El jefe de la guardia suiza volvió a observar al hombre inmóvil que miraba insistentemente hacia la basílica, parado en medio de la plaza San Pedro. No cargaba cámara fotográfica ni parecía turista, razón por la cual se dijo que tendría que ir a ver qué hacía allí.
Un rato más tarde en el palacio apostólico, el Santo Padre leía su pasaje favorito de La Biblia cuando su secretario particular lo interrumpió: el jefe de la guardia suiza quería verlo con urgencia y hablarle en privado.
Dile que pase, Giovanni, le dijo el Santo Padre.
El jefe de la guardia entra.
¿Qué sucede, Marius?, preguntó el Santo Padre, cerrando con calma el libro y poniéndolo sobre el escritorio con la misma parsimonia.
Su Santidad, tenemos un serio problema, dijo Marius, sumamente preocupado.
¿Un serio problema, Marius? ¿Qué clase de problema? El Santo Padre entrelazó las manos sobre el regazo.
Bien, creo que no cabe a mí clasificarlo, Su Santidad, respondió Marius.
Bueno, no importa, dígamelo asimismo, autorizó el Santo Padre.
Está bien, Su Santidad. Hay un hombre afuera que dice ser..., que dice ser Jesucristo, respondió Marius, hesitante ante la incómoda noticia que transmitía. El Santo Padre se lo quedó mirando un momento, después dijo:
¿Sabe cuántos hombres han dicho lo mismo, Marius?
Marius tragó en seco.
No, Su Santidad, a decir verdad nunca supe de ninguno.
Bien, yo se lo diré, Marius. Uno solo, el mismo Jesucristo. Otros, en cambio, si lo dijeron, lo dicen o lo dirán y los conozcamos o no, fueron, son y serán blasfemos, mentirosos e impostores, dijo el Santo Padre, sonriendo con benevolencia.
¿Entonces, Su Santidad, qué debo hacer?, preguntó Marius.
El Santo Padre, examinándose displicentemente las uñas, respondió:
Haga su trabajo, Marius.
Después, sin levantar la vista, el Santo Padre volvió a La Biblia.
El jefe de la guardia suiza se retiró sin decir palabra. Desde el pasillo lateral por donde iba vio a través de los ventanales al falso Cristo todavía en el mismo lugar. Bajó con pasos decididos las escaleras y se dirigió directamente al medio de la plaza.
Al rato, el secretario Giovanni volvió a entrar en el despacho del Papa: el jefe de la guardia quería verlo nuevamente.
¡Otra vez!, exclamó el Santo Padre, cerrando con vehemencia esta vez La Biblia, enseguida carraspeó y con una señal le ordenó que lo hiciera pasar.
¿Qué pasó ahora, Marius?
Marius al ver el semblante crispado del Papa, visiblemente irritado, volvió a tragar en seco.
El hombre de nuevo, Su Santidad, dice que hasta que usted no lo reciba no piensa moverse de la plaza, respondió Marius, refregándose nerviosamente las manos.
El Santo Padre lo miró achinando los ojos.
¿Entonces, debo creer que usted no sabe hacer su trabajo, Marius?, inquirió.
Marius por dentro rogaba a Dios que la tierra se lo tragara.
De ninguna manera, Su Santidad, pero sucede que el hombre dice que de una forma o de otra la humanidad se enterará de la verdad. Marius cerró los párpados cuando el Santo Padre golpeó el escritorio con las palmas de las manos, con lo que no vio la tapa de La Biblia elevarse levemente.
¿Qué verdad, Marius, qué verdad? ¿La de ese infeliz impostor o la mía? ¿A quién cree usted que van a creerle, a un lunático que dice ser hijo de Dios o a mí que soy su representante en la tierra, eh? El Santo Padre, enrojecido de ira, espumaba de rabia.
A usted, Su Santidad, sin dudas, respondió Marius, sudando frío.
Muy bien, Marius, entonces vaya con los hombres que hagan falta y retire a ese impostor de allí de inmediato, ordenó el Santo Padre.
Marius, enmudecido, dio media vuelta y desapareció en el acto.
Minutos más tarde, Giovanni volvió a entrar al despacho papal.
¡¿Qué sucede ahora, Giovanni, otra vez el jefe de la guardia?!
No, no, Su Santidad, pero le ruego que venga a ver una cosa. El secretario, parado frente a la ventana, le señalaba la plaza.
Pero hijo, primero di de qué se trata, respondió el Santo Padre, la voz cansada y el ánimo por el piso.
No sé qué pensar, Su Santidad, se trata del hombre que dice ser Cristo, pero venga, venga y asómese a la ventana y vea por usted mismo, insistió el secretario. El Santo Padre cerró con desgano La Biblia y se acercó a la ventana, rezongando algo entre dientes.
En el medio de la plaza San Pedro, el hombre que afirmaba ser el hijo de Dios estaba rodeado por Marius, los guardias que lo habían acompañado y algunos turistas, todos postrados a sus pies mientras algunos turistas filmaban y les sacaban fotos. El Santo Padre se santiguó dos veces y exclamó:
¡Por el amor de Dios, qué locura es esta! ¡Rápido, Giovanni, ve tú mismo a hablar con ese demente y dile que voy a recibirlo. Debo persuadirlo de su error antes que todo pase a mayores. El Santo Padre pensó que el lugar más apropiado para recibirlo era la Capilla Sixtina. Allí le mostraría a Dios, Su creación y el rostro del verdadero Jesucristo. Estaba más que seguro que delante de las incontestables evidencias el infeliz entraría en razón.
El Santo Padre contemplaba la grandiosidad divina cuando escuchó la voz de Giovanni a sus espaldas.
Aquí está él, mi señor.
El Santo Padre se dio vuelta con cierta violencia, encarando al secretario con fiereza en la mirada, entonces lo amonestó:
¡¿Giovanni, qué insolencia es esa?!
Giovanni lo miró confundido.
¿Ah?, oh, perdón, Su Santidad, le hablaba a él, al Salvador, respondió.
El Santo Padre no esperaba por eso.
¡Hasta tú, brutus!, explotó el Santo Padre, mira, hazme el favor de desaparecer de mi vista, y más tarde tendremos una pequeña conversación. El secretario, pareciendo no darle importancia a las palabras de su jefe, le hizo una reverencia al hijo de Dios y desapareció con pasos rápidos, dejando a ambos hombres cara a cara.
Antes de empezar a hablar, el Santo Padre miró al falso Cristo de la cabeza a los pies; le pareció demasiado oscuro, muy feo y bastante roñoso para ser quien pretendía ser.
Entonces, ¿con que tú eres Jesucristo?, le dijo, con demostrada repugnancia.
El hombre, que lo contemplaba sin pestañear, respondió sin titubear:
El propio, en carne y hueso. He regresado y traigo la paz y la verdad.
¿Ah, sí? Bueno, entonces te mostraré algo: ¿ves a aquel hombre allí arriba?, Él es el verdadero Jesucristo, dijo el Santo Padre, con una sonrisa burlona, señalando al hijo de Dios.
El hombre miró la pintura.
La verdad, no se me parece en nada, respondió, imperturbable.
¡Qué desfachatez!, exclamó el Santo Padre. Bien, continuó: ¿ves a aquel otro apuntando con un dedo, no el joven sino el más viejo?, Él es Dios, el padre de Cristo. Mientras hablaba el Santo Padre mantenía la misma sonrisa burlona.
El hombre llevó la mirada hacia la cúpula y contempló La creación de Adán y dijo:
Es la primera vez que le veo la cara a ese señor. El rostro del supuesto hijo de Dios continuaba sereno.
¡Increíble!, volvió a exclamar el Santo Padre, bueno, entonces mira todo lo que está representado en todas las pinturas, todo eso es la creación de Dios. Bien, ahora dime, ¿crees por acaso que un ser supremo como es Dios, capaz de crear todo el universo y el mundo, caería tan bajo como para crear una cosa, una... una... una basofia como tú? Ahora el semblante del Santo Padre se transfiguró de tal manera que parecía más un monstruo que un un hombre religioso.
Pero el Santo Padre tenía más aún para decir:
Y para que lo sepas y te quede bien claro, yo, solamente yo tengo la autoridad para hablar en nombre de Dios ¿Será que puedes entender esto?
El hombre que todavía estaba contemplando los frescos de Miguel Ángel, bajó la vista del techo y, encarando al Santo Padre, le dijo:
En primer lugar, ¿de quién fue la idea del pelo largo y rubio y los ojos azules? En segundo, ¿cómo conocen la cara de mi padre? Y en tercer lugar, ¿quién te ha adjudicado el derecho de hablar en su nombre?
El Santo Padre ya estaba que explotaba de rabia.
Ok, ok, ok, basta de farsa, hombre, ¿dime cuánto quieres para salir de circulación y lo arreglamos acá mismo y acá no ha pasado nada?, dijo el Santo Padre.
Al hombre que decía ser hijo de Dios se le ensombreció la mirada y enfurecido gritó:
¡Diabólico! ¡Hereje! ¡Idólatra! ¿Cómo te atreves? ¿Es eso lo que les enseñas a los hombres en nombre de mi padre y del mío? ¿Qué han entendido ustedes cuando dije que no debían adorar falsos ídolos? ¿Qué significa toda esta inmundicia? ¡Santos, vírgenes, ángeles, riqueza, oro, dinero! ¿Qué pretenden con una falsa imagen mía crucificada? ¿Acaso les da placer verme así? Los ojos del hombre escupían fuego.
Pero el Santo Padre, para no quedar por bajo, también elevó el tono de voz.
Entonces, le dijo, desafiante, si realmente eres el Jesucristo verdadero, ¿por qué no me lo demuestras?
El otro lo miró con lástima.
Como tú quieras, hereje, haré que este palacio de perdición se desmorone hasta que no quede piedra sobre piedra. Tienes un minuto para salir o morirás aplastado debajo de los escombros, dijo el hombre que decía ser hijo de Dios; luego dio media vuelta y se encaminó a la salida.
El Santo Padre soltó una sonora carcajada a sus espaldas que llenó todo el espacio de la capilla sixtina, recorrió pasillos, se metió en cada dependencia y en cada recobeco y cuando, por fin, se escurrió hasta las catacumbas ya había transcurrido un minuto. En ese instante el suelo y las paredes del palacio apostólico empezaron a temblar y fatalmente todo se vino abajo en cuestión de segundos, sin chance alguna para el Santo Padre que, atónito y boquiabierto, no tuvo tiempo de moverse del lugar.
Cuando los bomberos consiguieron dar con su cuerpo soterrado bajo los escombros, con asombro vieron que el dedo de Dios ya no le era extendido al dedo de Adán, sino que apuntaba a la cabeza del Santo Padre.
El Hijo De Dios por Francisco A. Baldarena se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 4.0 Internacional.
Basada en una obra en https://creativecommons.org/choose/?lang=es#metadata.
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