lunes, 17 de agosto de 2020

EL BOTÍN



El hombre se asomó y miró hacia los lados. 

   ¡Allí, allí,­ nuestro hombre!, susurró el detective Murdock. Su compañero, el detective Stephens, miró hacia el sujeto. 

   El sospechoso parado en la entrada del callejón, después de mirar hacia los lados, se disponí­a a seguir su camino cuando vio un automóvil negro estacionado en la vereda de enfrente. Adentro dos hombres miraban en su dirección. 

   El detective Stephens iba a decirle a su compañero que el sujeto de la fotografía del dossier en sus manos no se parecía en nada al del callejón cuando el compañero, explotando en furia, gritó: 

   ¡Nos vio, ya nos vio! Enseguida, descendió del automóvil y se precipitó a toda carrera hacia el hombre. El detective Stephens, sin importarse demasiado en la diferencia de apariencia entre sospechoso y bandido, después de todo no estaban lidiando con ningún amador sino con un maestro del engaño y, además, su actitud sospechosa lo delataba, corrió detrás de su compañero. 

   ¡Hey, basura. Quieto ahí!, ordenó el detective Murdock, apuntándole al sospechoso con el arma. El sujeto, en clara actitud de quien no comprende los eventos desencadenados a su alrededor, se quedó donde estaba, limitándose a levantar las manos y a apoyar su espalda contra la pared. 

   ¡Te agarramos, maldito!, le dijo Murdock, espumando como un animal rabioso. 

   Perdón, no entendí, balbuceó el sospechoso.

   ¡Callate perro!, en la central tendrás tiempo de hablar y confesarlo todo, le ordenó Murdock. 

   Pero...

   ¡Qué te calles he dicho!, lo interrumpió Murdock, con voz de trueno, y detrás de su orden hizo lo que mejor sabía hacer: le aplicó un puñetazo en el abdomen doblando al sujeto en dos.

   Ves, Stephens, así es como hay que tratar a los bandidos, le dijo al compañero, que jadeaba a su lado. Este es el único idioma que ellos entienden. 

   El detective Stephens contempló el dossier en sus manos y se preguntó qué sería lo que había visto en su persona el jefe para ponerlo a trabajar junto a aquel bruto, para quien una placa significaba una licencia para partirle la cabeza a cualquiera o quebrarle un par de huesos, un descerebrado sin capacidad para diferenciar entre sospechoso y bandido. Porque hasta el momento, el sujeto frente a ellos era apenas un sospechoso; si era el bandido que la justicia buscaba, aún había que probarlo. 

   El sujeto, al ver en el semblante del detective Murdock toda la ignorancia del mundo, prefirió quedarse callado que arriesgarse a morir en el trayecto a la central policial en manos del ignorante agente de la ley. 

2

   Bien, ¿dónde has escondido el botí­n, maldito?, preguntó Murdock, ya en la central. 

   "Entonces es por eso que he sido brutalmente abordado", pensó el sospechoso, que hasta ese momento creía tratarse todo de un arresto por incurrir en una contravención por el hecho de meterse en el callejón para aliviar la urgencia intestinal. Pero ésto que el bruto que apreciaba más golpear que usar el cerebro le acababa de comunicar, era inaudito, el colmo de todos los colmos. 

   ¿Entonces todo este circo es para descubrir dónde escondí el maldito botín? ¡Caramba!, ahora es que no entiendo nada, se quejó el sospechoso. 

   Muy Gracioso, dijo Murdock. 

   No sé para qué tanta violencia por tan poco, ok, está debajo del armario de Spencer, respondió el hombre. 

   El detective Murdock miró con una sonrisa de triunfo al detective Stephens, que ojeaba apresuradamente entre las hojas del voluminoso dossier en busca del nombre Spencer que, por lo visto, se le había pasado por alto. 

   Mira y aprende, novato. Así­ es como se trabaja. Vamos a buscar el botí­n, le dijo Murdock. 

   Pero no sería mejor preguntarle al sospechoso dónde está ese armario, sugirió Stephens. Murdock se volvió con la furia propia de los ignorantes y agarrando por las solapas de la camisa al sospechoso lo apabulló con improperios y un hálito a infierno, gritándole en la cara: 

   ¡Entonces, veo que te gusta burlarte de los hombres de la ley, maldito! y le zampó un puñetazo en la barriga, el otro se dobló en dos. 

   Dime dónde está ese maldito armario. El hombre, sin dar crédito a sus oídos ante la ignorancia demostrada por el cavernícola con patente, solo atinó a responder, mientras luchaba por llevar aire a los pulmones: 

   En... el vestuario... del club de Comercio.

   ¡Ajá!, con que te creías original, ¿no es, maldito? Tráelo Stephens, vamos a buscar el botí­n, ordenó Murdock y, volviéndose para el sospechoso, le advirtió: 

   Y para tu bien es mejor que no lo hayas gastado todo. 

   El sospechoso, ante esta otra estupidez, revoleó los ojos. 

El detective Murdock tuvo que tragarse toda su soberbia y prepotencia cuando sacó debajo del armario del club un botín número 43, nuevito, perteneciente a Spencer, la estrella del equipo principal de fútbol, que su compañero gracioso le había escondido como otra de sus acostumbradas bromas. 

   La humillación pública del bravucón Murdock fue demasiado para su ego. Rojo de ira y espumando hasta por los ojos descargó una lista de los más abyectos improperios sobre Stephens y después le sugirió que la próxima vez se metiera el dossier en el culo y se cerciorase primero de chequear muy bien la información antes para no tener que pasar por lo mismo una vez más, haciéndolo equivocarse de sospechoso. 

   Y sin disculparse con el bromista dio media vuelta y salió de vestuario dándole un puñetazo a la puerta. 

Licencia Creative Commons

El botín por Francisco A. Baldarena se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 4.0 Internacional.
Basada en una obra en https://creativecommons.org/choose/?lang=es#metadata


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