Primero la tierra habló con un poderoso trueno de advertencia, y luego tembló con tal potencia que nada quedó en su lugar.
La gente escondida vivía en los bosques y en las montañas. Los había alienados, fugitivos, vagabundos, embusteros, brujas, asesinos, prostitutas y ladrones. Se rumoreaba que si toda la gente escondida decidiera formar un ejército con certeza sería cinco veces mayor que el de los reyes, con lo que Férom se vería en serios problemas, de allí el temor que infundían. Pero a pesar de ser gentes rebeldes, indomesticables y sin ley, capaces de crueldades inimaginables, ser amigas del engaño y del embuste, artífices de hechizos, maleficios y plagas y siempre estar dispuestas a la apropiación ilícita de lo ajeno implícito en sus mentes, esas desgraciadas tampoco estaban exentas de temores hacia lo desconocido; por ese motivo adjudicaron el fenómeno a la tierra que, enojada por su desajustado comportamiento, se preparaba para una venganza. Mientras unos y otros y cada quien a su manera buscaban una razón para lo que estaba sucediendo, empezó a soplar un viento caliente y nauseabundo desde más allá de las montañas que rodeaban por el norte y el oeste el reino de Férom, entonces, presas del temor, las gentes salieron corriendo en la dirección contraria, penetrando en los bosques, ya sin preocuparse con la amenaza que representaba la gente escondida. Sin razón por cierto, porque éstas, al ver pasar la muchedumbre huyendo despavorida por sus dominios, se mezclaron a ella.
Entre tanto, poco antes que la larga noche se abatiera sobre Férom, la realeza y el ejército se refugiaron en el templo donde guardaban las naves, donde al poco tiempo las altas paredes empezaron a deslizarse hacia los costados y el piso se abrió en cuatro partes. De pronto, resplandores multicolores se proyectaron a las alturas, seguidos por zumbidos ensordecedores, de donde, una tras otra, siete naves del color del acero se elevaron al cielo y desaparecieron velozmente en lo oscuro del infinito.
Pero hubo un habitante de Férom que no salió de su lugar: El Hechicero, como se le conocía al solitario hombre de magias oscuras y poderosas que vivía en un lugar prohibido del bosque, que ni se inmutó cuando empezó el extraño comportamiento de los animales, porque lo que estaba sucediendo ya era de su conocimiento desde mucho antes de que llegaran a sus dominios las primeras naves interestelares con la realeza y edificaran Férom.
Desde su cueva El Hechicero vio la partida de la realeza y la nube venenosa, oscura y gigante, acercándose siniestramente, en un espejo mágico que le transmitía lo que un águila observaba desde una torre. Ya vuelta al refugio el águila, El Hechicero se encaminó a una cámara subterránea por un largo y sinuoso pasadizo entre las rocas a fin de protegerse del aliento mortal de la tempestad, que no demoraría en llegar. Cuando el monstruo por fin llegó, trayendo en sus entrañas vapores venenos, barrió del mapa la ciudad en cuestión de minutos.
Muchos días después el viento pasó, dejando tras de sí una nube oscura suspendida sobre el mundo; entonces la tierra en tinieblas se volvió fría y sombría
Entre tanto, El hechicero permaneció en su cueva esperando pacientemente la disipación de los días negros sobre su antigua heredad, su reino usurpado, pues allí era su lugar.
EL DUEÑO ORIGINAL por FRANCISCO A. BALDARENA se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución 4.0 Internacional.
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