jueves, 5 de noviembre de 2020

LA TORMENTA PASAJERA

 

El cielo cubrió el poblado de casas color tierra con una techumbre tenebrosa hecha de nubes siniestras que escupían rayos que hacían temblar la tierra y centellas que, al encuentro de un alambrado, seguían su curso eléctrico hasta morir en algún lugar de los campos desérticos que rodeaban aquel pequeño mundo de distancias llanas hasta el infinito. Los pobladores, desde las ventanas y debajo de pálidas galerías, miraban azorados para aquella amenaza del cielo con la memoria anticipada de un futuro de inconcebibles y funestas consecuencias. 

   Los más viejos, a modo de comparación, recordaban antiguas catástrofes; una creciente que se llevó todos los bichos que encontró desprevenidos y sin resguardo; una plaga verde hecha de millones de langostas hambrientas que cuando siguieron su camino de destrucción todo quedó vacío y pelado como los esqueletos de los árboles sensibles al invierno, o un huracán que desparramó por los campos infinitos los despojos del poblado arrancados a la fuerza. 

  De pronto afuera todo silenció: era la calma que precede a la tormenta. Entonces, unos minutos más tarde, apareció el viento enloquecido haciendo chirriar las chapas y aullando rabiosamente entre la arboleda. De inmediato todas las puertas y ventanas se cerraron. 

   La gente grande volvió a certificarse que los cuchillos detrás de las puertas de entrada estuvieran bien clavados en la tierra, que los espejos estuvieran dados vuelta contra la pared o bien cubiertos con algún trapo, que a las velas encendidas a los santos no les diera la ventisca que se colaba por todas las rendijas y que los tachos y ollas estuvieran bien debajo de las goteras. Mientras tanto, los hijos más chicos jugaban a cualquier cosa para entretener sus monótonas horas de encierro forzado, pero con aquel desgano propio del juego que necesita del espacio de un patio para divertir plenamente. Ya los varones más creciditos, si tenían alguna compañía, jugaban a las cartas y las muchachas de la misma edad leían fotonovelas o zurcían alguna prenda. 

   Para todo esto, afuera el ventarrón parecía estar empeñado en borrar hasta el propio paisaje. Hasta que las primeras gotas, cual cascotazos del diablo, se hicieron sentir sobre el chaperío, pero algo después llegó lo peor: el granizo.

   Arrimados contra las rendijas de puertas y ventanas, los que ya no pudieron entretenerse con nada, espiaban por las hendijas de los postigos de los ventanucos el fin del mundo hecho noche en pleno día, donde, unos tras otros, los relámpagos les devolvía la imagen de un suelo totalmente blanco, como en las mañanas invernales. Y bajo aquel aguacero infernal que parecía no querer dar tregua, llegó el momento en que todos tuvieron que abocarse a tapar la parte inferior de las puertas con cualquier cosa, porque tanta agua de golpe, sin tener para donde escurrirse, empezaba a invadir las viviendas. 

    Ya se había perdido la cuenta de cuánto duraba la tormenta despiadada cuando repentinamente, así como había comenzado del mismo modo paró, entonces la gente dejó de hablar a los gritos y los "gracias a Dios" se repitieron en todas las casas, mientras el viento helado se llevaba la amenaza de catástrofe para otros parajes, haciendo que el día volviera a clarearse. Y tan pronto las aguas escurrieron, puertas fueron abriéndose tímidamente y los vecinos se saludaron por señas, como quien, llegando de un largo viaje, empieza a agitar los brazos desde lejos; ya los chicos, incontenibles, no perdieron tiempo: a jugar en el barro se ha dicho. 

   Y al rato, cosa de media hora cuanto mucho, los primeros olores a torta frita en grasa de chancho empezaron a cundir el aire. 

                                                                                    


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