miércoles, 12 de agosto de 2020

BETO EL GRANDE


Según Beto, él tenía el mejor empleo del mundo, pero visto desde el mundo al cual él pertenecía. 

   Beto limpiaba las oficinas de la Newport Oil Company. 

   Cuando el presidente, los altos ejecutivos, los oficinistas y las secretarias, las cocineras se marchaban y con ellos el teclear de las computadoras, los ringtones de los celulares, los zizeos de las copiadoras, las alarmas de los microondas, las descargas de los baños, el taconear incesante en los pasillos y todos los sonidos imaginables en una compañía repletas de oficinas, Beto era el hombre más feliz del planeta. Su tarea no era tan simple como para que él pensara como pensaba, vaciar los cestos de basura de cada dependencia parecería lo contrario porque el edificio que ocupaba la Newport tenía diez pisos y en cada piso una veintena de oficinas, menos en el último ocupado por el despacho del presidente y su bunker personal. Pero Beto, que debía hacer su trabajo desde las ocho de la noche hasta las ocho de la mañana, hora en que llegaba el personal, había desarrollado un método, si es que se lo puede llamar así, ya que se trataba de hacer todo a la carrera, con lo cual su trabajo le demandaba apenas cuatro horas. Quiere decir que para las doce, doce y media a más tardar, todo el trabajo estaba hecho. 

   En el despacho del presidente, por una puerta lateral a un costado de su escritorio, se accedía a un lujoso apartamento, el bunker (Beto sospechaba que el presidente llevaba allí una doble vida con la secretaria), donde no faltaba ninguna comodidad del mundo moderno: baño con hidromasaje y televisor led de cuarenta y dos pulgadas empotrado a la pared, living con televisor led de sesenta y ocho pulgadas, comedor con vajilla de porcelana y cubiertos de plata, cocina computadorizada y dormitorio con guardarropa con vestidor anexado. Y era allí que Beto pasaba las horas hasta las ocho menos veinte, cuando Beto volvía a ser Beto, el de la limpieza nocturna. Pero antes de las ocho menos veinte y desde las doce , doce y media, Beto se dedicaba a la "presidencia" de la compañía. 

   No bien terminaba de guardar el carrito donde despejaba la basura, Beto se servía un generoso whisky en las rocas, encendía un puro cubano, prendía el televisor del baño y se sumergía en la bañera de hidromasaje. Después del reconfortante baño, Beto vestía uno de los cientos de trajes de las mejores grifes, sin descuidar los detalles del rolex y los gemelos de oro; para su suerte tenía la misma talla que el presidente y calzaba un número menos. Entonces ya transformado en el gran Beto, se dedicaba a comandar la compañía con mano de hierro en reuniones imaginarias donde no faltaban las cortadas de cabezas de ejecutivos contradictorios a la política de la compañía, es decir la suya, y la conquista del mercado mundial de la manera más fría y calculista. 

   Esa noche Beto había librado una batalla verbal despiadada y agotadora con los chinos, que querían apoderarse de una buena tajada del mercado europeo, pero él, Beto el grande, los había puesto en su lugar. Miró la hora una vez más (esta acción la repetía como si fuera un tic nervioso a cada dos o tres minutos, no para parecerse a un hombre muy ocupado donde cada minuto representa millones de dólares, sino porque ver un rolex de oro en su muñeca le fascinaba), faltaban cuarenta minutos para las siete, aún podía divertirse un poco más, pensó. 

   Entonces se sirvió otro whisky, encendió otro puro, se reclinó en el sillón del presidente, puso los pies cruzados sobre el escritorio y divagando entre transacciones bursátiles en la bolsa de valores de Frankfurt, Beto se durmió profundamente. 

 Licencia Creative Commons

Beto el grande por Francisco A. Baldarena se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 4.0 Internacional.
Basada en una obra en https://creativecommons.org/choose/?lang=es#metadata


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