1
Su amigo Hugo, el celador en la escuela N°1 José de San Martín (donde también hacía de casero), vino a verlo el viernes por la tarde.
¿Todavía estás parado, Pablo?, le preguntó.
Y sí, quedaron en avisarme de varios lugares, pero ya sabes cómo funciona la cosa. Para no decirte que no en la cara, tal vez por pena, te dicen que "cualquier cosa lo llamamos", pero todavía nada. La voz de Pablo denotaba desanimo.
Ah, bueno, ¿y, no te gustaría reemplazarme por dos semanas en la escuela?, quiero hacerle una visita a mis viejos en Santa Fe. Ya hablé con el director y le dije que se trataba de un amigo de mi entera confianza y me dijo que estaba bien, ¿si te interesa?
¡Claro, claro!, algo es algo, ¿no?, respondió Pablo, ahora más animado con la perspectiva de ganar una plata.
Bueno, como sabes, el lunes empiezan las vacaciones de invierno, así que no tenes que preocuparte con nada, barrer el patio y nada más. Eso sí, más de ir a comprar algo al mercado o al kiosko, no podrás dejar el colegio solo, le advirtió.
No, quédate tranquilo, hermano, dijo Pablo.
Ok, mañana acércate a la escuela a eso de las ocho, así te muestro las instalaciones, le dijo Hugo, antes de irse.
Al día siguiente, a las ocho menos diez, Pablo llegó a la escuela y Hugo le mostró las instalaciones.
Con los salones, el baño de los profesores y la sala del director no hay problema porque están con llave, lo único que quedan abiertos son los baños de los alumnos, la sala de música y la habitación donde se guarda el material de limpieza, le aclaró Hugo. Una hora después se marchó.
2
El fin de semana pasó sin novedades, pero el lunes por la mañana, a eso de las nueve, Pablo escuchó el timbre. Cuando fue a ver quién era se encontró con un señor bastante viejo parado en la entrada.
Buen día, ¿qué desea?, le preguntó.
Buen día, ¿es usted el señor Hugo?, preguntó el viejo, con un acento que Pablo en seguida notó que era de extranjero.
Está en Santa Fe, salió de vacaciones el sábado, ¿por qué, qué desea con él? El viejo hurgó en el bolsillo del saco y sacó una hoja de papel.
Tengo autorización del director de la escuela para usar el piano durante las vacaciones, le dijo, mientras le pasaba la hoja.
Extraño, Hugo no mencionó nada, dijo Pablo, al tiempo que agarraba la hoja.
Verá que al director se le olvidó mencionárselo, pero lea, lo animó el viejo. Pablo leyó detenidamente la hoja donde decía, en letra mecanografiada, que el señor Juan Sebastián (a secas) estaba autorizado a hacer uso del piano de la escuela durante las vacaciones. Al pie de la hoja, una firma del director encima del sello de la escuela corroboraba su veracidad. Pablo, que no tenía cómo comunicarse con su amigo ni sabía dónde vivía el director, ni tenía el número de teléfono de su casa, se vio en un aprieto: decirle al viejo que se fuera o dejarlo pasar, al final, estaba autorizado por el mismo director. Pero como se sentía aburrido, pensó que un poco de compañía no le vendría mal, y además el viejo se veía inofensivo. De manera que le devolvió la hoja y lo dejó pasar. Luego de acompañarlo a la sala de música, lo dejó solo y se fue a barrer el patio.
El viejo tocaba música clásica, de la cual Pablo solo conocía de nombre y que había sido inventada por un sordo llamado Beethoven, que por el nombre debía ser inglés, después todo era nebuloso. Pero la música, a veces suave y otras enérgica y llena de altibajos, pero sin dudas misteriosa y hermosa, agradó a su cerebro acostumbrado a cosas menos elaboradas como el folklore.
El viejo venía puntualmente todas las mañanas a las nueve y se quedaba tocando sin parar hasta las doce y volvía a las dos y se quedaba hasta las cinco. No era de hablar mucho (buenos días, buenas tardes y hasta mañana eran las únicas palabras de iniciativa propia, por lo demás contestaba sucintamente lo que Pablo le preguntase), y tampoco parecía molestarse con la presencia de Pablo cuando éste se sentaba cerca y en absoluto silencio se lo quedaba viendo como hipnotizado. La verdad es que Pablo, tan próximo a las ejecuciones magistrales del viejo, que arrancaba, unos tras otros, sonidos maravillosos de las teclas, que a su parecer era lo mismo que hacer magia, en esos momentos era invadido por emociones a las cuales no conseguía darles formas de idea, y esta imposibilidad, de eso sí estaba seguro, era la constatación de que realmente estaba presenciando un acto de magia.
¿De qué lugar es usted, don Juan?, le preguntó Pablo, al tercer día, en una rara pausa entre las ejecuciones, que dicho sea de paso la mayoría de las veces a Pablo le parecía que eran simples cambios en una misma obra.
De Alemania, le dijo el viejo, con parquedad. Pablo imaginó que sería uno de esos inmigrantes que habían llegado de Europa abarrotando los navíos como hormigas, huyendo de la guerra. Pero con temor de avivarle, tal vez, amargos recuerdos (quizás por eso mismo la brevedad de su respuesta, imaginó) no le preguntó nada más sobre su vida, contentándose con escucharlo tocar.
Una noche Pablo se extrañó de evocar de repente la música que tocaba el viejo, entonces se le ocurrió, aprovechando el radio grabador que su amigo tenía en la habitación, acercarse a la tienda de discos que estaba frente a la plaza y comprar algunos cassettes vírgenes para grabar sus ejecuciones.
Al otro día, después que el viejo llegó Pablo fue rápidamente a la tienda, donde compró varios cassettes, y cuando apareció en la sala de música con el aparato, al ver al viejo encorvado sobre la teclas, volvió a parecerle que éste no lo había notado.
Finalmente, llegaba el final de las vacaciones. Un día antes del comienzo de clases, el domingo a la mañana, llegó Hugo.
3
¿Y, cómo te fue?, le preguntó a Pablo.
Todo tranquilo, contestó Pablo, y después le contó lo del viejo, aclarándole que solo lo dejó pasar porque traía un papel firmado por el director; luego le hizo escuchar algo de lo que había grabado.
¡Pero qué raro!, dijo Hugo, arrugando la frente, que el director no me haya dicho nada. Bueno, mañana le pregunto.
Lo mismo digo yo de don Juan, ¡qué raro!, a esta hora ya debería haber aparecido. Capaz que a la tarde aparece, dijo Pablo y todo quedó por ahí mismo.
El lunes a la noche, Hugo apareció por la casa de Pablo.
Acá está tu plata, le dijo, entregándosela.
¡Ah!, me pidió el director que te dijera que si podes, te acerques mañana por el colegio.
¿Algún problema con mi trabajo?, preguntó Pablo, con cara de preocupación.
No, no, pero quiere saber sobre el viejo alemán. ¡Ah!, ya me olvidaba, también dijo que no te olvides de llevar los cassettes, porque quiere escuchar lo que tocaba el viejo.
Y a propósito, ¿apareció ayer, al final?, preguntó Pablo.
No, no apareció.
A la mañana siguiente, Pablo con los ocho cassettes que había grabado en una bolsa y Hugo con el radio grabador bajo el brazo fueron a ver al director, que sí entendía de música clásica. Mientras escuchaba pequeños trechos, el director iba nombrando las obras:
Esta es el "Adagio"; esta, "Aria sobre clave de sol"; esta otra, "Tocata y fuga en re menor"; esta aquí, "Fantasía cromática y fuga en re menor" y esta es el "Concierto para piano n°1, primer movimiento", y así continuó nombrándolas una por una mientras Pablo y Hugo asentían en silencio, como si supieran de lo que hablaba. Cuando terminó de oír el contenido de los cassettes, el director se dio vuelta hacia los amigos.
¡Impresionante! ¡Magistral! ¡Qué perfección!, exclamó, todas las obras son de Bach (que a los oídos de Pablo y Hugo era lo mismo que si no les dijera nada, porque el nombre les era totalmente desconocido), y luego, dirigiéndose a Pablo, le preguntó:
¿Cómo le dijo el hombre que se llamaba?
Juan Sebastián, dijo Pablo.
¿Y está seguro que dijo que era alemán?, volvió a preguntar el director.
Sí, señor, dijo Pablo, sin entender el porqué de sus preguntas.
EL PIANISTA por FRANCISCO A. BALDARENA se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución 4.0 Internacional.
Basada en una obra en https://creativecommons.org/choose/?lang=es#metadata.
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