Desde el automóvil el presidente había visto a una jovencita, detrás de la multitud apiñada en las veredas, mirándolo, solo a él, como ninguna mujer en la vida lo había hecho, sin que nada de lo que sucedía a su alrededor le hiciera apartar la vista; ni pestañeaba.
Ya antes de aproximarse a donde ella se encontraba había notado su mirada entre la marea humana, la verdad, cuando él la vio ella ya lo miraba. Y cuando pasó a pocos metros y cuando la comitiva siguió, empujada por la multitud exaltada que al verlo descender del vehículo se volcó sobre la avenida y ahora la rodeaba, él se dio vuelta, buscando su rostro, y, para su regocijo, ella todavía lo seguía mirando con aquella mirada que tanto le decía.
La jovencita, estimaba el octogenario presidente, rondaría los veinte años tal vez, quizás algo menos. Hermosa entre las hermosas tenía el cabello castaño y una penetrante mirada ambarina, que, sin pestañear siquiera, insistía en decirle algo que solo él podía interpretar. Tomado por la conexión entre ambos desde el mismo instante que sus miradas se cruzaron, sintió una corriente eléctrica recorrer cada centímetro de su ser, haciéndolo olvidarse del luto reciente y del resguardo que le debía a la memoria de su esposa. A esto le siguió un calor incontenible en la parte del cuerpo donde el hombre se siente más hombre. Un calor que lo acometió de tal manera que ya no le importó la memoria de la difunta ni el recato que se esperaba de su imagen pública. Volvió a sentir el burbujeo de las glándulas endocrinas volviendo a fabricar el compuesto químico que el viejo presidente creía que fueran parte de una etapa superada. Por eso cuando el automóvil llegó al final de la cuadra, le ordenó al chofer que detuviera el automóvil, y al jefe de la seguridad, que volvería a hacer el recorrido de forma inversa, pero a pie.
Conocedor del alma humana y consciente de su propia decrepitud, el presidente se dijo que seguramente la jovencita era una cazafortunas. Pero a su avanzada edad sabía de sobra y como nadie que el dinero está hecho para gastar, y para comprar lo que otros quieren vender. ¿Que la gente hablaría?, con total seguridad, pero él ya no tenía tiempo para detenerse ante nada ni nadie, ni por recato ni por orgullo, porque mientras el mundo estuviera criticando y hablando, abiertamente o en la sordina, quién estaría disfrutando las delicias del pecado más dulce sería él, aunque sea a fuerza de montones interminables de billetes de mil. Las palabras y los pensamientos no lo podían tocar, ya no, pero ella sí. ¡Y cuantas veces él lo requiriera y en donde y cuando se le antojara!
El presidente, rodeado por los hombres de la seguridad, avanzaba estrechando manos desconocidas que aparecían delante de sus ojos entre las cabezas de los hombres de la seguridad y sonriendo para el que quisiera tomar la sonrisa para sí; sin mirar a ningún adulador, a ningún viejito que le gritaba desde una boca desdentada y con un lastimoso hilo de voz que siempre había votado en él; a ningún niño de los tantos que llorisqueaban sin saber por qué subido a cococho sobre los hombros de sus padres, a nadie dueño de otra voz anónima que decía a los gritos "yo me llamo Aurelio, o Aurelia, en su homenaje,mi presidente", porque sus ojos, ajenos a su entorno inmediato, buscaban los de la jovencita, a la cual veía entre ese mar agitado de cabezas, brazos, manos, banderines y cuanta porquería fuere que se interponían entre ambas miradas.
Pero justo cuando la tenía enfrente, la multitud apretujada al rededor de los hombres de la seguridad siguió empujando la comitiva hacia adelante, haciendo que fuera imposible detenerse. Entonces ella y su mirada ambarina volvieron a quedar para atrás. En ese momento llamó al jefe de seguridad y le dijo al oído que quería saber quién era aquella jovencita que lo miraba con insistencia.
¡Averígüelo ahora mismo!, le ordenó. El jefe de la seguridad miró hacia donde todavía seguía indicándole el dedo indicador de la mano derecha del presidente. Delante de su mirada vio cientos, miles de jovencitas. Entonces, ¿a cuál se refería exactamente el presidente?
¿Cuál, señor presidente?, le preguntó, desorientado. El presidente se la describió: la del cabello así, la de los ojos así, "¡aquella que solo me mira a mí!", "¡la que está parada delante de aquella perfumería!", y por último se la volvió a señalar para mejor ubicar el objetivo. Mientras le decía ésto el presidente imaginaba escenas idílicas donde se veía despejando dentro de la jovencita trepadora el preciado producto que la testosterona ya hacía bullir en los cojones, hasta ese momento cumpliendo la mera función de adorno colgante. El jefe de la seguridad agudizó la vista hasta que la vio, y la vio tan bien que se demoró un buen tiempo buscando las palabras correctas para decirle al todopoderoso octogenario presidente que aquella joven de mirada ambarina y cabellos castaños no era real, sino que se trataba de un afiche tamaño natural, promocionando la nueva tintura para el cabello de L´Oreal Paris.
La Jovencita por Francisco A. Baldarena se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 4.0 Internacional.Basada en una obra en https://creativecommons.org/choose/?lang=es#metadata.
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