Una conmoción sin precedentes anoche ha sacudido el polvo del adormilado pueblo de Santa Carmen: por la madrugada la iglesia se ha prendido fuego. La policía baraja algunas hipótesis: un cortocircuito, un descuido (una vela caída quizás) o un acto terrorista de un ateo pirómano. Esto último es lo que se rumorea con mayor énfasis entre los habitantes, aunque nada indica que un individuo con esa característica habite o ande circulando en la localidad. Pero ya sabemos cómo son las cosas en pueblo chico, nunca pasa nada pero cuando sucede algo la tendencia es exagerar lo máximo posible, por lo tanto lo de un pirómano vino a caer como anillo al dedo en el gusto popular.
Ahora la muchedumbre, es decir, casi todo el pueblo, apiñada en la plaza frente a la iglesia, mira atónita cómo el impiedoso fuego asesino termina de consumir lo poco que queda de la santa casa de Dios, pese al esfuerzo de los bomberos y de unos cuantos ciudadanos temerarios que trabajan sin descanso desde la madrugada. La estructura reducida a escombros carbonizados parece un monstruo abatido a punto de expirar y de cuyas entrañas débiles columnas de humo y vapor buscan el cielo donde se confunden con la nubes.
Curiosamente, la gente está muy preocupada con la integridad de la campana, que se ha venido abajo junto con la techumbre al poco tiempo de iniciarse el siniestro (seguramente, porque es a través de ella que la gente se entera de los principales acontecimientos sociales del pueblo, no así los siniestros y accidentes, de eso se encargan los bomberos, cuya sirena les avisará a todos para que sigan al camión), pero como está debajo de los escombros los comentarios sobre su posible derretimiento son meras suposiciones.
Cuando, por fin, el monstruo de escombros exhala el último suspiro y los bomberos pueden adentrarse sobre los escombros, cuál no es la sorpresa que a todos deja perplejos: a medio enterrar entre los escombros tiznados puede verse, clara y nítidamente, no la susodicha campana sino al Cristo crucificado del altar mayor, ¡intacto!
Delante del catastrófico siniestro, el padre y su monaguillo predilecto, el mismo al que le encargara la última refacción del Cristo unas semanas antes, observan con sonrisas bondadosas el milagro divino. A su alrededor la multitud posesa, antes acongojada y ahora extasiada, eleva oraciones y aleluyas al cielo delante del hijo incólume de Dios. El padre cavila en silencio unos segundos sobre cómo poder sacar ventaja del asunto milagroso hasta que se le alumbra la lamparita (de 25 watts, pero lámpara al fin), entonces se da vuelta y encarando a los creyentes levanta los brazos y empieza a vociferar a todo pulmón frases que encajan como hechas a medida para la ocasión: "Es un milagro del Señor", "Dios sabe lo que hace", o "Él (ésto lo indica con los pulgares sobre sus hombros porque se refiere al Cristo en los escombros) es la prueba incontestable de que Dios existe" y otras sentencias por el estilo. Entretanto, el monaguillo se nota un tanto intranquilo, como si una urgencia le impidiera una postura solemne. Su mirada va y viene del padre a Cristo y de Cristo al padre, hasta que no puede contenerse más y toca al padre en las costillas con un leve codazo disimulado.
"¿Pero qué sucede, Humbertito, no ves que estoy hablando?", se queja el padre, molesto por la interrupción del monaguillo. El monaguillo, mirando a los ojos vidriosos del padre con ojos picarones, musita, casi susurrando:
"¿Y, qué me dice, padre? No le dije yo que el vendedor de la pinturería me aseguró que la pintura era buena, a prueba de fuego y todo". El semblante bondadoso del padre se transforma en cuestión de un segundo en una máscara siniestra de mirar oscuro y amenazante, entonces, encarando al monaguillo con severidad y anteponiendo el dedo indicador de su mano derecha sobre sus labios, le dice:
"Shhh, que nadie te oiga, o Dios te castigará".
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