miércoles, 12 de agosto de 2020

TADEO EL INVISIBLE


Tadeo un día resolvió ser mago, exactamente el mismo día que le declaró su amor a Corina y ella le dijo que lo quería apenas como amigo, además, arguyó, quería dedicarse a los estudios antes de pensar en el amor. Al ilusionado y enamorado Tadeo la respuesta de Corina le cayó como el culo, pero lejos de deprimirse o cosa peor, se zambulló de cabeza en los meandros de la magia y dedicó un buen tiempo a recorrer todas las bibliotecas de Buenos Aires y devorar todos los libros relacionados con el tema que pudo encontrar; hasta llegó a viajó a distintos lugares del país, donde se entrevistó con  curanderos y chamanes, y por último se compró la colección entera de Carlos Castañeda. 

   Tadeo estaba atrás de un gualicho de amor infalible, cosa que nunca consiguió. Probó fórmulas de todo tipo y tomó los brebajes más extraños y asquerosos. Hasta que una noche, después de volver de un trance cósmico, Tadeo notó que no podía ver su sombra; corrió a verse en el espejo, pero lo único que pudo ver fue lo que estaba a sus espaldas: había conseguido, sin quererlo, hacerse invisible. El problema fue que no consiguió volver a su corporeidad, por lo demás sus sentidos continuaron como siempre. 

   Ahí Tadeo se encontró en un serio aprieto, si antes, cuando podía verlo, Corina lo había rechazado cuanto más ahora que no podría verlo. Pero Tadeo, que nunca fuera pesimista, nuevamente evitó los caminos de la depresión, y ni se le pasó por la cabeza ir a refugiarse en la cima del Aconcagua a llorar de tristeza. No. En cambio, se dijo que si Corina no podía ser suya tampoco sería de ningún otro hombre. Y, desde esa noche en adelante, se dedicó a seguir sus pasos y hacerle la vida imposible a los hombres que osaban ponerle el ojo encima. 

   Y así fue que por donde pasaba la bella Corina, dejaba secuelas tras de sí. Porque cuando Tadeo, que la seguía a sol y sombra y con cuatro ojos alertas, apenas veía que un hombre la miraba con lascivia le metía los dedos en los ojos; al que le decía algún piropo le daba un golpe de karate en la garganta y a los que le decían algo subido de tono, a esos directamente los dejaba revolcándose en el suelo después de un buen patadón en los huevos. ¡Y cuando Corina quería ir a la playa entonces! A los colectivos se le pinchaban las todas las ruedas y ahí mismo acababa el viaje; los trenes cambiaban de dirección, porque se presumía que algún gracioso, es decir, Tadeo, había hecho de las suyas con el cambio de agujas. 

   Pero Tadeo no se limitaba solamente a escarmentar a los hombres y a impedir a cualquier costo que Corina frecuentara las playas, sino que hasta elegía la ropa que ella debía usar, de modo que no llamara demasiado la atención. Cuando Corina entraba a una tienda y la ropa que escogía no se adecuaba al gusto casi victoriano de Tadeo, mientras ella se la probaba él iba rasgándola por detrás. De esa manera, había dos explicación para las rasgaduras, o ella acababa pensando que las ropas de esa tienda eran de mala calidad, o la vendedora, desconfiando que Corina las rompía de propósito,  terminaba por decirle que no tenía más ropa de su talla y así se fuera a romper ropa a otra tienda. De manera que a Corina no le quedó otra que vestir con recato y sobriedad, ya que el tipo de ropa que se ajustaba a ello era el único que pasaba la prueba del probador; y también el ir envejeciendo solterona, porque parecía que la muchacha tenía un ángel guardián bastante celoso. 

   La ventana de la habitación de Corina estaba a la misma altura que la ventana del edificio de enfrente y entre los dos edificios había un terreno baldío, justamente donde Tadeo montaba guardia, no vaya a ser que un sátiro se le diera por espiarla mientras se cambiaba de ropa. Como todos las noches, Tadeo acompañaba a su amada hasta la entrada del edificio y se encaminaba al baldío y allí se apostaba a vigilar la ventana vecina. Una noche a Tadeo se le dio por sospechar de algo que ocurría siempre: cuando la luz de la habitación de Corina se prendía la de enfrente se apagaba, y esa noche eso alarmó al amante invisible. Tenía que averiguar si allí había gato encerrado, pero cómo. Tenía dos opciones, o llamar a la puerta de Corina y cuando ella abriera escurrirse dentro y desde allí ver lo que sucedía detrás de la otra ventana, o llamar a la puerta del otro departamento y ver in situ qué hacía el o la ocupante. Pero pensó que si veía algo raro del otro lado, Corina podría asustarse o desconfiar de alguna cosa al no ver a nadie cuando él golpeara la puerta para poder salir. Por otro lado, si usaba el mismo método para entrar al departamento vecino y descubría que allí vivía un hombre que espiaba a su amada, al romperle los huesos, él haría correr la voz de que una entidad invisible asolaba el edificio y, días más días menos, el chisme llegaría a los oídos de Corina que podría empezar a atar cabos y acordarse de las ropas que se rompían solas, o de los hombres que a su paso se agarraban la cara por los piquetes de ojos, que empezaban a hacer flexiones después del patadón en los huevos, que parecían faltarles el aire luego del golpe de karate, y los colectivos y los trenes. Entonces Tadeo pensó en  otra cosa, mucho más práctica, buscó entre los pastos hasta  encontrar lo que buscaba; cascotes, o piedras, o cualquier otra cosa que sirviera para romper vidrios. 

   El primer cascotazo hizo volar vidrios para todos lados y el segundo le rajó la cabeza al tipo que se asomó al baldío. Ésto no le esclareció a Tadeo si el hombre era un degenerado con malas intenciones o no, pero de allí en adelante la luz de su ventana nunca más se apagó cuando la de Corina se prendía. 

Licencia Creative Commons
TADEO EL INVISIBLE por FRANCISCO A. BALDARENA se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución 4.0 Internacional.
Basada en una obra en https://creativecommons.org/choose/?lang=es#metadata.

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