Discutieron por una nimiedad, pero las cosas fueron a más y ofensas hubo por ambos lados, entonces uno de los dos se sintió más ofendido en su honra que el otro y exigió lavar la afrenta con sangre.
De modo que así quedaron las cosas.
Cuando los carruajes llegaron, casi juntos, al punto señalado en el bosque los padrinos ya estaban esperándolos, cada uno sosteniendo la caja de madera con el arma previamente escogida por ambos duelistas.
Los hombres bajaron, los pasos decididos, los semblantes solemnes, y detrás de ellos los ayudantes, cada uno cargando los cuerpos amordazados de sus respectivas suegras, que debían suplantarlos al momento de los disparos.
¡¿Cómo?!, habrá exclamado algún escandalizado.
¡Que sí, que en esta vida hay que ser práctico!, habrá contestado un adepto del pragmatismo.
Bueno, acá se hace necesaria la aclaración del desenlace: el duelo terminó en empate, como para que ninguno de los contendientes se sintiese damnificado.
Horas después en la taberna, los duelistas, ya amigos como antes, festejaban con sendas jarras de vino a la memoria de las muertas, que, al final, no resultaron tan malas como suele pintarse a las suegras, pues gracias a ellas la vida, para ellos, continuaba.
LOS DUELISTAS por Francisco A. Baldarena se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 4.0 Internacional.
Basada en una obra en https://creativecommons.org/choose/?lang=es#metadata.
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