martes, 22 de septiembre de 2020

¡POR UN EURO!

 

Cuando vi el noticiero que en Europa se vendían casas por un Euro me interesé en el acto y en seguida empecé a googlear. Todas las páginas que revisé y los videos que vi me desilusionaron. Lo de un Euro no pasaba de una carnada, porque después vinieron los ítens que iban subiendo el valor, porque había que hacer arreglos en las casas en cierto tiempo y, al final, un Euro se transformaba en dieciocho mil y más el pasaje, se iba por las nubes. En fin, puro blablablá para hacer perder el tiempo. Otro día ya estaba en otra cosa, viendo videos en Youtube, cuando de nuevo apareció otro anuncio, no sé cómo; bueno, "no sé cómo" es un decir, porque sé que Google sabe casi todo de uno; mapeando nuestros pasos por la red y algunos datos personales, es fácil intuir nuestras inquietudes, ¿para qué están los algoritmos sino? Bien, ese video era parecido a los otros pero diferente. Explico: no se trataba de ninguna casa deshabitada esta vez, sino de un castillo en Rumanía, y habitado, y en lugar de un Euro era gratis; solo había que ir e instalarse, y todavía el dueño pagaba para que le hicieran compañía hasta el día que muriera, momento en que el castillo pasaría a nombre del que fuera a habitarlo. Pero lo que me más me llamó la atención fue que la oferta era para argentinos que supieran hacer morcillas... ¡Epa!, me dije, ahí está la trampa que a la larga se transformará en miles de Euros, como los otros anuncios que me habían hecho perder el tiempo, sin embargo, como había una dirección electrónica de una página fui a ver con qué me encontraba. Allí decía lo que mencioné anteriormente, pero además el dueño del castillo estaba dispuesto a pagar el pasaje, y al final de la página decía así: "ME ESTARÁ ETERNAMENTE AGRADECIDO", así textualmente. Por la fotografía del castillo podía entenderlo, era realmente magnífico, pero el verdadero significado vine a entenderlo mucho tiempo después. Hasta aquí todo bien, pensé; el problema era que el castillo quedaba en Transilvania, la tierra de la leyenda de Drácula, y allá se habla rumano. ¿Cuándo voy a aprender a hablar rumano yo si ni hablo bien el castellano?, me pregunté, pero después, recapacitando sobre mi vida de penurias en la época, me dije, y eso qué me importa. ¿De qué me sirve entender un idioma y no ser dueño ni del metro de tierra donde seré enterrado cuando me muera? ¿No es mejor no entender rumano y ser dueño de un castillo? Bueno, sin tener nada que perder ya que no tenía ni para pagar el alquiler del próximo mes, me puse en contacto con el dueño del castillo, vía Mail. A los pocos días me llegó una carta con el pasaje, y allá fui. Claro, que antes del viaje me vi todos los videos de Youtube donde enseñaban a hacer morcillas, cosa de llegar por lo menos con una noción, porque no tenía la más mínima idea de cómo hacer ni morcilla ni ningún otro embutido. Ya llegado a Rumanía, del aeropuerto tomé un ómnibus directamente a Transilvania y después de no sé cuántas horas, el ómnibus paró en medio de una desolación de comprimir el alma y el conductor me dijo, a través de señas, que debía bajar allí. Estuve esperando alrededor de dos horas hasta que apareció un automóvil viejísimo y tal cual en la película Drácula, de Coppola, el conductor, sin bajarse, estiró el brazo como tres metros y recogió mi equipaje, y después me empujó adentro del vehículo. Medio que me quise negar, pero los aullidos de los lobos y la noche que se avecinaba impidieron cualquier objeción. Cuando llegué al tal castillo, para mi sorpresa, me enteré que el dueño era el conde Drácula, ¡el propio! Pero ni parecido era con la idea que yo me hacía de él. Este Drácula era un viejo decrépito y desdentado y se notaba que ya no era capaz ni de matar una mosca, y chupar sangre, solo comiendo mosquitos. Por suerte el conde hablaba un castellano que más o menos se dejaba entender. Recuerdo haberle preguntado por sus famosos colmillos con lo que me contó que las caries se lo habían carcomido, como al resto de la dentadura. ¿Y ahora, cómo hace para vivir, si no puede chuparle la sangre ni a un perrito bebé?, le pregunté, a lo que él me contestó que desde hacía tiempo el hígado había empezado a rechazarla en forma líquida, no así en forma sólida. Fue ahí que entendí por qué exigía que el candidato supiera hacer morcillas. Después le pregunté por qué tenía que ser argentino, si no era lo mismo un uruguayo, un  italiano o un español, entonces me explicó que le gustaban las morcillas argentinas desde que una vez un amigo que había viajado a mi país le había traído algunas y le encantaron. Y bueno, ya que estaba en la lluvia, me dije, tendré que mojarme. Así que fui a la cocina y me puse manos a la obra. Desde entonces estoy haciendo morcillas para Drácula, de eso ya hace doscientos treinta y dos años, y ahora al rumano lo hablo mejor que él. ¡Y todo por un Euro!, sin dudas un negocio redondo. 

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