miércoles, 12 de agosto de 2020

PREMONICIÓN

 

Luego que el camión se marchó, Benítez descargó el bidón de gasoil en el tanque y puso en marcha el generador. Caminó unos metros hacia afuera y se cercioró que la luz del faro brillaba como siempre. Después encaró los noventa y siete escalones de la escalera caracol hasta la cima. 

   La tarde ya se venía abajo. 

   A esa hora le gustaba escrutar en el horizonte para ver cuando  mar y cielo se convertían en noche y el mundo pasaba a ser una sola cosa y de un solo color; a pesar de no ser dado a una fantasía, a veces Benítez solía imaginar que era un astronauta y el faro, una nave solitaria viajando a través de las estrellas. 

  Al rato, bajó al entrepiso donde se había instalado, porque la casa junto al faro era demasiado silenciosa, allí arriba, en cambio, el ruido continuo del generador era como un amigo conversador al que nunca se le acababan las historias. 

   Preparó café, se sentó sobre la cama y recostado contra la pared circular continuó la lectura de La Reliquia, de Eça de Queirós. Estaba en eso cuando sintió una trepidación, como si un gigante zarandeara el faro para arrancarlo de raíz. 

   Benítez largó el libro y corrió hasta los ventanales. 

   Afuera el tiempo había cambiado repentinamente y ahora ráfagas de viento castigaban con furia los vidrios. Benítez se arrimó al cristal para ver mejor el exterior: una tormenta de fin de mundo se abatía contra el faro. De pronto, por el flanco que daba al mar, vio emerger de la oscuridad una aeronave que venía directo hacia él. Benítez lanzó una puteada y se precipitó escaleras abajo, cayendo de mala manera cuando faltaban pocos escalones para alcanzar el piso. Al instante, se dio cuenta que se había torcido o quizás quebrado el tobillo del pie izquierdo. Se arrastró hasta la puerta y, agarrado al picaporte, consiguió apoyarse en el pie sano. Temiendo morir sepultado bajo los escombros cuando el avión hiciera impacto contra el faro, sus ojos apuntaban hacia arriba al tiempo que, con manotazos a ciegas, trataba de dar con la llave colgada en el marco de la puerta, y cuando la hubo encontrado el temor creció, pues quién dice que conseguía acertar la ranura de la cerradura, si las manos le temblaban como si sufriera de Parkinson, y cuando consiguió acertar la ranura, la llave no respondió, porque la había metido al revés. 

   Una vez afuera, Benítez corrió hacia el descampado saltando con un solo pie sin rumbo porque cualquier lado le venía bien. Algo, sin embargo, una piedra, un cascote, vaya a saber, lo hizo caer y al voltearse hacia el faro fue como si hubiera despertado de una pesadilla: el cielo continuaba tan estrellado como lo había visto cuando contemplaba el anochecer. 

   ¿Qué había sucedido entonces?, ¿qué misterio fuera todo aquello?, se preguntó sin hallar respuestas. 

   Pasado el susto, Benítez se concentró en el dolor de pie. 

   Por la mañana recorrió el kilómetro que separaba el faro de la ruta apoyado en la bicicleta, la que dejó escondida dentro de una cuneta. Al rato, serpenteando por la lonja oscura del pavimento, vio acercarse el colectivo. 

   Cuando llegaron a la ciudad, el conductor, condolido por su estado le hizo el favor de dejarlo en la puerta misma del hospital. 

   Por suerte solo había sido una torcedura, con lo que le vendaron el pie y le dieron un analgésico para el dolor y la recomendación para que pusiera el pie en una cubeta con hielo y no lo forzara demasiado al caminar. 

   A la salida del hospital, ahora sí, una tormenta tenebrosa como la imaginada la noche anterior cubría todo el cielo. 

   Benítez resopló aliviado cuando llegó a la terminal, porque temía que la lluvia lo sorprendiera en plena calle. El colectivo salía a las tres y media así que se sentó a esperar pacientemente en un banco. Entretanto, lamentó no haberse acordado de traer el libro, con lo que tuvo que entretenerse con el exiguo movimiento del lugar. A eso de la una de la tarde el aire empezó a enrarecer, la temperatura a aumentar y el día a hacerse noche, conque las luces de la terminal se encendieron. Un rato más tarde un trueno pareció quebrar la tierra en dos, al cual le siguieron rayos y relámpagos que iluminaron de plata las edificaciones al otro lado de la calle. Finalmente, la lluvia cayó. 

   El vendaval se mantuvo al mismo ritmo durante horas. Cerca de las tres Benítez se acercó a la ventanilla, donde una nota pegada en el vidrio anunciaba servicio interrumpido por mal tiempo hasta la mañana del día siguiente. La noticia le arrancó unas cuantas puteadas. Contó el dinero que llevaba encima, fuera el pasaje de vuelta daba para algunas empanadas, que tendría que dividir en tandas para aguantar hasta la mañana. Ya resignado a pernoctar por allí mismo recorrió los canastos de basura donde consiguió un diario del día anterior y una insípida guía del Club de Leones. Por lo menos era mejor que entretenerse con nada, pensó. Después fue hasta la cantina donde se guareció hasta las cinco, cuando el dueño le dijo que iba a cerrar. 

   La tormenta había arreciado y el viento silbaba entre las columnas, haciendo rechinar las chapas del tinglado; parecía que a cualquier momento saldrían volando sobre los techos de la ciudad. Benítez perdió la cuenta de cuántas veces tuvo que cambiar de banco porque el viento se encaprichaba en soplar de distintas direcciones a cada tanto; y a cada cambio de banco el pie le arrancaba maldiciones contra el destino adverso, contra la vida jodida del pobre y contra la madre que lo parió. En fin, tuvo una noche terrible. 

   Temprano por la mañana lo despertaron las sirenas de los bomberos y de las ambulancias. La tormenta ya había pasado y apenas soplaba un viento frío y constante que helaba hasta los huesos. 

   El colectivo, por fin, emprendió el regreso.

    Casi llegando a su parada, detrás de una loma, Benítez vio en el horizonte una columna de humo, oscura y retorcida, escalando las alturas. Con ello conjeturó varias hipótesis de posibles catástrofes, unas más siniestras que otras, menos la posibilidad de una catástrofe aérea, como la del avión que se estrelló contra el faro la noche pasada mientras él maldecía el mal tiempo debajo del tinglado de la terminal. 

Licencia Creative Commons
PREMONICIÓN por FRANCISCO A. BALDARENA se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 4.0 Internacional.
Basada en una obra en https://creativecommons.org/choose/?lang=es#metadata.



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