viernes, 14 de agosto de 2020

LA CARGA



Un punto a lo lejos empezó a hacerse visible en la ruta solitaria. Dentro de la Van los dos hombres hablaban animadamente. 

   Te lo dije, Valdemar, acá estamos a salvo. ¿Viste cómo funcionan las cosas en Argentina? Tomá para para la birra le dice uno al milico y él responde gracias negrito, buen viaje, dijo Juan Carlos, sonriendo con sorna.

   É a mesma coisa que no Paraguai, contestó el brasilero. 

   Bueno, algunas horitas más y listo, ¡a llenarse los bolsillos de plata!, festejó Juan Carlos. Ambos compinches saboreaban por anticipado la fortuna que les reportaría la carga que traían en la parte trasera de la Van. 

   Tengo sed, ¿qué tal una birra?, dijo Juan Carlos, señalando un parador a medio kilómetro. 

2   

Recostado contra la pared el dueño del establecimiento, la vista de un extremo a otro, husmeaba  la ruta. 

   Atento, che, dijo, golpeando el vidrio de la ventana a su espalda, apenas avistó un vehículo asomando en el horizonte. 

   ¿Qué pasa?, preguntó un muchacho, saliendo a ver qué quería el patrón. El hombre le señaló con la cabeza la ruta. 

   Dale, anda a tu puesto, le ordenó. El muchacho entró y volvió en seguida con un bolsón en la mano y se encaminó hacia los árboles que estaban al costado de la ruta. Se sentó en una tabla clavada entre los troncos de dos sauces llorones, las piernas a los lados y apoyado en uno de los árboles. La van aminoró la marcha y se detuvo delante del dueño. Los ocupantes bajaron, hablaron con él y después los tres entraron. El muchacho cambió de posición y se quedó mirando hacia allí. Un minuto después el dueño le hizo la seña que significaba que los hombres habían pasado al baño; él se acercó corriendo a la Van, abrió la puerta del acompañante y la cerró con cuidado. La llave no estaba, "que mierda", pensó, tendría que hacerlo a "su manera". Medio minuto después la Van salió escupiendo piedras y polvo. 

   Cuando los tres hombres salieron la Van disparaba como un rayo por la ruta. 

¿Quién carajo era ese?, le preguntó Juan Carlos al dueño del lugar. 

   No sé, hermano, hace como dos horas bajó de un camión, me pidió permiso para pasar al baño y después se quedó sentado debajo de los árboles. Dijo que iba a Entre Ríos haciendo dedo. Los dos compinches putearon en sus respectivos idiomas, el negocio se les había echado a perder.  

   ¿Y usted, no tiene auto para seguirlo?, le preguntó Juan Carlos.

   Está en el taller, acá solo tengo un tractor, respondió, señalando un galpón cerrado.

   Y para peor la Van está a mi nombre, se le quejó Juan Carlos a Valdemar, por lo bajo, cuando la encuentre la policía se pudre todo. Hermano, estoy jodido hasta las pelotas. Juan Carlos espumaba por la boca y el brasilero no estaba menos preocupado. Por fuera puteaba, pero por dentro desconfiaba del otro. ¿Quién le garantizaba que el ladrón se la Van no estaba al tanto de todo y los esperaba ahí? Al final, la idea de parar fuera de Juan Carlos. En el submundo donde ambos transitaban todo era posible. 

   Si quieren pueden llamar a la policía desde acá, les dijo el dueño. Los dos hombres se miraron. 

   No, gracias, dijo Juan Carlos, yo tengo celular. Los dos hombres se alejaron hacia los árboles y Juan Carlos llamó al contacto. 

   ¡Lo que me faltaba!, que me las arregle solo me dijo el hijo de puta, pero me la paga ese turro. Lo vamos a secuestrar y le vamos a sacar el doble ahora, se quejó Juan Carlos, lanzando llamas por los ojos. 

   Vení, vamos a ver cómo salimos de este hueco. Los compinches volvieron al parador. 

   ¿Y, ya avisaron a la policía?, preguntó el hombre. 

   Sí, sí, pero dígame, ¿cómo hacemos para salir de acá?, preguntó Juan Carlos. 

   Puedo llamar un remís para que los venga a buscar y en el pueblo pueden tomar un ómnibus. 

   Una hora y media después Juan Carlos y Valdemar subían al ómnibus.  

A siete kilómetros de la estación de servicio el ladrón tomó un camino de tierra y a doscientos metros se detuvo en una curva y empezó a registrar la cabina. Como siempre, paraba ahí y separaba lo que podía y lo escondía en un pozo tapado con yuyos en un montecito, a cincuenta metros del camino, donde más tarde volvía a recogerlo. 

   Si ese viejo boludo piensa que es más vivo que yo, está muy equivocado, mascullaba, mientras registraba la guantera, a propósito del dueño del parador, quien vendía los vehículos robados y después le daba lo que quería. 

   ¡Muy bonito!, él lo más campante en el parador mientras yo, que hago todo el trabajo sucio, sigo viviendo en un rancho apestoso, seguía rezongando. 

   Debajo de los asientos encontró dos pistolas nueve milímetros, se las puso en la cintura. 

   Esos tipos seguro que vienen de Paraguay, vamos a ver qué traen ahí atrás. Por la mente pasaban kilos de drogas, cientos de cajas de cigarrillos y miles de celulares, y decidió que esta vez se quedaría con todo lo que encontrase. Agarró el bolsón y fue hasta la parte de atrás donde sacó un cortafierro y un martillo y un rollito de alambre para atar la puerta después. Estaba seguro que el viejo no diría nada sobre la rotura porque no había visto la puerta trasera; en todo caso le diría que ya estaba así y se tendría que conformar. 

   Tres golpes certeros fueron suficientes para romper la cerradura.   

Juan Carlos se sentó en el medio, del lado derecho, y Valdemar, para no levantar sospechas, del otro lado, unos asientos más adelante. Cuando el ómnibus pasó por el parador Valdemar vio al dueño sentado adelante, pareciendo dormir. A algunos kilómetros Juan Carlos tramaba el secuestro del hombre que lo había contratado cuando Valdemar se acercó corriendo. 

   ¡Cara, cara, olha lá!, le dijo, señalando adelante. Juan Carlos miró y vio la Van cerca de la ruta, estacionada en un camino de tierra. 

   ¡Chofer, chofer! ¡Pare, pare!, gritó Juan Carlos. 

   Cuando el ómnibus siguió viaje cruzaron la ruta y no bien alcanzaron la curva pararon en seco y se miraron sin hablar. Las puertas de atrás de la Van estaban abiertas de par en par, el ladrón tirado en el suelo, ensangrentado, y el jaguar había desaparecido.  

 Licencia Creative Commons

La carga por Francisco A. Baldarena se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 4.0 Internacional.
Basada en una obra en https://creativecommons.org/choose/?lang=es#metadata

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