miércoles, 12 de agosto de 2020

LA CHARCA

 

El sol abrasador cae con rayos de fuego sobre la sabana y el viejo león, al reparo, acostado debajo de unos arbustos, sueña con un festín de carne. Del cielo caen, planeando suavemente, tiernos ciervos y cebras directo a su boca; y ya están al alcance de sus fauces cuando graznidos desde algún lugar desconocido lo sacan violentamente del hermoso sueño carnicero. 

   Rezonga por dentro mientras recorre con ojos turbios la desolación que lo rodea, pero no ve a los provocadores de los graznidos. Mientras tanto, el estómago sigue reclamando con ronquidos insistentes un contenido comestible que no está disponible por ningún lado. Las manadas de ñúes, cebras, búfalos y otros animales han pasado ya hacia el río Mara, en busca de mejores pasturas. Su única esperanza se reduce a la pequeña charca de aguas barrosas que tiene adelante, como un anzuelo, la cual se ha convertido en el último reducto de su reino. 

   Cerca de allí, un elefante viejo espera pacientemente debajo de la magra sombra de un baobab, un descuido del león para menguar la sed en las aguas turbias. El león lo sabe, así como que sus mandíbulas ya no tienen la fuerza necesaria para penetrar la gruesa piel del paquidermo, pero no el elefante, presume, porque desde hace horas no se mueve del mismo lugar. 

    Nuevos graznidos en el aire vuelven a llamarle la atención, esta vez más cercanos. Levanta la vista: cuatro patos zambullidores aterrizan en la charca. 

   El león se relame el hocico por un lado y por el otro con la lengua reseca y áspera. 

   Se endereza y con pasos sigilosos empieza a acercarse mientras los patos graznan y se zambullen con la mayor naturalidad; y ni se impresionan cuando el león entra en la charca. El felino llega cerca del grupo y se toma su tiempo para elegir la presa más apropiada, es decir, el pato más gordo, pero se lleva una sorpresa: los cuatro patos desaparecen en las aguas pardas justo cuando abre sus fauces. No entendiendo lo sucedido, mira a un lado y a otro, pero varios graznidos detrás suyo desvendan el misterio. La acción vuelve a repetirse idénticamente y así está por tiempo indefinido, yendo y viniendo atrás de esos patos mágicos (plumíferos fantasmas quizás, creados por su imaginación,  ciertamente estimulada por el hambre atroz que grita en sus entrañas vacías), que aparecen y desaparecen bajo su nariz, sin al menos haberles rozado en una pluma siquiera. 

   Viéndose derrotado, el león asume su fracaso y vuelve al matorral seco a resguardarse del sol asesino, pero es ahí que repara una vez más en la sombra gris del elefante parado junto al baobab. 

   Quizás no todo esté perdido.

   Con paso cansino hace un rodeo y se detiene a cierta distancia detrás del elefante que, desconfiado, no le saca la vista de encima. Pero al ver que el león se deja caer sobre los pastos secos, se tranquiliza y aprovecha la oportunidad para dirigirse lo más rápido que puede a la charca. 

   No bien oye el succionar ruidoso del paquidermo, el león empieza a acercarse con sumo sigilo. Entretanto, cuando la trompa chupa las últimas gotas lodosas, con un chirrido estrepitoso, el elefante piensa que aún puede aprovechar el lodo chirlo para refrescarse el cuerpo, pero delante de la peligrosa proximidad del león concluye que no sería prudente continuar allí. Entonces se desliza pesadamente en sentido opuesto mientras los cuatro patos se quedan chapaleando en el barro y graznando de inconformidad. Para todo esto, el león, a unos cuantos pasos ya de la charca, continúa su andar agazapado hacia el pato más suculento, lamiéndose el hocico con insistencia y espantando algunas moscas posadas en su nariz y alrededor de los ojos. Pero apenas pone las patas delanteras en el barrial, los patos se miran entre sí, graznan algunos códigos y remontan vuelo inmediatamente. 

   El león, con desazón los ve alejarse hasta que se pierden de vista en el cielo turbio; después, abatido, vuelve su cabeza hacia los alrededores, pero ni sombra del elefante. A un nuevo gritar de tripas, tiene la certeza que su fin se acerca, misma certeza compartida por una bandada de buitres que sobrevuelan en círculos sobre su cabeza. 

                                                                            

 Licencia Creative Commons

La charca por Francisco A. Baldarena se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 4.0 Internacional.
Basada en una obra en https://creativecommons.org/choose/?lang=es#metadata



No hay comentarios:

Publicar un comentario

EL SUICIDA Y EL LOCO

    Rapallo, Genova -  Febrero de 1883  Parado al borde del acantilado, Amedeo flexionó las piernas y cuando estaba a punto de dar el gran s...