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lunes, 10 de agosto de 2020

BARTOLO ANACLETO BERNACKLE


 
Se lamaba Bartolo Anacleto Bernackle, ciertamente un mal nombre. Así empezó a considerarlo su desgraciado dueño, una ya lejana y frí­a mañana de invierno, en los tiempos de su infancia. 
   Bartolo Anacleto, era un niño tan feliz como muchos otros niños y de inocencias y sin maldades estaban constituidos él y esos días. Hasta aquella nefasta mañana invernal. 
   Por esa época Bartolo Anacleto tenía diez años.     
   La causa de su caída en la desgracia tuvo inicio el primer día de clases en la escuela nueva, donde recién había sido transferido, precisamente en el primer recreo. 
    Unos compañeros de clase habían invitado a Bartolo Anacleto a jugar con ellos a la mancha. Bartolo Anacleto corría atrás de uno cuando chocó contra un alumno de otro grado, que se interpuso en su camino adrede. Este alumno, su demonio en la vida, no lo sabía entonces, jamás lo abandonará. 
   Luego de un pechazo, Bartolo Anacleto escuchó de la boca asquerosa del malicioso palabras escupidas con la pegajosa saliva de la maldad: 

    ¡Ahí viene A La Bartola! gritó, catalizando todas las miradas posibles, y se puso a reír alto y fuerte, exagerando la risa hasta el punto del contagio. 

   La escuela entera: alumnos, el profesorado, la directora, el portero y quizás hasta la estatua de San Martí­n, en el medio del patio, hallaron tal gracia en la frase sin sentido dirigida contra él, que cayeron en una gran risa generalizada que inflamó el patio y convirtieron las lágrimas de la vergüenza, que rodaban por las mejillas encendidas de un Bartolo Anacleto inmóvil como la estatua de San Martín, en dos navajas sinuosas que se juntaban en la barbilla y le encharcaban la corbata y una parte de las solapas del guardapolvos, al mismo tiempo que herían por debajo de la piel sin cortar la carne. 

   Como se sabe, cuanto más ingeniosa es la burla tanto más efectiva es al momento de hacer daño. 

   ¡Y qué niño no lo sabe! 

   Ese malicioso alumno, que lo estaba condenando de por vida a una casi no vida, debió ser ese tipo de niños, porque luego de pedir una pausa en la risa general con un gesto marcial que fue tomado como una orden militar, todo el mundo obedeció en el acto. 

   No, mejor: ¡Ahí viene Bartola!, escupió su boca sucia. 

   El perverso le había quitado del infame apodo la locución adverbial, con lo que al desdichado Bartolo Anacleto le quedó, de forma definitiva y permanente, el peyorativo y afeminado mote de Bartola. 

   Esta otra idiotez desarmó la rigidez con que permanecían todos y otra gran risa volvió a inflar el patio, para ese momento las lágrimas de Bartolo Anacleto ya habían humedecido el guardapolvos hasta la cintura, y salpicado el piso de baldosas negras y blancas, ese tablero de ajedrez inmenso donde él era el único peón/monigote que había sido elegido para ser el hazmerreír de toda la escuela. El objeto/payaso de la irrisión general.

   Aturdido, inmóvil, Bartolo Anacleto había clavado la vista en las baldosas, deseando ser una de esas gotas de vergüenza que habían caído entre las juntas y rápidamente fueron chupadas por el polvo acumulado entre ellas. 

   Nadie lo notó, y cómo iban a notarlo esas bestias sin alma, pero en ese humillante momento nació dentro de Bartolo Anacleto otro ser; un engendro triste y opacado, que extendió sus venenosas raíces alrededor del corazón, al cual comprimió con extrema rapidez hasta convertirlo en un tumor anquiltosado de vida gris; y en cuyo interior el pesimismo, el rencor y el odio hicieron germinar de forma brutal una personalidad esquiva y oscura, que de inmediato expulsó al niño inocente y feliz que lo constituía. 

   A partir de ahí un ser-en-sí, taciturno e infeliz, recluido en sí mismo, sin amigos y sin luz, será el único Bartolo Anacleto que el mundo conocerá. 

   Nunca más se lo vio jugar ni reír, pero nadie se importó con ello. Si alguien pudiera sondar su alma en aquel momento, fácilmente advertiría que tampoco podría soñar jamás, incluso deseándolo.  

   Así fue cómo Bartolo Anacleto, trancando la puerta por dentro, se encerró en su caparazón de por vida.

   Finalmente, el timbre señaló el final del recreo y acabó con el escarnio del vejado Bartolo Anacleto, que aprovechó la dispersión para escapar del patio, pozo inmundo, y de sus opresores, bestias impiedosas, y meterse en el salón, único reducto posible en esas horas. 

   En los recreos optaba por encerrarse en la biblioteca, donde escondía el rostro detrás de algún libro que mal leía, o quedarse fingiendo que estudiaba arrinconado en el último pupitre, junto a la pared del fondo del salón, lugar que ocupaba desde el día del escarnio. Allí, aunque no tan ignorado como quisiera, el hermético Bartolo Anacleto se sentía menos vulnerable contra los ataques del mundo cruel que se había ensañado con él. 

   Pero otro atropello de la adversidad del mundo despiadado, éste más brutal que el negro episodio en la escuela y que ayudó a terminar de desgraciarlo del todo y para siempre, esperaba por Bartolo Anacleto al regreso a casa; pues quienes debían comprender y, sobre todo, protegerlo contra todos los males y los daños causados a tan temprana edad, terminaron por asestarle el golpe definitivo que faltaba para hundirlo en los oscuros abismos del rencor. 

   Sus padres no demoraron en notar que el comportamiento de Bartolo Anacleto no era el habitual; este Bartolo Anacleto, tan inescrutable, de mirada torva, rostro endurecido, encorvado con el mentón hundido en el pecho y las manos entre las piernas, no era su hijo de siempre. 

   ¿Qué podría haberle pasado en la escuela? 

  ¿Una pelea?

   Podría ser, no son raras en los alumnos nuevos. 

   Y bajo la presión de sus padres, para que les contara qué le había pasado, qué tenía, Bartolo Anacleto, finalmente, contó lo sucedido. 

   Mejor se hubiera callado e inventado cualquier disculpa. La incomprensión de sus padres le iba a doler hasta el día de su muerte. 

   Al oír la historia del infame apodo, su padre, apuntándolo con un dedo, dio una larga y exageradamente escandalosa carcajada de burla, parecía un alienado. 

   Entonces Bartolo Anacleto volvió a derramar lágrimas. 

   Cuando pareció que la carcajada del padre acabaría, como lo hizo sospechar el hilo de voz que moría en sus labios, tras pronunciar el aborrecible "Bartola" comenzó a reírse a carcajadas otra vez y otra  vez y otra vez y otra vez, cada una más hiriente y ominosa que la anterior, terminando la perversa secuencia burlesca en ocho carcajadas consecutivas. 

   Cuando el grotesco espectáculo acabó, Bartolo Anacleto vio a su padre despatarrarse en el sofá, como un globo desinflado, donde se puso a ver la televisión mientras se echaba aire con un diario doblado en dos, como si nada hubiera pasado. 

   ¿Pero por qué la madre no intervino? ¿Por qué lo desamparó? ¿Por qué arrojó por tierra en tan sólo unos pocos minutos toda la devoción y el amor incondicional que le prodigaba su hijo? Eso se preguntaba Bartolo Anacleto mientras caía lentamente, como un trozo inanimado cualquiera, a un abismo muy profundo, a un territorio desconocido, frío y, sobre todo, tenebroso. 

   Pasó que la madre, contagiada por la comicidad de las morisquetas y los despectivos ademanes con que su marido se burlaba del hijo, se había unido a la burla riendo como una insana. 

   Ese gesto hiriente de los padres ni con sus muertes llegó a desaparecer de la mente de Bartolo Anacleto, pues persistió dentro suyo, como una aguja ponzoñosa activa, hasta el final de su recluida vida en el mundo penumbroso de su soledad, acaso hasta el infierno mismo. Nunca se sabrá. 

sábado, 22 de agosto de 2020

NI MUCHAS GRACIAS, PERRO

 

I- LA GRAN IDEA 

Arregui tamborileaba nerviosamente con los dedos de ambas manos sobre la carpeta encima de la mesa; los ojos, fijos en la nada, ni pestañeaban y los oídos, éstos sí, atentos a lo que sucedía en el corredor, del otro lado de la puerta. Evitaba consultar el reloj de pared a su frente, acto inútil, ya que los minutos no pasaban con la misma velocidad que requerí­a su urgencia. Uno a uno y muy espaciadamente, fueron llegando los otros asesores del ministro. Ninguno parecía tener prisa de empezar la sesión; hablaban distraídamente, comentando el partido de la noche anterior o lo que tení­an planeado para el próximo fin de semana, muy cercano ya. Hasta que, por fin, se hizo presente el ministro. 

   Buenos días, señores, dijo al entrar. 

  Bien, soy todo oídos, ¿sugerencias que nos lleven hacia alguna solución con respecto al problema que nos tiene reunidos acá? Por la rapidez como habló se notaba que tenía prisa en terminar la reunión.

   Era jueves y aunque se suponía que era allí donde debían estar, el ministro no pensaba de esa manera. Para eso tenía tantos asesores a su alrededor, para que trabajaran por él, incluso los jueves. El sol primaveral de pasadas las nueve de la mañana ya había evaporado el rocío y a esa hora él ya debía estar encaminándose hacia el segundo hoyo en el green del club de golf. Sin embargo, el rancio de la sociedad lo tenía preso en su gabinete­, pero esperaba que algunos de sus asesores le trajera una solución lo más pronto posible, y si fuese lucrativa tanto mejor, aunque eso no tenía demasiada importancia porque siempre se podía modificar un punto aquí, otro por allá y el dinero aparecía como por arte de magia. Arregui casi que no esperó a que el ministro acabara la frase y antes que algún otro asesor abriera la boca, no fuese que se le hubiera ocurrido lo mismo que a él, levantó rápidamente un brazo. 

   La idea no era muy extraordinaria ni cosa de genio, sino una salida de emergencia. El ministro, la vista perdida más allá de la ventana, aún en el club de golf y ya por el tercer hoyo, lo instó a hablar con un impaciente "¿sí?"

   Sí, señor ministro, he estado recorriendo las calles y he notado que algunos contenedores poseen una pequeña abertura para introducir los deshechos sin que haya otro modo de sacarlos a no ser con la ayuda de un guinche: bien, creo que si todos los contenedores distribuidos en la ciudad fuesen todos de ese tipo ésto debería inhibir la acción de los cartoneros, concluyó Aguirre, de un solo tirón

    La parte de "he estado recorriendo las calles" era mentira suya, bien delante de su casa tenía un contenedor igual y la idea se le había ocurrido al ver a un cartonero intentar sin éxito pescar una bolsa. 

   El ministro le pasó el taco al caddie imaginario que lo seguía a sol y sombra y hoyo tras hoyo, y se quedó mirando el techo reflejado sobre la madera pulida de la mesa. A Aguirre le pareció, al ver en el rostro del ministro la mirada perdida, que no había sido una buena idea después de todo, puesto que no reaccionaba, ni a favor ni en contra, y ya esperaba el desconcierto. Pero el ministro había escuchado bien, muy bien. Tan bien que se olvidó de la partida imaginaria de golf y ahora estaba sacando cuentas, calculando un posible lucro extra, extra y fácil. Con seguridad al presidente la idea, no la de los contenedores sino la del lucro extra y fácil, también le vendría como anillo al dedo. Ya habían hecho muchos negocios lucrativos juntos antes, hasta ese momento todos exitosos. Entonces ¿por qué no habría de ser éste uno más? ¿Por qué habría de negarse esta vez? Si de carambola, también se sacaba de encima el fastidioso malestar que le causaba el enjambre de desplazados que manchaban con su presencia indeseable la hermosa y limpia tarjeta postal que quería mostrarle al mundo de su ciudad. Y además, como, oh coincidencia, propietario de la empresa recolectora de basura concesionada a recoger el desperdicio de la ciudad, la "negociata" le facilitaba la maniobra fraudulenta pra seguir raspando el tacho y, de lampazo, inhibir la acción delos cartoneros. ¿Poe acaso, no era únicamente para eso que ocupaba el sillón presidencial? Sin dudas, un negocio redondo y más fácil que robarle el caramelo a un niño, al cual el presidente no dejaría pasar de largo. 

II- LA SONRISA DE LA CODICIA 

¡Y cómo le gustó la idea al presidente! Los ojos celestes brillaron con el resplandor de una mañana de primavera y en su rostro se dibujó una sonrisa de codicia. Esa sonrisa que ahora que se había afeitado el bigote, se parecía a la del Guasón cuando está maquinando una maldad. 

   Aunque la idea tenía una falla, pensó el presidente, siempre tan ducho en descubrir fallas en los sistemas; la pequeña abertura impedía la introducción de bolsas de consorcio de cien litros y más. Pero después de repensar en el asunto le encontró la vuelta, concluyó que ésto no representaba ningún problema, los fabricantes ya encontrarían la solución. Lo que sí tenía importancia, importancia "capital", entiéndase, era la factura que el estado pagaría y que en su cuenta bancaria en las Bahamas iría a parar. Además, como pensaba el ministro, la jugada le venía al pelo, porque de carambola se deshacía también de los indeseables cartoneros. ¡Que se jodieran todos!, pues su suerte no le iba ni le venía. Por un instante, cerró los ojos e imaginó su ciudad de postal, libre de mugre y ni la sombra de la negrada, como él llamaba puertas adentro a los pobres. Después algo lo inquietó: el nuevo palazo contra el pueblo. La puesta en marcha llevaría algunos meses para ser aprobada y a él le gustaba el juego rápido, aquel que no le da tiempo al adversario para descubrir la jugada que lo ha dejado en desventaja. Pero por otro lado, consideró, ¿qué ley que beneficiara a los más ricos y poderosos no sería aprobada lo más rápido posible? El presidente volvió a serenarse.

   El ministro corrupto, a su vez, ya arquitectaba también una forma de llevarse su parte de la torta. El tiempo que llevase aprobar el proyecto de recambio de los viejos contenedores, sería suficiente para montar la fábrica de los contenedores que le venderí­a al estado a un precio sobrevalorado, como corresponde. Sus uñas chirriaban ya, empezando a raspar la tapa del tacho. 

   Para Aguirre, en cambio, restaría apenas conservar su empleo de asesor y pasar a la historia sin pena ni gloria. A hombres de su tipo, solo les estaba permitido subir hasta cierta cantidad de escalones y los laureles les estaban vedados completamente, pues habían nacido para ser una arandela sin importancia en el funcionamiento de la gran máquina del poder. Habían nacido para ser parte del rebaño, siempre propenso a seguir el "tin tin" del cencerro de la yegua madrina, obedeciendo dócilmente y nunca objetar ninguna orden, nunca cuestionar ningún mandamiento ni esperar retribución alguna por sus aportes. El ministro se embucharía un buen bocado, el presidente engordaría aún más su cuenta bancaria en el exterior, pero para el pobre Aguirre no habría ni un "muchas gracias, perro", apenas su miserable ordenado de funcionario público de siempre a cada principio de mes. Seguiría siendo siempre, hasta el día de su muerte, si no lo echaban como perro antes, lo que suele llamarse un alcahuete gratis. Si el día de mañana todas las calles de la ciudad llegaran a estar atestadas de contenedores inviolables, como el que tenía estacionado frente a la puerta de su casa, y él contara que se debía a una idea suya, ¿quién le creería?, ¿a quién le iba a importar eso?, y lo peor, ¿al final, qué ganaría con eso?, sin dudas ni un "muchas gracias, perro".

Licencia Creative Commons
NI MUCHAS GRACIAS PERRO por FRANCISCO A. BALDARENA se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución 4.0 Internacional.
Basada en una obra en https://creativecommons.org/choose/?lang=es#metadata.

jueves, 5 de noviembre de 2020

DON ESTEBAN, SAN FRANCISCO Y EL LOBO

 Sábado a la noche: el boliche estaba lleno y don Esteban El sabio se encontraba en medio del bullicio bebericando un vinito. Alguien empezó a hablar de perros, y una cosa llevó a la otra y así se llegó a los lobos. Pero en pago de galgos, ¿quién sabía algo sobre lobos? Fue en ese instante que todos miraron hacia el viejo bolacero, porque si no sabía nada, algo inventaría. Y don Esteban no se hizo de rogado y soltó su acostumbrada verborragia.

    Bueno, de lo poco que sé les voy a contar la historia de San Francisco y el lobo, empezó. Se cuenta que en la Edad Media el lobo era tenido como símbolo demoníaco, pues se la pasaba amenazando constantemente a los cristianos (pobre bicho, y pensar que cuando el hombre apareció él ya andaba por el planeta sin hacerle mal a nadie). También se decía que era el representante de la vida licenciosa, de la avaricia, de la astucia y de la herejía (es decir, parecido con la iglesia); y observen ésto: lobo viene de lupo y su femenino es lupa que al ser representada con la prostitución deriva en lupanar, por lo tanto tenido como enemigo de la iglesia. Bien, por aquella época de tan pagana libertad para pecar vivía un tal de San Francisco de Asís que fue tenido como paladín exterminador de los lobos que vivían hostigando a los histéricos cristianos, que como siempre se la daban de víctimas, pero el santo se dijo: "No haré con los lobos lo mismo que San Jorge hacía con dragones" (una pelotudez grande como una casa, lo del mito sanjorgiano y en la misma bolsa hay que poner a los chinos, puesto que los dragones nunca existieron); y así el santo este se propuso amansarlos en lugar de matarlos. Ahora, esto suena medio raro porque según la creencia popular el lobo era un símbolo sacro, no malvado como se lo pintaba en ese momento, pero debe ser como todo, que según la conveniencia del momento sirve tanto al bien como al mal, ya verán por qué. Don Esteban paró un momento para echarse un trago.

   Porque cuentan las leyendas que un tal de San Patricio se paseó por toda Irlanda montado en un lobo (cómo lo habrá puteado el pobre animal y cómo le habrá quedado de torcido el espinazo); que otro santo llamado San Columbano, que también andaba evangelizando por la isla céltica, amansó a los lobos invocando a Dios (para mí que usó algún cebo ovino y después le echó la culpa al viejo de arriba, fiel al marketing cristiano como debe ser); que otro santo entreverado con los lobos, un tal de Santiago apóstol,  disfrazado de lobo, protegía a los peregrinos que hacían la ruta de Compostela (lo que no se explica es de qué los protegía, contra los lobos está claro que no era. Tal vez de los salteadores, pero qué salteador, que malvado como debía de ser un salteador en aquellos tiempos, le temería a un hombre disfrazado de lobo, pero bueno, dicen que fue así). Otro santo de nombre gracioso, San Froilán, dicen que obligó a un lobo que le comió el burro a cargar los chirimbolos que la bestia de carga, además del santo, cargaba sobre el lomo (aquí, ante tal exageración, debe pensarse que el lobo o era gigante como para tragarse un burro entero, o el santo había bebido demasiado vino en la última taberna donde hizo un alto en el camino). Otra cosa que cuentan es que para probar la firmeza de la fe de un santo llamado San Eustaquio, Dios hizo que un lobo le llevara un hijo suyo (sí, el turro de Dios, siempre desconfiando de todos y pegando donde más duele, pero bueno, si mandó al muere a su propio hijo qué esperar con los ajenos). Otra leyenda cuenta que una tal de Santa Quiteria, virgen y mártir, iba a todos lados en la compañía de un lobo (¡y tanto frío que hacía por las noches!; bueno, no hay cómo negar que socavando y socavando ahí hay lana para varias madejas). Y las leyendas siguen. Dicen que un lobo protegía de otras fieras la cabeza decapitada de San Edmundo Mártir (claro, sino qué iba a comer más tarde); y que un tal de San Norberto, presten atención que esta es buena, obligó a un lobo, después de hacerle soltar una oveja de entre sus fauces, a cuidar un rebaño entero. El lobo se habrá muerto sin entender nada: le sacan una oveja de la boca y le dejan todo un rebaño a sus cuidados, aunque puede que el santo ese fuese un pelotudazo de marca mayor o estaría con un pedo machazo. Y también hay otras leyendas, que corresponden a otra parte  negra de la iglesia. Una habla que otro santo, un tal de San Natalis, maldijo en Irlanda a una familia para que a cada siete años uno de sus miembros se convirtiera en lobo por siete años seguidos, y cumplido ese período otro miembro, ya que los maldijo a todos, se convirtiera en lobo, y así la maldición seguiría a la familia de generación en generación, ya que nunca acabaría en tanto no dejaran de hacer hijos (y eso que el santo servía a Dios, imaginen si lo hiciera para el diablo); y otra leyenda cuenta que a un rey galés, llamado Verecio, San Patricio lo convirtió en lobo (qué rey de mierda no sería ese rey que se dejó joder por un santucho cualquiera, y sobre el santucho, qué flor de demonio resultó, ¿no?). Don Esteban paró nuevamente para remojar la garganta, y tras el trago siguió:

   También hay que resaltar que por esa época era más fácil que ahora convertirse en hombre lobo, porque no era necesario nacer séptimo hijo varón nada más, bastaba que un santo no fuera con la cara de alguien para echarle una maldición y listo el pollo, o mejor, listo el lobo (y yo que siempre pensé que santo era sinónimo de gente buena, por lo menos es lo que enseñan a creer). También era posible convertirse en hombre lobo a través del conjuro de una bruja, por ponerse la piel de un lobo (así que si hacía un rosquete de la puta madre y solo se contaba con una piel de lobo, había que cagarse de frío o terminar como licántropo), o por dormir desnudo bajo la luz de la luna (quiere decir que si un desafortunado era asaltado en esas noches y estaba lejos de casa y había luna sonaba el gaucho), o también por ser el séptimo hijo varón, la forma más común, digamos, ¡pero ojo! si pertenecía a una familia pobre, porque los ricos podían tener catorce que nada los afectaba. Es lo que digo siempre, con plata y oro cualquiera es influyente. Pero ¿el hombre lobo nunca más volvía a ser normal como los cristianos, los únicos buenos y normales? Sí, es la respuesta, porque para recuperar la forma humana bastaba lavarse la cara con agua o frotársela con hierbas mojadas de rocío, algo tan simple para algo tan abominable que cuesta creer como algunos hombres terminaban sus días en la tierra estigmatizados bajo tal maldición (salvo los eclesiásticos y otras aberraciones análogas, que ya eran malditos por voluntad propia y que ni lavándose con agua bendita serían salvos del infierno). Demás estaría decir, pero hay que aclararlo de todas maneras, que cuentan que los perros reconocían a los hombres lobo y los atacaban (que los reconocían está más que claro, con el olfato que poseen, y que le ladraran también, pero eso de que los atacaban que vayan a cantárselo a Mongolito Flores). Otra cosa que se cuenta hasta el día de hoy es que un tal de San Ronán de Bretaña fue acusado por una mujer de ser hombre lobo y un rey le soltó los perros (los perros de verdad, no que el rey le echó el ojo porque le gustó el santo), entonces cuando los perros se le fueron al humo, él les hizo la señal de la cruz y éstos se calmaron y encima le lamieron los pies (no dije yo que ni locos atacarían a un hombre lobo). Y oigan ahora lo que le pasó a la acusadora: la pobre mujer fue tragada por la tierra. Ahí me pregunto yo, ¿al final, Dios es bueno o malo? Don Esteban hizo otra parada para aclarar la garganta y prosiguió: 

   Volviendo a San Francisco, debe pensarse que, después de su interminable errancia por el mundo (¡qué linda forma de vida, andar y andar, sin nunca trabajar y vivir de arriba! Así hasta yo quería haber sido él), al amansar al lobo de una ciudad italiana llamada Gubbio, por lo menos hizo algo bueno en la vida, pero no es bien así, porque también se cuenta sobre un malvado ladrón que apodaban de "Lobo", famoso salteador de caminos; y ese tal de "lobo", que además de amigo de lo ajeno también era un feroz asesino, junto con unos de su misma calaña, tenía su guarida en en un monte cercano a Gubbio. Y que, como ha de suponerse, no le gustó ni medio la llegada de los frailes que, como buena plaga que eran, también andaban por esos pagos. Según dicen, San Francisco se enteró de ello y allá fue a meter la cuchara, amenazándolo en su propia guarida, y hasta ahí llegó la actividad del bandolero, porque el santo, váyase a saber cómo, lo convenció a pasarse a su bando, el cristiano, entonces el bandido se comprometió a no molestar a los frailes ni a volver a delinquir y, ¡pasmen!, se hizo religioso (ah, ahí se entiende, es como cuando un país pasa del capitalismo al comunismo o viceversa, cambia el color de la bandera nada más). La cosa es que "lobo" ingresó a la Orden de los frailes con el nombre de Fray Agnelo, que le dio el mismo San Francisco, el amansador de lobos (¡qué tal, eh! un negocio redondo para el ex bandido). Pero san Francisco todavía iba a dar más que hablar por cuenta de un lobo. Resulta que había un lobo rabioso que asolada la ciudad amurallada de Gubbio, que de tan diabólica índole era que tanto mataba y comía animales como a hombres, por lo que los gubbianos siempre salían en partidas para cazarlo armados hasta los dientes y en compañía de sus perros, pero fracasando una y otra vez. Hasta que san Francisco entró en escena. Al enterarse sobre el feroz lobo, decidió salir a buscar a la fiera. Algunos habitantes lo siguieron a escondidas y fueron los que contaron lo sucedido entre él y el lobo feroz. Según esos testigos, no bien el lobo vio al santo se agazapó y se abalanzó contra él, de fauces abiertas y babeando de rabia, pero san Francisco le dio un parate haciéndole la señal de la cruz. En ese momento el lobo se contuvo y cerró el hocico, bajó la vista y caminó hacia él con la cola entre las piernas. Entonces el santo de Asís, mirándolo con pena, le acarició la cabeza y de este modo el animal escuchó el sermoneo; ventajoso para el lobo por cierto, porque podría vivir entre la gente, que lo sustentarían y lo cuidarían, siempre y cuando no volviera a hacerles ningún mal y, claro, el lobo que no tenía ni un pelo de estúpido, que por algo era lobo, aceptó encantado el acuerdo. Y ya en la ciudad amurallada, delante de todos los habitantes, el santo le dijo al lobo en latín (que por lo visto no era ningún lobo caído del catre porque hasta latín sabía) lo siguiente:

   "Ego te absolvo a peccatis tuis in nomini Patris et Fillis et Spiritus Sancti", que en seguida tradujo porque el gentío, que no era tan entendido como el lobo, no entendió un comino: "Yo te absuelvo de tus pecados en nombre del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo", mientras el lobo seguía en la suya (¡también!, qué carajo le importaba que le adjudicaran pecados, si ni religioso ni mucho menos cristiano era, si de allí en adelante viviría en la mamata eterna). Y ahí acabó la disputa entre los habitantes de Gubbio y el lobo, que murió de viejo y gordo como un chancho, y todo gracias a San Francisco de Asís, que después de aquella aventura se tomó el piro, porque no era árbol para echar raíces en ningún lugar. 

  Luego de terminada la larga historia Don Esteban fue largamente ovacionado y aplaudido.

                                                                           Fin. 


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DON ESTEBAN, SAN FRANCISCO Y EL LOBO por FRANCISCO A. BALDARENA se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 4.0 Internacional.
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domingo, 3 de enero de 2021

DON ESTEBAN Y EL PÁJARO CAMPANA

 

I - EL PÁJARO SIN NOMBRE 

Estaba don Esteban, el sabio, sentado en un banco de la plaza del pueblo contemplando a los paseantes cuando se le acercaron dos chicos queriendo saber sobre el origen del nombre del Pájaro Campana, nada menos. Dijeron que era para un trabajo escolar y estaban seguros que don Esteban, con su fama de saber de todo un poco, podía auxiliarlos. El viejo, aún sabiendo que los chicos se llevarían un cero grande como una casa, decidió contarles a su manera, es decir bolaceando, el origen del nombre del ave.

   "Bueno, empezó, ya que desconocen el origen de tal nombre les voy a contar tal cómo fue que adquirió su identidad el pajarito ese. Había un ave, que aún era un pájaro sin nombre, que vivía en las selvas misioneras que un día, desde lo alto de un árbol con vista privilegiada hacia un pequeño y verde valle, vio llegar a unos hombres que nunca había visto en su corta vida, venidos de más allá del mundo conocido. Eran de piel blanca como las nubes, tenían los rostros peludos y además un corte de cabello ridículo. A otros hombres sí que había visto, pero éstos ya estaban allí cuando el pájaro se asomó al borde del nido para ver el mundo y sus formas por vez primera, merodeando desnudos por el follaje verde; pero su piel era oscura y, además, eran felices hasta que llegaron los extraños y los llamaron de indios, y ahí se les acabó la farra. Los extraños vestían largos atuendos oscuros y por su forma de hablar y por los artefactos que traí­an consigo se notaba que eran de un lugar lejano. Con el tiempo el ave se dio cuenta de muchas cosas, entre ellas que estos hombres eran bastantes ladinos y que bajo artimañas engañosas (como la vez, mucho tiempo después, que pescó a uno enterrando un muñeco tallado en madera entre los surcos de mandioca, poco antes de la cocecha, para que un ingenuo indio lo encontrara y pensara que era un milagro divino) y en nombre de un dios extraño y poderoso lleno de promesas de una vida mejor después de la muerte, redujeron a los indios a mera servidumbre. Como puede apreciarse desde ese encuentro en adelante los engañados indios vienen conociendo en carne propia lo que es sufrir hasta el día de hoy. Las extrañas actividades que llevaban a cabo en conjunto, pero de manera desigual, ya que los extraños mandaban y miraban y los indios engatusados obedecían y ejecutaban, suscitaron la curiosidad del ave, aunque no llegando a parecerle todas fascinantes. Las grandes edificaciones, por ejemplo, sí que tenían su encanto, pero la devastación de grandes extensiones de selva para loa sembradíos no, de ninguna manera.

   Todos los días, después de alimentarse, el pájaro se acercaba a ver a los pobres indios deslomarse de sol a sol, escarbando en la tierra y cortando, como las hormigas, las hojas de los árboles previamente sembrados para luego llenar las cestas de mimbre que, cargadas sobre sus espaldas, transportaban hasta el interior de las construcciones. Para ese entonces los indios subyugados ya no andaban más desnudos como siempre, sino que se cubrí­an con atuendos iguales a los hombres de lejos, salvo que eran de color más claro. 

   Tanto los indios como los extraños, con los que el pájaro sin nombre compartí­a la misma época y lugar, quizás por no ser instruidos los primeros y por brutos los segundos, no le habían puesto nombre a muchas cosas. Así, algunos animales y algunas plantas eran llamados de ésto o de aquéllo simplemente. Pero un día, en que la curiosidad habló más alto que la prudencia, el pájaro curioso ocasionó un incidente, entre fortuito y afortunado a la vez, que hizo que todos los integrantes de su especie, desde ese momento en adelante, tuvieran un nombre propio, como debe ser, que los sacó al fin de una posición ambigua y los colocó en una posición fija en la cadena evolutiva de las especies para que nunca más los siguieran llamando de "aquellas aves", "esos pájaros" y de otros nombres de cali­bre peyorativo como "pajarracos" o el preferido por la mayoría de los hombres de lejos: el escatológico "pájaro de mierda", muy usado cuando alguno de ellos se acercaba para comer en las huertas o a escarbar en los sembradíos. Claro que con el tiempo vendrían estudiosos desde lejos que le darían otro nombre más, de orden científico, pero que dada su complicada pronunciación para esa especie, ninguno de sus miembros llegará a usar jamás; porque una cosa es decir Pájaro Campana y otra muy diferente es tratar de pronunciar Procnias Nudicollis, proeza exclusivas de los hombres y quién sabe de algunos papagayos muy bien adiestrados. Pero eso aún pertenece al futuro, es nada más para un esclarecimiento más amplio. Pero vamos pues al evento libertador, exactamente al día cuando el hombre le puso nombre al pájaro sin nombre y éste abandonó su casi anónima existencia marginal y pasó a la historia como Pájaro Campana. 

II - El PÁJARO CURIOSO

Entre las construcciones había una en especial, mayor y más alta que la otras, que el pájaro entendía ser la más importante. Hacía tiempo que tenía ganas de curiosear qué se ocultaba y ocurría allí adentro, así que empezó a volar a diario hasta la torre en la que culminaba la construcción y allí se quedaba largas horas escuchando los ruidos y las voces y los cánticos que emanaban por un hueco que se perdía en la oscuridad total, aunque en algunas ocasiones el hueco exhalaba un perfume narcotizante que lo hacía quedarse por poco tiempo. Una tarde, asomándose en una de las cuatro aberturas de la torre, una mano salida de la nada lo atrapó: había caído en una trampa, otra maniobra siniestra como tantas que esos hombres le tendí­an todo el tiempo.  

   Unos minutos más tarde el pájaro colgaba de una pata, atado al badajo de la campana por un piolín, mientras que a la otra la tenía sujeta a otro piolín que se hundía en el abismo oscuro. El pobrecito se debatía inútilmente mientras, a través de las aberturas, veía de forma invertida el vuelo de otras aves a las cuales les pedía socorro, chirriando como un condenado. Entretanto, desde el abismo llegaban a sus oídos murmullos en la lengua que hablaban los hombres blancos, quizás tramando un destino ajeno a su modo de vida, especuló, porque era tan inaudibles que no llegaba a entender qué decían. Temeroso, ya se imaginaba enjaulado en una galería triste y sombría, víctima cautiva para la distracción de algún raquítico y transparente viejo clérigo en la recta final de su estadí­a en este mundo, sin otra actividad posible que la contemplación vidriosa y gris desde el fondo de sus ojos moribundos, ya hundidos en los preámbulos de la muerte; todo el tiempo ahí, a su lado, omnipresente, con los ojos semidifuntos clavándole sus zarpas hasta el alma; atento a cada movimiento suyo y matándolo poco a poco como para que coincidieran ambas muertes cuando al viejo tullido lo reclamaran desde la eternidad. 

   "El viejo maldito me quiere llevar a la tumba cuando deje este mundo, pensaba el pobrecito, ciertamente delirando. "O quizás sea otra cosa", pensó después, como para no deprimirse por completo. Pero en seguida raciocinó que otra cosa también podía ser algo peor aún que todo lo siniestro que pensara hasta ese momento. Quién podía saber lo que esos demoníacos extraños eran capaz de hacer con un ave inocente después de lo que eran capaz de hacerles a sus semejantes. 

   "Todo cabe dentro de las posibilidades que son infinitas, se dijo, además, con dos piolines atados en cada pata y colgado a varios metros del piso, con murmullos extraños que brotan de esa garganta oscura y apestosa, no sé qué inútiles esperanzas de algo bueno puedo tener". El pobrecito ya empezaba a entrar en pánico una vez más, pero una voz familiar lo sacó de aquel libreto siniestro que trazaba en su asustada mente: era un primo suyo. 

   "Primo, soy yo, tu primo", le dijo. Mismo de cabeza para abajo la voz chillona de su primo causaba el mismo efecto que si estuviera hacia arriba, es decir, de igual manera provocaba dolor de oí­do. Pero en esa circunstancia en particular solamente importaba su inestimable ayuda, no el dolor auditivo. 

   "Pide ayuda, primo, que estoy atado por las dos patas. Llama a los muchachos para que me saquen de aquí", le dijo, pero su primo antes quiso saber cómo lo sacarí­an de allí. 

   "Alguien tendrá que entrar y picotear las cuerdas para que yo pueda salir de aquí". Pero, además de chillón irritante, su primo era algo lento de pensamiento por eso se quedó pensando en algo referente al picoteo de la cuerda que no terminaba de formar como idea concreta. 

   "¡Qué te apures!, ¿no ves que estoy colgado sobre la antesala de la muerte o cosa peor?", explotó el pájaro sin nombre. Sin decir un pío su primo desapareció de la abertura, veloz como un rayo. De pronto, el pájaro sintió un pequeño meneo en la cuerda del abismo y en seguida un tironcito y después un tirón fuerte que lo hizo gorjear, y valga la analogí­a, como a un pájaro al que le tironean con violencia una pata, es decir con un trino desgarrante. Desde el abismo se oyó una voz perteneciente a la lengua de los hombres, esta vez claramente audible.

   "¿No oye la campanada, padre? Oiga", dijo uno. El pájaro sintió otro tirón pero de mayor magnitud que el anterior y el trino que le fue arrancado esta vez superó a su antecesor. La voz de nuevo decía algo. 

   "¿Y ahora padre, ha escuchado el tañido?", volvió a preguntar. Unos segundos después otra voz se dijo: 

   "Sí, pero más bien parece el martilleo sobre un yunque que el tañido de una campana, pero su Eminencia, que es más sordo que yo, ni notará el engaño. Aunque siendo así, padre Gregorio, cualquiera de nosotros puede imitar mejor el tañido de una campana que cualquier ave, bastará con esconderse en la torre e imitar el sonido de una campana. Pero dígame padre Gregorio, ¿cómo se le ha ocurrido torturar a una pobre avecilla de ese modo?" 

   "Una voz amigable", se dijo el pájaro. 

   "¡Pero padre, si la idea fue suya", respondió el padre Gregorio. Detrás de esas palabras se hizo un silencio, pero de repente se oyó algo parecido al chasquido que provocan las palmas de las manos al golpear las mejillas y después nuevamente la voz amigable dijo: 

   "Padre Gregorio, no sea insolente por favor, libere a la avecilla inmediatamente. Y a propósito, una mera curiosidad tan sólo, ¿sabe usted su nombre?" 

   "Pues claro, padre Anselmo, me llamo Gregorio", dijo el padre Gregorio. 

   "Pero cómo serás de burro, hijo de Dios, con razón estás  abandonado en esta tierra de los infiernos. Sigue así que no llegarás ni a párroco. El nombre del pájaro quise decir". 

III LA REVELACIÓN

Hubo otro silencio y unos segundos después se oyó la respuesta. 

   "No, padre, lo ignoro. No pertenece a ninguna especie previamente catalogada. Es un pájaro sin nombre." De nuevo la voz amigable de dejó oír y con ella una revelación: 

   "Bueno, en ese caso, bájelo con cuidado, que el pobrecillo debe estar medio descuajaringado con los tirones que usted le ha dado; examine sus particularidades y póngale de nombre Pájaro Campana como consuelo por la pena y el susto pasados y luego puede liberarlo". El pájaro sin nombre, ahora llamado de Pájaro Campana, sintió unas manos frí­as, huesudas y temblorosas descolgarlo con cuidado y bajarlo hacia la garganta oscura. 

   Una bandada de refuerzo encabezada por su primo finalmente llegó, pero ya era demasiado tarde, la negrura del fondo enigmático ya se habí­a tragado al desdichado, con lo que volvieron desconsolados a los gajos de los árboles de alrededor a chorar la pérdida de tan querido camarada. 

   Mientras tanto dentro del templo, el padre Gregorio acogió contra su pecho al pájaro y se dirigió a la cocina para alimentarlo antes de liberarlo, dejando oír el ruido de sus pasos cortos retumbar contra las paredes invisibles en algún lugar de ese todo negro desconocido que apestaba a narcótico. Por el único ojo con el que podía ver, ya que al otro lo tenía exprimido contra el pecho del padre, vio que se acercaban hacia un resplandor, un poco más adelante; a juzgar por la humareda hedionda quizás fuera una hoguera donde estarían quemando quién sabe qué cosa, pues el asqueroso hedor narcotizante a medida que se aproximaban se hacía más fuerte. De pronto y sin querer, el pájaro enchastró de mierda el hábito del padre: delante de su pequeña existencia, un hombre ensangrentado, clavado en unas maderas, parecía moverse al compás trémulo de las llamas que ardían a sus pies. El pájaro entró en pánico, mayor aún que cuando colgaba del abismo. 

   "Pobre desgraciado, lo han herido de muerte y ahora lo están asando para comérselo. Si de eso son capaces de hacer con uno de los suyos qué podrán hacer conmigo si por acaso eso de curarme, darme comida y liberarme no pasa de otro ardid engañoso", pensó el pájaro, en clara desesperación. Un cuadro de lo más macabro para cualquier animal, que, ciertamente, daba a entender que el horror estaba a disposición de cualquiera en este mundo desde el inicio de los tiempos. Desesperado, empezó a los picotazos contra el pecho del padre. Éste emitió unos grititos de novicio sorprendido por el padre superior tocándose las partes í­ntimas en la soledad de la celda y soltó al pájaro desagradecido cerca de los inciensos y las velas que alumbraban un Cristo crucificado de tamaño natural en el altar mayor. Lo vio escabullirse como una rata por debajo de los bancos de madera y perderse para siempre en la oscuridad protectora de la iglesia. 

   "Ya encontrarás la salida solo cuando amanezca, pajarraco desagradecido", rezongó el padre Gregorio, perdiéndose en la tenebrosa oscuridad. Y, tal como lo supuso el padre Gregorio, luego de esperar mudo como una piedra en un rincón seguro, al día siguiente, con los primeros rayos del sol entrando por los ventanales laterales, el pájaro remontó vuelo hacia uno de ellos y mientras lo hací­a no pudo evitar, antes de ganar la libertad, mirar al muerto que continuaba asándose a fuego lento y desprendiendo de sus carnes aquel hedor nauseabundo. 

   El primo y los amigos, que se habí­an quedado pernoctando escondidos entre el sembradío y la arboleda, persistiendo en la esperanza de verlo retornar de las entrañas del infierno, al verlo aparecer volando con la rapidez de quién ha visto al diablo delante del pico, no más despuntaron los primeros rayos del sol, salieron a su encuentro. Se saludaron en el aire con mucha algarabía y juntos sobrevolaron el pequeño valle hacia un lugar seguro donde finalmente se reunió toda la especie. Luego de narrarles su odisea, con lujos de detalles y alguna que otra pequeña e inofensiva exageración, como para darle una connotación más heróica al relato, el pájaro les contó lo de la gran revelación. Había omitido mencionarla al principio de propósito, para tener mayor audiencia en el momento culminante de su épica epopeya. 

   "Amigos, empezó, ahora en un tono más solemne, dirigiéndose a la platea que esperaba silenciosa la gran revelación, como corresponde en los momentos más trascendentales de la historia de todo ser vivo, al fin ha llegado nuestra hora de salir de la oscuridad y ser reconocidos". La suave brisa matinal, fresca y perfumada, se escurría por entre las hojas acariciando con benevolencia el plumaje de la atenta platea revistiendo aquel momento, único y trascendental en sus vidas, con algo que tenía un qué de magia que el héroe emplumado creyó ser el telón de fondo perfecto para su revelación. 

   "Nuestro nombre es y será desde hoy y para todo el siempre, Pájaro Campana". Y detrás de sus palabras, como por arte de magia, dentro de sus primitivas mentes sonó un pequeño "tiiin", igual al tañido de una campana. Bueno, es aquí el final de la historia, dijo don Esteban, 

Después del cuento don Esteban sintió la garganta reseca, entonces se despidió de los dos chicos y se fue al boliche "Amanecer Argentino" a tomar unas copitas y quién sabe contar alguno que otro bolazo más. 

                                                                        

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DON ESTEBAN Y EL PÁJARO CAMPANA por FRANCISCO A. BALDARENA se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 4.0 Internacional.
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sábado, 17 de octubre de 2020

EL OTRO MUNDO POSIBLE

I- EL MUNDO DE LAURA 

El mundo de Laura es húmedo y gris, de zanjas malolientes y patios que en verdad son auténticos basureros a cielo abierto, y cuando llega el invierno la lluvia y el barro entristecen su alma hasta lo inimaginable. La casilla que comparte con su madre, el padrastro y un hermano es lo que podría llamarse de tumba, de hundimiento. Todo lo que sucede allí dentro la indigna: la madre con su aceptación sumisa de la vida miserable; el padrastro y su imposibilidad de recordar cuándo fue la última vez que estuvo sobrio y el hermano, fatalmente integrado a la atmósfera marginal que lo rodea e incapaz de buscar modelos alternativos de aquellos en los que se espeja; sin saber lo que es trabajar, aunque nunca le faltan la cerveza, el cigarrillo y la droga. 

   Laura piensa y piensa; busca y rebusca pero nunca encuentra la salida de ese laberinto degradante que le ha impuesto la vida, como un capricho del destino. Atrapada en una realidad exenta de cosas buenas, mira las paredes de su casa, cárcel, y las calles negras del barrio, el patio de la cárcel, suspirando tristes ayes; y mientras más piensa en salir a flote tanto más hondo va enterrándose en ese mundo barriento en que revuelca su vida. 

   Laura recién ha cumplido diecisiete años, pero cree que su vida ya es una vida desperdiciada. "¿Y si pasan otros diecisiete años y no consigo salir de aquí?" Esa idea la deprime, más que exasperarla. 

   Mira hacia afuera por la ventana de su piecita y el paisaje que ve le lastima el alma. Todo lo que ella desea es la belleza, justo lo que no existe en ese mundo inmoral condenado a la brutalidad. Ella cree que la suerte no existe y si existe no significa nada si no se la sabe aprovechar. "Como el dueño del supermercado de la esquina, que tiene el queso y el cuchillo en la mano pero no sabe cortarlo. ¡Pobre hombre rico!" Ella en su lugar ya se hubiera ido a vivir a Capital o a Barrio Norte hace mucho tiempo, en lugar de seguir allí purgando penitencia. Piensa que el hombre quizás lleve muy arraigado en lo profundo de su ser el ser villero para mudarse a un lugar mejor, al punto que lo sofisticado le resulte desconfortable, o, tal vez, no quiera parecerse a aquellos jugadores de fútbol que ella ve en la tele y piensa que aunque se hayan ido de la villa la villa nunca se ha ido de ellos, bastándoles con abrir la boca para darse cuenta de ello. 

   Hoy es domingo, y desde que despertó los vecinos siguen con la infame cumbia villera y el maldito reggaetón; no han parado desde la noche anterior, como si estuvieran entreverados en un encarnizado duelo para ver quién idiotiza más la vecindad. 

   Por la tarde, al comienzo y al término de los partidos y cuando un gol, los hinchas harán estallar cohetes como si fuera navidad o año nuevo. Después los de los equipos vencedores vendrán al kiosko de al lado a seguir emborrachándose mientras comentan las jugadas de tal o cual jugador, con su peculiar lenguaje vulgar, inmersos en la ignorancia que tanto la incomoda. Definitivamente, Laura nunca comprenderá ese tipo de felicidad, tan cercana a la sinrazón; tal es así que es difícil la ocasión en que no terminen agarrándose a las trompadas. De vez en cuando las peleas dejan heridos. "Un día va a morir alguien, seguro que sí". Laura se estremece y suspira 

   Laura sueña con el mundo que ve en la televisión, tan hermético e inaccesible para chicas como ella; mundo prohibido, cercano y, sin embargo, lejano a la vez, que solo puede ser soñado y deseado a distancia, pero solo hasta ahí. Sabe, entretanto, que son muchos los caminos que conducen a él, pero solo uno es posible para ella: estudiar. Entonces Laura ve erguirse delante suyo un muro muy alto que le impide el acceso a una carrera. Si ni la dejaron hacer la secundara para meterla, de prepo y sin previo aviso, a la fuerza laboral por tiempo integral en la verdulería de doña Reinalda, la boliviana; ni estudiar de noche puede, porque eso también, según su madre, presupone un gasto extra en la casa, con lo que no le es difícil vislumbrar otros diecisiete años de vida sombrí­a, aplastada contra la pared de las desdichas. Quiere hacer algo al respecto, pero nunca encuentra por dónde eludir el mundo deprimente que la cerca por todos los lados ni encontrar la salida hacia el mundo imposible que ve en la televisión y en las revistas. Por lo pronto, trata de instruirse con los manuales que le quedaron de la primaria y viendo el canal educativo del estado, aunque raramente le queda tiempo, ya que está esclavizada de lunes a sábados en la verdulerí­a desde las seis de la mañana hasta las diez de la noche. 

II- EL MUNDO DE CRISTINA 

Laura tiene una amiga, Cristina; la única que conserva de la primaria, y que pasa de vez en cuando por la verdulerí­a para hacerle una visita. Antes iba con frecuencia a su casa, pero las miradas de su padre alcohólico, que parecían querer desnudarla, y las juntas de drogados de su hermano hicieron que se alejara. Hoy apareció por la mañana y se quedó esperando cerca de la puerta a que Laura terminara de atender a una clienta. Laura la ve diferente, lleva ropas nuevas y estrafalarias; se tiñó de rubio y está fumando un cigarrillo. Laura no puede evitar observarla con curiosidad. "¿En qué andará ésta?" Terminando de atender a la clienta va hasta su amiga, se saludan y le pregunta lo mismo que pensó hace unos minutos: 

   ¿En qué andas tú? Laura no habla como hablan los porteños, y cuando alguien le dice que ella habla neutro, responde "neutro pero mejor hablado". Cristina, en cambio, no, pero ésto no hace que sean menos amigas; tienen puntos en común que las une por encima de todo: por ejemplo, la plena conciencia de cómo se diluyen sus jóvenes años entre la pobreza y la miseria.

   Me cansé de ser pobre, ¿viste?, le dice Cristina, con tono decidido y desafiante, y dentro de poco, muy poquito, me mando a mudar de acá. Laura no sabe si alegrarse o ponerse triste, antes quiere saber en qué anda su amiga. La observa una vez más de pies a cabeza y la piensa con desazón. Cristina que nunca supo combinar muy bien la vestimenta, ahora con esas botas de cuero negras acharoladas, fuera de época, minifalda anaranjada fluorescente, muy mini para su gusto comportado, y una remera púrpura con garabatos plateados, se parece a una prostituta de esas que trabajan en la orilla de las rutas.

   ¿Dime, Cris, en qué andas metida?, pues te desconozco. Aunque es inicio de primavera el sol ya hace sentir su rigor; Cristina parece llorar, pero no llora, es la sombra en sus ojos que dibujan dos hilos de falsas lágrimas negras que caen lánguidamente por sus mejillas. Cristina sonríe una mueca torcida, y le confiesa: 

   Estoy haciendo lo que debería haber hecho desde hace rato, ¿viste?. Cristina se queda callada, como esperando que Laura, adivinando sus pensamientos, diga lo que ella no se atreve a confesar. 

   ¡No lo puedo creer!, exclama Laura, que sí adivinó el mensaje mudo. Cristina deja caer la colilla del cigarrillo y la pisa con la punta del pie, girando el talón de lado a lado. A Laura la acción de su amiga la traslada imaginariamente a la noche pasada; la imagina parada debajo de un puente de la Panamericana haciendo lo mismo, mientras arregla la transacción de un falso amor con un camionero cualquiera. "No hay duda, se ha prostituido, pero ¿acaso ésto es suficiente para negarle mi amistad?", se pregunta y unos segundos después se dice que no, que cada uno lucha con las armas que dispone y de la forma que cree que ganará la batalla. "¿Acaso no es eso la vida, una batalla?"

   ¿Y cómo te sientes haciendo eso?, le pregunta. Cristina suspira por dentro, Laura aún es su amiga del alma. 

   Y bueno, las primeras veces me sentí un poco rara, pero cuando vi que lo que ganaba en una semana era más de lo que gana mi vieja en dos meses limpiándole el culo a los viejos en el geriátrico, me sentí mejor, se justifica, y ahora ya me acostumbré, y, además, iba a tener que hacerlo igual si me ponía de novio ¿no? Qué puede contestarle Laura, ¿que sí­?, ¿que no? No le dijo nada, la abrazó y le susurró al oído: 

   Sólo quiero que no te pase nada malo. Cristina reconoce en el abrazo tibio de Laura la sinceridad de su amistad y le responde que no se preocupe, que todo está bien. 

   Nada malo me va a pasar, tonta, le dice, acariciándole una mejilla. 

   Antes de irse Cristina la obliga a aceptar quinientos pesos. Laura rehúsa, pero su amiga insiste. 

   Mirá, yo te comprarí­a un libro, de esos que a vos te gustan, pero no quiero meter la pata y comprarte cualquier cosa, ¿viste?. Agarrá, dale, y compráte uno que te guste. Laura no quiere ofender a su amiga, no vaya ella a pensar que no quiere aceptar su dinero por considerarlo sucio. Con ese dinero compra un manual de gramática, un diccionario inglés-español y otro de sinónimos, los tres de segunda mano, y un par de chucherías dulces con el vuelto, en una escapada hasta la librería de la otra cuadra. Ahora se instruye por cuenta propia; podrá no tener un título de bachiller, piensa, pero el conocimiento nunca está de más.

III- EL MUNDO DESPRECIABLE 

Laura lee y relee. La única manera de estar más preparada, de ser mejor gente, piensa. Después de la cena recalentada se queda hasta tarde, ya no se importa si tiene que levantarse a las cinco de la mañana. Desde la calle la vida que detesta se filtra por entre las rendijas de las tablas de la casilla; las puteadas incomprensibles de los vecinos, que nunca se sabe si son de peleas o por costumbre; los tiros desde el fondo de la villa, donde el infierno es aún mayor; las conversaciones incoherentes de los chicos que vuelven del colegio nocturno y pasan por la vereda de su casa, porque hay menos pozos que en la de enfrente. "¿De qué les sirve estudiar si no son capaces de tener una conversación inteligente?" "¿Por qué siguen expresándose odiosamente con palabras groseras si en el colegio no se les enseña eso?", se pregunta, no llegando a comprender el porqué. Cuando, al fin, el sueño la vence se acuesta pensando en Cristina, que hace diez días que no aparece. "¿Qué puedo hacer para sacarla de ese mundo sórdido y enfermo?" Laura se siente impotente, incapacitada para salvar a nadie, pero si ni ella misma puede ayudarse mucho menos a quién ya eligió su camino, estima con tristeza. Se promete, antes de dormirse, que mañana buscará en las columnas de empleo uno mejor que el que tiene. 

   El diariero ya pasó por la verdulería; Laura ojea, entre venta y venta, la sección de empleos; aunque de encontrar alguno que le interese no tiene idea de cómo hará para conseguirlo, ya que está encadenada a una libertad ficticia, aparente, porque su padrastro le consiguió el empleo en la verdulería para quedarse con todo su ordenado para convertirlo en vino; así que de querer dar un paso hacia la libertad no tiene cómo hacerlo, a no ser que se escape de casa y se vaya a vivir a la calle. Pero ¿cuánto aguantaría en ese estado casi salvaje antes de terminar como Cristina? Laura se ve acorralada en un laberinto sin salida. 

   Hoy volvió a aparecer Cristina por la verdulería, nuevamente disfrazada de prostituta, pero esta vez se ha teñido el cabello de rojo. 

   En este negocio el asunto es ir cambiando el visual cada tanto, ¿viste? A los clientes les gusta así y pagan sin chillar, le dice Cristina, sonriendo. 

   Laura no parece alegrarse con la visita de su amiga. Cristina lo percibe y la insta a contarle qué le pasa. Laura da vueltas pero, finalmente, le cuenta su pesar en el laberinto. Cristina se compadece de la desgracia de su amiga y la comprende. Ya se ha sentido muchas veces así hasta que pudo independizarse hace unos días, cortando definitivamente las cadenas que la ataban a su familia y a aquel mundo sórdido y degradante. Pero Laura no sabe todavía que su amiga ya no vive más en el barrio. 

   Cristina le cuenta la novedad: 

   Alquilé un departamentito en Capital, dos piezas, baño y cocina. Laura finge una sorpresa que no convence ni a ella misma. 

   ¿En serio?, responde con desconcierto.

   Sí, en una pieza atiendo a los clientes, que ahora con  lugar propio han aumentado, y en la otra duermo, ¿qué te parece? Cristina percibe el malestar de Laura y le duele el destino ingrato que su amiga aún tiene que purgar. 

   Me alegro por ti, responde Laura, con tristeza.

   Bueno, pero ¿qué te parece si te venís a vivir conmigo? Puedo atender en mi pieza y la otra te queda para vos. Pero no me mires así, que no necesitás hacer lo mismo que yo, no te imagino haciendo esas cosas. Y vos no te hagás problema por los gastos, yo banco todo hasta que consigas algo. No sé, limpiar casas, qué sé yo, pero cualquier cosa es mejor que esta verdulería de mierda, le propone Cristina, con una sonrisa franca. Laura no contesta.

   ¿Y?, ¿qué me decís?, insiste Cristina. Laura balbucea una respuesta vaga que no es ni sí ni no, pero Cristina la ataja enseguida y le recuerda que de seguir así nunca conseguirá romper las cadenas, como ella. 

   Cuando Cristina se marcha, no sin antes hacerle prometer que pensará con cariño en su ofrecimiento, Laura piensa que su amiga tiene razón. Mientras acomoda los mejores tomates en un cajón, sopesa los pros y los contras y descubre que no hay nada que sopesar; o se va casi con lo puesto y salva su vida o se queda y se pudre por el resto de la vida, amargando los días más fúnebres y las horas más negras que el destino ingrato le tenga reservado. Sabe que no habrá despedidas, y que su madre, su padrastro y su hermano no lamentarán tanto su ausencia como su ordenado semanal. Pero ella no es como ellos, nunca lo fue ni nunca lo será, tiene que irse. "¿Hasta cuándo he de esperar que mi vida cambie para mejor? Tengo que hacerlo, sí­ o sí", sentencia en silencio.

IV- EL MUNDO DE LOS OTROS 

Todos duermen cuando Laura, en puntas de pie, pasa por la cocina, se detiene en la puerta de calle, gira la llave con manos de seda y se va para siempre de su hogar. No ha dormido en toda la noche; no porque la partida le hubiese pesado en el alma, pues respiraba ya el aire de un futuro mejor desde que decidiera aceptar la oferta de su amiga, sino porque, al amparo de la luz tremulante del televisor enmudecido, se la pasó empacando en silencio sus escasas pertenencias en dos maletas y una bolsa plástica. Después se sentó en la cama hasta las cinco de la mañana, pensando en las cosas promisorias que le esperaban más allá del laberinto de chapas y barro. El aire matinal le dice adiós con el olor a podrido emanado de las zanjas y los patios mugrientos; con el canto de gallos madrugadores y  ladridos desde el anonimato difuso del chaperío gris y ella devuelve la gentileza con un optimista "hasta nunca". 

   En la parada espera con apuro el colectivo milagroso que la sacará, con un simple boleto, de ese mundo irreconciliable, llevándola directo al mundo de los otros, allá donde acaba el gran Buenos Aires y comienza la capital. 

   Ya ha dado el primer paso hacia el no retorno, ya todo su ser visa a un nuevo amanecer, sin temor al mañana. "¿Qué puede ser peor que esperar sin esperanza que algo cambie y cuando lo haga ya sea demasiado tarde para todo? ¿Qué puede ser peor que ver pasar la vida y sentirse impotente para cambiar un presente de constante infelicidad? ¡Que venga el futuro entonces, pues no le temo!", se dice, dándose coraje mientras sostiene en sus manos el dinero del pasaje y la hoja con la dirección de Cristina. Temor es algo que ya no puede permitirse, porque lo único que le queda de ahora en adelante es hacerle frente a la vida y aceptar lo que el porvenir le tenga reservado, que de ninguna manera puede ser peor que lo que está abandonando. No hay ni habrá vuelta atrás, mucho menos negociación. 

   Una vez que el colectivo cruza la General Paz, Laura se dice: "Bienvenida a la civilización". Su mirada resbala por los contornos de los edificios de departamentos lujosos como quien mira el paraíso. "¿Cómo se sentirán sus dueños viviendo allí? Es claro que dichosos". Laura piensa sobre sus ocupantes como si fueran inmunes a los males de la humanidad, como sujetos ajenos a las pasiones de la gente de donde ella viene; no concibe en sus almas sino una felicidad plena, tan vasta e inagotable como las aguas del Rí­o de la Plata. Cada vez que suben o bajan pasajeros se cuelan a través de la puerta los olores de café y perfumes caros que, esquivando cabezas y cuerpos, van directo a su nariz y de ésta suben a su cerebro y allí se produce una sensación de bienestar y felicidad que recorre todo su cuerpo y que ella desea que dure para siempre.        

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EL OTRO MUNDO POSIBLE por FRANCISCO A. BALDARENA se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 4.0 Internacional.
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domingo, 17 de enero de 2021

LAIAN Y LOS ALIENÍGENAS - parte 2

 6- TRAS LOS MALOS 

   Puede que sea un viaje sin retorno, les advirtió el capitán Kinio Kiniones Pauers, con voz grave, en la plataforma de lanzamiento poco antes de partir. Fluo Max, Opzmo y los demás oficiales, tan afligidos cuanto él, lo levantaron a upa para que les pudiera dar una lamida de despedida. Cuando la nave desapareció en el cielo el capitán Kinio Kiniones Pauers aulló de tristeza por un largo momento. Luego nunca más nadie lo vio mover la cola con efusividad, como si la alegría lo hubiera abandonado aquel día en que sus amigos partieron hacia T2. 

   En la cabina de comando Opzmo se lamentaba de la vez que tuvo a Malditas Werk a punto de tiro y por culpa de una mosca irritante, que insistí­a en posarse en el mismo lugar, provocándole un molesto cosquilleo, lo dejó escapar. 

   Deberí­as agregar un matamoscas a tu equipamiento, Opzmo, pues adonde vamos abundan las moscas, le aconsejó Fluo Max. Todos rieron, hasta Opzmo, olvidándose por un momento que estaban en una misión de la cual posiblemente ninguno podría volver. El operador de radar Atchiky Licky aprovechó el momento de distracción para seguir jodiéndolo.

   Yo conozco un arma antimoscas más efectivo que un matamoscas, pero será mejor que te mantengas alejado del trasero de la hija de Malditas Werk, se dice que sus gases son tan potentes que además de matar moscas provocan daños cerebrales irreversibles. Así pasaban la mayor parte del tiempo que estaban despiertos, distrayéndose para no deprimirse. Otro momento de alegrí­a se producí­a cuando se comunicaban con el capitán Kinio Kiniones Pauers, a través del monitor a cada 24 horas. Cuando se escuchaba por los altavoces: 

   ¡Atención muchachos, el capitán Kinio Kiniones Pauers en el aire, todos abandonaban lo que estaban haciendo y acudían corriendo hasta el monitor, apretándose como moscas sobre una gota de miel para poder compartir un momento con su querido jefe. Los ojos de Kinio Kiniones Pauers, aunque al ver a sus amigos su corazón se llenaba de alegrí­a, demostraban su tristeza, y si pudieran verlo de cuerpo entero advertirían su cola menearse vagarosamente de lado a lado, cosa que nunca más hizo en público. Pero cuando se cortaba la comunicación en ambos lados el silencio que quedaba los dejaba casi sin acción. Fluo Max y Opzmo, entre todo el equipo, eran los más tocados por la falta de su superior. Sin advertirlo siempre estaban recordando alguna anécdota suya, con lo que a menudo algún episodio en la nave los remitía a su entrañable amigo, porque siempre estaba con ellos en espíritu. 

7- EXTRAÑOS EN EL NIDO

   Mañana hará un buen día, comentó Laian a su maestro, mientras observaba el cielo estrellado. Elser Masgrís, el mago, también observaba el cielo, aunque no veía lo mismo que su discípulo, porque más allá de ver, también sentía "algo". Y lo que él sentía no era cosa de este mundo, provení­a del espacio, de un lugar tan distante y diferente a la tierra que Laian no sería capaz de imaginar. Elser Masgrís tuvo pena de la ingenua alegrí­a del muchacho, pues lo que venía de otros mundos no era nada bueno. Esa noche, como siempre, había subido a la torre del castillo para observar un punto de luz en el firmamento que crecía noche a noche, desapercibido para todos los mortales, como el ingenuo Laian, por confundirse con las estrellas. El mago recorrió con la mirada el valle; en la aldea, bañada por la luz plateada de la luna, todos dormí­an el sueño de los inocentes, ajenos al mal que venía desde el infinito. Entretanto, Elser Masgrí­s pensó en sus habitantes como seres afortunados por ignorar las cosas que él sabía, despertando cada dí­a y viviendo sus vidas entre pequeñas tragedias y alegrías hasta el día en que una desgracia mayor sobrevenía, y era solo en esos momentos, no antes, cuando el miedo los tocaba. Él, en cambio, con su sabiduría estaba condenado a sufrir desde mucho antes que las catástrofes sucedieran. Como bien sabía, ser sabio tení­a sus pros pero sus contras también. Él podía protegerse de muchas maneras, pero ésto no lo eximía de sufrir por el padecimiento ajeno. Pensaba que ninguna vida valía la pena ser vivida en un mundo donde también existí­a el mal, pero así era el vivir. La tierra tan bella por naturaleza una vez más se tornaría fea; se acercaban alienígenas sanguinarios y quién sabía con qué maldades desconocidas en sus mentes. Elser Masgrís sabía que saber que estaban llegando no era lo mismo que saber el para qué. Podía ser que lo hicieran con intenciones de conquista como podía ser que lo hicieran transitoriamente, a modo de reabastecimiento. "Habrá que pagar para ver, de cualquier manera nunca es bueno tener a extraños en el nido", pensó el mago, antes de bajar a su recámara. 

   Entretanto, Laian se quedó un rato más, le fascinaban las estrellas.

8- LAS NAVES 

"No hay duda, son dos", se dijo por dentro Elser Masgrís, sin desviar la vista de las estrellas a la noche siguiente. Hubiera querido tener más sabiduría para hacer que el planeta se hiciera invisible, como él podí­a hacer con las cosas y con su cuerpo, y que las naves pasaran sin verlo, pero su magia no era tan poderosa. Entretanto, su bola de cristal solamente mostrab­a brumas que podían ser muchas cosas, desde tiempos de tinieblas a plagas y de esclavitud hasta guerra y muerte. Dudaba de sus poderes por no saber qué clase de tecnología poseerían los alienígenas, sin duda más avanzada y poderosa que la que él pudiera concebir. 

    Laian podí­a no tener cerebro suficiente para entender las cosas del universo, pero sí el suficiente para notar la aprensión de su maestro. Intuí­a que si lo interpelase el mago le responderí­a con evasivas por entender que él ignoraba muchas cosas, o quizás por aún no estar preparado para ciertos asuntos, o bien porque eran asuntos privados del alma del mago. Pero aún así, una mañana, al ver a su maestro con cara de preocupación, se le plantó delante. 

   Maestro, ¿sucede algo que lo preocupa demasiado? Aunque conocía la suavidad del hablar del mago, cerró sus ojos y esperó una buena reprimenda por su atrevimiento. 

   Esta noche, cuando vengas conmigo a la torre, quiero que veas algo, le respondió el mago. Laian abrió sus ojos y puso cara de alegría, sin duda la respuesta del mago lo había sorprendido. 

   Ahora debo consultar algo, dijo el mago; luego abrió el libro mágico que tenía entre las manos y no dijo nada más. 

   Sí, maestro, respondió Laian y salió dando brincos de alegría. En el camino fue pensando que le gustaría que su maestro le enseñar­a a leer el futuro a través de las estrellas. Pero el mago pensaba algo diferente, creyó que su aprendiz necesitaba enterarse de lo que se avecinaba antes que nada. Tal vez así,­ en el momento del arribo de los aliení­genas, tuviera alguna chance de salvar su vida. 

   Cada vez que Laian subía por las noches a la torre tenía la sensación de estar suspendido en medio de las estrellas,  sumergido en sus pensamientos sentía todo el mundo a sus pies desaparecer. La llegada de Elser Masgrís, lo sacó de sus sueños; el mago traía consigo una tabla con un pequeño orificio, que posicionó en un determinado lugar. 

   Por este agujero podrás observar un determinado grupo de estrellas, le dijo el mago, durante todas las noches.

   Sí, maestro, respondió Laian, sin saber el propósito de tal observación, por eso se quedó parado esperando algo más. 

   Yo la posicionaré en este mismo lugar y quiero que al observar prestes mucha atención en dos estrellas únicamente, aunque hoy y por algunas noches no has de notar nada extraño, pero con el pasar de las noches las identificarás claramente. Entonces el mago le contó lo que sabía y lo que presentía también. Laian no tendrí­a tiempo de aprender a dominar la invisivilidad para cuando llegaran los alienígenas como él, pero saber con anticipación determinado acontecimiento le daría cierta ventaja. Era lo menos que podí­a hacer por su aprendiz, aunque pensaba mantenerlo a su lado para protegerlo tanto como le fuera posible.

   ¿Esas naves tienen luz propia, maestro?, quiso saber Laian.

   Sí, aunque lo que las hace visible es la luz del sol reflejada sobre el metal del casco, por eso parecen estrellas, respondió el mago. 

   ¿Será que existen aliení­genas buenos, como algunos de nosotros?, preguntó Laian. 

   No lo sé, hijo, pero si las leyes que rigen el universo son las mismas en todos los lugares y en todos los seres puede que así­ sea. Pero recuerda que siempre hay que estar preparado para lo peor, porque es mejor descubrir la bondad en lo que se cree malo, que maldad en lo que se cree bueno, dijo sabiamente el mago. 

   Sí­, señor, respondió Laian, contento por los nuevos enseñamientos que Elser Masgrís le transmití­a. 

Una noche Laian le dijo a su maestro, que observaba el firmamento junto al él:

   Maestro, creo que ya he descubierto­ las dos estrellas, o mejor dicho las dos naves. Laian señalaba las estrellas.

9- PERSEGUIDOS 

Los hijos de perra nos han descubierto y los tenemos en nuestra cola, bramó, furioso, Malditas Werk. Los wirmianos podían echarlo todo a perder y sus sueños de emperador del universo ser tragado por un agujero negro. 

   ¿Qué cree usted que sea lo más conveniente, subcomandante?, le preguntó Malditas Werk a su segundo, que estaba a su lado. El subcomandante Guanakeitor pensaba que lo mejor era continuar viaje, aprovechando la ventaja de la delantera, y una vez en T2 atacarlos al momento de aterrizar. 

   Estarán ocupados con el aterrizaje mientras nosotros, ya instalados, los podemos atacar por todos los flancos; además podemos usar los tedosianos como escudos. Recuerde usted que ellos no son tan malditos como nosotros, advirtió el subcomandante. 

   Tiene usted toda la razón, subcomandante. Sigamos adelante a toda marcha entonces, respondió Malditas, más serenado con la táctica formulada por su subordinado. 

Malditas Werk fue al encuentro de sus hijos en la recámara familiar, que desde que tomara la resolución de empezar una dinastía pasó a llamarla de Recámara Imperial. Malditoulas estaba con sus nietos narrando un episodio de una de sus malvadas andanzas juveniles. 

   "... Entonces derramé la solución de sal, limón y alcohol sobre su cuerpo despellejado, en ese momento el infeliz empezó a patalear como un loco. Hasta el día de hoy escucho sus gritos desesperados". Sus nietos se retorcí­an en el suelo de tanto reírse. Menos Malditania, porque si lo hacía vomitaría el tacho de helado de frutilla, durazno, chocolate, vainilla, limón, arándanos, crema chantillí, confites y nueces picadas que acababa de comer. "¡Qué hermosa escena familiar!", pensó Malditas Werk, apenas entró al recinto.

   Hola papá, hola hijos, dijo. 

Malditolê corrió a su encuentro. 

   Papá, ¿el abuelo ya te contó cuando despellejó a un hombre bueno vivo y después le echó encima sal, limón y alcohol?, preguntó el malvado chiquillo. 

   Sí­, hijito. Unas mil quinientas veces. Esa historia es del tiempo en que tu abuelo era menos sabio pero más sádico, ¿no es, papá?, le preguntó Malditas al padre. 

   Hola, hijo. ¿Alguna novedad?, quiso saber Malditoulas.

   Una y mala. Los infelices wirmianos nos están persiguiendo, contestó Malditas, medio preocupado.

   Hmm, ¿ y qué es lo que haremos al respecto?, se interesó el padre.

   Por ahora seguir adelante y estar atentos. Suponiendo que lleguemos antes que ellos, les tenderemos una trampa cuando estén aterrizando, respondió Malditas. 

   Parece lo más conveniente, dijo Malditoulas. 

10- MALVADOS A LA VISTA 

   Ya los tenemos a la vista, Fluo, dijo Atchiky Licky. Fluo Max se acercó.

   Gracias, Atchiky. Nos llevan una buena ventaja, ¿no crees?, preguntó Fluo Max. 

   Sí­, y está claro que también nos vieron. Pero por alguna razón no se atreven a atacarnos, dijo Atchiky Licky. 

   Lo más probable es que Malditas opte por lo obvio, es decir atacarnos cuando estemos por aterrizar. Debemos pensar en una estrategia, dijo Fluo Max. 

Opzmo opinaba que lo mejor era aterrizar del lado opuesto del planeta.

   Malditas pensará que como los estamos siguiendo, lo más probable sería que lo hiciéramos cerca de ellos. En cambio, si lo hacemos del lado contrario a su posición ellos serán los que tendrán que venir hacia nosotros, entonces ahí la ventaja será nuestra, ¿no creen?, dijo Opzmo, sonriendo.

   Bien pensado, Opzmo, dijo Fluo Max, que también compartía la misma opinión de su amigo.

   Por ahora no nos queda más que estar atentos a sus movimientos y esperar, concluyó Opzmo. 

   Cierto, dijo Fluo, Atchiky, ¿cuándo debemos llegar? 

   Si todo sigue como hasta ahora en doscientas cuarenta horas, o diez días, puedes elegir", respondió bienhumorado Atchiky.

   Muy gracioso, ja, ja, ja, contestó Opzmo, con gesto burlón, y los tres se echaron a reír. Órdenes a la tripulación fueron impartidas y enviado un mensaje a Wirm: "MALVADOS A LA VISTA. ESTAMOS EN LA COLA. ÉL LLEGARÁ PRIMERO". Kinio Kiniones Pauers les transmitió que mantuvieran mucha cautela y dentro de lo posible evitar daños contra los tedosianos. 

   Apenas necesitamos una parte del planeta y allí hay espacio suficiente para que el cultivo sea beneficioso para todo el mundo, si se pudiera llegar a un acuerdo ambas partes saldrán beneficiadas, recomendó Kinio, tiempo más tarde cuando entablaron comunicación.

   ¿Y qué pasará si hay resistencia?, le preguntó Opzmo a Fluo Max. 

   No creo que tengamos que llegar a un acuerdo con nadie. T2 es un planeta inmenso y hay vastas zonas deshabitadas donde nadie notará que haya alguien por allí, dijo Fluo Max. 

   Tienes razón, Max. La única vez que nos cruzaremos con los tedosianos con seguridad será cuando luchemos contra Malditas Werk, opinó Opzmo. 

   Fluo Max buscó en el ordenador de bordo las zonas del planeta donde los tedosianos se concentraban. 

   Ellos viven alrededor de las zonas donde hay minerales y es allí donde Malditas Werk posará, con certeza. No creo que llegue hasta T2 con la intención de envenenar su suelo. Necesita alimento tanto como nosotros y además no queda otro lugar donde conseguirlo ni cultivarlo, por lo menos en esta galaxia, dijo Fluo Max. 

   Tienes razón, Fluo, pero además hay otro motivo por el cual necesita alimento, dijo Opzmo, sin aclarar cual era ese motivo. 

   ¿Y cual sería el motivo?, preguntó Fluo Max, intrigado. 

    Y cual debería ser..., ¡la hija glotona! Nuevas carcajadas invadieron la cabina. 

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LAIAN Y LOS ALIENÍGENAS - parte 2 por FRANCISCO A. BALDARENA se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 4.0 Internacional.
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