Aprovechó el par de minutos libres y se tiró un rato a dormir, vestida como estaba. En los últimos tiempos no encontraba una brecha para el descanso, así que cualquier huequito le venía al pelo. Pero el respiro duró lo que dura un suspiro cursi.
Por suerte con tanto exceso de trabajo no necesitaba andar mucho, un par de pasos y la producción ya estaba en marcha. Pero llegando la hora señalada el instrumento no respondió. En un primer momento culpó al cansancio acumulado en tantos meses de labor ininterrumpida y, por lo tanto, que no estaba suficientemente despabilada, por eso había pifiado el corte. Pero al segundo intento advirtió que el problema estaba en el instrumento, no en ella. Pasó los dedos huesudos por la lámina y el filo no le hizo ni mella: la guadaña estaba desafilada.
¡Lo que me faltaba! !Y en plena pandemia!, masculló, moviendo negativamente la cabeza mientras miraba para todos lados sin saber qué hacer.
¿A quién recurrir con casi todo el comercio paralizado?, se preguntó. En efecto, encontrar una ferretería abierta era lo mismo que encontrar dinero tirado en las veredas. Si los tiempos fueran como antaño bastaría con agudizar los oídos y escuchar los pitidos del afilador de cuchillos, pero hoy en cambio la consigna es usar, tirar y volver a comprar, se quejó. Descartó la carnicería que tenía enfrente porque las chairas no eran aptas para afilar guadañas; de manera que se le ocurrió buscar un taller mecánico, ya que esos sí estaban considerados como trabajos esenciales y como tales era más fácil encontrar alguno abierto.
A dos cuadras encontró uno.
Apenas advirtieron su presencia oscura, el mecánico y el ayudante la miraron espantados, y ante la certidumbre de lo que se les venía encima retrocedieron de forma automática; el mecánico reculando peligrosamente hacia la fosa y el ayudante levantando amenazadoramente la llave inglesa que sostenía en una mano. Pero como no era el momento del mecánico se lo hizo saber, advirtiéndole sobre el peligro que corría reculando cerca del borde de la fosa, y al ayudante le dijo que no fuera tan ridículo, que las llaves inglesas no detienen lo inexorable.
Ya con los ánimos más calmados le explicó al mecánico el inconveniente que se le había presentado, pero éste se negó a facilitarle la amoladora, argumentando que prestarle ayuda iba contra toda lógica.
De ninguna manera, señora, ¿cómo le voy a afilar la guadaña con que un día me cortará la cabeza? Pero el ayudante, ni lerdo ni perezoso, viendo la oportunidad única de alargar la vida, se ofreció a llevarla hasta su casa, donde tenía una piedra de amolar, y, además, él mismo se ponía a su disposición para afilarle la guadaña todas las veces que ella lo necesitara.
Siempre y cuando me prometa que jamás me vendrá a buscar, le advirtió el muchacho. "Pero miren al mocoso, quiere ser inmortal", pensó mientras le miraba la facha.
Un momento, le dijo y se puso a pensar, sopesando los pros y los contras de la descarada propuesta del mocoso ventajero.
Finalmente le dijo que debía consultarlo con sus patrones, que ciertas cuestiones, cuantimás de índole terrenal, estaban más allá de sus atributos, que su autonomía tenía un límite y que después de vieja no podía quedarse sin trabajo tomando decisiones por cuenta propia; al final, del otro lado la mano también venía brava.
Cuando regresó a su antro, apenas abrió la puerta vio dos misivas sobre la cama: una de cada jefe. La carta del de arriba decía lo siguiente: ¿Qué sucede ahí abajo, m´hijita?, el mundo se me está llenando de difuntos y si no le pongo peso encima a las nubes se las llevará el viento. Exijo una respuesta urgente. Firmado: Dios.
Carajo, en vez de reclamar y exigir tanto, bien que podía, además de la guadaña, acrecentar una amoladora a mi instrumental para que pueda cumplir con más eficiencia mi trabajo en momentos críticos como este. Bueno, a ver qué me dice el otro.
El diablo, no menos preocupado que Dios, se quejaba que desperdiciaba demasiado carbón en las calderas donde ardían unos pocos y, además, decía que el estar ocioso le resultaba más aburrido que chupar un clavo.
¡Otro más!, que lo único que sabe es llorar y reclamar, volvió a rezongar mientras se ponía a redactar las respectivas cartas para cada uno, contándoles la causa del contratiempo, y la desfachatada propuesta del ayudante y la mezquindad del mecánico. Después dejó las cartas sobre la cama y salió a la vereda a fumar un cigarrillo. Al regreso, las respuestas de ambas cartas la estaban esperando. La de Dios decía que aceptara la propuesta del ayudante, que después que todo esto pasara él mismo se encargaría de hacerle la vida imposible de aquí a la eternidad, para que viera el atrevido ese lo penoso que es vivir para siempre; y la del diablo, que no se olvidara, cuando hubiera resuelto lo de la guadaña, de poner al mecánico primero en la fila cosa de enviarlo lo más rápido posible.
EL FILO DE LA GUADAÑA por Francisco A. Baldarena se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 4.0 Internacional.
Basada en una obra en https://creativecommons.org/choose/?lang=es#metadata.
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