martes, 25 de agosto de 2020

LA CASA EMBRUJADA

Eso me pasa por metido, pensé, apenas puse el pie adentro, por querer demostrarle a los muchachos que soy valiente y que no hay nada en este mundo que me meta miedo.

La casa tenía fama de estar embrujada, desde chico oía la misma cosa, en la boca de mi abuela y de los más viejos del pueblo.

Daniel y Cabito fueron los únicos que trataron de persuadirme. "No seas loco", me amonestó Daniel. "No le hagas caso a los otros", me advirtió Cabito, refiriéndose a los demás miembros de la barra, su hermano Roberto y Lito. Pero yo no les di oídos a ninguno de los dos, ¿acaso ellos me iban a pagar, viernes, sábado y domingo cuantos tragos quisiera en El Laberinto? No.

El trato fue el siguiente: yo debía aguantarme adentro de la casa desde las siete de la noche hasta la mañana. Y no valía hacer trampa, como escaparme a mi casa y volver a eso de las seis de la mañana, porque se quedarían en la vereda de enfrente para vigilar que cumpliera lo acordado. Entonces, en un momento en que no pasaba nadie, forcé la puerta con una barreta, que Roberto, no bien la puerta cedió, se la quedó, diciéndome que si hubieran fantasmas me las tendría que arreglar a las trompadas. ¿Pero los fantasmas no son transparentes, por acaso? Confieso que apenas entré sentí algo en el estómago, pero ya era tarde para arrepentimientos.

El interior olía a encierro, a humedad, a polvo viejo, creo que ese sea el verdadero olor de la soledad. Unos muebles desvencijados, monstruos sombríos, me esperaban para hacerme compañía, y los bichos que habitan en los lugares encerrados, cucarachas, ratas y arañas. Aproveché la poca penumbra que se colaba por las hendijas de las ventanas que daban a la calle y sacudí el polvo dormido sobre un sillón que apestaba a olvido. Después espié hacia la calle, la guardia pretoriana estaba a puestos; bebían cerveza y reían, seguramente de mí. Pero si creían que no estaba preparado para aguantar una noche de espanto estaban bien equivocados, desde el martes a la mañana que no pegaba un ojo y era jueves. Dentro de un rato me dormiría como un oso y no habría fantasma que me hiciera despertar, por las dudas taparía los oídos con dos pedazos de goma espuma que arranqué del colchón de mi cama.

Y así, sin oír nada y con los ojos cerrados, el sueño me agarró aplastado en el mugroso sillón.

De pronto, en algún momento impreciso, una claridad de los mil demonios me traspasó los párpados y me hizo volver a la realidad, una otra realidad quiero decir, jamás pensada por lo imposible de ser imaginada. Una mano gigante se metió por la puerta de entrada y hurgaba cerca de mí, buscando quién sabe qué cosa. Me levanté de un salto y me arrinconé contra un aparador destartalado. Después vi que un ojo grande como un planeta miraba por la puerta para todos lados, me acurruqué un poco más y recé para no ser visto por aquel gigante monstruoso. Sin dudas todavía debo estar soñando, pensé. Poco después sentí la casa moverse y empecé a rodar de aquí para allá sin poderme agarrar en nada. Los pocos muebles que había, y más unas latas de pintura oxidadas se escabulleron por la puerta de entrada, junto con la polvareda que se levantó cuando comenzó la agitación, mientras yo quedaba colgado del picaporte de una puerta, rezando para que la puerta aguantara mi peso. Luego la agitación pasó y la casa volvió a quedarse quieta y nivelada. Afuera se oían voces que sonaban como truenos, como las voces de un disco de 45 rpm cuando puesto en 33. Corrí hasta una de las ventanas para espiar, ni mis amigos ni la vereda se encontraban más donde debían estar, en su lugar una silueta humana, gigante, andaba encorvada de aquí para allá, refunfuñando porque no encontraba unos juguetes. 

¡Ajá!, gritó de pronto, con voz de trueno, al dar con una caja debajo de una cama. Enseguida lo vi venir y corrí de nuevo a esconderme en otra habitación. Oí que una puerta se abría y ql gigante decir "listo! y después un fuerte portazo, tras el cual de inmediato percibí voces; voces parecidas a la mía, a voz normal quiero decir, entonces me animé a asomarme. Se trataba de juguetes, juguetes de mi tamaño, que se movían como cualquier ser humano, aunque fueran de plástico y de goma.

¿Sueño o pesadilla? Pesadilla.

Parece que a los juguetes no les gustó mi presencia, principalmente a un soldado de caballería americano, porque no más verme gritó: "Enemigo, enemigo" y corrió hacia mí con su fusil que terminaba en una filosa bayoneta. Alcancé a cerrar la puerta justo a tiempo cuando asomaba el arma. La bayoneta quedó atascada entre la puerta y el marco, y antes que el soldado empezara a tironear, le di una patada con la suela de la zapatilla y la lámina se quebró. De inmediato sentí los empellones contra la puerta, me apoyé contra ella y a duras penas conseguí recoger la bayoneta y arrancarme una manga de la camisa con la finalidad de poder empuñarla sin cortarme. Cuando estuvo lista, ahí sí, me aparté de la puerta y dejé que el soldado entrara, gritándole: "Ahora vas a ver, soldadito de mierda, lo que te espera".

No sé lo que pasó por mi mente mientras mataba a aquel juguete de plástico, lo que sí puedo decir es que me sentí aliviado al deshacerme de la amenaza hostil que representaba. Después, envalentonado por la victoria, salí de la habitación determinado a hacer una carnicería con los otros juguetes, pero vaya sorpresa que me llevé. Todos me dieron la bienvenida con estruendosos "¡Viva el nuevo líder!", y enseguida vinieron a abrazarme. Entonces volví a sentirme seguro, y poco después ya no me importé ni un poco si todo era un sueño o una pesadilla, ni si me quedaría en aquel estado para siempre, porque entre los juguetes había una Barbie vestida de enfermera, de la que apenas la vi me enamoré perdidamente. 

Licencia Creative Commons
LA CASA EMBRUJADA por FRANCISCO A. BALDARENA se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución 4.0 Internacional.
Basada en una obra en https://creativecommons.org/choose/?lang=es#metadata.


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