Jan El Explorador vivía en una aldea en la montañas junto a un puñado de personas, pocas y supersticiosas, donde él era el único valiente entre ellos, de lo que se jactaba diciendo no temerle a nada en este mundo. Y como tal, era el único en aventurarse por los traicioneros caminos entre las montañas y, más abajo, por los umbríos bosques y también en conocer los pueblos más distantes.
A la vuelta del último viaje Jan se demoró dos días en los alrededores antes de volver a la aldea y cuando la gente le pidió que le contara lo que había visto en ese viaje, Jan exageró bastante como para que ninguno de sus amigos se animara a acompañarlo en el próximo viaje:
Esta vez me demoré más de lo acostumbrado porque al cruzar por una parte del bosque el día se hizo noche de repente y empecé a oír voces. Voces que no eran de hombres ni de ningún animal conocido. Las voces salían de los árboles. Unos murmullos indescriptibles que me congelaron la sangre. Poco después los árboles empezaron a moverse y a juntarse los unos con los otros a mi alrededor. Entonces saqué mi espada y tuve que derribar unos cuantos para conseguir salir de aquel abrazo vegetal que me hubiera triturado como a una nuez.
A todos se le ensombrecieron los rostros y muchos se preguntaron cómo harían para comercializar los frutos de su trabajo, porque nadie creía que después de aquéllo Jan se atrevería a salir de la aldea nuevamente. Pero cuando alguien le comentó la inquietud que a todos mantenía preocupados, Jan les aseguró que no necesitaban preocuparse, que media docena de árboles malditos no podrían infundirle temor y que él y su espada darían cuenta del recado.
Y así fue que Jan, unos días después, partía cargando en su espalda pieles y frutas secas. Dos días más tarde llegó al final de las montañas y empezó a bajar hacia el bosque donde pasaría la noche. Asaba un conejo salvaje que había cazado en un prado que separaba las montañas del bosque cuando escuchó voces, voces como murmullos, indescriptibles. Los latidos del corazón se confundieron con los murmullos. Jan se puso de pie pero fue incapaz de dar un paso, temblaba tanto que cuando quiso agarrar la espada no consiguió conservarla en sus manos. Sus ojos trataban en vano ver alguna cosa en aquella oscuridad mientras las voces seguían creciendo y creciendo, como si estuvieran acercándose hacia él.
"Son los árboles, los malditos árboles", se dijo, con voz temblorosa.
Podía oírlos arrastrarse cada vez más cerca hacia él, sí, los árboles lo triturarían como una nuez. De pronto empezó a llorar de miedo y a pedirle perdón a los árboles: que no blasfemaría más con sus nombres, les decía. El asustado Jan cerró los ojos y esperó el abrazo vegetal que acabaría con su existencia mientras las voces, cada vez más cercanas, murmuraban su nombre, podía oírlo claramente ahora, más cercanas, y más cercanas. Y cuanto más cerca las escuchaba más conocidas le parecían, entonces abrió los ojos y escrutó la oscuridad.
De pronto, las tres figuras de sus amigos, que lo habían seguido para luchar junto a él contra los árboles malditos, se hicieron visibles. Entonces Jan se apresuró a secarse las lágrimas, al final, él era valiente y no le temía a nada en este mundo.
LOS ÁRBOLES MALDITOS por FRANCISCO A. BALDARENA se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución 4.0 Internacional.
Basada en una obra en https://creativecommons.org/choose/?lang=es#metadata.
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