I
"Otra noche de sufrimiento", piensa la anaconda que, implicada en la misa negra de la lujuria humana, es obligada, noche tras noche, a representar el juguete dócil y maleable en los juegos pornográficos de los hombres.
"Otra noche de degradación", vuelve a pensar, poco antes de ser presentada como la atracción principal del espectáculo degradante, para alegría de las mentes retorcidas de los que acuden a aquel tugurio infernal en busca de satisfacción para sus más bajos instintos.
Como siempre, a las once cuarenta y cinco los dos asistentes de palco la sedan y la trasladan en una caja de acrílico transparente al centro del palco en penumbras, donde la dejan al lado de una cama redonda, de rojo terciopelo.
El aire allí es denso, la hediondez de tabaco y alcohol le provoca repugnancia y si no vomita es pura y exclusivamente porque después de la sesión los asistentes la apalearán para que escarmiente y no vuelva a arruinar el espectáculo.
A las las once y cincuenta, luces rojas son encendidas y el palco, finalmente, queda iluminado con el resplandor del infierno al tiempo que una música sugestiva y erótica anticipa la entrada en escena de las dos putas que la someterán impúdicamente. Ellas la sacan de la caja y la arrojan a la cama, la desenroscan y la estiran mientras el público, que presencia desde la semipenumbra, se hace oír gritando groserías. Después la montan y frotan sus vaginas con movimientos sensuales a lo largo de todo el cuerpo. Ella quiere pero no puede evitar oír la voz del público, que enardecido, grita a voz de cuello predicados degradantes, alentando la degeneración. Ahora, como locas poseídas, las putas le golpean con sus tetas gigantes y pesadas la cara; la acarician con sus manos abyectas; la escupen y lamen su propia saliva; le chupan la cola y se la meten una a una en la vagina y en el culo; le dicen "te amo, puta" y jadean y gritan como perras en celo mientras despejan su perdición sobre su cara. Luego, antes del término de la aberración, lamen sus propias porquerías y, así, después de treinta interminables minutos, acaba la función.
El público al unísono, impiadoso, insaciable y siempre insatisfecho, pide bis.
Enseguida vuelven los asistentes y medio le limpian el cuerpo con un trapo húmedo, después la llevan a su jaula de vidrio, en los fondos del tugurio.
II
Cuando es introducida en la caja se da cuenta que han cambiado el aserrín, una gentileza que desdeña porque ni le viene ni le va, lo que desea no es un lecho blando sino la posibilidad de morir en ese instante.
Dentro de unos minutos apagarán las luces y el sueño vendrá para alejarla en su inconsciencia por unas pocas horas de los pensamientos más pesimistas que asolan su mente cuando está despierta.
Pero hoy no dormirá tan pronto, sus pensamientos están en la próxima función; necesita planificar muy bien una salida honrosa, pero no menos trágica, que viene ideando desde que percibió que los ratones pichicateados con sedativos ya no le hacen más efecto.
Consciente de que nunca más volverá al mundo para el cual fue creada, sabe que solo le queda un único camino a seguir hacia la libertad.
III
Once y cuarenta y cinco. Los dos asistentes la trasladan al palco y la dejan al lado de la cama; las luces se encienden, la música empieza a sonar. Las putas llegan, la arrojan sobre la cama y la desenroscan. El público, impaciente, pide acción inmediata. Las putas la montan, frotan sus sexos impúdicos por todo el cuerpo mientras el público sigue alentándolas con sucias sugestiones. Animadas por la histeria colectiva, proceden a golpearla con sus grandes y pesadas tetas; después la escupen toda y la lamen lascivamente. El público, grita, putea y golpea las mesas, y ya no pide sino que exige más acción. Y las putas no se hacen de rogadas, le chupan la cola y se la introducen en el culos y la vagina. El público, insaciable como un monstruo hambriento y voraz, continúa exigiendo más y más y más. La serpiente cree que ha llegado el gran momento, entonces toma la batuta y complace a la platea.
Con un movimiento rápido y certero se enrosca alrededor de las putas y empieza a apretar y a apretar y a apretar, cada vez con más fuerza y a cada quejido exhalado las comprime un poco más. El aire no les llega, los huesos crujen, la sangre brota. El público, percatado de lo que está sucediendo, entra en pánico; ceniceros, vasos, botellas y sillas llueven sobre el bulto grotesco que forman las tres. Pero ella, decidida a ir hasta el final, no se amedrenta y sigue apretando a sus presas y en su abrazo mortal la piel de las putas va adquiriendo un tono violáceo mientras en sus ojos la vida las abandona poco a poco.
Los asistentes de palco, alertados por los alaridos del público, aparecen, y se arman; uno quiebra una botella de cerveza y el otro ha ido en busca del picahielos.
Ella los ve aproximarse, pero no deja de apretar otro poco y otro poco y otro poco más, hasta que ya no tiene más qué apretar, todo ha acabado ya. Exhausta espera dignamente su fin.
Cuando los asistentes, finalmente, consiguen matarla y liberar a las putas del abrazo mortal, ya las tres han conseguido su libertad.
ANACONDA por FRANCISCO A. BALDARENA se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 4.0 Internacional.
Basada en una obra en https://creativecommons.org/choose/?lang=es#metadata.
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