Estábamos Cabito, Roberto, Daniel, Lito y yo, hablando de cualquier pavada en la plaza cuando vimos pasar la ambulancia del hospital haciendo sonar la sirena y a toda velocidad; y atrás de ella medio pueblo, con todos los medios de transporte imaginables, y, claro, nosotros también caímos en esa; nos subimos en el Renault 4L de Daniel en un periquete, el único de la barra que tenía auto, y a toda máquina nos unimos a la caravana.
Como eran muchos los que iban adelante seguimos si saber a dónde nos dirigíamos, podía ser hacia el balneario como a cualquier casa de Barrio Norte, porque agarramos por la calle de la comisaría que conducía hacia esos lados, así como tampoco si se trataba de un accidente o de la remoción de un muerto. Cuando el auto que iba adelante paró (casi llegando a la casa de La Pico) y el conductor y los que iban con él bajaron, nosotros hicimos lo mismo y los seguimos mientras ellos seguían a los que seguían a los que seguían a los que seguían a los primeros, es decir, a los de la ambulancia. Caminamos varias cuadras hasta que llegamos al boliche del tano López, rodeado por casi todo el pueblo. Muchos ya hablaban de la muerte del bolichero cuando lo vimos entreverado entre la multitud que empezaba a invadir el patio de su casa, la única con alambrado, quejándose del mismo que la gente había tirado abajo. Por las otras con tapiales altos y por la esquina era imposible seguir adelante. Parecía que el asunto era del otro lado del alambrado que separaba su terreno del vecino. A fuerza de empujones conseguimos atravesar el patio y alcanzar el otro alambrado, también caído.
Finalmente, nos enteramos de lo sucedido: un perro había mordido en la pierna al viejo Antonio El Renegado. Le decían El Renegado porque el viejo, era un resentido de la vida, que vivía culpando al mundo por su desgracia de ser un don nadie, desde que se levantaba hasta que se acostaba. Que si hacia sol, que si llovía, que el gobierno, que los hijos, que su mujer, que los parientes, especialmente a un tío que tenía un horno de ladrillos. Y, casualmente, al llegar cerca de él lo oímos renegar del perro de porquería ese que le había mordido una pierna. El viejo espumaba hasta por las orejas. Al rato, vinieron los bomberos y se llevaron al perro, que, dócil como un cordero, se dejó agarrar moviendo la cola alegremente. Al otro día íbamos los cinco de camino a la plaza, en el 4L, claro, cuando vimos pasar, antes de llegar a la avenida Mitre, un coche fúnebre en dirección al cementerio y detrás de él, una chorrera de vehículos como el día anterior. Luego que pasó el último vehículo, como es lógico, nosotros también nos unimos a la caravana, convencidos de que el finado era Antonio El Renegado.
Pero no, no era él sino el pobre perro, que había muerto de rabia la noche anterior, contagiado por la sangre envenenada del viejo Antonio.
ANTONIO EL RENEGADO por FRANCISCO A. BALDARENA se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución 4.0 Internacional.
Basada en una obra en https://creativecommons.org/choose/?lang=es#metadata.
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