domingo, 13 de septiembre de 2020

LA PINTURA


Sonó el timbre. 

   Alfonso dejó lo que estaba haciendo y fue a atender. Por la mirilla reconoció al cartero López, que abrazaba algo plano envuelto en papel madera. 

   Buen día, don Alfonso, saludó el cartero, no más verlo asomar la cara en la puerta, y agregó, estirando los brazos con el bulto: llegó su encomienda. 

   Alfonso estiró el labio inferior y arrugó el entrecejo. "¿Qué encomienda dirigida a él era esa?", se preguntaba, mientras se acercaba al portón con pasos vacilantes. 

   Yo no espero ninguna encomienda, López, le dijo, mirando alrededor como sospechando algo que ignoraba qué fuera. El cartero, viendo la sorpresa en la cara de Alfonso, también empezó a mirar alrededor; vio un perro enroscado bajo el sol en la vereda de enfrente, un auto silencioso estacionado delante de una casa, los árboles pelados y grises, como esqueletos retorcidos, las plantas tapadas con plásticos y trapos para que no las matara la helada en el jardín del vecino y una avioneta plateada, hacia el lado del balneario, surcando el cielo azul y profundo. "¿Qué será que está viendo el viejo loco?", pensó López.

   Sin embargo, el nombre y la dirección están correctos, dijo López. Tras su voz,  Alfonso dejó su sospecha infundada de lado y volvió la mirada hacia el cartero. 

   Yo no espero ninguna encomienda, López, reiteró. López miró de nuevo hacia el paquete. 

   Pero acá está escrito todo correctamente, don Alfonso, mire. El cartero dio vuelta el paquete para que Alfonso pudiera ver que no había ninguna equivocación. 

    ¿Y quién me la envía?, preguntó Alfonso. López dio de hombros e hizo una mueca. 

   El remitente es anónimo, dijo, ya empujándole el paquete contra el pecho, con lo que Alfonso se vio obligado a tomarlo entre sus manos. Lo sopesó, y por la forma rectangular le pareció que fuese un cuadro o un espejo. Amagó devolverlo pero el cartero se le adelantó y le acercó un cuaderno y una lapicera a la cara. 

   Tiene que firmar acá, don Alfonso, dijo, apurándolo con la acción. 

   No puedo, López, sin remitente puede ser cualquier cosa..., Alfonso se detuvo un momento para pensar en alguna otra excusa más convincente para rechazar la encomienda, 

   ¿Y si es una bomba, como se ve en la televisión?, dijo, al fin. 

   El cartero soltó una risita. 

   ¡¿Acá, en Carmen de Areco?!, por favor, don Alfonso. Firme de una vez que todavía tengo un montón de cartas para entregar. Después que firme haga lo que quiera con la encomienda, y si cree que es una bomba vaya al medio del campo y trate de abrirla a distancia, no vaya a salir volando con la explosión, dijo el cartero, burlonamente. 

   Alfonso se sintió ridículo, no por haber pensado en una bomba sino por haberlo dicho. "Mañana el pueblo entero tendrá una anécdota más para reírse a costilla mía por mucho tiempo", pensó. 

   Alfonso cerró el portón, dejó la encomienda en el porch y entró en la casa. Toda la mañana estuvo pensando en ella , pero, desconfiado sin saber de qué, luchó contra la curiosidad lo más que pudo. Hasta que a la media tarde abrió la puerta y la llevó adentro. Fue derecho al patio de atrás y la dejó sobre la mesa de cemento del jardín y volvió a entrar en la casa. Tomó varios mates en la cocina, de pie, mientras observaba el bulto plano a través de la ventana. Finalmente, tomó coraje y fue a ver de qué se trataba. 

   Con sumo cuidado cortó el papel con la navajita con la que se cortaba las uñas de los pies y las manos. Sus ojos se agrandaron de la sorpresa cuando vio que se trataba de una pintura que retrataba una ciudad en medio de la inmensidad verde, vista desde las alturas. Y bien de lo alto, porque los detalles se perdían en la pequeñez de los trazos. Nadie firmaba la obra, ni por delante ni por detrás. "Anónimo el remitente y anónimo el autor, ¿qué extraño?", pensó. La ciudad estaba enclavada entre dos líneas oscuras que formaban una cruz retorcida, justo en el ángulo inferior derecho. "Sin duda se trata de dos rutas", pensó. Alfonso entró en la casa, buscó una lupa y se puso a observar la pintura con detenimiento. La ciudad tenía dos entradas, una en cada ruta. 

   Pero ¿será posible?, dijo, cuando reconoció que se trataba de las rutas eran la 7 y la 51 y la ciudad su ciudad. Acercó la lupa a la entrada que daba a la ruta 7 y siguió en dirección al centro. El pintor no había olvidado nada: techos, jardines, árboles, las veredas y los basureros, gente y vehículos, todo detallado con asombrosas exactitud y nitidez. 

   ¿Pero quién habrá sido el loco que se tomó todo ese trabajo? ¿Y por qué me la ha enviado a mí?, se preguntó otra vez. Buscó en su memoria algún conocido que pintara o dibujara, y fuera tan bueno como para pintar así, pero no pudo recordar a nadie con esa característica. 

   Siguió recorriendo la avenida de acceso. Después de pasar las vías del tren siguió adelante por dos cuadras y dobló a la derecha y siguió hasta su casa. Alfonso acercó más la lupa y vio su vereda, el patio de adelante, el jazminero, el limonero y cada maceta; el techo de chapas de zinc y el patio de atrás con la mesa de cemento en la cual se encontraba ahora. Acercó más la lupa y vio que junto a la mesa había un hombre parado. Acercó la lupa otro poco y vio que vestía la misma camisa celeste que usaba en ese momento. 

   ¡Pero si soy yo!, exclamó, asombrado. Acercó otro tanto la lupa y vio que estaba debruzado sobre la mesa de cemento observando algo que había sobre ella. Volvió a acercar aún más la lupa, que ya casi rozaba la pintura, y pudo ver que observaba una pintura. 

   ¡No puede ser!, dijo, como si estuviera hablando con el vecino a través del tapial. Finalmente, apoyó la lupa encima de la pintura y no dio otra: era la misma pintura que estaba mirando en ese exacto momento. Entonces Alfonso acercó su cabeza a la lupa y vio que en la mano derecha sostenía una lupa y, acercándose un poco más, vio que debajo de la lupa (la lupa retratada en la pintura) estaba él, otra vez, encorvado sobre la mesa de cemento observando la pintura con la lupa en la mano; y, rozando su nariz al cristal ya, consiguió ver la misma escena a través de esa otra lupa y tuvo la sospecha que si tuviera a mano un microscopio vería la misma escena repetida hasta el infinito. 

   Alfonso se enderezó de golpe, asustado. ¿Con qué?, no lo sabia, pero sin dudas se trataba de la pintura. En ese momento sonó el timbre, Alfonso largó la lupa sobre la pintura y fue a ver quién sería. Miró por la mirilla de la puerta y vio que era, otra vez, el cartero, y en sus brazos cargaba algo plano y envuelto en papel madera. El corazón de Alfonso rompió a palpitar aceleradamente y su rostro empalideció, como si hubiera visto un fantasma, y empezó a retroceder con las piernas bamboleantes y, agarrándose en muebles y paredes, se dirigió hacia el patio. 

   Pero ahora, junto a la puerta del fondo, tuvo que agarrarse fuertemente del marco para no caer, porque sobre la mesa de cemento solo estaba la lupa, la pintura había desaparecido. 

Licencia Creative Commons
LA PINTURA por FRANCISCO A. BALDARENA se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución 4.0 Internacional.
Basada en una obra en https://creativecommons.org/choose/?lang=es#metadata.

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