lunes, 21 de septiembre de 2020

LA CASA PARALÍTICA


   ¡Ahora sí­!, parece que esta vez se levantan. Ya estaba en tiempo. Me tienen hasta la coronilla de los ronquidos del viejo y los pedos de la vieja, pero sobre todo los del perro, que por amargos son los peores. Por algo el dicho: más amargo que pedo´e perro. Y en eso estoy desde hace trece malditos años, sin una noche que yo pueda decir que he tenido un buen sueño. Después de pasarla casi en vela entre pesadilla y pesadilla (todas horrendas, por cierto), por los pedos mezclados del par diabólico, lo que multiplica el hedor, amanezco con dolor de tejado y un malestar en toda la estructura que me dura todo el día. Y el día que justamente debería distraerme no es igual al día de la casa de al lado o al de la de enfrente, por ejemplo. Y como los viejos ya están jubilados duermen a la pata ancha hasta las diez o las once, así que tengo que padecer hasta esa hora para respirar un poco de aire puro, que es cuando uno de los dos abre las ventanas y la puerta del fondo para que el perro salga al patio. Eso me alivia un poco, es cierto, pero igualmente el malestar persiste hasta que llega la noche y ahí comienza mi calvario otra vez. 

   ¡En invierno entonces! Ahí mi pesar es lastimoso y digno de pena; y si llueve pa qué les cuento, el pichicho pedorro se la pasa adentro, dele que dele a emanar sus fluidos venenosos. Con todo esto quiero decir que no estoy libre de esa pesadilla nunca; y para peor de males el ingenioso arquitecto o ingeniero, no sé cuál de los dos, tuvo la brillante idea de hacer el garaje separado de mí­. ¡Hijo de puta!, con qué otro nombre llamarlo sino. A través del garaje podría respirar aire puro y dormir y soñar con cosas lindas en vez de tener múltiples pesadillas durante toda la noche de todas las noches de estos largos y penosos trece años. ¡Qué mierda! Se supone que los garajes deberían estar anexados a las casas, para brindar mayor comodidad de acceso al interior, por ejemplo, cuando llueve. Por lo menos en la televisión casi siempre se ve de esa manera. Pero, y vuelvo a repetirlo, un arquitecto o ingeniero, qué carajo sé yo, se le dio por hacerlo separado. 

   Bueno, como dice Héctor Lavoe: todo tiene su final; porque convengamos, la paciencia tiene un límite y hasta acá llegó el mío. Esta misma noche voy a hablar muy seriamente con la cocina nueva, porque es gracias a ella que podré deshacerme del incómodo de una vez por todas. Resulta que ella es de última generación, y si mal no recuerdo, creo que fue en la primera noche cuando nos presentamos, me dijo que era capaz de encenderse sola y si se lo propusiera podría dejar escapar el gas sin necesidad de que accionen la perilla; no porque fuera un recurso propio de su avanzada tecnología, me aclaró, sino por un defecto de fábrica que pasó desapercibido por el control de calidad. Por eso se me ha ocurrido pedirle que nos haga el favor a mí y a todos los muebles, incluida a ella misma, de librarse de los viejos y del maldito perro pedorro, ya que yo sola, por mi falta de versatilidad para ciertas diligencias, no puedo hacerlo. Sé que no se negará, pues ya la he oído quejarse de lo mismo. Me apena un poco la suerte matrera del viejo, que se tira un pedo cada muerte de obispo, pero para deshacerme de la dúo pedorro el viejo tendrá que ir de yapa; efecto colateral que le dicen, pero bueno, qué se le ha de hacer, la vida es así y a veces los sacrificios de inocentes son inevitables. Quién sabe a los nuevos dueños les gusten los gatos que, además, de ser más limpios que los perros, nunca he oído que se tiren pedos, acaso alguno que otro allá a las perdidas, quizás después de comerse un ratón con el hígado hecho mierda, supongo. En todo caso, si los nuevos dueños no llegan a adecuarse a mi gusto ya encontraré la manera de deshacerme de ellos también (aunque ya no podré contar con la cocina, que a esas alturas ya habrán reparado), hasta que el destino me consiga unos moradores que llenen los requisitos del sano equilibrio entre espíritu y materia ¿no les parece? 

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