero, que lo había visto pasar por la recepción desde el depósito, donde guardaba los instrumentos de limpieza, llegó enseguida trayendo en una bandeja un termo con café, una tetera con leche tibia, una taza, cuatro panes franceses, manteca, mermelada de durazno, dulce de leche, azucarero, edulcorante, una cucharita y dos cuchillos, uno para cortar el pan y el otro para untar.  

   Buen día, ¿cómo pasó la noche?, lo saludó, con el mismo tono apático del día anterior.  

   Muy bien, gracias. Creo que soy el único huésped esta mañana, comentó Vivas. 

   No le dije yo que nunca viene mucha gente por aquí. Si alguien quiere aburrirse este es el lugar indicado. Vivas pensó que el dueño del hotel, sin importarse en desanimar al único cliente que tenía en días, parecía empeñarse en espantarlo. O quizás actuaba así porque él ya le había dicho que quería paz y sosiego para escribir su historia, con lo que no corría ningún riesgo siendo sincero. 

   Antes de bajar a desayunar vi que había parado de llover, quién sabe hoy sale el sol, comentó Vivas.

   Veo que usted es muy optimista, o muy bromista, contestó el hotelero, luego volvió a la recepción meneando la cabeza. 

   "Gente rara la gente de este lugar", pensó Vivas mientras empezaba a desayunar. 

   Cuando subió a su habitación contempló nuevamente el cielo, no había vuelto a llover, pero el cielo, aunque algo más claro, continuaba gris pero el viento seguía soplando con fuerza. Cerca del mediodía, Vivas ultimaba ya la primera del primer capítulo cuando un rayo de sol cruzó la habitación diagonalmente; se acercó a la ventana para mejor ver el cielo. Entre las nubes alborotadas parches azules de todos los tamaños anunciaban que el mal tiempo estaba llegando a su fin. Y para cuando se disponía a bajar para dirigirse al restaurante, las últimas nubes se dispersaban en un cielo espléndidamente azul. Y justo en ese momento desde abajo le llegaron voces como de otros tiempos.

   Al bajar a la recepción vio, a través del vidrio de la puerta, un pequeño grupo de personas frente al hotel mirando al cielo y hablando alto. Otros grupos, aquí y allá, hacían igual escándalo, todos mirando y apuntando con sus manos hacia el cielo. Vivas también elevó la mirada, pero no vio nada diferente que no haya visto antes. 

   ¿Qué sucede?, le preguntó al dueño del hotel, que estaba entre los que se amontonaban delante de la entrada. 

   ¡El cielo!, exclamó, tomado de tanto júbilo que Vivas se sorprendió. 

   Creí que me iba a morir sin ver el sol alumbrar una única vez en la vida esta tierra. Ya lo había visto un par de veces en los pueblos vecinos, y la vez que fui a la capital y otra cuando fui de vacaciones a Carlos Paz, pero aquí... nunca. Mientras decía eso el hotelero no sacaba los ojos de las alturas. 

   Vivas volvió a pensar que la gente de Villa Del Monte era dada a exageros. 

   Mientras se dirigía al restaurante la escena en la vereda del hotel la volvió a ver, como calcada, en varios lugares a ambos lados de la avenida y en las intersecciones de las calles, tanto a la derecha como a la izquierda. Exacta y extrañamente la misma escena. Por un momento una sombra dudosa bloqueó fugazmente los pensamientos de Vivas, que lo hizo dudar de la cordura de la gente del lugar. 

   Lograr que le sirvieran el almuerzo le llevó mucho tiempo de espera. La muchacha había relegado el celular a segundo plano en favor de la contemplación del cielo, el dueño del establecimiento y la cocinera también habían largado lo suyo y engrosaban el grupo reunido en la entrada. Y cuando el dueño, sin otra alternativa, se dignó a atenderlo, Vivas mismo estaba con el frasco de pepinitos sobre su mesa ensartándolos con un tenedor. 

    Intrigado por la conmoción de la gente, Vivas le preguntó al dueño:

   Dígame, por favor, tengo una duda, ¿por qué todo el mundo está tan maravillado viendo el cielo?. 

   Es que es la primera vez que vemos salir el sol aquí en Villa Del Monte, contestó el hombre. 

   Vivas, que hasta ahí creía que eso de los días lluviosos y siempre gris se trataba de una simple metaforización típica del lenguaje de los habitantes de Villa del Monte, insistió en el asunto:

   Espere un poco, usted me está diciendo que en Villa Del Monte nunca alumbró el sol, ¡nunca!

   Usted lo ha dicho, amigo. ¡Nunca!, desde que tengo memoria, respondió el hombre, sonriendo. 

   Vivas acabó almorzando pepinitos y papas fritas como la noche anterior. 

IV- EL OTRO PUEBLO 

Dos meses habían pasado ya y los últimos capítulos de la novela estaban próximos, y en todo ese tiempo no había vuelto a llover. Afuera, flores alegraban jardines, balcones, los canteros de la única plaza, los maceteros dispuestos en la entrada de algunas casas y negocios y los floreros en las mesas del comedor del hotel y del restaurante, mientras que el pasto y los árboles habían enverdecido el pueblo y los campos. Y Villa Del Monte empezó a perecerse a la historia que Vivas estaba a punto de terminar. 

    Una mañana Vivas oyó, a mitad de un capítulo, otro bullicio en la planta baja como la vez pasada cuando apareció el sol, según afirmaban todos, por primera vez. Era un parloteando como de cotorras encima de un árbol frutal. Las calles habían sido invadidas por autos y personas que no eran del lugar 

   ¿Turistas?, le preguntó al hotelero, apenas bajo a la recepción. 

    No, son antiguos habitantes del pueblo que al anoticiarse que el sol había vuelto a brillar han aprovechado para visitar la parentela, respondió Juan Carlos. 

   "Ésto se está poniendo raro", pensó Vivas.

   Esa mañana decidió desayunar en el restaurante, pero nuevas sorpresas también lo esperaban por allí, conque tuvo que esperar en una considerable fila para poder desayunar. Cuando regresó al hotel vio que de un camión unos hombres descargaban sillas y mesas, y cuando a las cinco bajó a merendar, las islas imaginadas en el comedor se habían multiplicado, y los viejos cuadros deprimentes habían sido remplazados por coloridos pósteres de una Villa Del Monte rejuvenecida y al mismo tiempo irreal

   "Definitivamente, Villa Del Monte ya no es el lugar que hubiera elegido ni para escribir un miserable poema", pensó. Lo único que faltaba para espantarlo de una vez por todas era depararse en cualquier día de esos con un McDonald en la esquina más valorizada de Villa del Monte. Al día siguiente, lo despertó el insólito anuncio del primer carnaval en la historia de Villa Del Monte, propalado por una voz metálica proveniente del parlante acoplado al techo de un automóvil.

   "¡Caramba!, tanto sol parece que ha despertado la inercia en la cual estaba sumido el pueblo. Por suerte ya me falta poco para terminar", pensó y enseguida se abocó a finalizar la historia, sin pensar demasiado si el final no quedaba tan bien estructurado como a él le gustaría, pero con las innumerables revisiones con las cuales siempre sometía a sus trabajos ya le daría un final que lo dejara satisfecho. 

   Dos días después Juan Carlos lo vio aparecer en la recepción con  el equipaje en manos. 

   ¿No me diga que ya se va?, le dijo, poniendo cara de asombro. 

   Así es, mi amigo. Finalmente, he concluido la historia; aún tengo que someterla a varias revisiones, pero eso es lo de menos. Inmediatamente detrás de sus palabras se escuchó un trueno que hizo temblar los vidrios de puertas y ventanas y tintinear la campanilla sobre el mostrador. Los dos hombres quedaron como petrificados por un momento, luego salieron a la calle. El cielo límpidamente azul que Vivas había contemplado con satisfacción desde la ventana de su habitación se había transformado, en cuestión de unos pocos minutos, en una techumbre tenebrosa y amenazante que cubría el pueblo hasta donde alcanzaba la vista. Vivas hizo una mueca de desagrado, a su lado Juan Carlos lo miraba de reojo con denotada desconfianza. 

   ¡Pero qué raro!, hace unos minutos el cielo estaba totalmente despejado y mire ahora, dijo Vivas. 

   Muy sospechoso todo esto, ¿no?, acotó Juan Carlos. Vivas que no era ni un poco supersticioso no le dio importancia al comentario, al contrario, le pareció fuera de contexto. 

   Y bueno, parece que tendré que irme como he vuelto, con mal tiempo, suspiró. 

V- LA PARTIDA

Vivas ya se marchaba; saludó al hotelero con un bocinazo, pero Juan Carlos no lo escuchó porque estaba de espalda hablando por teléfono, y tal desatención no le llamó la atención. Vivas ya estaba cerca de la salida del pueblo cuando un contratiempo inesperado, o más bien improbable, interrumpió su camino. A primera vista le pareció que el árbol caído en la calle había sido provocado por el fuerte viento que soplaba a esa hora, pero al llegar cerca se dio cuenta que fuera provocado por el leñador guarecido al reparo de un árbol cercano que, quizás por no ser muy ducho en el manejo de la motocierra o por propia torpeza, había equivocado el corte. Ahora tendría que dar media vuelta y atravesar todo el pueblo hasta alcanzar la otra salida. 

   Cuando pasó por el hotel, Juan Carlos continuaba en la vereda hablando por celular, y al verlo lo saludó con una mano, pero algo en su forma de mirar, que Vivas no supo definir, le hizo pensar como que el hotelero ya esperaba verlo pasar; tal vez fuese el hecho de estar allí afuera bajo un paraguas hablando por teléfono en lugar de hacerlo adentro del hotel. 

   En la otra salida otro percance esperaba por Vivas: el automóvil se desgobernó y serpenteó sobre el asfalto mojado, quedando atravesado en la calle. 

   ¡No lo puedo creer!, exclamó, golpeando el volante. Y apenas del automóvil sintió un pinchazo en la planta del pie: clavado en la suela del zapato tenía un clavo "Miguelito". Inmediatamente constató que una considerable cantidad de ellos minaba gran parte del asfalto alrededor del automóvil, y, como era de esperarse, las cuatro ruedas estaban pinchadas. Vivas barajaba la posibilidad de una jugarreta de niños maliciosos cuando vio llegar un camión remolcador. 

   "¿Eficiencia o mucha casualidad?, pensó, al ver con cuánta rapidez le llegaba el socorro. 

   El conductor le dijo que un vecino había llamado a la gomería avisando sobre el accidente. Vivas no dijo nada, pues ya no era ni eficiencia ni casualidad, ¿pero por qué el hombre mentía descaradamente? 

   El gomero lo dejó en el hotel, diciéndole que él mismo le traería el automóvil no bien emparchara las cuatro ruedas, pero resaltó que se olvidara de seguir viaje el mismo día. 

   Mire la hora que es, casi mediodía, le dijo, golpeándose el reloj con dos dedos, y hoy a la tarde, después de la siesta, tengo que atender otros compromisos, así que hasta mañana... El gomero se calló y se quedó moviendo estúpidamente la cabeza a un lado y otro. Vivas intentó persuadirlo, ofreciendo pagar el doble si hacía una excepción, pero el gomero argumentó que único horario disponible era el de la siesta, pero que ésta era sagrada. 

   Si no me tiro a dormir un par de horas, no sirvo para nada, acotó. 

   Juan Carlos se ofreció para llevarlo al hospital para que le hicieran un curativo, pero Vivas dijo que no era nada, que con una buena lavada ya estaba bien. Así que, cuarenta minutos después de los incidentes, estaba de vuelta en la habitación donde había estado hospedado los últimos meses. 

   Después de lavar bien la herida, al salir del baño se llevó una sorpresa, pues la habitación estaba completamente iluminada por un sol radiante, la tormenta así tan sorprendentemente como había venido había pasado. 

   ¡Increíble!, exclamó, apoyado en el alféizar de la ventana. 

VI- LA SOSPECHA 

A la hora del almuerzo Juan Carlos lo llevó al restaurante. Estaba lleno, pero por suerte ("o no", pensó Vivas, sospechando algo raro) la mesa en la cual se sentaba siempre no había sido ocupada a pesar del restaurante estar lleno. 

   Una hora después Juan Carlos lo pasó a buscar. En el trayecto de vuelta al hotel se lo pasó hablando del hermoso día que hacía, que quién lo diría, que los pajaritos, que las flores, que la gente feliz, que la prosperidad nunca antes vista, mientras tanto Vivas, atento al mensaje subliminal que se escondía detrás de tanto optimismo, ya no tenía dudas: las palabras de Juan Carlos revelaban un ardid tejido a su alrededor para retenerlo en el pueblo. ¿Pero por qué?, aún no lo sabía. 

   Por la tarde bajó al comedor que estaba lleno, pero así como en el restaurante el lugar que siempre ocupaba, sorpresivamente (o premeditadamente, según él), estaba vacío, a pesar que algunas personas merendaban de pie. A la noche Juan Carlos lo fue a buscar a la habitación, pero Vivas le dijo que no iría a cenar porque le dolía la cabeza. 

   Si quiere le traigo un analgésico, se ofreció el hotelero, pero Vivas le mintió, diciendo que ya había tomado uno y que como había tenido un día desastroso solo quería irse a la cama. 

   A la mañana siguiente Vivas tampoco quiso desayunar; pasó por la recepción dando un rápido "buen día" y se encaminó a lo del gomero para buscar el automóvil.

   ¡¡¡No lo puedo creer!!!, exclamó, al encontrarse con la cortina metálica de la gomería baja y con un cartelito que anunciaba: "cerrado por vacaciones". En vano llamó al gomero que vivía en la casa contigua, nadie contestó. Llamó a un vecino y éste le dijo que no sabía de nada. Ya de vuelta al hotel, le contó lo sucedido a Juan Carlos, que dijo, poniendo cara de asombro: 

   ¿Vacasiones?, qué raro, no? 

   Pero Vivas sospechó que fingía. 

   Y lo peor es que no tiene parientes en el pueblo y yo no tengo su número, justificó enseguida. 

   "Ni falta que hace", pensó Vivas.

   Bueno, tendré que tomar un colectivo y después mandaré a buscar el automóvil, dijo enseguida, ya totalmente convencido de que todo el pueblo estaba confabulado para retenerlo allí. ¿Pero por qué?, volvió a preguntarse. Continuaba sin saberlo, necesitaba pensar.  

   Bien, voy por mi equipaje. Juan Carlos se lo quedó mirando mientras subía las escaleras, hundido en negros pensamientos al tiempo que sacaba el celular de un bolsillo del pantalón. Mientras Vivas empacaba las pocas cosas que había sacado de las maletas, un torbellino de hipótesis, unas más descabelladas que otras, pero todas apuntando a un mismo lugar: su permanencia definitiva en Villa Del Monte, giraba dentro de su cabeza. 

  Al bajar a la recepción, ya con el dinero en la mano, Vivas vio a dos hombres sentados en los sofás leyendo el diario en silencio y a Juan Carlos, que limpiaba la superficie del mostrador con una franela. 

   Aquí tiene lo que le debo, le dijo Vivas, fingiendo parecer cordial.

   Ok, contestó Juan Carlos, al tiempo que miraba a los dos hombres, y en ese mirar Vivas presintió una oscura finalidad. 

VII- El CAUTIVERIO

El traqueteo del automóvil le sugería a Vivas que transitaban por un camino de tierra. En cada bache el vehículo se balanceaba y Vivas sentía con mayor intensidad la compresión del arma sobre las costillas. Calculó que habían pasado unos veinte minutos cuando se detuvieron. El conductor bajó un momento, volvió a subir y continuaron viaje. Minutos después volvieron a detenerse, entonces los hombres lo ayudaron a bajar. Oyó perros ladrando y correteando alrededor, de pronto uno a su derecha aulló de dolor, lo habían pateado. Por la manera como silbaba el viento y por el aire fresco, Vivas imaginó que debían estar en un lugar bastante arborizado. De inmediato fue conducido al interior de una vivienda, donde le sacaron la capucha y, sin darle tiempo de ver nada, lo empujaron dentro de una habitación amplia, húmeda y oliendo a encierro. El golpe producido por el pasador lo remitió a escenas vistas en películas de nombres olvidados. Del techo pendía un cable ennegrecido del cual una lamparita amarillenta de bajo voltaje impedía ver con claridad en los rincones. No había ningún mueble, solo un colchón viejo y raído pudriéndose en un rincón sobre el piso de ladrillos, al lado había un tacho de plástico que debería ser "el baño". La habitación era parte de una construcción antigua, ésto lo dedujo porque, además del piso muy común en casas antiguas, en algunos puntos el reboque había caído dejando ver la pared de ladrillos asentados en barro. Vivas notó que la ventana de madera se abría hacia adentro y que el cerrojo no tenía candado, lo que significaba que del otro lado si no la vigilaban ningún perro es porque tendría gruesos barrotes. Vivas apoyó una oreja en la madera, oyó el viento aullando entre lo árboles y ladridos que se dejaban oír no muy lejos; entreabrió la hoja lo suficiente para ver los barrotes que intuyera instantes antes, altos eucaliptos y más allá el pastizal rastrero de la llanura desierta hasta el infinito. Estaba en el medio del campo y quizás nunca lo soltarían. A Vivas se le cayó el alma al piso y se imaginó viejo y vencido esperando la muerte en esas cuatro paredes, como el Abate Faría. Un escalofrío le recorrió la espina dorsal. 

   Tengo que pensar, tengo que pensar, murmuró bajito. No esperaba que alguien, Fritz, su agente literario, Daniel o Ana, sus únicos e íntimos amigos, vinieran en su busca. ¿Buscar en dónde? Él nunca decía adónde se refugiaba cuando se ausentaba para escribir un nuevo libro, porque ni él mismo lo sabía con exactitud, simplemente  agarraba la ruta y sobre la marcha elegía al azar cualquier pueblito tranquilo, y tampoco notificaba su paradero. ¿Hasta cuándo tendría que esperar que sintieran su falta para avisar a las autoridades sobre su desaparecimiento, si para su última novela estuvo sin dar noticias casi un año, escondido en un pueblito en las sierras cordobesas que mal figura en los mapas? De manera que la solución inmediata era improbable. A no ser...

VIII- LA FUGA

   Tengo que pensar, volvió a murmurar mientras, abatido, se dejaba caer sobre el colchón. De inmediato sintió un pinchazo en la nalga. Un pedazo de alambre sobresalía de la tela casi podrida, como una uña oscura y dura, el colchón era de resortes. Vivas no se atrevió a darlo vuelta porque supuso que del otro lado estaría hecho un asco, así que empujó el alambre hacia adentro. 

   Al rato, sintió ruido en la puerta, en la parte de abajo se abrió una especie de puertita, que con la escasa iluminación no había notado; alguien le pasó una botella plástica de agua y un plato descartable con un pedazo de carne hervida, fideos y un pan. En vano intentó que el carcelero le dijera el motivo del secuestro ni hasta cuando lo tendrían preso, ninguna respuesta le fue dada. Más tarde la puertita volvió a abrirse y una voz de hombre le pidió el plato de vuelta, luego le tiró un rollo de papel higiénico y la puertita volvió a cerrarse. De madrugada Vivas se despertó con otro pinchazo, esta vez en la espalda, justo en ese momento soñaba que tanteaba las paredes buscando un punto de escape. De pronto tuvo una idea, pero esperó hasta que amaneciera para ponerla en práctica. Mientras tanto se puso a elaborar un plan de fuga. Después que le trajeran el desayuno, una botellita plástica con té chino tibio y dos panes, y la puertita volviera a cerrarse, Vivas dio vuelta el colchón, rasgó la tela y tironeó de uno de los resortes hasta que pudo arrancarlo, ya tenía la llave de la libertad. El paso siguiente sería arrancar un pedazo de reboque en un rincón en la pared que daba afuera y raspar la tierra entre los ladrillos hasta desprenderlos, solo tenía que tomar cuidado de no hacer ruido y al mismo tiempo estar atento a la puerta. Pero ¿y si entraban los captores? 

   No quiso pensar en esa posibilidad. 

   El día se le hizo largo. Después de haber devuelto el plato de la noche, se puso a trabajar con ahínco; durante una hora estuvo con el corazón en la boca hasta que consiguió aflojar el primer ladrillo, el resto resulto fácil y menos de media hora después la libertad estaba a un paso. El corazón le latía a mil revoluciones por minuto. Tímidamente asomó la cabeza por el hueco: no había moros en la costa, es decir, sus captores, ni los perros merodeando. Avanzó arrastrándose pegado al piso, calculando unos cien metros hasta donde terminaban los árboles, pero dadas las circunstancias le parecieron un kilómetro. Dos o tres veces oyó ladridos que le hicieron helar la sangre, parando y mirando hacia la casa cada vez, pero no vio ningún movimiento ni otra luz que no fuese la del hueco en la pared y en las resquicios de la ventana. 

   Después de una eternidad Vivas llegó hasta el último árbol, temblaba sin control y sudaba horrores, pero ya había pasado lo peor. Ahora solo tenía que largarse de allí lo más pronto posible. Escudriñó el horizonte, el resplandor de Villa Del Monte se insinuaba a varios kilómetros. Empezó a correr a campo traviesa hacia allí. Calculó que serían como la una o las dos de la madrugada cuando llegó cerca de las primeras casas de los arrabales, no más le quedaba rodear el pueblo para no ser visto hasta llegar a la ruta. 

   Aún estaba oscuro cuando un camionero que lo vio haciendo dedo al costado de la ruta paró. 

   Y ya era día amanecido cuando unas explosiones despertaron al hotelero. Juan Carlos estiró el brazo y prendió la luz: el reloj marcaba las seis de la mañana. Se acercó a la ventana para ver a qué se debían aquellas explosiones y espió entre las rendijas de las persianas. Aturdido al principio, asombrado después y finalmente angustiado comprobó que la explosiones eran truenos y que llovía a cántaros, supo entonces que Vivas había escapado. 

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Primavera por Francisco A. Baldarena se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 4.0 Internacional.
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EL FIN DE LA INOCENCIA


 Dos juguetes, un camioncito de madera y una muñeca de trapo, fueron olvidados en una antigua fábrica de juguetes cuando cerró sus puertas. Los juguetes esperaron y esperaron; días, semanas, meses. Hasta que un día, ya cansados de esperar que los vengan a buscar para ser llevados a alguna juguetería, decidieron que había llegado el momento de actuar por cuenta propia. Así que se desvencijaron de sus respectivas cajas y partieron a la ciudad en busca de algún niño o niña con los cuales pudieran cumplir su destino de juguetes. La fábrica se encontraba en la zona industrial por lo que tuvieron que andar durante horas hasta llegar a la gran metrópolis. Una vez allí recorrieron todas las calles, todos los parques, todas las plazas; de todos los barrios, de todos los distritos; de punta a punta y de norte a sur y de este a oeste y desde las terrazas hasta los subsuelos sin resultado. No encontraron a ningún niño ni a ninguna niña ni a ninguna juguetería; los niños habían desaparecido o habían crecido y ya, de adultos y quizás desprovisto de amor, no tuvieron sus propios hijos. Definitivamente, el mundo que encontraron no se parecía en nada como ellos creían que debería ser, entonces pensaron que algo muy malo había sucedido con los humanos. En su periplo ingrato vieron a los hombres a punto de morir de viejos, a otros que se mataban de todas las formas imaginables y los pocos adolescentes que cruzaron estaban delante de pantallas de videojuegos, alguno acaso le concedió alguna mirada indiferente. Ya no les interesaba más jugar como siempre se ha acostumbrado. Cabizbajos y abatidos, los juguetes emprendieron su regreso a las ruinas de la fábrica, embargados por la triste constatación de que los hombres habían perdido la inocencia. 

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El Fin De La Inocencia por Francisco A. Baldarena se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 4.0 Internacional.
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miércoles, 7 de octubre de 2020

UNA IDEA


 Dentro del despacho del comisario. 

   Me encuentro en un dilema, diría que me siento acorralado en un callejón sin salida, ¿entendes, Salinas?, se quejó el comisario Rodriguez al cabo, cuando éste se presentó para iniciar su turno, pava y mate en manos. El cabo Salinas le puso agua al mate y se lo pasó. 

   Pero, ¿no hay un testigo siquiera?, preguntó. 

   Sí, el marido, pero es lo mismo que nada, respondió el comisario, no escuchó nada porque es sordo y tampoco pudo ver algo porque es ciego. 

   Entonces cierre el caso y listo, jefe y no se haga más mala sangre, le recomendó el cabo. 

  La resolución del caso no me preocupa, al final, nadie le va a poder devolver la vida a la pobre viejita. Me preocupa el viejito, que no tiene a nadie más en la vida, ¿quién se hará cargo de él de ahora en adelante?, dijo el comisario, la preocupación estampada en la cara. 

   El estado, jefe, el estado, le aclaró el cabo. 

  ¿El estado?, como está la cosa ahí afuera nadie quiere cargar con el fardo ajeno, dijo el comisario. 

   Y, ¿por qué no le echa la muerta encima, jefe? Primero que aclara el crimen y segundo, en la cárcel al estado no le va a quedar otra que atenderlo, ¿no cree? El comisario arqueó una ceja y se quedó pensando que una idea es mejor que no tener ninguna.  

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Una Idea por Francisco A. Baldarena se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 4.0 Internacional.
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EL SUICIDA Y EL LOCO

    Rapallo, Genova -  Febrero de 1883  Parado al borde del acantilado, Amedeo flexionó las piernas y cuando estaba a punto de dar el gran s...