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lunes, 18 de enero de 2021

LAIAN Y LOS ALIENÍGENAS - parte 6

 26- UN PUNTO EN LA ARENA 

Una tarde, cuando Laian volvió a ver a lo lejos no una sino tres naves cruzar lo cielos a intervalos, tuvo la corazonada de encontrarse cerca de los aliení­genas, o por lo menos la esperanza. Sin embargo, sintió una ligera molestia en el estómago, pero valientemente y decidido apresuró el paso. 

Fluo Max y Opzmo supervisaban un nuevo envío de provisiones a Wirm, la décima octava exactamente, cuando la nave recolectora aterrizó. 

   ¡Llegaron las frutas!, casi gritó Opzmo, cerca de los oídos de su amigo. Fluo Max lo miró con desdén; extrañaba los sabores sintéticos, porque los naturales continuaban sabiéndole insípidos. 

   Fluo, realmente no sabes apreciar la comida saludable, pero no pierdo la esperanza de verte un día sentado a la mesa comiendo sano, dijo Opzmo, risueño como siempre. 

   Déjate de sermones saludables y vamos a terminar el cargamento de "tus frutas saludables" al transbordador, dijo Fluo Max con sorna. En ese momento el piloto de la nave recolectora descendía. 

   Hola amigos, tengo una noticia: alguien está viniendo a pie en nuestra dirección, costeando el mar desde el sur, a unos tres días de a pie, dijo. 

   No me digas que es el maldito Malditas Werk, se quejó Opzmo, que empezaba ya a ponerse violeta, pero el piloto lo tranquilizó. No era el maldito Malditas Werk, sino un tedosiano. 

   Aquí está la grabación, les dijo, entregándosela a Fluo Max. Fluo Max dejó el trabajo a cargo de Atchiki Licki, que andaba cerca de ellos, y los dos amigos partieron hacia el cuartel para ver de quién se trataba. 

Sobre la arena amarilla se veí­a un pequeño puntito negro que podría pasar por una roca si no fuera porque se movía. Fluo Max hizo zoom en el puntito en movimiento y los dos amigos respiraron aliviados al comprobar que se trataba de un joven tedosiano. 

   Uf, por un momento creí que nuestro gran dolor de cabeza aún estuviera en actividad. dijo Opzmo, resoplando de alivio. Fluo Max opinaba que lo más  prudente sería ir a echarle un vistazo de cerca. 

   ¿Qué te parece, Opzmo? Opzmo concordó con su amigo con un movimiento de cabeza y opinó que un paseo no les vendría nada mal. 

Mientras comía un pescado asado bajo la luz protectora del tubo, los pensamientos de Laian giraban en torno a la nave alienígena que había pasado muy cerca de la playa. Quizás lo hubieran visto, pensaba, por eso mismo tenía la sensación de estar siendo vigilado. Al amanecer, luego de recoger sus cosas y antes de reanudar la marcha, inspeccionó las inmediaciones en busca de huellas o rastros sospechosos, pero no encontró nada; eso lo dejó un poco más tranquilo, aunque a cada tanto se daba vuelta y recorría con la vista los alrededores. Durante ese día no volvió a ver ninguna nave, solo nubes esparcidas por el infinito azul celeste, pero por la noche la sensación de estar siendo vigilado volvió a dejarlo nervioso. Y, claro, no durmió con la tranquilidad de las últimas noches, despertándose sobresaltado al menor ruido que entre los intervalos de las olas escurrían desde los matorrales cercanos. No había amanecido aún cuando una bruma repentina cubrió el cuerpo de Laian por encima del haz de luz, permaneciendo sobre él hasta poco tiempo después que despertara. Cuando ésta se disipó, varias siluetas estaban a su alrededor, quietas y en silencio, apenas observándolo. 

27- EL ENCUENTRO  

Laian se levantó de un salto, desenvainó la espada inmediatamente y empezó a girar sobre sí mismo, midiendo a sus oponentes mientras trataba de poner la cara más fiera, aunque no convencía a nadie, ni siquiera a sí propio. 

   Los wirmianos miraban para el joven tedosiano con asombro; les parecía un animal acorralado en un intento vano por hallar una vía de escape. Contra la superioridad numérica (eran ocho contra uno) y las sofisticadas armas que portaban la espada del joven tedosiano era lo mismo que un escarbadientes contra un cañón de rayos lazer. 

   Laian pareció llegar a una conclusión similar, porque en un dado momento bajó la guardia, envainó la espada y con voz temblorosa, pero esforzándose para que sonara firme, les preguntó quiénes eran y qué querían con él. 

   Los wirmianos se miraron extrañados los unos a los otros, no entendían la lengua del tedosiano por eso no se molestaron en decir nada. Por medio de señas le indicaron que juntara sus cosas y que los acompañara. 

  Laian entendió el pedido y lo acató en silencio mientras se preguntaba si serían gente de otras tierras o los mismos alienígenas. Pues, se parecía a los humanos aunque sin las barbas y el cabello largo como usaban los adultos, pero por sus ropas y las extrañas armas que empuñaban era bien posible que fueran los alienígenas. 

   Laian se sintió mejor cuando los vio marchar adelante y que ni le insinuaran que les diera su espada. A cada tanto miraban hacia atrás y lo alentaban con señas amigables a continuar siguiéndolos mientras hablaban en lengua desconocida y reían. 

  Unos kilómetros adelante Laian vio una nave plateada, mucho más pequeña que la que viera sobrevolar el valle inundado, estacionada en la playa, entonces su corazón dio un salto. ¡Eran los alienígenas! Por su comportamiento intuía que de forma alguna podían ser malos, y cuando le hicieron señas para entrar con ellos a la nave una sonrisa de oreja a oreja se dibujó en su rostro. 

   Mientras recorría la nave la curiosidad de Laian le impedía mantener la cabeza quieta, miraba para todos lados y en cada lugar todo lo que veía le era conocido. "¿De qué mundo vendrán?", se preguntaba. 

   Uno de ellos le señaló un asiento junto a una pequeña ventanilla, después le abrochó el cinto de seguridad. Finalmente los motores se encendieron, emitiendo ronquidos estruendosos que abalaron el espíritu de Laian, y cuando la nave empezó a elevarse cerró los ojos y se aferró en los apoyabrazos con todas sus fuerzas mientras el estómago se le congelaba. De pronto, sintió que lo tocaban en el hombro, un alienígena le hacía señas para que mirara por la ventanilla. Estaban sobrevolando las Aguas Sin Fin. Allá abajo las aguas azules pasaban vertiginosamente mientras algunas islas se dejaban en la lejanía. La vastedad del mundo, esta vez, lo hizo sentirse mil veces menor que una hormiga. Al poco tiempo la nave giró a la izquierda y el suelo se tornó verde y marrón, y más un poco empezaron a sobrevolar más bajo sobre tierras que en algunas partes estaba arada y en otras, de un verde claro, sembrada. Y más aún se asombró Laian cuando vio las extrañas estructuras donde los wirmianos acopiaban y procesaban los alimentos y hacían vida, y que a sus ojos parecían ingeniosos castillos de metal. De pronto, la nave se detuvo con una leve sacudida, quedando suspendida en el aire por algunos segundos, los suficientes para que Laian, atemorizado, volviera a aferrarse en los apoyabrazos con todas sus fuerzas, creyendo que iban a caer; pero en seguida y para alivio suyo, la nave comenzó a descender suavemente hasta posar sin que se diera cuenta. Laian, incapaz de creer como verdadero lo que sus ojos estaban viendo, tampoco conseguía razonar congruentemente. "¡Si el maestro pudiera ver lo que ven mis ojos!", exclamó por dentro.     

   Mientras descendía deslumbraban sus sentidos las cientos de naves plateadas estacionadas en una fila interminable mientras varios aliení­genas se movían entre ellas; los inmensos castillos metálicos, tan altos que parecían llegar hasta el mismo cielo. Laian una vez más volvió a sentirse pequeñísimo. 

   Ya en tierra firme, uno de los alienígenas, totalmente vestido con atuendos de color violeta, se le acercó con una sonrisa y le hizo una seña para que lo siguiera hasta un grupo de alienígenas que los aguardaban en la entrada de uno de los castillos metálicos. Entre ellos, había uno que se destacaba de los otros por su larga cabellera blanca, lisa y brillante y porque su piel tenía el mismo aspecto que el polvo dentro del tubo luminoso. Estaba al frente del grupo, lo que le hizo pensar que debía ser el jefe por allí­. Tanto él como los otros lo miraban de manera amigable. Al llegar junto al grupo el alienígena de violeta habló alguno con el jefe y éste le hizo una seña a Laian para que los siguiera. La mente de Laian vibraba, estaba a punto de conocer un castillo alienígena por dentro.

28- ADMIRABLE MUNDO NUEVO

Laian mientras absorbía a través de los ojos, como una esponja reseca, los miles de detalles a su alrededor, pensaba que los alienígenas debían sin sombra de dudas poseer una inteligencia superior a la de su maestro. Las novedades en todo lo que veía estaban más allá de su capacidad de comprensión, desde los naves y sus castillos de metal hasta los atuendos que vestí­an y sus armas, que a pesar de ignorar su poderío las imaginabas tremendamente letales. Hizo un intento por imaginar cómo sería su planeta de origen y todo lo que consiguió fue multiplicar hasta el infinito lo que veía en ese momento. Del temor que sintió al principio, en la playa, ya no le quedaba ni el más leve vestigio, en su lugar una alegría interior, que sin duda los alienígenas no dejaban de notar, lo sobrepasaba. Por la manera amable como lo trataban y por sus conversaciones distendidas y por cómo reían entre sí, estaba seguro que, de poder entenderse mutuamente, lo tratarían como a uno más. Tení­a tanto a preguntarles, ya que más allá del valle y la travesía hasta donde se encontraba en ese momento, el mundo constituí­a un misterio insondable.

Después de innumerables pasillos fue conducido a una sala repleta de artefactos y máquinas con luces de todos los colores que prendían y apagaban solas, que él, lógicamente, no tenía la menor idea para qué servían. El simpático alienígena vestido enteramente de violeta le señaló una silla delante de una pequeña mesa, Laian entendió que debía tomar asiento. Luego el alienígena puso un artefacto delante suyo y, siempre con señas y gestos, lo animó a que hablara mientras él y el que parecía ser el jefe se sentaban en el otro extremo de la mesa y se ponían orejeras metálicas y el artefacto empezaba a emitir luces de colores y titilantes. Laian pensó que lo mejor sería empezar por presentarse y después mencionar lo poco que sabía en la vida.

   Mi nombre es Laian, empezó, de la aldea de..., bueno, nunca nadie se molestó en ponerle un nombre, simplemente siempre la llamamos "la aldea". Soy discípulo del gran mago Elser Masgrís, el hombre más inteligente que ya conocí, antes de ustedes, claro. Los alienígenas, los ojos puestos en la máquina, asintieron con un gesto de cabeza el elogio. Laian, no entendiendo que toda la parafernalia a su alrededor era para traducir al idioma de los alienígenas sus palabras, creyó que los gestos de los alenígenas se debían a cualquier otra cosa menos a lo que acababa de decir. 

   Bien, prosiguió, la verdad es que desde la primera vez que vi la nave plateada de ustedes sentí curiosidad por saber cómo eran, de dónde vení­an y cómo sería su forma de vivir. Imagino que el planeta de donde vienen sea un lugar bonito y lleno de maravillas, como todo esto. Tras estas palabras, Laian recorrió con la mirada el recinto. Y así hablando más sobre la admiración que sentía hacoa los alienígenas que sobre su mundo, Laian siguió parloteando como un loro.

   Después de varios minutos, y viendo que el joven tedosiano ya no sabía qué más decir, Fluo Max y Opzmo se sacaron los auriculares y le hicieron un gesto para que esperara. 

   El idioma tedosiano es más fácil de aprender que pelar una banana, dijo Opzmo, en el idioma del muchacho. 

   Con toda seguridad, respondió Fluo Max, también en la misma lengua. Laian puso cara de asombro y se alegró al ver que los dos alienígenas hablaban su idioma. 

   Entonces, ¿ustedes pueden entender lo que yo hablo?, preguntó sonriendo. 

   Ahora sí­, respondió Fluo Max, y mi amigo también. 

   Hola Laian, mi nombre es Opzmo, pero puedes llamarme de Opzmo simplemente, dijo Opzmo, con otra de sus ocurrencias.

   Y yo soy Fluo Max y estoy a cargo de todo esto, y mi amigo chistoso aquí es el segundo al mando, aunque no lo parezca, dijo Fluo Max, sonriendo. 

   Laian no entendía cómo ahora entendían y hablaban tan bien su idioma si hasta hacía algunos minutos aparentaban no entender ni jota. 

   ¿Cómo es posible que puedan entender y hablar mi idioma ahora?, les preguntó.  

   Gracias a esta maquinita aquí­, que no solo traduce palabras sino que al mismo tiempo, a través de un mecanismo que tú todavía no puedes entender, enseña a comprender la estructura gramatical y a hablarlo también, dijo Opzmo. 

   Pero mi idioma contiene más palabras de la que yo he usado, muchísimas más, creyó conveniente aclarar Laian y luego preguntó: 

   ¿Y si yo me pongo esas orejeras puedo entender y aprender el idioma de ustedes? 

   Sí, dijo Opzmo, pero dentro de cien años; disculpa es una broma tonta de la que yo solo soy capaz de decir. No, en verdad, lo difícil te será pronunciarlo.

29- LOS MALOS ALIENÍGENAS

Luego la conversación entre los tres giró en torno a Malditas Werk y de cómo Elser Masgrís, el mago, lo habí­a sepultado bajo el lago. Los amigos wirmianos llegaron a la conclusión de que Malditas Werk, su familia y la tripulación entera, ya era parte de la historia. Laian, a su vez, se enteró sobre la nave negra y, más o menos, cuáles eran las intensiones de sus ocupantes. 

   Deberían conocer a mi maestro, les dijo Laian, en un dado momento, es una gran persona y el mejor mago hasta donde yo sé...aunque a decir verdad nunca conocí a ningún otro. 

   Y tú, ¿cuántas magias sabes hacer?, le preguntó Opzmo. 

   La verdad, no sé ninguna... todo lo mágico que puedo demostrar está aquí dentro, un regalo de mi maestro para sacarme de apuros. Laian señaló el morral mágico a su lado. 

   Pero parece estar vacío, dijo Fluo Max, que ya lo sabía por los escaners que nada habían detectado cuando habían ingresado a las instalaciones.

   Parece, es cierto, pero cuando necesito algo solo tengo que meter la mano y sea lo que fuere que yo necesite sale de él. Por lo menos hasta ahora nunca me ha fallado, dijo Laian, con una mueca. Opzmo, que estaba tan o más curioso que su amigo, quiso saber si Laian podía hacerles una demostración. Laian se mostró indeciso, ora por miedo ora porque no necesitaba de nada de inmediato. 

   Es que por el momento no necesito nada. No puedo fingir necesitar algo sin realmente necesitarlo, el morral mágico no funciona así, dijo, dando de hombros. Opzmo creyó oportuno hacer gala de una magia que igualaba a la de su maestro, así que empezó a levitar y a pasearse por el recinto con piruetas en el aire llenas de gracias. Laian sonrió con sus payasadas y aplaudió cuando Opzmo terminó su cómica exhibición.

   Es más, dijo Fluo Max, también empieza a sudar violeta cuando se pone nervioso, es por eso que siempre viste ropas violetas, ¿no es, Opzmo? 

   Sí, y él se pone fluorescente por la misma razón, dijo Opzmo, mirando a Laian. 

   Creo que a nuestro amigo le gustaría conocer las instalaciones, propuso Fluo Max. Laian esbozó una gran sonrisa.   

A cada nueva puerta que se abría un nuevo universo repleto de artefactos inimaginables apabullaba los sentidos de Laian, que al tiempo que se maravillaba deseaba que su maestro estuviera junto a él para ver con sus propios ojos aquel mundo nuevo. Con seguridad él sabría para qué servía cada cosa. 

   A la hora del almuerzo, sus dos anfitriones galácticos lo acomodaron entre ambos. La comida servida tenía un aspecto extraño aunque estaban echas con las verduras y carnes que Laian conocía, pero al probarla comprobó que no sabía a nada, como si las hubieran cocinado sin sal. 

   Fluo Max y Opzmo y los demás comían animadamente. 

   ¿Qué te parece nuestra comida, Laian?, le preguntó Opzmo. 

   Es diferente, pero está muy buena, contestó Laian, disimulando no importarse con el sabor. Por educación no se atrevía a objetar la insipidez del almuerzo. 

   Como habrás notado, nosotros comemos los alimentos sin sal, dijo Opzmo, insistiendo en el mismo tema. Fluo Max lo miró extrañado, sin saber de dónde sacaba eso, si la comida sabía como siempre, pero conociendo como lo conocido a su amigo imaginó por donde venía la cosa

   Sí, lo noté, respondió Laian, con una sonrisa sin gracia. 

   Si lo prefieres puedes ponerle sal a tu gusto, si tienes, dijo Opzmo. Laian paseó la mirada por la larga mesa y constató que no había nada parecido a un salero. Entonces sin más ceremonia introdujo una mano en el morral mágico y sacó un salero y cuando estaba por salar su almuerzo notó que Fluo Max, Opzmo habían callado, pero al levantar la vista vio que lo estaban mirando con una ligera sonrisa. Luego estallaron sus las risotadas. El morral realmente era mágico. 

3O- EL LAGO TUM TUM

Luego de la partida de Laian, uno de los habitantes de la aldea, un día, yendo atrás de un javalí, se acercó a la orilla del lago. De repente oyó el famoso "tum tum", tantas veces oído,  repetidas veces, entonces levantó la vista y vio en el medio del lago que se formaban anillos concéntricos provocados por algo sumergido en las aguas. El aldeano huyó aterrorizado, pensando que bajo las aguas vivía un monstruo. Desde ese día bautizaron al lago con el nombre de "Tum Tum". La superstición los habí­a envuelto como un manto oscuro, y para empeorar las cosas, poco después de Laian, Elser Masgrís también había partido hacia el sur con una excusa que a nadie le quedó muy clara. Al verse sin la protección del mago, el temor de que el monstruo sin forma ni rostro pudiera venir tras ellos les comprimía el corazón; ya el miedo se había instalado en sus mentes y almas, como una enfermedad incurable. Poco antes de caer la noche, todas las puertas y ventanas se cerraban y solo se volvían a abrir cuando el día ya estaba claro. Pero una noche sucedió que el retumbar aterrador se volvió tan repetitivo que los habitantes creyeron que el monstruo del lago por fin había enloquecido. Nadie se atrevió a cerrar los ojos esa noche y temiendo lo peor, se mantenían en silencio y rezando en los rincones y hasta los animales en los establos y corrales se sentían más inquietos que cuando oían los aullidos de los lobos. En cierto momento el "tum tum" se detuvo de repente y un silencio estremecedor se abatió sobre ellos, aunque nadie se atrevió a confesar lo que sentía sus miradas lo decían todo. De madrugada oyeron que algo se aproximaba desde algún lugar del bosque, un ruido indefinible, creciendo asustadoramente como un vendaval arrastrando todo a su paso hasta que el infierno llegó a sus puertas y fue el fin. 


El ruido aterrador que todos oían desde hacía tanto tiempo había estado debilitando poco a poco la represa, abriendo pequeñas grietas, y esa noche el martilleo incesante por fin había hecho que la tierra y las piedras cedieran ante la presión de las aguas represadas. El torbellino de aguas barrientas mezcladas con piedras se precipitó con fuerza colosal por el bosque, arrastrando árboles y todo lo que se interpuso en su camino, directo hacia la aldea. Cuando la catástrofe los encontró, los pocos habitantes que lograron sobrevivir, atascados en el barro pegajoso, entre vacas, cerdos y caballos que chapaleaban peligrosamente a su lado, y otros que yací­an tendidos en diferentes puntos de la destrucción clamaban por socorro entre sollozos y voces lastimeras, pero nadie acudiría en su ayuda, porque la muerte había llegado a sus puertas para cargarlos en su lomo huesudo y llevarlos al oscuro más allá. 

Licencia Creative Commons
LAIAN Y LOS ALIENÍGENAS - parte 6 por FRANCISCO A. BALDARENA se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 4.0 Internacional.
Basada en una obra en https://creativecommons.org/choose/?lang=es#metadata.


sábado, 17 de octubre de 2020

BRYNLAITH Y EL CAMINO DE PIEDRA

 

Brynlaith soñaba que vagaba perdido en una tierra extraña, oscura, desdibujada, cuando oyó una voz de mujer, escondida y sin rostro, que lo llamaba desde algún lugar: "Brynlaith, Brynlaith", esa voz lo despertó. Brynlaith abrió los ojos y de inmediato se puso en estado de alerta, intuyó que no estaba solo. Empuñó su espada, que yací­a a un costado del lecho de piel de bestia, y se puso de pie. La hoguera casi apagada no alumbraba ni calentaba ya. Observó con cuidado la pila de leña contra la pared rocosa, si había alguien más solo podría estar escondido detrás de ella o a uno de los lados. Se movió con cuidado esforzándose por observar el contorno de la pila, pero no encontró ningún cuerpo agazapado y listo para abalanzarse sobre él. Recogió unos leños, removió las cenizas con uno de ellos y luego tiró sobre las brasas el resto y un trozo de cebo, en seguida se arrodilló y empezó a soplar para avivar las brasas. Pronto el fuego iluminó todo el interior de la cueva. Ahora, con más claridad examinó toda la amplitud del recinto; tal vez alguna alimaña se escurriera por la noche y, aterrorizada, se mantenía inmóvil debajo de los leños o quizás ya se había marchado sin dejar rastros, pensó. El sueño aún lo perturbaba, pero la voz, tan real en el sueño, poco a poco iba desvaneciéndose hasta que un momento después se tornó un vago recuerdo. Con el crepitar de la leña, tomó conciencia del silencio exterior. Se acercó hasta la entrada y asomó la cabeza por entre las gruesas pieles que cubrían la entrada. La lluvia que duraba hacía varios días había cesado y eso alegró su espíritu. Aún era de madrugada y no se oía ninguna voz, ningún rumor, todo estaba desoladamente quieto y oscuro. Los habitantes de Sinkór aún dormí­an. Brynlaith fue hasta el fuego y se quedó sentado con la vista clavada en las llamas, pensando nada en concreto, apenas dejando que sus pensamientos vacíos fueran arrastrados por las hipnóticas formas rojo anaranjadas de las llamas hasta que amaneció. 

II

Y la tierra de los días grises amaneció como siempre habí­a amanecido desde que él pudiera recordarla, pálida y de un gris difuso. Hasta donde sabía, ni él ni el habitante más longevo de Sinkór conocían dí­as de otro color. El sol, la luna y las estrellas, como tantas otras cosas del mundo antiguo, que por su prolongada ausencia habían sido dejadas de pensarse, ahora eran conceptos abstractos y sin explicación definida e interpretados distintamente por cada uno de sus habitantes. Para la espesa y eterna niebla tampoco tenían una explicación, estaba a su alrededor para condenarlos a una vida casi a ciegas todos los días de sus vidas y ya. Brynlaith odiaba aquel lugar y tení­a claro que nunca se identificaría con el resto de esa extraña sociedad, formada por unas pocas docenas de almas que al irse reproduciendo entre sí­ se consideraban más una familia que una tribu, aunque ésto lo excluía a él, siempre tratado como un extraño. Un tanto por no descender de ellos (una mujer lo encontró aún niño y al morir poco tiempo después, nadie se hizo cargo de él, con lo que creció en medio de ellos pero separado y otro tanto por su propio distanciamiento, que en sí era una forma de negar todo lo que Sinkór representaba. Por eso mismo nunca se le había pasado por la mente formar familia con ninguna mujer del lugar, con toda la contrariedad que ello conllevase; además, pensaba que cualquier relación amorosa sería un amor fingido, un amor sin fundamento, que derivaría únicamente de una necesidad sexual y no del albedrí­o de su corazón. Veí­a que las personas de Sinkór, temerosas de los peligros que ocultaba la niebla, se habían conformado a vivir atrapados en aquel maldito lugar que llamaban hogar, pero conformarse con aquel lugar y con aquel pueblo no entraba en sus planes. 

III

Después de comer la última alimaña ahumada tomó el morral de cacerí­a, la espada y salió al descampado donde se reunían y pasaban el tiempo los sinkorianos, una especie de patio amplio en la ladera de la montaña donde estaban escavadas sus cuevas. Oyó murmullos por aquí y por allá, buscó con la mirada y encontró bultos apenas perceptibles moviéndose vagamente entre la cortina gris de la espesa niebla. Al atravesar el descampado, chapaleando en el barro hacia las entrañas de los bosques muertos, del lado opuesto a las cuevas, pasó por algunos sinkorianos, que saludó ligeramente. Algunos se preparaban para salir de caza, lo cual hací­an siempre en grupos, por el peligro que representaban las bestias y por lo fácil que resultaba perderse en ese mundo casi sin puntos de referencia, y porque al momento de cazar tenían más probabilidades de éxito. El único que no temía perderse ni temía a las bestias era él (la verdad no le temí­a a nada) y preferí­a andar solo que andar acompañado de alguien temeroso a su lado, además, siendo el único a renegar de Sinkór, creía estar perdiendo su tiempo socializando con gente de pensamientos diametralmente tan opuestos. Apenas una discreta y escasa convivencia era todo lo que obtenían de él. 

   Cada vez que salía de cacería acostumbraba hacerlo en diferentes direcciones y a mayor distancia, siempre acompañado por la esperanza de encontrar algo que, aún sin saber qué sería, lo ayudara a abandonar Sinkór para siempre. No admitía que el mundo fuese solamente aquello que lo rodeaba, tenía que haber algo más en algún lugar. 

IV 

Brynlaith desconocí­a su edad. Aún era joven, no obstante, pensaba estar apto para aventurarse en un viaje sin retorno, pero ¿hacia dónde?, si todo era una misma cosa, donde se tenía la sensación de caminar sin salir del lugar. Ya hacía ocho días que andaba embreñado en las entrañas nubladas del bosque muerto, nunca se había aventurado tan lejos de Sinkór como esta vez. Por suerte no había vuelto a llover, aunque el suelo continuaba húmedo. En un descuido, tan frecuente debido a la niebla perenne, resbaló en un talud, yendo a caer en una hondonada no muy profunda, una especie de zanjón que se extendía hacia los lados desapareciendo a pocos metros en la dilatada niebla. Tuvo cierta dificultad en subir al otro extremo, por causa de la tierra resbaladiza, hasta que encontró una raíz saliente de la cual pudo asirse y llegar a la superficie. Ya del otro lado y más allá del ramaje seco y quebradizo, el suelo le resultó extrañamente liso, uniforme y extrañamente duro. Había descubierto un antiguo camino de piedra. 

Como una luz en medio de una noche oscura, aquel camino de piedra conmocionó su corazón, y vio en él una salida a su deseo siempre presente de alejarse de Sinkór. Se preguntó cuál rumbo debería tomar, porque en aquel momento sintió, sin ninguna sombra de dudas, el llamado del destino. De repente oyó en su mente la misma voz del sueño que tuviera la última noche que durmió en su cueva: "Brynlaith, Brynlaith". Ante la incertidumbre de las dos opciones que le proponía el camino, optó por quedarse algunos días por allí, de donde se aventuraría alternadamente hacia ambos lados hasta que encontrara algo que le indicase el rumbo cierto. Entretanto podía volver a Sinkór, pero eso no era más una opción, era el fracaso, la derrota, por eso descartó tal idea. Lo primero a hacer era juntar leña para el fuego y bastante ramaje para hacer un vallado que lo protegiera de las bestias, lo único realmente peligroso en aquel mundo casi sin luz. En esos ochos días aún no había visto a ninguna bestia de gran porte que le significara algún peligro, pero las había estado oyendo merodear y gruñir a lo lejos. Después de haber juntado leña suficiente para que el fuego le durara toda la noche, Brynlaith se dedicó a recoger ramajes para hacer el vallado. Cuando volvió del tercer viaje junto con un nuevo atado de ramas, traía consigo una alimaña que cazó en su guarida dentro de un árbol hueco, la comida de ese día estaba asegurada. Por la noche tuvo el sueño liviano, sueño de cazador, oía a las alimañas a poca distancia, morder furiosas la corteza seca de los arbustos y los árboles muertos y corretear nerviosas entre chirridos agudos; más distante, los aullidos y los gruñidos de las bestias, por eso dormía agarrado a su espada, como siempre lo hacía en sus salidas de cacería. 

VI 

Poco antes de amanecer, ruidos de pasos lo despertaron, se paró de un salto y apagó el fuego, que no alumbraba tanto ya, pero lo suficiente para delatar su presencia en medio de tanta oscuridad. Quien quiera que fuese ahora estaba en pie de igualdad con respecto a la oscuridad, ninguno podía ver al otro. En seguida se agachó y se acercó tan silencioso como una sombra hasta quedar junto al vallado, en la dirección de donde escuchara los pasos. No era bestia, podía olerlo, era olor a humano. Brynlaith pensó que podría ser un sinkoriano que lo había seguido, pero en seguida descartó tal hipótesis, ningún sinkoriano era lo suficientemente astuto como para seguirlo durante ocho días sin que él se diera cuenta, ni tan valiente para seguirlo sin compañía. Solo podía esperar la claridad del día para aclarar sus dudas, a no ser que las cosas se complicaran caso el extraño tomara otra actitud que la de mantenerse quieto.­ Los minutos transcurrirían, como no podía ser de otra manera, muy lentamente. Brynlaith retrocedió un poco, porque no quería estar muy próximo al vallado cuando la difusa luz gris de la mañana lo dejara frente a frente con el desconocido. Enfocó su mente en el punto exacto donde estaba parado el extraño y se vació de cualquier pensamiento, únicamente se concentró en oír la respiración del extraño, tranquila y pausada, que denunciaba su inmóvil presencia, lo que ya era mucha información para un buen cazador. Comenzaba a clarear cuando la forma oscura e inmóvil del extraño empezó a destacarse entre el gris de tonos medio inciertos que venían a dibujar las formas del nuevo día. Brynlaith se puso de pie y calculó que se encontraba a cuatro metros de distancia del extraño, lo que equivalí­a a dar tres largas zancadas y saltar, espada en alto entre ambas manos para, finalmente, asestar el golpe certero en el medio de la cabeza del oponente, o a uno de los lados del cuello. Ya abatiera bestias impredecibles muchas veces de esa manera y ésa era una de muchas otras tácticas de ataque y defensa en la que era diestro. En Sinkór los demás habitantes tenían una forma rudimentaria de lucha basada en lanzamientos de piedras, palazos y unos pocos golpes de espada, él, en cambio, ejercitaba su cuerpo por las noches y ensayaba luchas en solitario contra los troncos de árboles transformados en su mente en bestias imaginarias para luego, en la práctica, perfeccionar los golpes contra bestias de verdad. Pero en realidad, nunca habí­a enfrentado a otro hombre, aunque el mundo estaba lleno de primeras veces para todo, todo el tiempo y, principalmente, en el momento menos esperado. En verdad, ambos hombres esperaban la claridad del día para dar el siguiente paso; inmóviles y en silencio, cada uno parecía estar estudiando al otro, por lo menos era eso lo que Brynlaith hacía. Cuando la escasa claridad fue suficiente como para verse mutuamente, Brynlaith pudo comprobar que no se trataba de ningún sinkoriano, y sí de un extraño: un hombre viejo y aparentemente desarmado, pero a todas luces incapaz de hacerle frente sin sufrir una clara derrota. La inercia compartida finalmente fue rota por Brynlaith que dio un paso al frente y sin bajar la guardia, habló:

   ¿Qué buscas, extraño? En su voz no había ni temor ni desafío. 

   Vengo en paz, hermano, respondió el extraño, levantando un brazo en forma de saludo. Su hablar era suave y sereno. 

   Soy Brynlaith de Sinkór, dijo el joven cazador, metiendo su espada en la vaina sobre su espalda. 

   Y yo soy Visitante, dijo el extraño, con gestos amigables. Luego agregó:

   Y soy de Goldia, la tierra del sol y la luna, la tierra de la luz y los colores. Al oír el nombre del lugar y las palabras sol, luna, luz y colores, el corazón de Brynlaith se aceleró, y con animosidad invitó al extraño a compartir el fuego y un bocado de carne de alimaña asada. 

   Entonces bienvenido seas, Visitante, dijo y en seguida entre ambos abrieron una brecha en el vallado y se estrecharon las manos. Brynlaith ahora ya tenía una confirmación de primera mano de que existía otra gente más allá de Sinkór, y, sin dudas, el hombre le señalaría la dirección correcta a tomar. 

   Viajante nunca antes había respondido a tantas preguntas en tan poco espacio de tiempo, a media hora del primer cruce de palabras, Brynlaith parecía haber guardado solo para él todas las preguntas del mundo. Sabiendo que le esperaba volver a responder todo de nuevo, Visitante hablaba con parsimonia, sin ahondar demasiado en detalles. Más tarde, y como lo pensó, el joven, menos eufórico, escuchó con suma atención nuevamente su relato y encontró en ellos casi toda la información que necesitaba para enfrentar su destino. La voz de Visitante dibujaba, o más bien grababa, en su mente las imágenes de ese diferente y fascinante mundo nuevo:

   Goldia es la tierra del sol que brilla como el oro y la luna; blanca como la nieve de las altas cumbres; la tierra de los mil colores donde puede verse la naturaleza exuberante y generosa; donde el agua es cristalina y dulce. Goldia es la tierra de donde los hombres extraen todos los frutos que necesitan para sobrevivir sin necesidad de matarse entre sí por ello. De los verdes bosques se obtiene la madera para las viviendas, para los muebles y para muchas otras cosas más. En Goldia la caza es abundante y nadie se va a dormir con la barriga vacía. Visitante hizo una pausa para dar fin al pedazo de carne que sostenía en las manos, tras lo cual prosiguió: 

   Hace mucho tiempo, cuando hacía ya varios años que la gran niebla, esta misma que vemos aquí, ya se había disipado por completo, disolviéndose en el aire, muchos hermanos salimos, en grupos de a tres y de a cuatro, en varias direcciones para llevar la buena nueva a los lugares más recónditos de la tierra, donde aún los hombres no se habían enterado del gran milagro. De mi grupo sólo he quedado yo para continuar llevando la buena nueva a donde mis pies me lleven. Mis otros dos hermanos han dejado su vida en el largo camino; con lo que solo he quedado yo para terminar de cumplir mi destino de llevar mi mensaje hasta donde la última tierra encuentre las aguas interminables del mar, y llegando allí seguiré por la orilla buscando nuevos caminos para proseguir con la misión que me ha sido incumbida. 

VII

A los oídos de Brynlaith el breve relato, contado por la voz serena del extraño, le parecía un bello poema, aunque no supiera el significado de muchas de las cosas que Visitante hablaba. Visitante pasó el dí­a y otros dos más contando muchas otras cosas interesantes al ávido Brynlaith, cosas que le serían de mucha utilidad en el futuro. Tan útiles como esenciales para el largo y siempre peligroso camino hasta la tierra de tantos prodigios de que hablaba su amigo; porque, según Visitante, a orillas del camino desde las sombras acechaban tanto bestias como malos hombres. Visitante también le contó sobre ciudadelas y templos de antiguas civilizaciones en ruinas que encontraría por el camino, donde habitaban hombres buenos pero también se escondían bandidos; que allí­ muchas veces también se encontraba la muerte bajo el peso de las piedras que el paso del tiempo cada tanto hací­a caer; que había visitado muchas aldeas, pero que ignoraba su suerte tras su paso, que tanto podían haber prosperado como desaparecido. Visitante también respondió a muchas preguntas ya repetidas veces respondidas a otros por donde había pasado. Cuando Brynlaith ya no lo apabulló con tantas preguntas, como en los días anteriores, Visitante creyó que sus palabras habían conseguido su cometido y decidió que estaba en tiempo de seguir viaje. Siguiendo la dirección indicada por Brynlaith llegarí­a a sinkór, donde más gente escucharía sus maravillosas buenas nuevas. Su afortunado encuentro con Brynlaith en el antiguo camino y su partida hacia Goldia, seguramente haría que algunos tomaran coraje y siguieran su ejemplo. 

VIII 

El viejo camino por veces se estrechaba tanto que Brynlaith apenas podí­a pasar por entre las ramas muertas. En esos lugares era consciente de su vulnerabilidad; no más debía tener más cuidado, pues el espacio reducido dificultaba su defensa en caso de sufrir una emboscada por parte de bandidos o el ataque siempre imprevisto de las bestias, por eso se movía con la espada en su mano. Pero cuando el camino se ensanchaba nuevamente volvía a sentirse un tanto más seguro; porque seguro completamente, dada las circunstancias, era un estado relativo y, más concretamente, un concepto que mejor era nunca tenerlo en cuenta. En efecto, en esa tierra inhóspita y salvaje seguridad era lo que menos abundaba, más aún cuando caía la noche. 

IX 

Faltaba poco para oscurecer cuando Brynlaith divisó la borrosa silueta del tronco de un árbol, a un costado del camino. Luego de inspeccionar el árbol y cerciorarse que no estuviera tan podrido como para no sucumbir bajo su peso, y de echar un vistazo alrededor, decidió que era el mejor lugar posible donde pasar la noche. Brynlaith, como todas las noches, no iba a poder conciliar el sueño como estaba más o menos acostumbrado; el territorio por donde transitaba le era desconocido y un territorio desconocido siempre encerraba innumerables incógnitas. No que anteriormente no se valiese por sí solo, pero ahora era la hora de la verdad, si no andaba con el máximo cuidado posible tendría que enfrentarse a situaciones adversas y a un sinfín de dificultades inhéditas. Coraje y valentí­a poseí­a, y de sobra, pero la incertidumbre permanente sobre el mundo denso, oscuro y traicionero por donde lo llevaban sus pasos también iba junto con él. Pero el deseo inquebrantable de llegar a esa tierra de luz bien valía la pena y esto lo tenía siempre presente desde su encuentro con Visitante. 

   Brynlaith miraba hacia atrás y lo que veí­a era sufrimiento y tristeza. Como si en todo ese tiempo transcurrido su vida hubiera sido la carga incómoda que nadie quiere transportar; como la presencia de un anciano sin importancia que, por no servir ya para nada más, se lo tiene olvidado en un rincón, apenas esperando a que muera para que no estorbe más, un mero objeto de la intolerancia colectiva.

Cuando oscureció el aire se tornó muy frí­o y Brynlaith añoró el abrigo de su acogedora caverna, lo único que podía echar de menos de Sinkór. Pero los ruidos en el suelo lo trajeron de vuelta a la realidad de su entorno. Despejó su mente de los recuerdos y agudizó sus sentidos situándolos en su aquí y ahora, atento a su alrededor y al correteo nervioso de las alimañas y su masticación frenética, a las bestias quebrando las ramas secas bajo sus pasos, a los árboles que sucumbían por su propio peso, a las piedras que rodaban por los declives del terreno, en fin, a todos los ruidos nocturnos que le dificultarían el sueño al más osado aventurero, incluso al más valiente y audaz cazador. En determinado momento las alimañas cesaron su labor y Brynlaith afinó aún más sus oídos; el silencio que dejaron tras de sí dio lugar a un ruido creciente de ramas secas que, claramente, indicaban que se acercaba una bestia. Como creciera un poco más Brynlaith ya no tuvo dudas, la bestia avanzaba en su dirección, lo habí­a olfateado y venía por su cena. En ese instante Brynlaith se sintió como lo que realmente era en ese preciso momento: una carnada humana. Brynlaith se puso de pie y parado firmemente sobre dos sólidas ramas se preparó para lo inevitable. Un poco más y pudo olerla muy cerca, entonces la oyó llegar hasta el pie del árbol y quedarse parada y direccionar su olfateo hacia arriba. En seguida la sintió trepar (ya lo había localizado) y enterrar las garras en el tronco como si lo hicieran en su carne. Brynlaith preparó su estrategia de defensa, afirmó un poco más sus pies y apretó con fuerza su espada a la altura del pecho. Sintió el aliento caliente de las fauces de la bestia a centímetros de sus botas, entonces se inclinó con todo su peso sobre la espada hacia el vacío oscuro. Oyó su quejido de dolor y sintió en los brazos la resistencia de la gruesa piel de la bestia, al enterrársele la hoja filosa, y luego el lento y pesado resbalar de la carne abandonando el metal, acompañado de un quejido moribundo que se apagaba lentamente, hasta que el sonido sordo de su cuerpo desplomándose contra el suelo le certificó que el peligro ya había pasado. Por algunos segundos Brynlaith oyó su respiración agitada y el postrero debatirse decreciente entre la hojarasca seca de la bestia que morí­a. Por la mañana desayunarí­a carne de bestia asada. Entretanto, se mantuvo despierto durante toda la noche, hasta que, a través de la tenue luz matinal, pudo ver el cadáver de la bestia tendido junto al árbol: una gran bestia de piel negra y reluciente con expresión grotesca. Uno de sus enormes colmillos amarillentos estaba incrustado en una rendija del tronco, dejando su cabeza torcida hacia arriba; sus ojos estaban abiertos y con la opacidad de la muerte, pero conservando aún una expresión de miedo; de la boca entreabierta, caída a un costado, le colgaba la lengua tiesa y de un morado oscuro, sobre una gran manchada de sangre coagulada que se perdía bajo el mentón y reaparecía sobre el pecho. Brynlaith saltó a su lado y rápidamente se puso a despellejar con cuidado la hermosa y valiosa piel. 

XI 

El almuerzo de Brynlaith no pudo ser mejor; desconocí­a otra carne mejor que la de bestia, aunque a decir verdad no abundaba por aquellas tierras mucha variedad de animales como para comparar. Mientras comía con deleite su imaginación lo llevó a los lugares que Visitante tan bien había descrito, preciosamente adjetivados y repleto de superlativos y a muchas otras cosas de Goldia. Se veía escalando monumentales montañas, tan altísimas que casi tocaban el cielo; caminar por ondulantes praderas, tan verdísimas como esmeraldas; nadar en zigzagueantes ríos de aguas tan cristalinas que se podía ver el lecho pedregoso con asombrosa nitidez desde la orilla, mientras cortaban la tierra asemejándose a serpientes doradas bajo el sol, tan reluciente como el oro pulido; caminar en majestuosos jardines con miles de flores de todos los tamaños y formas, que mareaban la vista y la mente con sus variadísimos matices y perfumes; deleitándose con animales que sabían mejor incluso que la sabrosa carne de bestia; jugando con otros que eran domesticados para alegrar a los hombres con su compañía; distrayéndose viendo los animales que pastaban, que nadaban y que también volaban; cabalgando montado en las hermosísimas bestias llamadas caballos con los que se podía cubrir grandes distancias. Veíase integrado a aquella tierra de hombres pacíficos, aunque valientes, laboriosos y de cordialísimo trato y formando una familia con una hermosa goldiana que, según Visitante, eran las más bellas de todas las mujeres del mundo; con sus cabellos dorados y ondulantes como el trigal acariciado por las suaves brisas que bajaban de las montañas; la piel suave como el plumaje de los pichones de las aves y blanca como la nieve y los ojos del color del cielo en primavera. Todo eso y mucho más le había contado Viajante, con su voz suave y hablar sereno, pareciendo que cualquier cosa que dijera, por más insignificante que fuera, hiciera parte de un bello poema. 

   Después de saciarse Brynlaith juntó sus cosas, dos grandes pedazos de carne asada, la piel de la bestia, que curaría con cenizas en la próxima parada, los dos grandes colmillos y las garras más grandes y afiladas y emprendió su marcha, lleno de sueños e ilusiones. 

XII 

Desde que abandonara Sinkór hasta esa tarde gris, que iba difuminándose, imperceptible y lenta a camino de transformarse en noche oscura, llena de ruidos e inquietud, habían pasado muchos dí­as y muchas noches. Hasta ese momento no se había encontrado en ninguna situación de peligro, con excepción de la noche anterior y el encuentro con la bestia, pero ésto no era motivo para estar menos alerta. 

   Nunca debo olvidarme de esto, se recordó. El peligro pocas veces anuncia su llegada con antecedencia y el joven cazador lo sabía perfectamente. Por ese motivo continuaba su marcha y nada de lo que sucedía a su alrededor escapaba a su percepción. Los días siguientes transcurrieron sin novedades, pero una tarde, poco antes de anochecer y cuando buscaba un lugar apropiado donde pasar la noche se deparó con dos muros de piedra a las márgenes del camino, se trataba de un puente. Siguió hasta el final y retornó al medio del puente, dejó sus cosas amontonadas contra uno de los muros y se asomó al vacío, donde pudo oír el rumor de las aguas que corrían debajo de la niebla. Por la mañana iría por un poco de agua, en ese momento lo importante era juntar leña para hacer un fuego y ramaje para cerrar los lados entre los muros. 

XIII 

   Esa noche, mientras dormía, en sueños vino a visitarlo una hermosa joven; tení­a el cabello, la piel y los ojos tal cual lo narrado por Visitante. Brynlaith comprobó que no le habí­a mentido; ella estaba al final del camino y lo llamaba con una voz dulce: "Brynlaith, Brynlaith". Por la mañana, al pensar en la joven del sueño, Brynlaith no pudo evitar que llegaran a su mente las mujeres de Sinkór; vinieron oliendo a cebo y a orina; con la piel oscura de mugre pegajosa; rascándose todo el tiempo los cabellos enmarañados y grasosos, como siempre luchando con los piojos que ya parecían ser parte de ellas; con sus rostros ceñudos y graves, porque nunca reían, ni de sus desgracias y con los ojos de miradas ausentes. Algunas le hablaban pero el no oía sus voces, solo notaba la carencia de dientes o los pocos que les quedaban, tan oscuros como su piel. De repente sacudió la cabeza para espantar aquellas sombras del pasado, no valía la pena pensar en ellas cuando en su mente, y por qué no, en su corazón, la hermosa joven sin nombre de cabellos dorados, piel de nieve y ojos de cielo primaveral, había llegado para quedarse y hacerle conocer el amor.

   Por la mañana Brynlaith estaqueó la piel de la bestia al costado del camino, para curarla con cenizas. Hasta que estuviera más o menos lista demorarí­a unos días, así­ que recogió el morral y salió a cazar siguiendo el camino y de paso reconocer de antemano el terreno por el que recomenzaría la marcha dentro de algunos dí­as. 

XIV

Unas horas y algunas alimañas más tarde, retornaba al campamento cuando oyó claramente ramas siendo quebradas a su izquierda, no muy lejos del camino. Brynlaith se detuvo al instante y depositó lo que traía en el suelo y llevó una mano a la espada, poniéndose en guardia; en seguida comenzó a girar muy lentamente, de manera que su campo de visión fuera de 360 grados en un radio de tres o cuatro metros. Cabía la posibilidad de que fuera una bestia, pero también una trampa (ser distraído por un flanco y sorprendido por la retaguardia en caso que se tratara de hombres). La niebla, omnipresente a su alrededor y en ausencia de viento, se mantenía estática; ésto era crucial por su doble función, ya que si ocultaba la posición del enemigo también denunciaba su ataque. El ramaje continuaba crujiendo a un costado, pero de pronto el ruido se detuvo y con él todos los sonidos del mundo, como si todos los animales que merodeaban por los alrededores, ante la amenaza de un peligro, huyeran a esconderse lejos o cesaran sus actividades en el mismo lugar donde estaban. Brynlaith, la vista fija en la dirección donde se detuvo el ruido y los oídos atentos alrededor, presintió la inminencia del ataque. Entonces, bien delante de sus ojos, la niebla comenzó a moverse lentamente hacia él; Brynlaith dio un paso a la izquierda y esperó el embate. Como un fantasma, de la niebla emergió un hombre con los ojos de fuego embistiendo a toda carrera contra él, vestía de negro y empuñaba una espada en una mano y una daga en la otra. Brynlaith, como lo había hecho una vez con una bestia rabiosa, cuando el endemoniado desconocido lo tuvo al alcance del golpe de su espada, abrió las piernas y se dejó caer. El veloz movimiento no impidió que el desconocido reconociera la maniobra, por lo que saltó sobre Brynlaith. Pero él también era veloz de reflejos y al percibir que ya no podría cercenarle las piernas, como a la bestia rabiosa, cambió la trayectoria del golpe, elevando la hoja y hundiéndola en el vientre del atacante. El desconocido cayó detrás suyo gimiendo e intentando en vano taparse torpemente la herida por la que escapaban las tripas ensangrentadas. Brynlaith se levantó tan rápido como se había dejado caer y esperó otro posible atacante, pero nadie apareció. Brynlaith acercó al desconocido, que inútilmente trataba de hablar sin conseguirlo; recogió la espada y la daga y se lo quedó mirando en silencio. Nunca había matado ni visto la vida abandonar el cuerpo reflejada en los ojos de ningún hombre, ésto debió asombrarlo, sin dudas, porque lo siguió mirando hasta mucho después que la vida se le hubo escapado del cuerpo. Pasada la conmoción arrastró el cadáver hacia los matorrales, para que se lo comieran las alimañas o las bestias carroñeras, luego recogió la caza y regresó al puente. Siempre hay una primera vez para todo, repitió en su mente lo ya pensado alguna otra vez. 

XV 

Cuando Brynlaith volvió a pasar cerca del lugar donde había dejado el cuerpo del atacante, poco después de reanudar la marcha, unos días después, no sintió ningún olor nauseabundo como esperaba: los animales ya habían cobrado su parte, pensó. Muchos días y noches después el camino de piedra lo llevó a las puertas de una antigua ciudad en ruinas, donde encontró gente viviendo allí. Gente de un tiempo sepultado en la memoria. Eran los remanentes de un pueblo que habí­a conocido el esplendor y la gloria, pero que ahora deambulaban entre las ruinas como sombras fantasmales, recordando un tiempo ido y perdido para siempre. Dijeron llamarse los últimos goldianos. Brynlaith, que nunca llegó a creer que Goldia fuera lo que ahora veían sus ojos, ni una fantasía de Visitante, no se desilusionó ni un poco; es más, agradeció a aquel viejo loco que había inventado para sí un tiempo y una tierra mejores, quizás para no vivir sin ilusiones en ese mundo nebuloso y sin esperanza, porque al inventar aquella tierra de prodigios también a él le había brindado, sin querer, la posibilidad un lindo sueño que perseguir dentro de la pasadilla en que vivía. Esa noche Brynlaith, durmiendo entre las ruinas, volvió a soñar con la hermosa joven de cabellos dorados, piel de nieve y ojos de cielo en primavera. Ella estaba parada en el camino de piedra, más allá de Goldia; agitaba sus brazos con alegría y lo llamaba por su nombre: "Brynlaith, Brynlaith". Y su voz era la más dulce canción que jamás escuchara, una voz que le hizo mover sus pies hacia adelante, alejándolo más y más de los días tristes, de la opacidad de su vida vacía, de ese mundo nebuloso del cual ya conocía todas las tonalidades posibles de gris. 

                                                                           

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BRYNLAITH Y EL CAMINO DE PIEDRA por FRANCISCO A. BALDARENA se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 4.0 Internacional.
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lunes, 17 de agosto de 2020

AMISTADES ECONÓMICAMENTE VIABLES


1- PATRICK KING Y EL NÚMERO DE LA SUERTE

La chica de la agencia de la lotería miraba la nada en el piso reluciente cuando la puerta se abrió; levantó la mirada y vio materializarse un par de zapatillas de lona negra con cordones rojos y suela de goma blanca; trepó por un jeans negro y por un cinto rojo y, finalmente, por una remera de Los Redondos hasta culminar en una cabeza calva lisa y lustrosa, austeramente adornada por anteojos oscuros redondeados. Entonces la chica cayó en sí­. 

  "¡Claro, qué tonta!", pensó, al darse cuenta de quién se trataba. Era Patrick king, el hombre que combinaba como nadie su vestuario en tres únicos colores: negro, rojo y blanco. Venía como todos los días, mañana, tarde y noche, a jugar el número 1986; el número correspondía al año en que su banda preferida, Patricio Rey (de ahí su nombre en inglés) y sus Redonditos de Ricota, había editado el disco Oktubre, su preferido, cuya tapa tiene un dibujo de revolucionarios, que remite a la revolución bolchevique, con la gente en blanco, las banderas y el tí­tulo del disco, simulando el alfabeto sirílico, escrito en rojo sobre un fondo negro (y de ahí los únicos tres colores con que Patrick King componía su vestuario). 

   Si fuese un dí­a como cualquier otro y Patrick King tuviera la suerte que su número favorito saliera a la cabeza lo ganado no cubrirí­a ni la nonagésima parte del total que habí­a gastado hasta la fecha, siempre apostando a la misma cifra, pero era diciembre y Patrick compró el billete del gordo de navidad que terminaba en su número preferido (la verdad, Patrick había comprado desde el número 01.986 al 91,986 y para ello había vendido un camión que tenía en los fondos de la casa, la mujer había puesto el grito en el cielo pero la voluntad de Patrick habló más alto). El que acertase el primer premio del gordo de navidad ese año se tornaría, descontando los impuestos, en uno de los hombre más ricos de América del Sur. Más de tres millones y medio de personas de los países limítrofes habían cruzado la frontera para intentar la suerte, sumándose a la población local. Pero para azar de los apostadores extranjeros el primer premio quedó en casa y el ganador con el número 21.986 fue Patrick King. Era la única vez que en sus cuarenta y tantos años que ganaba en la lotería, la verdad la única vez en la vida que ganaba alguna cosa. La varita mágica del destino lo había tocado. Era su momento de gloria. 

   Durante el desmesurado mes de farra en el cual cayó de cuerpo y alma en los brazos de la felicidad plena, el ego de Patrick se elevó al mundo imaginario donde flotan las personas que son alguien en este mundo. Pero Patrick pensó que un alguien local no era suficiente para su nuevo ego, él aspiraba a ser un international man; él tení­a que ser tan importante e influyente en el mundo como Willy Kate, el dueño de Microchip, la superpoderosa compañía de computación. 

   Aunque nadie creyó que fuera capaz, Patrick King ideó un proyecto educacional gratuito para ser implantado en todas las ciudades del país, y de tener éxito su intensión era de implantarlo en África y luego al resto del mundo. Patrick se reunió con ministros y el presidente de la nación y consiguió el apoyo necesario para el proyecto. El gobierno aportaría las instalaciones y él se encargaría de todo lo demás, desde las computadoras hasta el salario de los profesores. Y era ahí adónde Patrick King querí­a llegar cuando ideó el proyecto: las computadoras se las compraría a Willy Kate, pero éste aún no lo sabí­a, primero habrí­a que negociar. Patrick King se imaginaba ya negociando el millonario contrato con el hombre en su oficina en un rascacielos neoyorkino, porque ignoraba, como tantas cosas, que el multimillonario vivía en el estado de Washington, al otro extremo del país. A través de sus abogados consiguió que su proyecto llegara a las manos de Willy Kate. Y, aunque nadie tampoco lo imaginara posible (no se sabe por qué, ya que se trataba de ganancias de millones de dólares), Willy Kate se interesó por el proyecto y hasta invitó a Patrick King a ir a visitarlo en su mansión tecnológica, en los Estados Unidos, para tratar el asunto personalmente. 

  "¿Adónde más sino?", reflexionó Patrick King. 

2- PATRICK KING RUMBO A LOS STATES 

Patrick King saltaba de alegrí­a y no veía la hora de conocer al mega big boss de los negocios. Confirmada la fecha y llegando el día Patrick King embarcó hacia los Estados Unidos. 

   Llegando al aeropuerto de Washington, una limousine ya estaba a su espera y lo llevó directamente a Xanadu 2.0, la  residencia inteligente de su ilustre anfitrión. Willy Kate no tuvo mucho trabajo para programar la casa al gusto de su millonario invitado, ya que a Patrick King le gustaba solamente una cosa en la vida: Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota, aunque ahora podí­a gustarle cualquier otra cosa que se le antojara. En el cuestionario que los invitados a la casa inteligente tenían, por obligatoriedad, que responder no había ni una sola respuesta donde dicha banda no constara. 

   A pesar de ahora ser un hombre multimillonario e importante Patrick King no habí­a cambiado un ápice siquiera de su carácter jocoso y un tanto burlista, ni aprendido ni una coma de más de lo que ya sabía cuando era un Juan Nadie. Ni siquiera, cuando supo que Willy Kate lo invitaba a su casa, se interesó en tomar clases elementales de inglés y mucho menos de protocolo. Willy Kate no se sorprendió en lo más mínimo cuando vio bajar de la limousine a aquel personaje vestido de rojo, negro y blanco, a todas luces queriendo, sin saber cómo, ser importante. Parecía una estrella de rock, una especie de Bono Box, pero calvo. 

   En un pasable español machucado el anfitrión saludó a Patrick King y éste, en ese instante, se sintió pisando el primer escalón de la escalera que conducía al Olimpo. Al entrar en la casa Patrick King quedó extasiado. Las paredes cambiaban de color, al entrar eran blancas y de pronto cambiaban al negro y más un poco, al rojo para volver a repetir la secuencia al son de los primeros acordes in crescendo de la canción Oktubre mientras las tapas de los discos de Los Redondos simulaban cuadros colgados en el medio de las paredes de colores cambiantes. Patrick King no podí­a creer lo que sus ojos estaban viendo. Y claro, mientras sus sentidos navegaban por el mar de lo sublime ya planeaba una casa igual apenas regresara a su paí­s; al final, si Willy Kate podí­a por qué no él. Finalmente, llegaron a la habitación de huéspedes, que para decepción de Patrick King la cama era rectangular, no redonda como le hubiera gustado. Como le sucedía a diario en el mundo de los ricos, al cual no podí­a adecuarse, pensó lo que no debía y lo exteriorizó:

  ¡Che Willy, no me pusiste una cama redonda, loco!, le dijo, como si de un amigo de años se tratara.

   Willy Kate lamentó por dentro el no haber captado en su totalidad la enfermiza obsesión de Patrick King por aquella banda. Se disculpó lo mejor que pudo y se dispuso a mandar a sus asistentes que cambiaran la cama inmediatamente. 

  Dejate de joder, Willy, que no es para tanto, respondió Patrick, mintiendo, y agregó:

  Además, no serías el Willy Cat que yo conozco, remató, equivocadamente, no percibiendo la triple metida de pata: no conocí­a a Willy Kate, más allá de la figura pública, tampoco se apellidaba Cat y ambas palabras se pronunciaban de forma diferente.

   Ok, está bien, no problem, pero mi apellido es Kate, le aclaró el magnate al fallido Patrick, que no se dio por aludido y seguiría  confundiendo Kate con cat cada vez que lo nombrara con nombre y apellido.

  Bueno, che, ¿y dónde está la heladera?, prosiguió Patrick, insistiendo en su falta de tacto. Willy Kate tragó con elegancia la falta de elegancia de su invitado y pasó a otro tema, a fin de hacer más llevadera la relación de negocios que los había hecho converger en los mismos tiempo y lugar; al fin y al cabo, en el mundo de los negocios hay dos tipos de amistades: las que deben evitarse, porque no rinden dividendos, y las que, a pesar de las diferencias, son económicamente viables. 

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domingo, 9 de agosto de 2020

CONOCER EL MAR

 


Benjamín Arbelloa, escritor de cuentos argentino, empieza a escribir: Mientras contemplaban el horizonte, dos muchachos sentados en una roca soñaban con las soleadas playas de California

   Me gustaría conocer el mar, dijo Charly, con la vista perdida más allá de las Big Horns, mucho más allá de Wiomming. 

   A mí también, respondió Johnny, imaginando aventuras a la orilla del mar. 

   Es una pena que no sepamos nadar, dijo Charly, mientras se acomodaba el sombrero. 

   Con sentir los pies sobre la arena para mí ya está de buen tamaño, opinó Johnny. 

Poco después Benjamín detiene la escritura (le duele la espalda). Cierra el cuaderno, agarra una toalla y se encamina a la playa, a unos pocos metros del bungalow. 

Mientras tanto dentro de la historia...

   ¿Tú crees justo que debamos esperar aquí sentados a que se le antoje hacernos llegar al mar, mientras él da unos pasos y ya está en el agua?, pregunta Johnny. 

   No, no lo creo, Johnny, responde Charly. 

   ¿Qué te parece si aprovechamos y nos acercamos al agua nosotros también? Un poquito nada más, sugiere Johnny. 

   ¡Vamos, entonces!, concuerda Charly. 

Los muchachos abren el cuaderno y mientras Charly, que es el más fuerte de los dos, mantiene el cuaderno abierto, Johnny busca un marcador de hojas para no perder el camino de vuelta; enseguida saltan al piso y salen del bungalow hacia las ansiadas aguas del mar. 

Después de la zambullida Benjamín se recuesta en la arena. Al rato percibe, a través de los párpados, sombras pasando por él; entreabre los ojos y ve a dos vaqueros que se dirigen a la playa. "Dos turistas", piensa, luego sigue elaborando mentalmente el desarrollo de la historia que está escribiendo. 

   Un poco antes de volver al bungalow oye pasos: son los vaqueros que vuelven de la playa. 

Diez minutos más tarde, Benjamín retorna al bungalow y va directo al baño a ducharse. Cuando sale se dirige al escritorio, pero apenas llega a la mesa nota que algo extraño ha sucedido en su ausencia: el cuaderno está empapado de agua... y, además, huele a mar.  

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EL SUICIDA Y EL LOCO

    Rapallo, Genova -  Febrero de 1883  Parado al borde del acantilado, Amedeo flexionó las piernas y cuando estaba a punto de dar el gran s...