miércoles, 12 de agosto de 2020

LOS DIOSES

  


I-

Largas llamaradas levantadas por los remolinos del viento helado sobre la hoguera, en la entrada de la cueva, deformaban las sombras proyectadas sobre las paredes oscuras de los hombres que, a cada tanto, se acercaban para juntar un poco de brasas con un omóplato de bisonte. Cuando retornaban al centro de la cueva, arrojaban las brasas en un círculo de piedras donde hombres y mujeres, alrededor del fuego acogedor, discutían sobre la estrategia de caza del día siguiente. De pronto y por un breve momento, un rayo silencioso iluminó la oscuridad más allá de la entrada, llamando la atención de todos. Alarmados, las mujeres se arrinconaron abrazadas a sus hijos y los hombres, tomando sus lanzas y cuchillos de obsidiana, corrieron a la estrada, justo cuando la luz misteriosa ya se extinguía detrás de la espesura del bosque. Nadie dijo nada, apenas permanecieron con expresión incomprensible mirando hacia el punto impreciso donde desapareció la luz. Un momento después, al jefe de la tribu Montaña Azul le pareció que el rayo silencioso podría tratarse de un signo de mal augurio venido desde el infinito estelar. 

   De todas maneras al amanecer iremos a investigar, dijo al fin, y los demás hombres concordaron. 

   Arroyo Zigzagueante, su compañera, se acercó y le sugirió que consultase lo sucedido con el chamán. 

   El chamán reposaba debajo de un montón de hojas para protegerlo del hollín. Montaña Azul descubrió la calavera amarillenta y la puso sobre una piedra cerca del fuego. Pero las cavidades de las cuencas despidieron un mensaje de luz anaranjada y tremulante que nadie consiguió interpretar. 

   El chamán ya duerme el sueño eterno, nada nos puede decir, dijo Hueso Blanco, el segundo en importancia en la tribu. Montaña Azul, Arroyo Zigzagueante y los demás concordaron.

   Hueso Blanco está cierto, el poder de ver lo que se esconde a los ojos se fue con él y ahora debemos interpretar las cosas del mundo y del cielo por nosotros mismos, dijo Montaña Azul. 

   Después de sus palabras echaron más brasas al círculo de fuego y se recogieron a sus rincones, acurrucándose debajo de las pieles de animales salvajes.   

 II- 

El sol bendecía la tierra con los primeros rayos cuando los hombres de la tribu emprendieron la marcha, internándose en la espesura boscosa, siguiendo el curso del río que cortaba el bosque como una cicatriz sinuosa. Cerca del mediodía llegaron a la Gran Roca, una inmensa placa de piedra caliza en un recodo del río, donde pescaron algunos peces.

   Después del almuerzo reanudaron la marcha por una senda entre los altos árboles que los llevaría hasta donde creían que estaría aquello visto la noche anterior. A media tarde dieron con lo que habían venido a ver. 

   Allí estaba, en un claro del bosque, una nave plateada reflejando destellos luminosos sobre la arboleda circundante, silenciosa y amenazadora. Los hombres se quedaron escondidos entre los árboles, esperando que alguien saliera. 

   El crepúsculo ya anticipaba la noche oscura cuando, a un costado de la nave, se abrió un portal, del cual deslizó una escalera de luz hasta tocar el suelo. Entonces los vieron: un hombre y una mujer, vistiendo atuendos inconcebibles, aparecieron en la entrada luminosa y bajaron escrutando las primeras estrellas que ya empezaban a poblar el firmamento. En sus manos sostenían extraños artefactos que despedían destellos luminosos que enseguida elevaron al cielo, en clara intención de enviar señales. Eso fue lo que interpretó Montaña Azul, que inmediatamente ordenó el ataque.

   ¡Ahora! 

   La voz potente de Montaña Azul detuvo el cometido del hombre y la mujer que, sorprendidos por la repentina aparición de la horda salvaje, dejaron caer los artefactos de sus manos. Enseguida, sin tiempo a explicaciones, fueron atravesados de lado a lado por  filosas lanzas. 

   Fue el fin de la aventura. 

   ¡Rápido!, juntemos ramas y troncos, ordenó Montaña Azul. 

III- 

Esa noche la pasaron alimentando la hoguera alrededor de la nave. Con lo que la luz del nuevo día los encontró contemplando la retorcida chatarra, oscura y humeante; debajo, entre las cenizas, asomaban algunos restos de huesos ennegrecidos. 

   ¿Será que vendrán más dioses?, preguntó Hueso Blanco, mirando al cielo. 

   No sé, si el viejo chamán todavía viviera tal vez podría decírnoslo, respondió Montaña Azul. 

   Si no consiguieron enviar señales, puede que nadie se entere que la tierra ha vuelto a recobrar el antiguo equilibrio, dijo Hueso Blanco. 

   Ojalá así sea, la historia no debe volver a repetirse, señaló Montaña azul.

                                                                       

Licencia Creative Commons
Los Dioses por Francisco A. Baldarena se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 4.0 Internacional.
Basada en una obra en https://creativecommons.org/choose/?lang=es#metadata


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