Pinchazos en las piernas despertaron a Darrington.
¡Víbora!, gritó, al tiempo que se levantaba en el aire. Fue entonces que se dio cuenta que los pinchazos se debían a las lanzas puntiagudas de unos diez, o poco más, indígenas que lo rodeaban. Enseguida, uno de ellos le arrojó encima una malla y los otros se abalanzaron sobre él, atándolo como si fuera un fiambre. Después lo tumbaron al piso y lo ataron a un travesaño, para luego alzarlo e internarse en la selva.
Cada vez que intentaba abrir la boca los indígenas le daban palazos, obligándolo a callarse; no tuvo otra opción que esperar a ver cómo terminaba todo.
Por dos veces se detuvieron y lo dejaron tirado en el piso húmedo. La primera lo apoyaron suavemente en el piso y se mimetizaron en la vegetación en silencio; al rato volvieron con un mono, la cabeza y los miembros colgando flácidos en la mano del indio que lo cargaba. Después el indio lo metió en una especie de canasta tubular de mimbre que luego llevó a la espalda. Y la segunda, lo dejaron caer sin ningún cuidado y se zambulleron en la mata dando gritos salvajes; algunos minutos después regresaron con un jabalí ensangrentado, al cual habían acribillado con lanzas y flechas.
Casi una hora después la selva desapareció; habían llegado a la aldea. Lo dejaron tirado en el patio polvoriento, bajo el sol ardiente; al poco tiempo fue rodeado por una muchedumbre de niños y mujeres, que, entre risas y palabras ininteligibles, inmediatamente empezaron a pellizcarlo y a tironearle de los cabellos. A través del inquieto movimiento de sus piernas Darrington alcanzó a ver lo que creyó ser el final de su viaje en esta vida, y de la peor manera posible: una olla de cerámica, grande como un tanque de agua, que parecía estar esperándolo, sombría, en el medio del patio. Darrington empezó a gritar y esto provocó más gracia entre los niños y las mujeres, porque se rieron con más ganas y se empeñaron en pellizcarlo más fuerte y en arrancarle el cabello directamente.
De repente todo quedó en silencio y la turba enloquecida dejó de martirizarlo. Todos se hicieron a un lado para dejar pasar a un indio tan viejo como la edad del mundo. Mientras pasaba, secundado por un séquito de indios jóvenes, los niños y las mujeres le dedicaban respetuosas reverencias.
A los ojos de Darrington el indio viejo estaba entre cacique y chamán, pero no tenía certeza. Su presencia lo animó, al fin podría explicar que era un científico y que les traería más beneficio vivo que comido, si era eso lo que pretendían.
Me llamo Darrington y soy hombre de ciencia, hombre bueno para ayudar indio también bueno, dijo, con voz pastosa. El indio se agachó a su lado, miró hacia el cielo y dijo, en el idioma de Darrington:
Creador enviar hombre blanco para alimentar indio. Y dicho esto pasó un dedo de piel cobriza por la cara polvorienta de Darrington y se lo llevó a la boca, haciendo luego un gesto de aprobación. Ante la aclaración de su sospecha, borbotones de lágrimas transformaron el polvo que cubría su cara en una fina capa de barro.
Por favor, indio amigo, no me maten, soy hombre bueno, suplicó entre sollozos, pero las súplicas se perdieron en la indiferencia del indio, que terminó de sentenciarlo al decirle:
Único hombre blanco bueno ser hombre blanco para comer. Enseguida se puso de pie y se marchó, sin dar más oídos al clamor de Darrington.
Los indios que habían venido con él lo cargaron y lo llevaron a una choza donde lo desataron y lo dejaron solo. Darrington los vio trancar la entrada con palos y luego dispersarse en diferentes direcciones. Detrás de ellos la gran olla solitaria, tumba muda y siniestra, continuaba esperando pacientemente por él.
Demoró en ponerse de pie, estaba tullido, todo acalambrado y le dolían hasta las uñas.
¿Cómo saldré de esta pesadilla?, se preguntó. Pero aunque consiguiera escapar de la choza, ¿huir hacia dónde?, o ¿hasta dónde?, porque si no lo volvían a atrapar los indígenas era seguro que sería devorado por los animales salvajes de esa selva maldita, como sus desafortunados compañeros de expedición.
Un milagro, solo un milagro puede salvarme, se dijo, sabiendo que tal hipótesis era soñar en vano.
Espió entre la paja de la choza, nadie vigilaba; la vida en la aldea continuaba como en cualquier aldea de las tantas que había visitado anteriormente. Al rato, unos indios destrabaron la entrada y tres indias le trajeron frutas, un generoso pedazo de carne asada, pescado seco y mandioca hervida, todo envuelto en hojas de plátano, y agua, dentro de un cuenco hecho con cáscara de coco. Antes de salir, las mujeres lo palparon en la barriga, los glúteos, los brazos y los muslos, después se dijeron alguna cosa mientras intercambiaban miradas cómplices.
Detrás de ellas los indios volvieron a trancar la entrada.
Darrington no tenía hambre, y si tuviera tampoco comería, incluso cuando le viniera. ¿Qué le daban ahí, sin dudas la carne de aquel mono o la del jabalí? Y por la manera cómo fue palpado estaba claro que lo cebarían, engordándolo hasta que estuviera a punto, y luego ¡a la olla! En ese momento vislumbró el milagro, o lo más parecido a uno, pero producto de su astucia: comería las frutas y bebería el agua solamente, el resto lo enterraría cavando en la tierra, como tendría que hacer, por lo visto, cuando le vinieran ganas de hacer sus necesidades.
Horas más tarde aparecieron las indias con más comida, examinaron los restos de la anterior (para despistar a los indios Darrington había tomado el cuidado de dejar los huesos pelados y las espinas sobre las hojas). Las indias volvieron a intercambiar miradas cómplices, luego se marcharon con las sobras.
Darrington se mantuvo actuando así durante varios días, inflexible a las apelaciones de su estómago e insensible al olor de la carne asada que cundía el aire. Hasta que empezó a sentirse débil y cansado.
Una tarde apareció el indio viejo acompañado de varios indios jóvenes, como la vez anterior. El indio no pronunció ninguna palabra y Darrington tampoco quiso preguntarle nada, pero se dio cuenta que lo observaba detenidamente. Un poco después aparecieron las mujeres con una nueva remesa de comida. El viejo y el séquito y las mujeres se lo quedaron observando, Darrington captó la intención y no tuvo más remedio que comer todo lo que le trajeron. El viejo pareció quedar satisfecho, porque habló animadamente algo con sus acompañantes, después se marcharon todos. Darrington espero unos minutos, luego cavó un pozo en un rincón, se metió los dedos en la garganta y vomitó toda la comida, después la cubrió y apisonó con la planta de los pies.
Finalmente una mañana, algunos días más tarde, no consiguió ponerse de pie. Palpó su cuerpo y notó los huesos bajo una delgada capa de carne.
¡Solo piel y hueso para los hambrientos caníbales!, exclamó en pensamientos, porque ya ni fuerzas para hablar tenía. Prefería morir de hambre que ser cocinado en la olla maldita, que, impasible, lo seguía esperando en el medio del patio.
Las indias le trajeron la primera comida del día, y al verlo en aquel estado salieron corriendo; al rato, apareció el indio viejo, esta vez acompañado por un indio joven solamente. Intercambiaron algunas palabras entre ellos y el joven agarró un puñal, que traía amarrado por una cinta de cuero en uno de los muslos. Darrington adivinó su intención e intentó levantarse, pero las fuerzas ya lo habían abandonado completamente; solo llegó a erguir un poco el torso, pero, vencido, se dejó caer y empezó a delirar.
En su delirio vio a los dos indios corriendo hacia afuera y detenerse en la entrada de la choza, mirando hacia el cielo; de pronto, un viento violento se levantó y los cubrió de polvo.
El ruido del motor del helicóptero interrumpió su delirio. Darrington intentó reír, pero solamente fue capaz de una débil sonrisa de triunfo.
COMIDA por FRANCISCO A. BALDARENA se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución 4.0 Internacional.
Basada en una obra en https://creativecommons.org/choose/?lang=es#metadata.
No hay comentarios:
Publicar un comentario