sábado, 15 de agosto de 2020

VÉRTIGO


¿Qué fue eso? ¿Una explosión o un grito? ¿Es alguien o es algo? No lo sabe con exactitud, apenas le resulta un hecho indescifrable. Pero sea lo que fuere lo asusta, lo aterra y lo empuja a huir, a moverse más rápido, a correr como un loco de remate. No puede ni debe detenerse; quedarse para averiguarlo significa que éso lo atrape, lo aniquile, que llegue a él de mil maneras diferentes. 

   Puede que sea humano como puede que sea bestia, pero en cualquier caso, es algo amenazante; un asesino, un camión, una maceta cayendo desde un balcón, una bomba, una bala; puede ser cualquier cosa.

   Cruza una calle, después otra y otra más, que son otras diferentes y son las mismas. Él se mueve y siente que siempre está en el mismo lugar. Mira sobre los hombros; no la o lo ve venir pero sabe que viene, que viene por él. Pero ¿por qué?, y ¿para qué? Busca una causa que se niega a presentarse; pero, ¿la habrá, o apenas la supone?

   La ciudad se ha convertido en un laberinto sin norte ni sur, el oeste es el este que es igual al oeste, entonces se marea, todo da vueltas y lo da vuelta. La ciudad se distorsiona y se invierte de forma inexplicable. Ahora corre por el cielo de cabeza hacia abajo mientras sus pasos se hunden en la nada nebulosa, sin embargo algo, una fuerza invisible, lo mantiene a cierto nivel más o menos estable. Del piso, que ahora se encuentra abajo de su cabeza, le caen chapas, tejas, vehículos, gente, tachos de basura, perros callejeros, partes de la ciudad y toda la mugre arrojada en la calle. Quizás si girase a contrarreloj o diera una vuelta carnera tal vez todo se vuelva a acomodar, piensa. Entonces gira de derecha a izquierda, mientras un kiosko de revistas le pasa por al lado, hundiéndose entre las nubes y no lo ve más. Después da una vuelta carnera y se rompe la nariz contra un semáforo, se pone de pie de inmediato. Todo ha vuelto a su lugar, pero no puede detenerse, entonces sigue; rueda por el capó de un auto que casi lo atropella porque ya está cruzando la calle, otra/la misma calle. Todo ha vuelto a su sitio, pero la cosa, éso, aquéllo, aún viene detrás de él, todavía no la/lo puede ver pero la/lo presiente, la/lo escucha, como al kiosko a su espalda, que se desploma y se parte en mil pedazos formando una nube de revistas y hojas sueltas de periódicos contra la vereda mientras el rugido de los vehículos lo comprimen contra la pared.

   Adelante ve un tumulto, gente apiñada detrás de un pelotón de choque de la policía, ¿y si lo espera confundido entre la gente?, debe encontrar un desvío. A la derecha ahora la calle se ha transformado en una autopista de ocho carriles con millones de autos, colectivos, motos y camiones a ciento veinte kilómetros por hora en los dos sentidos. A su izquierda, a las paredes se le van borrando las vidrieras, las ventanas, las puertas y los portones al mismo ritmo que su alucinada carrera, debe acelerar más y zambullirse de cabeza en el primer hueco que encuentre antes que desaparezca y él dé de narices contra el pelotón.

   Las piernas empiezan a flaquear, se esfuerza, se estira y se arroja como un kamikase dentro de un umbral. Cae en un pasillo desierto, le duele una clavícula, el pecho quiere explotarle y los nervios parecen estrangularlo. La abertura ha quedado abierta, en cualquier momento alguien/algo se asomará, lo descubrirá y vendrá detrás a su alcance. Mira hacia adelante, buscando un punto de fuga, pero el pasillo se estira, crece, se alarga hasta lo inalcanzable. Al final del pasillo hay un resplandor que huye hacia adelante, acelera más y más lento avanza, como en las pesadillas. Finalmente, llega una pared. El resplandor viene de una puerta lateral. 

   Ve una escalera, los latidos del corazón lo aturden. Escucha pasos, murmullos, presiente ojos; tiene que subir, alcanzar la azotea y seguir huyendo, saltando de techo en techo. Sube. Pero la escalera se comporta como el pasillo, estirándose, alargándose hasta lo inalcansable mientras multiplica los escalones hasta el infinito. Las piernas ya no le dan más, empiezan a acalambrarse y el calambre a trepar por los músculos como tentáculos; se aferra al pasamanos, el cuerpo le pesa, los pulmones le arden, suda, llora, presiente un final, su final. Oye pasos, más murmullos. Él se estira, se alarga y nunca llega al último escalón.

   Presiente ojos, el cuerpo le pesa; la cosa, la bestia, éso; todo sube y todo cae; todo crece, la escalera, el pasillo; todo da vuelta, todo se alarga, todo se va, la cosa se acerca, éso, aquéllo, la maceta, la bala, el kiosko, el pelotón. Por fin una puerta, la salida, una azotea, una azotea vacía y más allá el abismo inconmensurable y la ciudad amplificada. Trastabilla, cae, rueda, se arrastra y llega al borde.

   La ciudad se hunde, el abismo crece, el suelo a diez, a veinte, a cien pisos abajo, ¿qué importa ahora?, ya es tarde. Pasos se aproximan, los murmullos, las voces, éso, aquéllo, la cosa. La respiración de la cosa. Ya lo ha visto, ya viene, lo alcanzará, quiere volar, tiene que saltar, es el fin.

   El vuelo es fugaz, la ciudad decrece, se encoge, se contrae, se reduce al punto mínimo donde su cuerpo hará impacto y se transformará en un saco de huesos partidos y carne molida sin darle tiempo de encontrar la respuesta a la pregunta que lo angustia: ¿qué es éso/aquéllo/la cosa?  

 Licencia Creative Commons
Vértigo por Francisco A. Baldarena se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 4.0 Internacional.
Basada en una obra en https://creativecommons.org/choose/?lang=es#metadata

No hay comentarios:

Publicar un comentario

EL SUICIDA Y EL LOCO

    Rapallo, Genova -  Febrero de 1883  Parado al borde del acantilado, Amedeo flexionó las piernas y cuando estaba a punto de dar el gran s...