Al final, después de media vida, Juan Felipe se animó a declararle su amor a Anita, su amiga de toda la vida.
Sabes una cosa , Anita, cuando cierro los ojos veo tu cara y siento el perfume de las flores, y cuando me acaricia la fresca brisa de la tarde también me acuerdo de ti. Lo que pretendo decir es que estás en cada cosa que hago, en cada pensamiento que tengo, y la verdad no sé muy bien qué sea.
Anita lo miró seria y le preguntó:
¿Y mientras estás ocupado, por ejemplo en el trabajo, te pasa algo parecido?
Juan Felipe la miró con ojos que contemplan la imagen de una diosa sagrada.
Sí, Anita, me pasa lo mismo, tu ser está conmigo a cada momento y en cada lugar. Juan Felipe cerró los ojos y esperó los primeros versos de la balada de amor amorosamente cantada por los labios carnudos de Anita, y la balada imaginada por el joven enamorado decía así:
¡Ay, mi amor! ¡Ay, mi amor!
Estoy enamorada de ti
Si no estás a mi lado
No seré capaz de ser feliz.
Y mientras oía la amorosa melodía Juan Felipe flotaba en las nubes del amor. Quiso gritarle a Anita que sí, que también la amaba, hasta las uñas de los pies incluso, y que suyo era todo su ser, pero temió que su amada, allá abajo en la tierra, donde había quedado, no escuchara con claridad sus palabras. "Cuando baje se lo diré", se prometió en silencio.
Anita también lo amaba, se lo decían sus ojos en los suyos, su mano aterciopelada acariciándole una mejilla, su otra mano también, casi profana, casi santa, apoyada a medio camino entre la rodilla y la ingle de la pierna derecha, y el timbre angelical de su voz de princesa encantada.
Juan Felipe ansiaba oír el estribillo de la bella canción de amor para unirse al bello canto, y así, muy juntitos, sublimar la armonía de la canción con las notas desesperadas del amor recíproco hasta ahí cautivo en sus corazones puros, y libres ya de las cadenas represivas, contra viento y marea y contra todo y contra todos, podrían dedicarse a la noble tarea de construir un amor sólido, profundo e indestructible. Entonces todos los días de la vida serían primaverales y todas las noches iluminadas por las llamas del fuego de la pasión. "Dime, Anita, dime ya de una vez por todas que también me amas", pedía, suplicaba Juan Felipe, dentro su mutismo apasionado. Y ya oía el "Yo también te amo" cuando oyó, en realidad, el "Hola, Pan Felipe" de un amigo inoportuno que pasó por ellos en bicicleta, y que lo hizo bajar de las nubes en un abrir y cerrar de ojos.
Anita, por suerte, no le hizo caso al descolocado, porque Juan Felipe, rojo de ira y de vergüenza, temió una risita burlona de su parte y el rechazo subsecuente. Pero Anita era un ángel y los ángeles no se burlan, los ángeles fueron creados por Dios para amar y ser amados.
Y Anita no se burló, y, después de eternos segundos, continuó:
Sabes, Juan Felipe, enamorarse de un amigo o amiga es lo más común ("¿Entonces, Anita, me amas?", le preguntó en silencio Juan Felipe, que ya sentía la miel de los labios de su amada sobre los suyos), es como enamorarse de la maestra para ustedes, los varones, ("Sí Anita, y de la compañerita nueva también, pero, sigue mi dulce muchachita, sigue"), o de los profesores de educación física para nosotras (eso no le gustó ni un poco a Juan Felipe, pero se hizo el boludo porque no quería cagarla justo cuando su amada le estaba por confirmar que también lo amaba), pero ¿sabes qué, JF?
No, ¿qué cosa?, respondió Juan Felipe, haciéndose el desentendido, pero preparó su boca para recibir el primer beso de Anita, apenas ella le cantara al oído la balada de amor intitulada "Yo siento lo mismo que tú sientes por mí" ("Después que me lo digas te abrazaré y te prometeré el mundo y te juraré amor eterno", Juan Felipe desbordaba de alegría).
Yo siento lo mismo, dijo Anita ("¡Listo, me lo ha dicho!" Juan Felipe empezó a elevarse nuevamente al cielo y en la primera nube que encontró se recostó plácidamente), y sé cómo es sufrir un amor oculto ("Pero ya nos libramos de esas atroces cadenas, mi amor", gritó en su mente Juan Felipe, desde las alturas donde su imaginación lo había llevado), pero ni siempre las cosas son como uno quiere que sean ("¡Ah, no, mi dulce Anita!, con nosotros no será así", gritaba el enamorado, ahora ya arañando la estratosfera).
¿O sí?
Juan Felipe detuvo su ascensión, miró a su amada, un puntito oscuro a miles de metros allá abajo, pero suficiente para escuchar la voz de Anita, ya ni dulce ni de princesa sino amarga como la hiel, igualita a la voz de la locutora de un noticiero de Corea del Norte, que a veces veía por la tele, dando noticias sobre otro gran logro del líder supremo, decirle que también estaba enamorada, muy enamorada, requete mil enamorada, super ultra hiper enamorada, pero de Marisa, la compañera de la fábrica.
En ese momento Juan Felipe sintió un pinchazo en las costillas y se vino a pique vertiginosamente, pero antes de hacerse papillas contra el duro piso de la realidad alcanzó a pronunciar:
Lesbiana hija de mil puta, ¿cómo pudiste hacerme esto?
La declaración por Francisco A. Baldarena se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 4.0 Internacional.
Basada en una obra en https://creativecommons.org/choose/?lang=es#metadata.
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