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jueves, 4 de marzo de 2021

EL CONCILIO DE LOS OLVIDADOS

 

Noche helada de luna llena.  

   De pronto la quietud nocturna reinante en el cementerio fue interrumpida; entre las tumbas colonizadas por el pastizal crecido se materializó la figura oscura, más oscura que la noche, del Amo del Cementerio, el loa de los muertos, el Barón Samedi. 

Men mwen, sijè mwen yo, mwen te vin nan dènye kote pou ou repoze ou pou pote soulajman nan nanm ou, la voz del Barón Samedi, hecha trueno, anunció su llegada, los muertos despertaron del sueño quejumbroso en que estaban.

En el mismo instante la tierra empezó a temblar y las lozas de las tumbas a desplazarse de las fosas mortuorias. A poco,  manos esqueléticas y agusanadas empezaron a emerger de las profundidades y detrás de ellas, el resto de la carcasa ósea, desnuda de vestiduras y carne, desintegradas ya por completo por la tierra. En las lóbregas criptas, tapas de ataúdes cayeron estrepitosamente al piso y puertas enrejadas chirriaron quejumbrosas de óxido y olvido; y de esas penumbras emergieron otros tantos esqueletos, con sus atuendos hechos jirones, de tan carcomidos que estaban por los gusanos. Ya en la galería de los nichos, los tornillos de bronce que sujetan las placas a la boca de los nichos se desenroscaron y las placas tronaron sobre el piso embaldosado, como pedradas dentro de una catedral, y enseguida, del hueco apestando a podredumbre rancia, ataúdes deslizaron su forma ominosa, y al apoyarse en el piso, otro estruendo de tapas se hizo escuchar por cada rincón. Sus inquilinos desprendieron su osamenta putrefacta, haciendo sonar los huesos entumecidos, y acudieron a reunirse con sus congéneres alrededor del loa Samedi. 

   El aire pronto se inflamó de hediondez nauseabunda y el pastizal circundante, que aún vestía su ropaje verde, marchitó con asombrosa rapidez. 

Desde hacía tiempo que el Amo del Cementerio escuchaba invocaciones sepulcrales y clamores apesadumbrados desde el inframundo: los muertos lamentaban, con sentidas voces, que sus parientes y amigos, abandonándolos al olvido, ya no los visitaban más. 

   Ahora rodeaban al Barón, y a una orden suya, el concilio de los olvidados dio inicio. El Barón Samedi escuchó nuevamente y en respetuoso silencio, las quejas de los olvidados del submundo. De sus bocas de tufo podrido sus palabras, dichas en murmullos pestilentes, esquivando el sombrero de copa del Barón y serpenteando entre las lápidas, llegaban hasta los meandros umbrosos de las últimas tumbas y más allá incluso, donde antiquísimas sepulturas habían perdido todos sus símbolos y la tierra por debajo de los escombros ya había borrado todo vestigio de huesos, ocupando así todo el cosmos del camposanto. Después fue la vez de los muertos escuchar el parecer del Barón, que corto y sucinto, ordenó: 

   Ann bay moun ki bliye yo yon bon leson. Suiv mwen!

   Así, iluminada por la pálida luz de plata de una luna de hielo, la ceremonia llegó a su fin, quedando acordado que los olvidadizos parientes y amigos merecían una tremebunda venganza. 

De vez en cuando tenebrosos nubarrones ocultaban momentáneamente la luna y le devolvían a la noche su majestad oscura; en esos momentos la procesión macabra,  precedida por el Barón Samedi, se volvía invisible, apenas intuida por el arrastrar de pies de huesos desnudos por el camino de polvo dormido que conducía al pueblo y la pestilencia que desprendían sus despojos de ultratumba. Cuando la luna llena volvía a platear la noche, podía verse a algunos muertos que se apartaban de la procesión y se esfumaban en las profundidades del monte por senderos estrechos, seguían su andar arrastrado por encrucijadas sombrías que iban a dar quién sabe adónde, o bien se internaban en los silenciosos cañaverales; cada uno de ellos buscando el rumbo de las moradas donde vivieran en vida y en las que ahora vivían quienes los habían olvidado. 

   Ya en las proximidades del pueblo, los perros, enloquecidos por el miedo, rompían las cadenas que los sujetaban a un árbol, o de argollas prendidas en las paredes; se partían las uñas arañando con desespero los portones y se astillaban y quebraban los dientes al rasgar las alambradas, para luego huir despavoridos lo más lejos posible de aquel fantasmal cotejo fúnebre de muertos vivos, salidos de las entrañas de la tierra para perturbar las horas mansas de la noche helada. Noche que de pronto no era más de oscuridad silenciosa, porque todo se había transformado en un infierno sin fuego. 

   Con el salvaje alboroto armado por las jaurías enloquecidas, las gentes abandonaron el sueño de los inocentes y no bien iban despertando, el aliento miasmático que cundía el aire les anunciaba la noche de espanto, más allá de las paredes de sus casas. Pronto los gemidos lastimeros de las abominables criaturas cadavéricas atravesaron los resquicios de puertas y ventanas y se escurrían por todos los cómodos; eran clamores de venganza, venganza por el olvido perpetrado por los que quedaron en el mundo de los vivos; eran conjuros y maldiciones, anatemas e imprecaciones condenatorias. 

   Pronto la noche oscura se llenó de súplicas y llantos, que más alto se hacían oír cuando los muertos hacían pedazos las puertas y ventanas e ingresaba a las viviendas. Los que aún tenían fuerzas para sostener algo de lucidez, esquivando al muerto, huían sin rumbo predeterminado, cayendo así en el pozo profundo y escalofriante en que la noche se había transformado, recitando pasajes de La Biblia, o bien suplicándoles a Dios y a todos los santos su ayuda en esa hora de espanto. Los otros, los atormentados por las apariciones, desfallecían o bien...

   Poco antes del amanecer, concluida ya la faena reparadora, cada casa se volvió fantasmal tapera, y el ejército de desheredados, a una orden del Barón Samedi, fue nuevamente guiado al cementerio por él; muchos muertos, sin embargo, arrastraban consigo a un familiar o a un amigo a su última morada. 

                                                                             

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EL CONCILIO DE LOS OLVIDADOS por FRANCISCO A. BALDARENA se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 4.0 Internacional.
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jueves, 25 de febrero de 2021

LOS DEMONIOS OSCUROS

 


Nadie osaba, en aquella noche oscura y tan helada, siquiera abrir la puerta para orinar en el patio; quien lo necesitara tendría que hacerlo en el orinal, poseyendo uno, o en cualquier vasija que sirviera para tal fin. Por lo menos en noches como esa. 

   Por la mañana, apenas empezó a clarear, Ebrid se encapotó hasta las orejas y con los cubos colgados en los brazos se dirigió al establo, para el primer ordeñe del día. Ebrid levantó la vista y el corazón se le congeló en el acto como el suelo donde pisaba: las puertas del establo estaban abiertas de par en par. Sin advertirlo, dejó caer los cubos sobre el blanquecino pasto escarchado y corrió al establo. No viendo ninguna huella delante de la entrada su corazón dejó de palpitar aceleradamente, pero esto duró segundos, pues las cinco vacas no estaban adentro. Por largo rato se quedó mirando no sabía qué, la vista sin rumbo, hacia un vacío inexplicable; luego la cabeza le volvió a funcionar pero sin encontrar lo que deseaba: saber adónde fueron a parar las vacas y de qué modo. Dedujo, aunque le pareció descabellado, que las vacas habían asomado el pescuezo afuera del establo y simplemente habían desaparecido en el aire; y hasta ahí llegaba su deducción. Más allá quién podría saberlo. Ebrid se volteó y elevó la mirada al cielo limpio de nubes, como si fuera posible verlas siendo llevadas por un viento inexistente en esa mañana quieta y helada. 

   Al rato volvió a la casa y minutos más tarde salió, armado de un cayado y masticando, más por rabia que por hambre, un pedazo de hogaza del pan horneado por la noche. Sus pisadas lo llevaron al bosque aún adormilado por un camino estrecho hecho por él mismo de tanto ir a su interior para cazar. Paso tras paso lamentaba no haberle hecho caso a su amigo Levendor, cuando éste quiso regalarle un perrito para que le hiciera compañía, ya que las vacas dan leche pero no son compañía como lo es un perro; sin dudas, el perro al sentir algo extraño se hubiera puesto a ladrar, con lo que él se habría levantado y sus vacas aún estarían en el establo.  

   Ebrid llegó a la choza de Bruist, el mago mojado de la cabeza a los pies, como si lo hubiera agarrado en medio del camino un chaparrón, y duro de frío. En principio no le salieron palabras, solo el golpeteo incesante de los dientes. Adentro, el mago arrimó un tronco junto al fogón de leña y, arrancándole el cayado de la mano tiesa que lo sostenía, lo hizo sentarse junto al fuego. Ebrid obedeció, como las vacas obedecían a sus órdenes diariamente, mientras aproximaba las manos entumecidas sobre las llamas. Un soplo de alivio, centímetro a centímetro, fue extendiéndose desde la punta de los dedos hasta el resto del cuerpo, dolorido por la rigidez de las carnes provocada por el frío congelante. Cuando el mago le ofreció una taza de hierbas caliente, el brebaje completó por dentro el trabajo que el fuego, calentándole la ropa, hacía por afuera. 

   ¿Qué te trae por aquí, Ebrid?, inquirió el mago. Ebrid bebió otro largo trago y le contó el misterioso desaparecimiento de las vacas. 

   Los demonios oscuros que rondan por las noches han vuelto a usurpar la paz de los hombres, dijo el mago, la vista fija en un punto inconcreto escondido en la penumbra indescifrable más allá de las llamas del fuego. 

   ¿Qué demonios son esos, mago Bruist?, preguntó, asombrado Ebrid, ya que nunca había oído nada sobre demonios oscuros, ni de ningún otro color. 

   Unos demonios que he visto en sueños recurrentes, pero que hasta que has llegado tú, no sabía cuáles eran sus intenciones, dijo el mago, la vista aún perdida en la penumbra indescifrable. 

   ¿Y para qué quieren vacas los demonios, pensé que a los demonios solo les interesaban las almas de los hombres?, dijo Ebrid, que eso sí sabía de los entes malignos. 

   ¿Y acaso en este momento no te encuentras con el alma perturbada, Ebrid? Ahora el mago, habiendo apartado la vista de las penumbras, escrutaba los ojos de Ebrid con mirada penetrante. 

   ¡Y cómo no estarlo!, si mis vacas representan todo mi sustento, balbució Ebrid, con desazón en la voz. 

   Bien, escucha con atención lo que te voy a decir: ahora regresa a tu casa y deja todo por mi cuenta que yo sé lidiar con esos granujas. Te garantizo que mañana cuando despiertes tus vacas han de estar donde siempre. Eso sí, no te olvides de este humilde servidor, le advirtió el mago, apoyando una mano en el hombro de Ebrid y la otra dándose palmaditas a la altura del estómago. 

   Descuide, mago Bruist, nunca le faltará el queso y la leche mientras yo viva, dijo Ebrid, asomando una tímida sonrisa de su cara en ruinas. 

   Pero recuerda una cosa muy, muy importante, volvió a advertirle el mago, oigas lo que oigas afuera mantente dentro de casa; esos demonios son susceptibles a las miradas de los hombres, y haga lo que yo haga no surtirá efecto alguno en ellos si por ventura sospechan que están siendo vigilados por ojos humanos, ¿has entendido bien? 

   Descuide, mago Bruist, no osaré husmear pase lo que pase, dijo Ebrid, y enseguida abandonó la choza del mago. 

Era medianoche cuando el mago Bruist sacó una caja de madera que tenía escondida debajo del camastro donde dormía; después salió afuera, la destapó y sacó de dentro las vacas de Ebrid, tan diminutas como hormigas. Las contempló un momento en la palma de la mano y luego, llevando la mano delante de los labios, sopló con fuerza y las vacas se elevaron en el aire, y el soplo las infló, devolviéndoles su tamaño natural, y las llevó hasta las puertas del establo, donde plácidamente, apenas apoyaron las patas en el suelo, se encaminaron a su interior. 

   Por la mañana, Ebrid casi que no esperó a que clareara el día para dirigirse al establo. A pesar de no estar muy convencido con lo que el mago Bruist le dijera, corrió al establo. Las pisadas frescas hechas por los cascos de las vacas en la entrada le anunciaron que el mago había cumplido su promesa. La felicidad volvió a llenar sus pensamientos. 

   Después del ordeñe, Ebrid, con un cubo de leche fresca en una mano y un queso debajo del brazo, se internó en el bosque. 

   Favor con favor se paga, se dijo 

   Cuando Ebrid se hubo retirado de la choza del mago con un "hasta mañana, mago Bruist", éste pensó que para acompañar el queso y la leche no le vendría nada mal una buena hogaza de pan recién horneada. 

   Esa noche los demonios oscuros volvieron a atacar, esta vez se llevaron todas las sacas de harina de Jorer, el molinero. 

                                                                          

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domingo, 17 de enero de 2021

LAIAN Y LOS ALIENÍGENAS - parte 4

 16- LA ESPERA 

Cuando la superficie del planeta se encontraba a pocos kilómetros el radar de la nave wirmiana indicó una extraña anomalía climática sobre la posición de la nave negra de Malditas Werk. Rápidamente se dirigieron al lugar. Al llegar, los wirmianos contornaron la tormenta por encima y por los lados; imposibilitados de aterrizar se vieron obligados a hacerlo fuera de su rayo de alcance, del otro lado de las montañas, donde se extendía una planicie boscosa. La tormenta les pareció sospechosamente intencional, tal su extraño comportamiento, ya que más allá del valle el cielo estaba claro. Luego del aterrizaje en un claro del bosque, los soldados al mando de Opzmo rápidamente se dispusieron a colocar los dispositivos de invisibilidad alrededor de la nave. Opzmo caminó unos metros fuera del perímetro y se volteó. El cuadro con el cielo límpido, las distantes montañas azuladas sobre el bosque verde y florido que presenciaban sus ojos lo dejó impactado. 

   ¡Qué planeta!, exclamó, tras un largo suspiro. Al volver tras sus pasos cruzó entre los dispositivos, los soldados se hicieron visibles y se encaminaban hacia la plateada nave wirmiana. 

   Todo listo, Fluo, estamos seguros ya, dijo Opzmo. 

   Gracias, Opzmo, ¿has visto a Koki-Loki?, preguntó Fluo Max. 

   Cuando entré a la nave lo vi pasar hacia el depósito de armamentos, dijo Opzmo. 

   Ok, voy hasta allí a darle instrucciones y ya vuelvo, dijo Fluo Max y abandonó la sala.

   Koki-Loki revisaba los armamentos de los soldados a su cargo cuando Flou Max irrumpió en el depósito. 

   Hola, Fluo, saludó Koki-Loki. 

   Hola, Koki, quiero que reúnas a tu escuadrón y le eches un vistazo al lugar donde se encuentra Malditas Werk. Fluo Max estaba intrigado con la tormenta que se mantenía sin moverse del valle donde se encontraba el enemigo. 

   Muy bien, Fluo, en veinte minutos partimos, dijo Koki-Loki, tomando la radio para llamar a sus muchachos.

   Buena suerte, amigo, mantente en contacto, le recomendó Fluo Max. 

   Así lo haré, Fluo, descuida, respondió Koki-Loki. 

Algunas horas después el escuadrón de koki-Loki estaba de vuelta en la nave plateada. En la cabina de comando todos esperaban ansiosos noticias sobre el enemigo. 

   Por ahora, amigos, no hay mucho qué hacer, les dijo, apenas entró en la sala de comando, la extraña tormenta hace imposible cualquier intento de aterrizar en el valle donde está el maldito, pues me temo que se ha convertido en un inmenso lago, ya que los derrumbes de las laderas en la desembocadura ha formado un dique que impide que el agua escurra. Eso sí, hemos avistado a muchos tedosianos yendo hacia los bosque. Por si acaso dejé parte del pelotón apostado en las cercaní­as vigilando la entrada al valle. Ahora quiero mostrarles algo que captó la cámara del Miniflayer que introdujimos en la tormenta, y que explicará los derrumbes. Aquí está la grabación. 

   ¡Veámosla entonces!, sugirió Opzmo. Fluo Max y compañía miraban asombrados como un tedosiano se desplazaba flotando en el aire mientras arrojaba explosivos contra las montañas que rodeaban el valle haciendo que de las paredes cayeran toneladas y toneladas de piedra y tierra sobre las aguas. 

   ¿Será posible que ese doble mío haya provocado con esas cosas explosivas la formación del dique?, preguntó Opzmo. 

   Es lo que parece, dijo Fluo Max. 

   Pero la pregunta es ésta, dijo Atchiki Licki, mirando a Opzmo, ¿cuándo tu padre anduvo por aquí? Lo único que falta es que el tedosiano volador también empiece a sudar violeta.

   Muy gracioso, Atchiki, dijo Opzmo, riendo junto a los otros. 

   Puede que sea alguna especie de brujo, sugirió Fluo Max. 

   Sea lo que sea, parece que está de nuestro lado, dijo Opzmo. 

   Eso lo veremos cuando nos crucemos con él, dijo Atchiki Licki. 

17- EL NEGRO DESPERTAR 

En la nave negra todos aprovecharon el mal tiempo para poner el sueño en dí­a, hasta quienes deberí­an estar despiertos haciendo guardia habían sucumbido al encantamiento del barullo de la lluvia contra el metal de la nave y ahora dormían la mona en sus puestos. Menos Malditania, que, enajenada del encantamiento del golpeteo de la lluvia gracias al ruido de su incesante masticación, no se había percatado de ello. Afuera, la lluvia inclemente seguía cayendo sin parar, mientras Elser Masgrís seguía haciendo lo suyo, aflojando la tierra de las laderas con las bolsitas explosivas. Al cabo de algunas horas toneladas de barro y piedras sepultaron la nave mientras sus ocupantes roncaban y soñaban con el reino a conquistar cuando parara de llover. 

Malditas Werk soñaba que estaba sentado en un gran trono de oro y diamantes, a lo lejos escuchaba al pueblo corear su nombre entre vítores y alabanzas mientras en el cielo explotaban juegos artificiales multicolores; el subcomandante Guanakeitor, que miraba sonriente por la escotilla como la figura siniestra de Malditas Werk flotaba en el espacio mientras él se alejaba en su nave; Malditoulas, que inventaba un nuevo artefacto para hacer sufrir, pero aún no sabía cómo hacerlo funcionar; Malditilio, que descuartizaba vivo un gatito siamés al que previamente habí­a despojado de sus pelos con una pinza de depilar las cejas; Malditolê, que explotaba ratas dentro de un minimicroondas fabricado por su abuelo exclusivamente para tal fin y Malditania, que saciaba su gula con una torta gigante de chocolate, vainilla, dulce de leche, mermeladas de higos y frutillas, confites, duraznos en almíbar y varios tipos de crema, la cual comía confortablemente sentada dentro de ella. El primero en despertarse fue Malditas Werk, del otro lado del casco se oían truenos, que en un principio pensó que fuesen los gases de Malditania retumbando en la oquedad de la nave. Se acercó a la escotilla, abrigando la esperanza de ver un cielo hermosamente azul, pero solo vio la negrura absoluta. Demoró unos segundos en percibir que si no habían gotas sobre el vidrio ni chorreaba el agua era porque ni parara de llover ni era de noche, sino que estaban sumergidos. Su corazón se aceleró y, horrorizado, corrió fuera de su recámara. Los soldados encargados de los controles aún dormían cuando Malditas Werk irrumpió en la cabina personificando al mismo demonio. Los soldados ya se sentían picadillo de carne cuando su jefe pasó por encima de ellos, arrojándose sobre la consola. Al parecer, el jefe tenía cosas más urgentes para hacer que matarlos, pensaron, respirando aliviados, sin saber que su destino de muerte ya estaba sellado y que ya ocupaban la propia tumba. 

   ¡Urgente! Tú, marmota, pon en marcha los motores que nos vamos de este infierno inmediatamente, ordenó Malditas. El soldado accionó el botón de encendido, pero los motores no respondieron. Intentó varias veces y nada. 

   Sal de ahí, inútil y recuérdame más tarde de matarte como a un perro, ordenó Malditas Werk, pero ni él consiguió poner en marcha los motores. 

   ¿Dónde está el tarambana del subcomandante?, vociferó. 

   Aquí­ estoy, señor. El subcomandante Guanakeitor acababa de entrar. 

   Vaya a ver con sus propios ojos qué carajo sucede en la casa de máquinas. ¡Corra, infeliz!, gritó Malditas Werk y se dio vuelta para mirar a través del vidrio de la cabina, del otro lado, claramente, se podía ver el barro comprimido contra el cristal. 

Cuando el comandante Guanakeitor llegó a la casa de máquinas los mecánicos estaban durmiendo sentados y con los pies enterrados hasta los tobillos en el barro que brotaba lentamente de uno de los motores. Al sentir que alguien se acercaba gritando furiosamente se pusieron de pie, pero el sedimento no los dejó moverse del lugar. 

   Señor, ¿qué ha sucedido?, preguntó uno de ellos mientras se sacaba las lagañas de los ojos. 

   Eso es lo que pregunto yo, idiota, contestó encolerizado el subcomandante, y tú, deja de mirarte los pies como un retardado y haz algo, le dijo al otro que miraba sin entender lo que sucedía con sus pies que no le obedecían. 

   Al jefe no le va a gustar nada la noticia, pensó, aprensivo, el subcomandante, pasándose  una mano por el cuello mientras se dirigía de vuelta a la cabina de mando.

   ¿Cómo es posible que esto nos haya ocurrido? Alguien que me explique, por favor, inquirió Malditas Werk, mirando a los soldados que, esquivando la fiera mirada del jefe, miraban hacia otro lado. Estaba claro que nadie tenía la respuesta y mismo teniéndola, ¿quién se atrevería a darla? Hacerlo era lo mismo que condenarse a la muerte instantánea, porque el jefe se cobraría con su vida la negligencia de saber el problema y no subsanarlo a tiempo. Malditas Werk iba a decir algo cuando de repente las luces se apagaron. 

   Solo me faltaba esto ahora, protestó. Cuando las luces de emergencia se encendieron, unos segundos más tarde, Malditas Werk y el subcomandante Guanakeitor se viron en la cabina completamente solos, el resto, aprovechando el corte, desaparecieron antes que la matanza sistemática empezara. 

   ¿Y tú, energúmeno, qué esperas para ir a ver ver qué demonios pasó con la energía?, le ordenó al subcomandante mientras se agarraba en cualquier cosa para no caer, pues las piernas le empezaban a flaquear con la indisposición que sentía creciendo dentro de sí. 

   Sí, señor, respondió el subcomandante y salió corriendo­, más impelido por alejarse de Malditas Werk que por cumplir la orden. Al salir de la cabina de mando al subcomandante se le ensombreció el rostro, el barro brotaba por las paredes de la nave lenta e inexorablemente. Era el fin de la aventura. 

18- EL DESAPARECIMIENTO

Atchiki Licki llamó a Fluo Max para que viniera a ver una cosa en el radar. 

   Mira esto, Fluo, dijo, apuntando para el punto luminoso que indicaba la posición de la nave negra que iba apagándose gradualmente. 

   ¿Se estará alejando?, preguntó Fluo Max, tan sorprendido como su compañero. 

   Eso mismo me pregunto yo, respondió Atchiki Licki, dando de hombros. En ese instante la puerta de la cabina se abrió y entró Opzmo. 

   ¿Qué sucede, muchachos?, preguntó.  

   Mira esto, Opzmo. Fluo Max le mostró el radar, donde ya no se veía el punto luminoso. 

  ¡Qué! ¿Dónde está la nave? No me digas que Malditas Werk ha escapado. Opzmo empezó a chorrear el famoso sudor violeta. 

   No sabemos qué pasó. En un momento estaba, luego empezó a debilitarse la señal y de repente, ¡zas! ¡Desapareció!, dijo Fluo Max, chasqueando los dedos. 

   ¿No crees que el desaparecimiento de la señal de la nave está relacionado con la represa ocasionada por el tedosiano volador?, le preguntó Atchiki Licki a Opzmo. 

   Tal vez, respondió Opzmo. 

   Tendremos que averiguarlo, sugirió Atchiki Licki.

   Es lo que haremos ahora mismo, dijo Fluo Max.

19- LA PARTIDA DEL CASTILLO

Laian estaba apoyado sobre la amurada de la torre, a un metro suyo el agua continuaba cayendo a cántaros y no demoraría mucho en cubrir el castillo; creía firmemente en su maestro, pero dudaba que al llegar hasta la cima del castillo las aguas respetarían el poder del mago. En ese momento Elser Masgrís se materializó a su lado. Laian se llevó un susto, pero al ver al maestro se le pasó en seguida.

   ¡Maestro, qué alegría! ¿Qué ha sucedido?, dijo. 

   Ve a mis aposentos y recoge las cosas que están en mi escritorio y vuelve aquí en seguida, que nos vamos, ordenó el mago. 

   ¿Vamos a viajar, maestro?, preguntó, ingenuamente, Laian. 

   No, hijo mío. Debemos abandonar el castillo y buscar un nuevo hogar, pero no preguntes más nada y haz lo que te pedí. El tiempo urge, ordenó el mago, con el rostro turbado. 

   Sí, maestro, respondió Laian prontamente y desapareció por la escalinata de piedra. Cuando volvió a la torre la lluvia había cesado de caer y las nubes se disolvían en el aire. Elser Masgrís le ordenó que montara en su espalda. 

   Sujétate fuerte, Laian, dijo el mago, y salieron volando rumbo a los bosques. 

   

   Sin dudas en este momento Malditas Werk, su estirpe maldita y su ejército despiadado estar­án sepultados bajo toneladas de sedimento y piedras, y si no murieron ahogados seguramente lo harán de hambre, comentó Fluo Max con Opzmo mientras se dirigían al lago. 

   No sé, amigo. El maldito nunca jugó limpio, ¿quién nos garantiza que no sea otra de sus tretas, hum? Opzmo podía estar con la razón, no sería la primera vez que Malditas Werk los sorprendía con una de las suyas. 

Para cuando llegaron el cielo estaba tan azul como siempre, con algunas pocas nubes disolviéndose en el aire. La nave plateada sobrevoló sobre el gran lago que se había formado en el otrora valle durante algunos minutos. Tenían la esperanza de poder avistar la nave de Maldita Werk desde las alturas, pero con las aguas barrientas les fue imposible. 

   Resulta extraño, exclamó Fluo Max, que la señal de Malditas Werk desaparezca justo cuando la terrible tormenta acaba. 

   Para mí que el dedo del hermano de Opzmo está metido en ese pastel, opinó Atchiki Licki. Nueva onda de risas resonó en la cabina.

   ¡Adiós, maldito Malditas! Púdrete en el infierno, tú y tu estirpe maldita, dijo Opzmo. Todos se echaron a reír más fuerte aún con la cara que puso Opzmo al decir aquello. 


Desde un lugar del bosque donde se habían refugiado los aldeanos, Elser Masgrís y Laian vieron en la bola de cristal cómo la nave plateada sobrevolaba el lago un par de veces y luego partía más allá de las montañas. 

   Creo que estos alienígenas ya no volverán más por aquí, dijo Elser Masgrís. Laian sin saber por qué, sintió algo parecido a la tristeza.

20- LA TRAMPA MORTAL 

Cuando en la nave negra la carga de las baterías de las linternas y los reflectores acabó las cadenas de mando dejaron de tener sentido, entonces fue cada uno por sí­ propio. Tanto los soldados que intentaron abrir las compuertas cuanto los que abrieron a hachazos grietas en el casco en un intento desesperado de escapar murieron aplastados y ahogados por el barro que avanzó con fuerza al interior. Otros, sabiendo que si Malditania se les adelantaba y llegaba primero a la comida acelerando su muerte por inanición, se encerraron en la cámara fría y en el depósito de los alimentos imperecederos. A través de las gruesas puertas escuchaban los golpes de Malditania queriendo entrar y su voz estridente gritando: "comida", "quiero comida". Los que no pudieron entrar en la cámara ni en el depósito se escondieron donde pudieron y cuando oían que Malditania se acercaba prendí­an la respiración, acaso intuyendo que la voracidad de la glotona angurrienta no respetaría ni la carne humana con tal de apaciguar su insaciable apetito. Malditania, vagando en la total oscuridad, empezó a devorar cualquier cosa que encontrase en su peregrinar a ciegas. Pero llegó un momento en que la desesperación por encontrar el cada vez más escaso alimento fue tanta que apuró el olfato, entonces ya nadie estuvo seguro. A pesar que contaban con armamentos, las balas que entraban en su cuerpo se atascaban en la gruesa capa de grasa del monstruo devorador sin hacerle cosquillas; así que Malditania los fue cazando uno por uno y comiéndolos vivos, como las hienas. Incluso a su clan maldito: al abuelo junto con los cachibaches con que inventaba cosas macabras; a Malditillo y su colección de mascotas aún por ser torturadas; a Malditolê junto con sus juguetes maquiavélicos y por último a su padre, que queriendo zafar de sus fauces la quiso engatusar con la imagen holográfica de su madre. Ya nada podía detener a Malditania, padre, máquina holográfica y hasta el subcomandante Wanakeitor, que se había escondido debajo de la cama de Malditas Werk, acabaron también en su estómago. Los soldados que se escondieron en la cámara fría, después de varios dí­as y ya no aguantando más la fetidez de las carnes putrefactas, no tuvieron otra alternativa que abrir la puerta. Pero Malditania que también había percibido la fetidez los esperó del lado de afuera. Mientras devoraba al primer soldado que asomó la cabeza los otros aprovecharon para escabullirse. Después de acabar con el soldado Malditania siguió su festín diabólico con las carnes podridas, no sin antes luchar para pasar por la entrada, que aunque era amplia Malditania había quintuplicado su tamaño desde que empezara a comer humanos. Dos dí­as después cuando la carne podrida acabó Malditania, decidida a ir por más, no consiguió atravesar por el marco de la puerta. Un alarido gutural reclamando comida se oyó hasta en los rincones más remotos de la nave negra y los que aún quedaban con vida se estremecieron de miedo. Malditania desgarró el marco de la puerta con sus poderosos brazos, y ya en el pasillo empezó a olfatear y cuando captó el olor de los víveres del depósito de los alimentos imperecederos se encaminó hacia allí, rozando su cuerpo voluminoso por las paredes de los pasillos que ya empezaban a serle demasiado estrechos. Al llegar al depósito una furia demoníaca tomó cuenta del mostruoso ser que arremetió con la fuerza de un elefante encolerizado, arrancando el marco metálico, derrumbando la puerta y ensanchando la abertura; con todo su ser ocupando la totalidad de la abertura los soldados que se encontraban en su interior no tuvieron ninguna chance de salvar la piel, ellos y todo lo que encontró allí fue devorado sin descanso durante los días en que permaneció adentro. El rechinar de las placas metálicas, al ser rasgadas por el cuerpo de Malditania al salir de la cámara, así como el alarido al salir de cámara fría, volvió a recorrer cada recámara de la nave, y si alguno de los soldados que aún estaban vivos albergaba la esperanza de salir con vida de esa trampa mortal se le acabó en ese mismo instante, porque en verdad fue el último aviso, pues ella fue por ellos. 

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LAIAN Y LOS ALIENÍGENAS - parte 4 por FRANCISCO A. BALDARENA se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 4.0 Internacional.
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LAIAN Y LOS ALIENÍGENAS - parte 1

 1- MALAS NOTICIAS

Fluo Max miraba su programa favorito cuando vio la figura violeta de su amigo Opzmo, flotando y haciéndole señales del otro lado del ventanal. Su amigo le pareció un tanto desesperado, sin embargo como era inclinado a exageraciones, lo dejó esperando mientras masticaba un bocado de torta de chocolate. 

   Un poco de aire fresco no le hará mal, pensó. Fluo max estaba de buen humor. Luego, a través del comando de voz, ordenó que el ventanal se abriera. Apenas entró, Opzmo le recriminó a su amigo: 

   Cómo puedes comer esa porquería, Fluo? El bizcochuelo es de trigo modificado y el chocolate es sintético. Fluo Max se sorprendió, pues esperaba de su amigo una recriminación por haberlo dejado tomando fresco un rato al aire libre.

   Pero sabe bien, ¿quieres un poco? Fluo Max sabí­a que Opzmo odiaba ese tipo de alimentos.

   Claro que no, respondió Opzmo, poniendo cara de asco mientras se atajaba con ambas manos.

   Bien, dime entonces, ¿qué te trae por aquí tan temprano?, preguntó Fluo Max. Opzmo tomó asiento. 

   Kinio. Nos quiere a todos ya en el cuartel general, dijo, arqueando las cejas. 

   ¿Kinio Kiniones Pauers?, preguntó Fluo Max, sorprendido.

   ¿Hay, por acaso, otro Kinio Kiniones Pauers que conozcas que no sea tu jefe?, ¿estás dormido aún o acabas de fumarte un Superchurro Intergaláctico, preguntó Opzmo, con otro arqueo de cejas.

   Nada de eso, es que me tomaste por sorpresa, y tú sabes bien que no fumo, aclaró Fluo Max. Luego añadió: 

Pero bien, dime, ¿qué sabes?. 

   Poco, o casi nada. Apenas rumores. Ya lo sabes, lo de siempre, algunos ataques, sospechas de invasión, amenazas de bombas. Pero si Kinio nos manda a llamar con urgencia, por algo debe ser, aclaró Opzmo, balanceando la cabeza. 

El capitán Kinio Kiniones Pauers consultaba unos papeles cuando Fluo Max y Opzmo irrumpieron en su despacho. 

   Muchachos, tengo noticias de la casa de Wirm, dijo el capitán, sin embargo, sus facciones caninas no demostraban claramente el carácter de esas noticias. 

   Pero, ¿son buenas o malas?, se apresuró a preguntar Opzmo. 

   Me temo que malas, y es necesario salir universo afuera en busca de nuevas zonas de cultivo, ¡urgentemente!, dijo el capitán, ahora con expresión seria. Al oír "urgentemente", casi ladrando, Fluo Max, que en ese momento estaba distraído mirando a través de un ventanal cómo el sol dibujaba extrañas formas geométricas sobre los edificios de la ciudadela capital, se interesó, dándose vuelta inmediatamente. 

   Malditas Werk ha vuelto a atacar esta madrugada,continuó el capitán, y esta vez ha envenenado el suelo de los nueve planetas circundantes y nos hemos quedado con las zonas de cultivo inutilizadas quién sabe hasta cuando. Ahora contamos únicamente con las reservas que tenemos aquí en Wirm.

   Entonces, ¿qué haremos?, preguntó Opzmo, que ahora transpiraba su peculiar sudor violeta, señal de que estaba nervioso.

   Ir tras él, sabemos que va hacia T2. Difícilmente lleguemos antes que él, pero debemos hacer el esfuerzo de detenerlo para impedir que haga lo mismo ahí­. ¡Qué el Gran Diseñador nos libre y nos guarde! Si envenena también el suelo del único planeta más cercano nos será muy difícil sobrevivir, dijo Kinio, con la mirada en ambos muchachos. 

   ¿Y cuándo debemos partir, señor?, preguntó Fluo Max. El capitán Kinio Kiniones Pauers no esperaba menos de Fluo Max, ni de Opzmo, pues eran inseparables.

   Ayer, respondió, enérgicamente, y no me llames de señor. Tengo demasiado pelo, demasiadas pulgas, cuatro patas, una cola y cuando estoy de mal humor gruño como un chacal y cuando triste aúllo como un lobo en medio de la noche, para que me llames así. Aunque hoy no estoy malhumorado ni triste, apenas soy un perro angustiado repasando urgentísimas instrucciones, dijo el capitán, con la mirada grave.

   Está bien, capitán, se rectificó Fluo Max. 

   Los dos amigos se retiraron al salón de los pasatiempos, dentro de poco empezarían a llegar los demás miembros del comando. 

2- MALDITAS WERK, EL CABALLERO DEL MAL

Malditas Werk, un bandolero espacial que gobernaba un tercio del planeta Wirm desde hacía décadas, era el único enemigo que los pacíficos wirmianos tenían. El caballero del mal deseaba apoderarse del rico planeta y por ello le había declarado la guerra a los wirmianos, pero nunca había conseguido avanzar más que unos pocos de cientos de metros más allá de los territorios que tomara pose al llegar a Wirm, cincuenta años atrás. Por suerte Malditas Werk no era tan buen estratega como él se consideraba ni tan ingenioso, pero era muy tramposo, y para peor de males su ejército, un rejuntado de escorias, andrajoso y mal equipado, era menos competente que su jefe supremo, con lo cual sus sueños de poder siempre acababan truncados. 

   Pero esta vez será diferente, le dijo Malditas Werk al espejo que tenía delante y que parecía ser el único a comprenderlo. 

   En los confines oscuros de la galaxia hubo, o hay, ya no se sabe, un planeta llamado Guel, una estrella fría y sombrí­a. En sus entrañas, único lugar habitable, vivían unas malévolas criaturas dueñas de cierta inteligencia, que en pocos miles de años ya exploraban el universo, buscando materia prima y todo lo que pudieran encontrar a su paso. Seguramente desde algún planeta saqueado habí­an exportado sin querer la muerte, un virus letal, que casi exterminó a todos sus habitantes y redujo su población a sólo cinco individuos: Malditas Werk, el gobernante de Guel, su padre Malditoulas y sus tres hijos: Malditilio, el primero, Malditania, la del medio y Malditolê, el tercero. La familia gobernante entonces abandonó la siniestra estrella y vagó de planeta en planeta, saqueando y reclutando a todo aquel que quisiera seguirlo en lo que Malditas Werk llamó La Conquista Espacial. Malditas Werk siempre soñaba alto, aunque nunca conseguía subir más que algunos escalones, pero cuando descubrió el planeta Wirm cambió de planes y le modificó el nombre a la conquista espacial llamándola ahora de La Conquista de Wirm. Entonces ocupó el único espacio deshabitado de Wirm, una tierra pobre y poco iluminada por el sol, lugar lúgubre, gris y frí­o, muy parecido a Guel si no fuera porque los dí­as eran más claros. Y allí se encontraba aún, después de cincuenta años de guerra infructuosa, cuando tuvo una idea genial: matar de hambre al enemigo. Siempre había robado alimento a los wirmianos, asaltándoles los almacenes y los cultivos en los planetas circundantes, pero ahora solo tení­a que almacenar suficiente alimentos para luego envenenar el suelo de dichos planetas. Después huiría hacia algún planeta distante donde esperaría durante algunos años que la raza wirmiana desapareciera para siempre, dejándole el planeta libre para él. 

3- T2 

Malditas Werk entró al laboratorio con aires de victoria. 

   ¿Cómo vamos, papá?, preguntó Malditas. El viejo Malditoulas Werk estaba debruzado sobre unos papeles llenos de ilegibles anotaciones y complicadas fórmulas matemáticas que la vana y limitada inteligencia de su hijo nunca alcanzaría a comprender. Malditas Werk intentó leer alguna cosa sobre los hombros de su padre, pero por desgracia el viejo Malditoulas tenía muy mala letra; tan mala que muchas veces ni el mismo entendía muy bien su propia letra. Por eso había inventado el Descifrador de Letras Malditoulas, el cual siempre llevaba colgado al cuello. 

   No sé por qué siempre miras lo que escribo si ya sabes que ni yo consigo entender mi letra, rezongó el padre. 

   Porque como dibujitos son agradables de ver, papá, respondió Malditas, risueño. Malditoulas le explicó la fórmula del veneno que habí­a creado y cómo debí­a ser aplicado para garantizar un óptimo resultado. 

   Te garantizo y firmo abajo que por 10 años en ese suelo no crece ni la gramilla, dijo Maldipoulas, con una sonrisa de oreja a oreja. 

   Gracias papá, no entiendo ni medio lo que está escrito ahí pero vale un imperio, te lo aseguro, respondió su hijo. Después Malditas Werk impartió órdenes a tuerto y derecho a todos sus hombres, pues habí­a mucho trabajo por hacer: robar los componentes del veneno, fabricarlo y por último esparcirlo por el suelo de los nueve planetas circundantes. Pero abastecer la nave negra con suficiente agua y comida para la tripulación y, principalmente para Malditania, la del medio, que comía como un elefante, era lo más trabajoso. Por lo demás, Malditas Werk no se preocupaba, Malditoulas hacía mucho que habí­a inventado el Combustible Malditoulas, compuesto gaseoso a base de materias urinaria y fecal. En el espacio exterior el combustible se les harí­a muy necesario, y para eso contaban con los desperdicios de la tripulación y, principalmente, con los de Malditania, la del medio, encargada del noventa por ciento de la producción de combustible. "Suficiente para llegar al borde del universo", pensaba Malditas. Con el armamento no había problema ya que funcionaban con el mismo combustibles. 

Después del derrame del veneno Malditas Werk, su familia y su ejército partieron de Wirm rumbo a T2, un puntito casi imperceptible entre millones de millones de puntitos de estrellas parecidas entre sí en el vasto infinito estelar. 

   Allí vamos, T2. Malditas Werk oyó su voz lejana, pues se estaba durmiendo, y entre sueños llegó a pronunciar "La Casa de Werk", en seguida se durmió.

4- EL DIOS MALDITO

A bordo de la nave negra Malditas Werk meditaba sobre su plan de ataque. El planeta T2, según sus informes, poseía muchos habitantes. Estos eran, en su gran mayorí­a, supersticiosos y proclives a creer en cualquier cosa, más aún si esa cosa vení­a del espacio. En ese punto se detuvo, imaginando una multitud de millones de habitantes rindiéndole culto al Gran Dios Malditas Werk. Una obediencia ciega al divino que baja de los cielos con su familia real y su propio ejército. 

   "Seguramente habré que exterminar a unos cuantos, porque rebeldes y los que no se creen el cuento que baja del cielo siempre los hay en cualquier tiempo y en toda civilización, pero el resto me ha de adorar", soñaba Malditas. Él siempre acostumbraba a decir que si hay que soñar debía soñarse en grande y él tení­a grandes aspiraciones como para que sus sueños se considerasen grandiosos. Uno de los tantos era ocupar el trono de la Casa de Wirm, a la que le darí­a un nuevo nombre apenas llegase al poder: la Casa de Werk. Para ensayar, apenas fundara su reino negro en T2, planeaba llamar a su palacio de esa manera. "Un golpe maestro que me hará ser dueño y señor de dos planetas; primero conquistaré T2 y después Wirm, entonces la Divina Dinastí­a Werk gobernará, qué digo, reinará por siempre". Ese breve sueño Malditas lo transformó en el breve discurso con el cual le informó a su familia y al subcomandante de su ejército su última decisión. 

   ¿Y será que demoran mucho en morir de hambre los Wirmianos, papá?, quiso saber Malditillo, el primero, que hasta ese momento estaba alejado del parloteo de su padre entretenido desplumando un pajarito vivo, pluma por pluma. 

   Claro que no, hijo mío, respondió, casi con ternura, Malditas Werk, a no ser que aprendan a comer piedras. Todo el mundo se desternilló a carcajadas. Menos Malditania, la del medio, que, interrumpiendo su pasatiempo favorito (comer), dejó de masticar e hizo a un lado, pero no mucho, el sandwich de salchicha, jamón, queso, panceta, chorizo, pollo, lechuga, tomate, zanahoria, cebolla, papas fritas y semillas de sésamo y preguntó, angustiada, si eso de comer piedras aplicaba también a ella. Pero antes que su padre le respondiera volvió a su sandwich.

   No, hijita, no te preocupes, respondió el padre, con ternura. 

   Hmm, respondió, atascada, Malditania, tal vez queriendo decir "está bien papá" o "sí, ya entendí­", no quedó muy claro. 

   Mira papá, mi nuevo juguete de tortura que me regaló el abuelo, dijo Malditolê, el tercero, mostrándole una esfera metálica. Malditas Werk miró la esfera sin conseguir adivinar cómo funcionaría el juguete. 

   ¿Y cómo funciona, hijito?, se interesó. El pequeño demonio le mostró una víbora de unos treinta centímetros, después abrió la esfera por la mitad, introdujo el reptil, cerró la esfera y la depositó en el suelo. Luego con un control remoto empezó a hacerla girar a toda velocidad hasta llegar a mil rotaciones por segundo durante un minuto. Todos los presentes se mantenían en silencio, atentos al resultado final, menos Malditania, que ahora atacaba otro sandwich igual al anterior. Un minuto después Malditolê detuvo la esfera, la abrió, dijo: 

  ¡Chan, chan! y sacó la víbora del interior con asombrosos dos metros y medio de largura. 

   El juguete estira víboras, papá, respondió el pequeño Judas, dando risotadas. El padre y todo el mundo aplaudió y festejó la hazaña del pequeño. Menos la hermana, por razones obvias, sus manos aún sostenían el sandwich. En medio del alboroto apareció Malditoulas. Traía en sus manos una pequeña caja negra con un círculo de cristal en la parte superior. 

   Malditania, te traigo un regalo, dijo el abuelo inventor. La muchacha apenas levantó la vista sin preguntar qué era aquello, por la misma obvia razón que anteriormente, pues estaba ocupada en cosas más sabrosas dentro de su boca insaciable.

   Mira, dijo el abuelo, apretando este botón la imagen holográfica de tu madre aparecerá a través de este círculo de cristal en la parte superior, con los maléficos enseñamientos que te dejó grabados antes de partir al más allá. Inmediatamente el viejo apretó el botón y la imagen de su madre, Maldoca, apareció gesticulando pero sin voz, pues para eso debía ser accionado otro botón. Pero Malditania por el momento no estaba dispuesta a escuchar nada, pues estaba comiendo; aunque, aprovechando el espacio entre mordisco y mordisco, se molestó en agradecerle el regalo. Pero en seguida volvió a la masticación, no manifestando ninguna otra reacción. 

   ¡Ay, mi bella Maldoca! ¡Cómo te verí­as hermosa vestida de reina!, suspiró Malditas Werk, recordando a su fallecida esposa, que había sido una de las primeras víctimas del virus mortal. Después Malditas Werk se retiró a su camarote, donde se estiró en la cama, cerró sus ojos y volvió al futuro, donde sería rey. "No", se corrigió al instante, sin perder la costumbre de soñar alto y en grande, "emperador, mejor". Esta idea lo llenó de felicidad. Cuando iba por el quinto planeta conquistado y le estaba por cortar la cabeza al rey se durmió y soñó algo diferente.

5- LA PLANTACIÓN 

Era un día como tantos días y noches en el planeta, con sus alegrí­as y tristezas, sus conflictos y alianzas cuando, de pronto y sin ningún tipo de avi­so previo, millones de naves cubrieron por completo el planeta, iluminando la parte que era de noche con luces de intensidad cegadora y la parte de día también, porque la oscura y hermética sombra de las naves posicionadas unas contra las otras, si no encendieran las luces, los invasores no hubieran podido ver nada. En ese mismo instante el mundo paró. Los habitantes de donde era de noche y que estaban durmiendo continuaron dormidos y los que estaban despiertos desmayaron en el acto y a los que estaban del lado que era de día les ocurrió exactamente lo mismo, pero al contrario. Mientras los habitantes dormían el sueño abducido, los invasores disolvieron y transformaron en nutrientes a todos los habitantes no aptos para el trabajo: bebés, niños pequeños, viejos, locos y portadores de alguna discapacidad. Las otras especies de la escala animal también corrieron con la misma suerte. Los habitantes fueron introducidos a las naves y trasladados a los hibernaderos construidos en los polos. Ya sin interferencias de ninguna especie, los invasores deconstruyeron el planeta, literalmente; tirando abajo lo edificado y desenterrando construcciones subterráneas. Los escombros fueron dispersos en la orilla de los continentes, luego aplanaron el planeta entero y esparcieron la tierra de las montañas en los lagos, depresiones y en las orillas del mar, para nuevas zonas de cultivo. Después cavaron millones de túneles interconectados los unos con los otros, dejando pequeñas entradas a cada cien kilómetros. A lo largo y lo ancho del globo levantaron extrañas construcciones, gigantescas pistas de aterrizaje y amplias rutas pavimentadas. Cuando trajeron a los habitantes de vuelta y los despertaron, éstos se vieron cercados por extrañas estructuras que no eran propias del ingenio humano y por sus captores, soldados robóticos cromo-metalizados, parecidos a ellos; que los trasladaron hasta las entradas de los túneles y los obligaron a entrar, después las entradas se cerraron para siempre. La plantación al poco tiempo se tornó productiva. Mientras tanto, debajo de la superficie, los habitantes primitivos se adaptaron a su vida de lombriz, haciendo su parte al oxigenar y nutrir la tierra con sus deshechos orgánicos y con los eventuales cadáveres. El hacedor supremo de la osada conquista miraba, y admiraba, su gran obra desde la torre de la fortaleza cuando a sus espaldas alguien lo llamó: "Comandante, comandante". Y hasta allí llegó el sueño de conquista de Malditas Werk, que con un humor de los mil demonios respondió que ya iba a quien fuese que lo llamaba. 

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domingo, 3 de enero de 2021

DON ESTEBAN Y EL PÁJARO CAMPANA

 

I - EL PÁJARO SIN NOMBRE 

Estaba don Esteban, el sabio, sentado en un banco de la plaza del pueblo contemplando a los paseantes cuando se le acercaron dos chicos queriendo saber sobre el origen del nombre del Pájaro Campana, nada menos. Dijeron que era para un trabajo escolar y estaban seguros que don Esteban, con su fama de saber de todo un poco, podía auxiliarlos. El viejo, aún sabiendo que los chicos se llevarían un cero grande como una casa, decidió contarles a su manera, es decir bolaceando, el origen del nombre del ave.

   "Bueno, empezó, ya que desconocen el origen de tal nombre les voy a contar tal cómo fue que adquirió su identidad el pajarito ese. Había un ave, que aún era un pájaro sin nombre, que vivía en las selvas misioneras que un día, desde lo alto de un árbol con vista privilegiada hacia un pequeño y verde valle, vio llegar a unos hombres que nunca había visto en su corta vida, venidos de más allá del mundo conocido. Eran de piel blanca como las nubes, tenían los rostros peludos y además un corte de cabello ridículo. A otros hombres sí que había visto, pero éstos ya estaban allí cuando el pájaro se asomó al borde del nido para ver el mundo y sus formas por vez primera, merodeando desnudos por el follaje verde; pero su piel era oscura y, además, eran felices hasta que llegaron los extraños y los llamaron de indios, y ahí se les acabó la farra. Los extraños vestían largos atuendos oscuros y por su forma de hablar y por los artefactos que traí­an consigo se notaba que eran de un lugar lejano. Con el tiempo el ave se dio cuenta de muchas cosas, entre ellas que estos hombres eran bastantes ladinos y que bajo artimañas engañosas (como la vez, mucho tiempo después, que pescó a uno enterrando un muñeco tallado en madera entre los surcos de mandioca, poco antes de la cocecha, para que un ingenuo indio lo encontrara y pensara que era un milagro divino) y en nombre de un dios extraño y poderoso lleno de promesas de una vida mejor después de la muerte, redujeron a los indios a mera servidumbre. Como puede apreciarse desde ese encuentro en adelante los engañados indios vienen conociendo en carne propia lo que es sufrir hasta el día de hoy. Las extrañas actividades que llevaban a cabo en conjunto, pero de manera desigual, ya que los extraños mandaban y miraban y los indios engatusados obedecían y ejecutaban, suscitaron la curiosidad del ave, aunque no llegando a parecerle todas fascinantes. Las grandes edificaciones, por ejemplo, sí que tenían su encanto, pero la devastación de grandes extensiones de selva para loa sembradíos no, de ninguna manera.

   Todos los días, después de alimentarse, el pájaro se acercaba a ver a los pobres indios deslomarse de sol a sol, escarbando en la tierra y cortando, como las hormigas, las hojas de los árboles previamente sembrados para luego llenar las cestas de mimbre que, cargadas sobre sus espaldas, transportaban hasta el interior de las construcciones. Para ese entonces los indios subyugados ya no andaban más desnudos como siempre, sino que se cubrí­an con atuendos iguales a los hombres de lejos, salvo que eran de color más claro. 

   Tanto los indios como los extraños, con los que el pájaro sin nombre compartí­a la misma época y lugar, quizás por no ser instruidos los primeros y por brutos los segundos, no le habían puesto nombre a muchas cosas. Así, algunos animales y algunas plantas eran llamados de ésto o de aquéllo simplemente. Pero un día, en que la curiosidad habló más alto que la prudencia, el pájaro curioso ocasionó un incidente, entre fortuito y afortunado a la vez, que hizo que todos los integrantes de su especie, desde ese momento en adelante, tuvieran un nombre propio, como debe ser, que los sacó al fin de una posición ambigua y los colocó en una posición fija en la cadena evolutiva de las especies para que nunca más los siguieran llamando de "aquellas aves", "esos pájaros" y de otros nombres de cali­bre peyorativo como "pajarracos" o el preferido por la mayoría de los hombres de lejos: el escatológico "pájaro de mierda", muy usado cuando alguno de ellos se acercaba para comer en las huertas o a escarbar en los sembradíos. Claro que con el tiempo vendrían estudiosos desde lejos que le darían otro nombre más, de orden científico, pero que dada su complicada pronunciación para esa especie, ninguno de sus miembros llegará a usar jamás; porque una cosa es decir Pájaro Campana y otra muy diferente es tratar de pronunciar Procnias Nudicollis, proeza exclusivas de los hombres y quién sabe de algunos papagayos muy bien adiestrados. Pero eso aún pertenece al futuro, es nada más para un esclarecimiento más amplio. Pero vamos pues al evento libertador, exactamente al día cuando el hombre le puso nombre al pájaro sin nombre y éste abandonó su casi anónima existencia marginal y pasó a la historia como Pájaro Campana. 

II - El PÁJARO CURIOSO

Entre las construcciones había una en especial, mayor y más alta que la otras, que el pájaro entendía ser la más importante. Hacía tiempo que tenía ganas de curiosear qué se ocultaba y ocurría allí adentro, así que empezó a volar a diario hasta la torre en la que culminaba la construcción y allí se quedaba largas horas escuchando los ruidos y las voces y los cánticos que emanaban por un hueco que se perdía en la oscuridad total, aunque en algunas ocasiones el hueco exhalaba un perfume narcotizante que lo hacía quedarse por poco tiempo. Una tarde, asomándose en una de las cuatro aberturas de la torre, una mano salida de la nada lo atrapó: había caído en una trampa, otra maniobra siniestra como tantas que esos hombres le tendí­an todo el tiempo.  

   Unos minutos más tarde el pájaro colgaba de una pata, atado al badajo de la campana por un piolín, mientras que a la otra la tenía sujeta a otro piolín que se hundía en el abismo oscuro. El pobrecito se debatía inútilmente mientras, a través de las aberturas, veía de forma invertida el vuelo de otras aves a las cuales les pedía socorro, chirriando como un condenado. Entretanto, desde el abismo llegaban a sus oídos murmullos en la lengua que hablaban los hombres blancos, quizás tramando un destino ajeno a su modo de vida, especuló, porque era tan inaudibles que no llegaba a entender qué decían. Temeroso, ya se imaginaba enjaulado en una galería triste y sombría, víctima cautiva para la distracción de algún raquítico y transparente viejo clérigo en la recta final de su estadí­a en este mundo, sin otra actividad posible que la contemplación vidriosa y gris desde el fondo de sus ojos moribundos, ya hundidos en los preámbulos de la muerte; todo el tiempo ahí, a su lado, omnipresente, con los ojos semidifuntos clavándole sus zarpas hasta el alma; atento a cada movimiento suyo y matándolo poco a poco como para que coincidieran ambas muertes cuando al viejo tullido lo reclamaran desde la eternidad. 

   "El viejo maldito me quiere llevar a la tumba cuando deje este mundo, pensaba el pobrecito, ciertamente delirando. "O quizás sea otra cosa", pensó después, como para no deprimirse por completo. Pero en seguida raciocinó que otra cosa también podía ser algo peor aún que todo lo siniestro que pensara hasta ese momento. Quién podía saber lo que esos demoníacos extraños eran capaz de hacer con un ave inocente después de lo que eran capaz de hacerles a sus semejantes. 

   "Todo cabe dentro de las posibilidades que son infinitas, se dijo, además, con dos piolines atados en cada pata y colgado a varios metros del piso, con murmullos extraños que brotan de esa garganta oscura y apestosa, no sé qué inútiles esperanzas de algo bueno puedo tener". El pobrecito ya empezaba a entrar en pánico una vez más, pero una voz familiar lo sacó de aquel libreto siniestro que trazaba en su asustada mente: era un primo suyo. 

   "Primo, soy yo, tu primo", le dijo. Mismo de cabeza para abajo la voz chillona de su primo causaba el mismo efecto que si estuviera hacia arriba, es decir, de igual manera provocaba dolor de oí­do. Pero en esa circunstancia en particular solamente importaba su inestimable ayuda, no el dolor auditivo. 

   "Pide ayuda, primo, que estoy atado por las dos patas. Llama a los muchachos para que me saquen de aquí", le dijo, pero su primo antes quiso saber cómo lo sacarí­an de allí. 

   "Alguien tendrá que entrar y picotear las cuerdas para que yo pueda salir de aquí". Pero, además de chillón irritante, su primo era algo lento de pensamiento por eso se quedó pensando en algo referente al picoteo de la cuerda que no terminaba de formar como idea concreta. 

   "¡Qué te apures!, ¿no ves que estoy colgado sobre la antesala de la muerte o cosa peor?", explotó el pájaro sin nombre. Sin decir un pío su primo desapareció de la abertura, veloz como un rayo. De pronto, el pájaro sintió un pequeño meneo en la cuerda del abismo y en seguida un tironcito y después un tirón fuerte que lo hizo gorjear, y valga la analogí­a, como a un pájaro al que le tironean con violencia una pata, es decir con un trino desgarrante. Desde el abismo se oyó una voz perteneciente a la lengua de los hombres, esta vez claramente audible.

   "¿No oye la campanada, padre? Oiga", dijo uno. El pájaro sintió otro tirón pero de mayor magnitud que el anterior y el trino que le fue arrancado esta vez superó a su antecesor. La voz de nuevo decía algo. 

   "¿Y ahora padre, ha escuchado el tañido?", volvió a preguntar. Unos segundos después otra voz se dijo: 

   "Sí, pero más bien parece el martilleo sobre un yunque que el tañido de una campana, pero su Eminencia, que es más sordo que yo, ni notará el engaño. Aunque siendo así, padre Gregorio, cualquiera de nosotros puede imitar mejor el tañido de una campana que cualquier ave, bastará con esconderse en la torre e imitar el sonido de una campana. Pero dígame padre Gregorio, ¿cómo se le ha ocurrido torturar a una pobre avecilla de ese modo?" 

   "Una voz amigable", se dijo el pájaro. 

   "¡Pero padre, si la idea fue suya", respondió el padre Gregorio. Detrás de esas palabras se hizo un silencio, pero de repente se oyó algo parecido al chasquido que provocan las palmas de las manos al golpear las mejillas y después nuevamente la voz amigable dijo: 

   "Padre Gregorio, no sea insolente por favor, libere a la avecilla inmediatamente. Y a propósito, una mera curiosidad tan sólo, ¿sabe usted su nombre?" 

   "Pues claro, padre Anselmo, me llamo Gregorio", dijo el padre Gregorio. 

   "Pero cómo serás de burro, hijo de Dios, con razón estás  abandonado en esta tierra de los infiernos. Sigue así que no llegarás ni a párroco. El nombre del pájaro quise decir". 

III LA REVELACIÓN

Hubo otro silencio y unos segundos después se oyó la respuesta. 

   "No, padre, lo ignoro. No pertenece a ninguna especie previamente catalogada. Es un pájaro sin nombre." De nuevo la voz amigable de dejó oír y con ella una revelación: 

   "Bueno, en ese caso, bájelo con cuidado, que el pobrecillo debe estar medio descuajaringado con los tirones que usted le ha dado; examine sus particularidades y póngale de nombre Pájaro Campana como consuelo por la pena y el susto pasados y luego puede liberarlo". El pájaro sin nombre, ahora llamado de Pájaro Campana, sintió unas manos frí­as, huesudas y temblorosas descolgarlo con cuidado y bajarlo hacia la garganta oscura. 

   Una bandada de refuerzo encabezada por su primo finalmente llegó, pero ya era demasiado tarde, la negrura del fondo enigmático ya se habí­a tragado al desdichado, con lo que volvieron desconsolados a los gajos de los árboles de alrededor a chorar la pérdida de tan querido camarada. 

   Mientras tanto dentro del templo, el padre Gregorio acogió contra su pecho al pájaro y se dirigió a la cocina para alimentarlo antes de liberarlo, dejando oír el ruido de sus pasos cortos retumbar contra las paredes invisibles en algún lugar de ese todo negro desconocido que apestaba a narcótico. Por el único ojo con el que podía ver, ya que al otro lo tenía exprimido contra el pecho del padre, vio que se acercaban hacia un resplandor, un poco más adelante; a juzgar por la humareda hedionda quizás fuera una hoguera donde estarían quemando quién sabe qué cosa, pues el asqueroso hedor narcotizante a medida que se aproximaban se hacía más fuerte. De pronto y sin querer, el pájaro enchastró de mierda el hábito del padre: delante de su pequeña existencia, un hombre ensangrentado, clavado en unas maderas, parecía moverse al compás trémulo de las llamas que ardían a sus pies. El pájaro entró en pánico, mayor aún que cuando colgaba del abismo. 

   "Pobre desgraciado, lo han herido de muerte y ahora lo están asando para comérselo. Si de eso son capaces de hacer con uno de los suyos qué podrán hacer conmigo si por acaso eso de curarme, darme comida y liberarme no pasa de otro ardid engañoso", pensó el pájaro, en clara desesperación. Un cuadro de lo más macabro para cualquier animal, que, ciertamente, daba a entender que el horror estaba a disposición de cualquiera en este mundo desde el inicio de los tiempos. Desesperado, empezó a los picotazos contra el pecho del padre. Éste emitió unos grititos de novicio sorprendido por el padre superior tocándose las partes í­ntimas en la soledad de la celda y soltó al pájaro desagradecido cerca de los inciensos y las velas que alumbraban un Cristo crucificado de tamaño natural en el altar mayor. Lo vio escabullirse como una rata por debajo de los bancos de madera y perderse para siempre en la oscuridad protectora de la iglesia. 

   "Ya encontrarás la salida solo cuando amanezca, pajarraco desagradecido", rezongó el padre Gregorio, perdiéndose en la tenebrosa oscuridad. Y, tal como lo supuso el padre Gregorio, luego de esperar mudo como una piedra en un rincón seguro, al día siguiente, con los primeros rayos del sol entrando por los ventanales laterales, el pájaro remontó vuelo hacia uno de ellos y mientras lo hací­a no pudo evitar, antes de ganar la libertad, mirar al muerto que continuaba asándose a fuego lento y desprendiendo de sus carnes aquel hedor nauseabundo. 

   El primo y los amigos, que se habí­an quedado pernoctando escondidos entre el sembradío y la arboleda, persistiendo en la esperanza de verlo retornar de las entrañas del infierno, al verlo aparecer volando con la rapidez de quién ha visto al diablo delante del pico, no más despuntaron los primeros rayos del sol, salieron a su encuentro. Se saludaron en el aire con mucha algarabía y juntos sobrevolaron el pequeño valle hacia un lugar seguro donde finalmente se reunió toda la especie. Luego de narrarles su odisea, con lujos de detalles y alguna que otra pequeña e inofensiva exageración, como para darle una connotación más heróica al relato, el pájaro les contó lo de la gran revelación. Había omitido mencionarla al principio de propósito, para tener mayor audiencia en el momento culminante de su épica epopeya. 

   "Amigos, empezó, ahora en un tono más solemne, dirigiéndose a la platea que esperaba silenciosa la gran revelación, como corresponde en los momentos más trascendentales de la historia de todo ser vivo, al fin ha llegado nuestra hora de salir de la oscuridad y ser reconocidos". La suave brisa matinal, fresca y perfumada, se escurría por entre las hojas acariciando con benevolencia el plumaje de la atenta platea revistiendo aquel momento, único y trascendental en sus vidas, con algo que tenía un qué de magia que el héroe emplumado creyó ser el telón de fondo perfecto para su revelación. 

   "Nuestro nombre es y será desde hoy y para todo el siempre, Pájaro Campana". Y detrás de sus palabras, como por arte de magia, dentro de sus primitivas mentes sonó un pequeño "tiiin", igual al tañido de una campana. Bueno, es aquí el final de la historia, dijo don Esteban, 

Después del cuento don Esteban sintió la garganta reseca, entonces se despidió de los dos chicos y se fue al boliche "Amanecer Argentino" a tomar unas copitas y quién sabe contar alguno que otro bolazo más. 

                                                                        

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DON ESTEBAN Y EL PÁJARO CAMPANA por FRANCISCO A. BALDARENA se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 4.0 Internacional.
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sábado, 28 de noviembre de 2020

DON ESTEBAN Y EL VELOCÍPEDO

 Estaba don Esteban El sabio, parado frente a la vidriera de una juguetería recordando su niñez cuando dos hombres se pararon en la vidriera del otro lado de la puerta a ver los juguetes. 

   No me vas a creer lo que me pidió mi hijo, dijo uno. 

   ¿Qué?, preguntó el otro. 

   Me dijo que le gustaría que le regalara un velocípedo, 

   ¿Un velo qué? 

   Un velocípedo, pero yo no tengo la más remota idea qué sea eso. 

   ¿Y por qué no se lo preguntaste a él? 

   Para que no vaya a pensar que el padre es bruto.

   ¿Entonces por qué no entramos a la juguetería y le preguntamos al dueño?, sugirió el otro. 

   Los hombres entraron. Don Esteban los vio, a través de la vidriera, conversar con el dueño de la juguetería y a éste negar con la cabeza. Cuando los hombres salieron uno de ellos reconoció a don Esteban. 

   Si hay alguien en el pueblo que sepa lo que es un velocípedo, don Esteban es el hombre indicado, dijo el que lo había reconocido. Entonces los hombres se le acercaron al viejo. 

   Al ser interpelado Don Esteban se recostó en un naranjo frente a la entrada de la juguetería y empezó a hablar. 

    Bueno, si quieren saber sobre ese tal velocípedo les diré que yo conocí a tres, dijo don Esteban. 

   ¿A tres?, preguntó uno.    

   Sí, a tres. Ahora no me interrumpan sino me olvido por donde voy y agarro por otra huella. Bueno, como decía, conocí a tres velocípedos. Al primero del cual les voy a hablar nunca supe su nombre porque todos lo llamaban Galgo Latino, latino porque el asunto empezó en el centro de Italia donde nació el latín y en ese idioma velocípedo significa pies rápidos y Galgo, por el perro nomás que también es ligero el bicho. Bueno, resulta que de chiquito el Galgo Latino ese era muy ligero para todo, principalmente para los mandados y para quedarse con el vuelto también, pero ese detalle siempre era pasado por alto por todo el mundo porque el chico se lo tenía bien merecido. Era solo decirle "mirá traeme tal cosa" que uno se daba vuelta y se topaba con él, como si aún no hubiera salido del lugar, pero en realidad ya estaba de vuelta, con el pedido en las manos. Me acuerdo de una vez en que a un vecino le faltó carbón para el asadito y lo mandó a comprar al almacén donde el hombre hacía las compras por mes, del otro lado del pueblo, cosa de veinte cuadras. El Galgo Latino manoteó un brasero y salió que se las pelaba, cual hijo del viento, y fue tanta la velocidad con que fue y vino que a los dos minutos llegó con el carbón prendido por la fricción contra el aire, y si él no se prendía fuego era porque el copioso sudor que emanaba de su cuerpo chorreando como el agua por la piedra, de manera que actuaba como un escudo protector contra el calentamiento aerodinámico. El gaucho viejo hizo una pausa para saludar a una vieja amiga que pasaba por allí y prosiguió:

   Por donde iba...,ah sí... en el pueblo se creía que el chico había nacido con el don de la magia, pero en aquella época la cosa quedó por ahí mismo y el fenómeno no traspasó los límites del partido. Bueno, para hacerla corta les cuento que el pobre Galgo Latino terminó su pasaje en esta vida cuando no había cumplido los quince. Resulta que unos tíos lo llevaron con ellos de vacaciones a Córdoba y cuando regresaron, al otro día nomás, contaron que el Galgo Latino apenas vio una montaña quedó tan deslumbrado que poseído por una euforia inaudita salió corriendo ladera arriba y tan grande que fue el envión, que llegando a la cima no pudo frenar y siguió de largo cayendo al abismo del otro lado de la montaña, muriendo en el acto por el porrazo. 

   Bueno, ahora les voy a contar sobre el segundo velocípedo que conocí. Ese era conocido (o es, porque acaso aún esté vivo) como El Ingordable, porque comía como un elefante pero era flaco como palo de escoba (dónde metía tanta comida siempre fue un misterio). Pero en su caso el latinismo ya no se aplicaba a la velocidad de sus pies sino a la que aplicaba en la combustión instantánea de sus intestinos, con eso lo de velocípedo se asociaba a los pedos. De vez en cuando, principalmente cuando paso por alguna osamenta reciente, me acuerdo de él porque el hombre, como he dicho, era rápido para la digestión y los pedos eran verdaderas bombas de mal olor, es decir que a cada bocado tragado correspondía con una ventosidad cuyo tufo envenenaba el aire y se explayaba abarcando varias cuadras a la redonda. Y fue por culpa de esa su anomalía intestinal desmesurada que su familia tuvo que mudarse a las afueras del pueblo porque los vecinos ya casi ni les dirigía la palabra. A veces cuando yo andaba cerca cazando pájaritos, bueno, cazando no, sino dándole hondazos por pura maldad de chico con seso débil, y pasaba frente a su casa cerca de la hora del almuerzo, siempre lo veía afuera comiendo solo debajo de los árboles secos, como es de suponerse, y me daba algo de pena. Pero pena mismo me dio en un invierno machazo que asoló la provincia, pasé por la calle y lo vi encorvado sobre el plato con el lomo escarchado; quise pararme para decirle algo, pero el tufo hediondo que empujó el viento hacia mí, me hizo salir corriendo en el acto aunque la rápida expansión del gas podrido me persiguió con insistencia y antes de llegar a la esquina fui obligado a parar para vomitar. ¡Ah, cómo envidié aquel día al Galgo Latino!, a él no lo hubiera cachado el tufo mortecino aquel. Bueno, fue por esa anomalía intestinal también que el pobre Ingordable, desde gurisito nomás, se tornó un desgraciado; no terminó el primer grado, lo devolvieron de la colimba y aunque era bien parecido ninguna mujer se animó a arrimársele siquiera, y lo último que supe de él es que se había ido a vivir bien lejos para no joder más a nadie, decían que en algún paraje deshabitado de la cordillera de Los Andes como un ermitaño. Y bueno, el tercer velocípedo que conozco es eso que está ahí contra esas rejas, terminó diciendo don Esteban, señalando una bicicleta apoyada contra las rejas de una ventana. Los dos hombres se miraron asombrados y los dos juntitos preguntaron la misma cosa: 

   ¿Velocípedo es una bicicleta? 

   Por lo menos el tipo más común, después está el triciclo también, y diciendo eso don Esteban saludó a los hombres y se retiró del lugar. 

   Como a las tres cuadras, don Esteban escuchó unos vocinazos insistentes con lo que se dio vuelta: eran los dos hombres que pasaban en un Rastrojero, le hacían señas para que viera la bicicleta nueva que llevaban en la caja. 

   Hermoso velocípedo, murmuró el gaucho viejo.


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DON ESTEBAN Y EL VELOCÍPEDO por FRANCISCO A. BALDARENA se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 4.0 Internacional.
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