domingo, 6 de septiembre de 2020

INTOLERANCIA


Oficina con amplios ventanales, sin cortinas, moderna, con varios gabinetes metálicos de color gris dispuestos sin ningún criterio; además de un sofá de cuero marrón claro, hay un estante con libros y enciclopedias; un escritorio marrón y dos sillas de madera color crema, por delante y por detrás, tapizadas con cuero negro. 

   Un hombre mayor (el jefe sin dudas), a medio sentar sobre un ángulo del escritorio, balancea la pierna izquierda nerviosamente. Sostiene entre sus manos pálidas y temblorosas lo que parece ser una nota, que mira en silencio con visible contrariedad. Su semblante denota, sobre todo, cólera. A unos pasos de él se encuentra otro hombre, más joven (seguramente un empleado) pero igualmente pálido; está parado de perfil y en silencio; su postura, en cambio, es de gravedad. 

   De pronto, el viejo estruja la nota y se la arroja a la cara al joven, que se ataja con las manos. El hombre se incorpora y empieza a caminar con pasos duros por todo el recinto, agitando nerviosamente los brazos hacia los lados y gritándole rabiosamente algo al joven (por la rigidez del rostro y los gestos bruscos se supone que sean asquerosos improperios). El hombre camina hacia un rincón, vuelve a levantar los brazos, mira al techo y después se tira de los pelos. El joven, sin moverse del lugar, lo sigue con la mirada; intenta argumentar alguna disculpa, pero se nota que la mudez se ha apoderado de su lengua. El conflicto acaba unos minutos después cuando el hombre se detiene delante del joven y lo abofetea, y luego le señala una puerta con un dedo. El joven va hacia la puerta, pretende decir algo, pero el hombre lo ataja con un movimiento violento con ambas manos, advirtiéndole de esa manera la inutilidad de cualquier argumento. El joven asiente en silencio y empieza a salir de la oficina. Antes de desaparecer por completo, gira la cabeza y mira con tristeza al otro, que espuma por la boca y lanza llamas por los ojos; finalmente, el joven se marcha. 

   El hombre se acerca a uno de los gabinetes, abre un cajón, de donde saca una botella de whisky y un vaso de vidrio. Llena el vaso, enciende un cigarrillo y va hacia los ventanales. Fuma, bebe y mira al cielo. Vuelve al gabinete, repite la dosis, enciende otro cigarrillo, regresa al ventanal y vuelve a mirar al cielo. La escena se repite varias veces hasta que acaba el whisky. El humo cunde el interior y él empieza a tambalearse, claramente mareado. Abre un ventanal y el humo se disipa rápidamente; apoya los brazos en el alféizar y aspira profundamente, luego exhala. Se vuelve, le echa un vistazo a la oficina y va hacia el escritorio; agarra una silla, la trae  hasta el ventanal y se sube al alféizar. Vuelve la cabeza y busca algo en el piso; se baja y recoge el bollo que ha hecho con la nota y en el acto hurra como un alienado, mascullando una maldición y, finalmente, arroja por el ventanal el bollo, y tomado por una locura incontrolable se sube a la silla, pone los pies en el alféizar y se arroja al vacío. 

   Yo pego la nariz en el vidrio de la ventana de inmediato y en seguida lo pierdo de vista. Rápidamente me precipito escaleras abajo y en unos minutos estoy junto al cadáver desparramado en el asfalto, mientras una mancha de sangre se forma lentamente alrededor del suicida. La muchedumbre de curiosos se aglomera a mi alrededor y empieza a empujarme contra el muerto, con lo que me hacen trastabillar y caer junto a él, pero cuando me apoyo para levantarme siento en la palma de la mano derecha algo no muy duro; miro y veo que se trata del bollo que el suicida había arrojado por el ventanal. Me arrastro como puedo y cuando consigo salir de la muchedumbre, movido por la curiosidad en descubrir el motivo por el cual el hombre ha tomado la drástica decisión de quitarse la vida, pues creo que allí se encuentre la clave, deshago el bollo y veo que no me equivoqué. 

   Es una fotografía de una escena familiar retratando al joven de la oficina junto a una hermosa mujer negra sosteniendo en sus brazos a un bebé que ríe con la sonrisa de los inocentes. 

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INTOLERANCIA por FRANCISCO A. BALDARENA se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución 4.0 Internacional.
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LA ALIANZA


La tarde en que Gilberto Núñez tuvo la idea de construir una piscina en los fondos de la casa el sol estaba en su punto justo para derretir plomo, y eso que el verano recién comenzaba. Los noticieros ya habían emitido reportajes especiales refiriéndose al clima tórrido para ese verano con bastante antelación. Por ese motivo los bomberos voluntarios habían recorrido cada recoveco del municipio repartiendo panfletos donde se explicaba cómo evitar incendios. Ninguna hacienda, ningún puesto, ninguna granja y ningún rancho solitario quedó sin avisar. Hecha la advertencia todo el mundo se dedicó a limpiar cada centímetro de vereda, patio, basural y el propio campo, rastreando cualquier objeto de metal y, especialmente, botellas o pedazos de vidrios sueltos, a fin de impedir eventuales incendios. 

   Su esposa lo vio salir del galpón con un pico, una pala de punta y una pala ancha, y le salió al cruce. 

   ¿Se puede saber adónde vas con esas herramientas con este calor de los infiernos?, le preguntó, intrigada. 

   Voy a hacer una piscina en el fondo. No pienso quedarme de brazos cruzados mientras el mundo se derrite alrededor nuestro, dijo con firmeza Gilberto. La esposa pensó que su marido estaba chiflado y quien se derretiría sería él, bajo aquel sol asesino. Lo dejó ir sin objetar nada más, sabía que cuando algo se le metía en la cabeza nada lo hacía cambiar de idea. 

   Al rato lo vio volver al galpón y salir con la guadaña al hombro. Lo siguió con la mirada, lo vio internarse en el pastizal seco y empezar a levantar una nube de polvo y pasto a cada corte. Al cabo de media hora, desde la cocina lo escuchó revolviendo alguna cosa y protestar en el dormitorio. 

   ¿Se puede saber qué buscas en la cómoda?, le dijo, al verlo encorvado hurgando en los cajones. 

   Nada, dijo, cerrando con violencia los cajones, y, en seguida, salió con algo en una mano, que ella no pudo identificar. 

   Cuando Gilberto volvió al fondo se puso a buscar en el pastizal reseco la alianza de casamiento, que se le había deslizado del dedo sudado, con una lupa.  

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LA ALIANZA por FRANCISCO A. BALDARENA se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución 4.0 Internacional.
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¡QUÉ CASTIGO!

 


Cuando Amalia nació su padre exclamó: "¡qué castigo!", y ella, ante semejante desprecio del progenitor, creció siendo una niña triste.

   Juliana, hermana de Amalia, y como ella también, tampoco recibió una buena bienvenida, al contrario; apenas la vio su padre exclamó: "¡qué castigo!", y, así tal cual su hermana mayor, también tuvo una infancia triste.

   Ethel, hermana de Amalia y Juliana, y como ellas también, nació marcada por la desgracia, porque le contaron sus hermanas que al nacer su padre había exclamado: "¡qué castigo!", tal cual con ellas, entonces las hermanitas le hicieron un lugarcito en su tristeza compartida.

   Marta, hermana de Amalia, Juliana y Ethel, tampoco tuvo una buena bienvenida al nacer; su padre, no bien la enfermera se la trajo para que la conociera, volvió a exclamar: "¡qué castigo!", conque ahora la tristeza abrigaba a las cuatro hermanas marcadas por la desdichada.

   A Virginia, hermana de Amalia, Juliana, Ethel y Marta, tampoco tuvo una recepción calurosa; porque su nacimiento también provocó que su padre exclamara: "¡qué castigo!", y la tristeza provocada por el desprecio de papá se ensanchó para abrigar a las cinco hermanas en desgracia.

   Perla, hermana de todas las anteriores hijas del padre inconforme, le arrancó al padre otro "¡qué castigo!", de modo tal que la niña pasó a engrosar el plantel de hermanas despreciadas por su propio padre.

   Hasta que la esposa del padre despreciador de hembras, finalmente, le parió un varón. Ángel lo llamaron. Su padre, esta vez le agradeció a Dios por el regalo del cielo e hizo la fiesta más grande que se tenga memoria en el pueblo. Pero la alegría no le duró mucho, unos años más tarde, como un capricho adverso de la vida, el propio hijo le provocó la muerte fulminante. 

   Ésto sucedió una tarde cuando al volver antes que de costumbre del trabajo, el padre entró de sopetón en la casa y vio que tenía no seis sino siete hijas: Ángel jugaba con sus hermanas, vestido de mujer. Y dicen las malas lenguas que antes de desplomarse sin vida, las últimas palabras del padre fueron: "¡qué castigo!" 

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EL INMORTAL


 

1- EL VELORIO 

Aníbal Pérez tendría unos cinco o seis años cuando le agarró un miedo terrible a la muerte. Todo se originó el día que su tío Manuel murió y al pobrecito de Aníbal le hicieron besar al muerto, frío como el mármol. Como su abuela no tuvo con quien dejarlo se lo llevó al velorio con ella. Además del beso al muerto, que fue como darle un beso a la misma muerte, la parentela se pasó toda la noche entre accesos de llanto (de los lastimosos y de los histéricos), quejidos moribundos y lúgubres lamentaciones. ¡Y todo alumbrado a velas! Con lo que Aníbal todavía tuvo que vérselas con siniestras sombras fantasmales reptando temblorosas por las paredes grises. Y para terminar de completar el trauma, al otro día se lo llevaron al cementerio bajo una lluvia fina, que caprichosamente se le había antojado caer justo esa mañana. El aterrado Aníbal, como una garrapata, no soltaba la falda de su abuela ni para ir al baño, y la cosa no paró por ahí; de yapa tuvo un poco más, porque pesadillas aterradoras lo persiguieron durante una semana. 

2- CATALEPSIA

Su abuela tenía una amiga que vivía del otro lado de la calle, doña Juana se llamaba, que todas las noches la visitaba. Mientras ponían los chimentos en día tomaban té negro en bombilla en una taza enlosada amarilla con el borde verde, el famoso "chupe y pase". A veces, después de los chismes, contaban oscuras historias que iban desde la luz mala hasta apariciones de fantasmas que rondaban las cercanías del cementerio o asombraban algunas casas antiquísimas, y entre tantas historias siempre aparecía la de alguien que había muerto de "muerte mala", como decían ellas. En esos momentos Aníbal, sin escapatoria, porque la casa de la abuela constaba de una habitación y la cocina (el baño era un excusado en los fondos), no tenía otra opción que oírlas. De todos los tipos de muerte de las que hablaban las viejas, dos de ellas a Aníbal le aterraban sobremanera, y de las cuales temía que le fueran a tocar el día que le llegara el turno: morir ahogado o morir quemado. Pero una noche oyó hablar de algo más macabro todavía y que se tornó, inmediatamente, en lo más terrible que le pudiera suceder al momento de morir: la catalepsia. Que era como morir ahogado pero mucho peor, porque en lugar de agua uno se ahogaba con tierra. ¿Acaso había otra forma de morir más atroz y terrorífica que ser enterrado vivo? Desde ese día, antes de dormir, Aníbal le pedía a Dios que cuando se lo llevara al cielo no usara la catalepsia como medio de transporte y, de ser posible, que lo hiciera morir mientras dormía, así no sentía nada. 

   Así, Aníbal creció oyendo a cada tanto sobre alguien al que le había dado la tal catalepsia y al otro día encontraban en la tumba sus manos heridas con las astillas del cajón asomando entre la tierra removida; en esos momentos volvía a pedirle a Dios lo mismo, pero sin esperar la hora de ir a dormir, no vaya a ser que se olvidaran, él, en sus plegarias antes de dormir, y Dios, por estar ocupado con tantos asuntos en el mundo requiriendo su accionar. 

3- EL AMIGO DE TODOS 

Por ese miedo atroz a la catalepsia, Aníbal era amigo de todo el pueblo, hasta de los perros; creía que cuantas más amistades tuviera era menos probable que la catalepsia lo fuera a sorprender, al final, pensaba, Dios es grande pero... 

   Pero ser amigo de todos iba un poco más allá de la amistad por la amistad misma, la verdad, tenía una finalidad práctica que funcionaba así: cuanto ya agarraba bastante confianza con las amistades les confesaba su miedo y después les pedía que cuando muriera, si lo hacía antes que ellas, no dejaran que sellaran el ataúd; y por las dudas se las ingenió para hacerse amigo de todos los médicos y todas las enfermeras también y a todos le confesó su temor, y a todos les pidió que, si él moría antes que ellos, claro, no le taponaran la boca ni la nariz con algodón, por las dudas, no vaya a ser que le diera catalepsia. Después de un tiempo se le ocurrió perfeccionar su pedido y se hizo redactar un documento en el registro civil que luego le hizo firmar a todo el mundo. En dicho documento constaba que dentro del ataúd deberían ponerle una barreta, por las dudas, no vaya a ser que le diera catalepsia y por los nervios no pudiera abrir la tapa. 

4- EL VELORIO MULTITUDINARIO 

Cuando ya su temor era harto conocido por todos los habitantes de Santa Carmen y aledaños y Aníbal contaba con veintidós años le sobrevino la muerte, de repente. El velorio de Aníbal fue comparado al de una eminencia; todo el pueblo compareció en masa a la funeraria porque todos querían ver y tocar al amigo tan querido por última vez. Con tamaña multitud atascando el tránsito en la avenida principal al intendente se le ocurrió interrumpir el velorio y trasladar el muerto al gimnacio del club Recreación, para eso se cerraron las calles que daban acceso a la plaza principal. Y allá fueron todos, detrás del amigo tan querido. Los amigos más íntimos del finado no se separaban del cajón (esta posible eventualidad también constaba en el documento), por las dudas, no vaya a ser que alguien bajase la tapa con demasiada fuerza haciendo posible que por algún capricho inexplicable no la pudiera abrir más ni con la ayuda de la barreta, en caso de que su muerte se tratara de una jugarreta de la catalepsia. 

5- POR LAS DUDAS 

En medio del velorio, allá por las once de la noche, una vieja de repente soltó un alarido tal que hasta las chapas del tinglado y los tableros de basquet temblaron: Aníbal se había enderezado y se desperezaba arqueando el cuerpo, que lo tenía medio acalambrado; después tensó los brazos con los dedos de las manos entrelazados como hacen los pianistas antes de un concierto. Algunas viejas, incluida la del alarido, se desmayaron, a otras se le subió la presión y a algunos viejos se les bajó, y el beataje que no se impresionó con el fenómeno empezó con los aleluyas y los agradecimientos a Dios. Hubo algún que otro reclamo, principalmente por parte de la gente de campo que se levanta temprano, pero en general todos se alegraron, al final, Aníbal era amigo de todos.

5- EL HOMBRE QUE RESUCITÓ DE LA MUERTE 

Aníbal también agradeció a Dios y a la gente reunida en su honor, pero más tarde le confesó a sus amigos más íntimos (los mismos que vigilaban el ataúd) que todo había sido una prueba, un ensayo para ver si su velorio corría tal cual él lo había previsto, por las dudas, no vaya a ser que lo sorprendiera la catalepsia y acababa muriendo de verdad por alguna falla inesperada. Otro amigo de Aníbal, Estevanéz, el cual tenía facilidad con las palabras y siempre andaba atrás de historias, aprovechó el inusual suceso y escribió un cuento que intituló: "El hombre que resucitó de la muerte". Alguien le dijo que el título le parecía un tanto redundante, ya que resucitar solo se puede hacer desde la muerte, pero Estevanéz alegó que había pensado en poner "volver", pero que al dramaturgo Narciso Ibáñez Menta ya se le había ocurrido antes. 

   ¿Entonces por qué no usó otro verbo como, por ejemplo, regresar?, propuso la persona. 

   Lo pensé después, pero ya era demasiado tarde porque ya había mandado a imprimir la historia, respondió Estevanéz. 

   Aníbal, siempre por las dudas, creyó mejor modificar el documento, ahora en lugar de la barreta, que no lo terminaba de convencer, deberían ponerle dos criques hidráulicos botella a cada lado del cuerpo con las palancas ya puestas y sujetas a sus manos, no vaya a ser que el miedo le quitara las fuerzas allá abajo, en caso siempre, que le diera catalepsia. 

6- EL HOMBRE QUE RESUCITÓ DOS VECES

Cuando la falsa muerte de Aníbal iba a camino de convertirse en el principal evento del folklore local ocurrió que, antes de finalizar el mes, la muerte, la muerte verdadera, le sobrevino. Los amigos íntimos acudieron a la morgue del hospital provistos de plumas para hacerle cosquillas en las costillas y en la planta de los pies para estar seguros que el muerto estaba bien muerto, por las dudas, no vaya a ser que se hiciera el muerto para certificarse bien en un segundo ensayo. El intendente ordenó que esta vez lo velaran directamente en el gimnasio, y, como se esperaba, no solo todo el pueblo concurrió al velorio sino gente de los pueblos vecinos también; nadie quería perderse el velorio del hombre que había muerto dos veces en un mismo mes. A pedido del intendente varias mesitas fueron distribuidas estratégicamente en diferentes puntos del gimnasio con alcohol y analgésicos, por las dudas, no vaya a ser que al finado se le diera por volver a resucitar y a alguna vieja le diera un síncope cardíaco. Pero Aníbal esta vez no resucitó.

   No resucitó ese día, porque a la mañana siguiente el casero del cementerio lo trajo al pueblo en su camioneta porque al pobre resucitado le resultaban demasiado pesados los dos criques botella. Estevanés, ni lerdo ni perezoso, se apuró a escribir otro cuento: "El hombre que resucitó dos veces", ya que la falsa muerte quedó solo entre lo íntimos, con lo que para todos los efectos Aníbal había muerto y resucitado dos veces. El nuevo cuento fue un verdadero éxito local, y además tuvo que hacer nuevas copias del cuento anterior porque hubo gente que no lo había comprado y ahora quería tener los dos. 

6- EL HOMBRE QUE NO PARA DE RESUCITAR 

Y como una desgracia repetida del destino, aconteció que al otro mes Aníbal volvió a morir. Esta vez vino un equipo médico de la capital para constatar si ahora Aníbal había muerto de verdad de una vez por todas. Los amigos íntimos no se despegaron en ningún momento del finado, acompañándolo a la morgue donde dijeron: "nada de algodones en la boca ni en la nariz". Después fueron en la ambulancia acompañando el cadáver hasta la funeraria con los criques botella y las palancas. 

Y nuevamente la multitud llenó el gimnasio. 

Al otro día cuando la tapa del ataúd empezó a levantar la tierra que la cubría, los amigos, que habían tenido una corazonada, ya lo estaban esperando. Hasta Estevanéz, provisto de un grabador de bolsillo para narrar lo sucedido y que le serviría de argumento para el nuevo cuento que vino a llamarse, unos días después: "El hombre que no para de resucitar". El dueño de la funeraria aceptó de buena gana guardar el féretro para el mes siguiente y la comisión directiva del club no quiso programar ninguna actividad deportiva para la misma fecha, por las dudas, no vaya a ser que a Aníbal se le diera por morir otra vez. 

7- ANÍBAL, EL INMORTAL 

Pero al otro mes Aníbal, caprichosamente, volvió a morir y nuevamente una multitud llenó el pueblo y en esta ocasión hasta un canal de televisión capitalino vino a cubrir el evento, o mejor dicho, los eventos, porque el equipo se quedó hasta el otro día, donde transmitió en vivo para todo el país la increíble nueva resurrección de Aníbal. 

   Pobre Aníbal, respondió como quinientas veces las mismas preguntas. ¿Es cierto que hay un túnel? ¿Vio la luz? ¿Habló con Dios? ¿Qué cara tiene? A las tres de la tarde Aníbal consiguió desvencijarse de los micrófonos argumentando que tenía ganas de ir al baño. A los tres días Estevanéz lanzaba el cuarto cuento: "Aníbal, el inmortal", otro suceso de ventas. 

8- EL ENIGMA ANÍBAL

Para cuando sucedió la nueva muerte de Aníbal, al mes siguiente, ya dada por sentada de antemano por todo el mundo, un equipo de científicos alemanes apareció por el pueblo, cargando aparatos modernos que nadie sabía para que servían pero que los alemanes dijeron que era para estudiar el "Enigma Aníbal", como lo llamaron. 

   En esta nueva muerte de Aníbal, el clima ya no era de tristeza sino más bien festivo. Alrededor del club se llenó de carritos con choripán y parrillas donde no faltaban los chinchulines rellenos con chimichurri y otras delicias de la cocina criolla. Un vendedor de sanguches de milanesa tuvo la idea de bautizar a su producto, escribiendo en un pedazo de cartón: "Chegusán, como le gustaban a Aníbal" y, en seguida, el vendedor de choripán de enfrente ni lerdo ni perezoso se apresuró a copiarlo escribiendo, antes que a otro se le ocurriera: "Choripán, como le gusta a Aníbal". Este nuevo slogan más acertado, ya que Aníbal nunca moría completamente sino por unas pocas horas, como unas minis vacaciones en el más allá. Ya en la entrada del club, Estevanéz había montado un puesto donde vendía como loco los cuentos del muerto no muerto del todo. Al otro día, cuando Aníbal volvió de nuevo de la muerte, una multitud lo esperaba afuera del cementerio con los cuentos en una mano y lapiceras en la otra para que se los autografiara. Aníbal ya era una celebridad. 

9- MÁS PORFIADO QUE LA MUERTE 

Aníbal pensó que amigos son los amigos y todo lo demás es negocio, así que tendría que conversar seriamente con Estevanéz, que ya escribía las primeras líneas del próximo cuento: "Más porfiado que la muerte". 

   Después de pasar quince días estudiándolo exhaustivamente los alemanes dijeron que Aníbal moría y resucitaba sin ninguna razón aparente, luego reunieron sus equipamientos y nunca más se les vio el pelo. 

   Como era de esperarse, al mes siguiente Aníbal, ya socio de Estevanéz, volvió a morir. Para este velorio la humareda del festín fue tan grande que la nube de humo cubrió los cielos de varios pueblos vecinos, actuando como aviso, porque cuando esto sucedió todo el mundo pensó o dijo casi lo mismo: "Aníbal ha vuelto a morir otra vez". 

   Esta vez Santa Carmen fue invadido por centenares de ómnibus. Uno de ellos exclusivamente con chinos. Ellos dijeron ser turistas, pero todo el mundo creyó que eran científicos disfrazados de turistas para intentar descubrir qué hacía resucitar a Aníbal. 

   ¿Cómo fue que se enteraron?, le preguntó el intendente a uno de los chinos. 

   Fue pol el olol de los cholipanes que llegó hasta Belglano "ELE", mientlas lecolíamos el balio chino, dijo el chino (confundiendo la "R" con la "C" que identifica al barrio capitalino con su homónimo, el cual no tiene barrio chino); cosa que nadie creyó, porque como ya se dijo, todos pensaban que fuesen científicos, pero como muchas veces sucede una cosa lleva a la otra y finalmente todo el mundo acabó sospechando que se trataba de una investigación secreta que encerraba un secreto mayor aún: hacer resucitar a Mao Tse Tung. Entretanto los chinos, entre sonrisas complacientes típicamente chinas, continuaban alabando los "liquísimos cholipanes". Ya entre los que no creían en conspiraciones descabelladas, las preguntas que se hacían giraban alrededor del resucite de Aníbal; para la mayoría no había otra explicación que un milagro de Dios, pero don Esteban El sabio, un gaucho viejo contador de historias del pueblo, discordaba y declaraba a los cuatro vientos que la única explicación posible era que Aníbal sufría de catalepsia crónica, pero que nadie debía preocuparse, que cuando se muriera de verdad se le iba a pasar.

10- UN AÑO DESPUÉS...   

Un año después de la primera muerte de Aníbal, el pueblo ya era otro. ¿Comprar zapatos, ropas, muebles?, solo yendo a otro pueblo, porque todos los comercios habían cambiado de rubro: ahora todos (menos los de alimento o servicios como los de mecánica, de electricidad, de construcción y, claro, los funerarios, que ahora promocionaban los ataúdes con dos criques hidráulicos botella incluidos) vendían los souvenires "Aníbal", que iban desde llaveros hasta estampitas. Estevanéz ya producía los libros de cuentos sobre Aníbal en la imprenta propia a escala industrial, ya sea con nuevos cuentos o los mismos con ligeras alteraciones, al final, la gente ya los compraba como recuerdo más que por la lectura en sí. La parte más difícil, decía él, era ponerles los títulos, ya que lo único que hacía Aníbal era morir y resucitar. Para todo esto los amigos íntimos, a principios de año, habían abierto una agencia matrimonial porque todas las chicas, las solteronas y alguna que otra viuda que, no conforme con haber enterrado uno deseaba repetir la experiencia, querían casarse con Aníbal. La innovación matrimonial consistía en que era un casamiento que duraba solo un mes, con derecho a álbum de fotos del casorio y luna de miel en alguna estancia de los alrededores, hasta la próxima muerte de Aníbal, donde una nueva agraciada era elegida. Lógicamente, por el propio Aníbal, por las dudas, no vaya a ser que le tocara aguantar un mes entero un bagallo fulero. Ésto acarreó que Santa Carmen y los pueblos vecinos empezaran a llenarse de ex viudas momentáneas, pero lejos de crear una antipatía subjetiva por parte de los varones contra Aníbal, como se pensaría, al contrario, lo veían como una honra porque Aníbal les confería a las falsas viudas una especie de pedigrí que las hacía especiales. 

   Y como una plaga, nuevos chinos o probablemente los mismos (¿cómo saberlo si son todos iguales?) se establecieron en el pueblo y abrieron supermercados (como no podía ser de otra manera), suscitando la vieja sospecha de que era otro plan para descubrir el secreto de Aníbal para resucitar al "Gran Timonero", aunque ellos negaban con la misma disculpa para todo el mundo: que habían venido a instalarse en el pueblo por causa de los "licos cholipanes con chimichuli". 

11- EL ELEGIDO 

El boom de Santa Carmen se dio al segundo año cuando fueron abiertos grandes complejos hoteleros, porque ya no cabía una aguja en ningún lugar en los días en que moría y resucitaba Aníbal. Para esa fecha las parejas llegaban a raudales no sólo para casarse sino también para pasar la luna de miel; y matrimonios traían a sus hijos recién nacidos para el bautizo, movidos por la esperanza de que la catalepsia de Aníbal se les contagiara y vivieran para siempre; y parientes traían a sus muertos para ser velados y enterrados en el pueblo, pero con oto tipo de esperanza: que imitaran a Aníbal y volvieran al ceno de la familia. Así que después del entierro de los difuntos foráneos sus familiares se quedaban haciendo guardia delante del cementerio, pero ningún difunto volvió nunca del más allá para contar la historia, solo Aníbal era el elegido. 

   Para ese entonces Aníbal ya vivía del diez por ciento de todo aquel que lucrara con su nombre, menos de Estevanéz, con el cual el negocio era del tipo "miti y miti", cincuenta por ciento para cada. Pero hacerse rico de morir y resucitar tenía también sus problemillas. Un día Aníbal tuvo que presentarse en la oficina regional de la AFIP, en una ciudad cercana. Cuando se presentó, la empleada le preguntó por su profesión. 

   Autónomo, respondió Aníbal. 

   ¿Autónomo de qué?, insistió la empleada. Aníbal se quedó helado sin saber qué decir. ¿Decirle qué? ¿A qué profesión correspondía morir y resucitar, al final? Optó por la corta.

   Trabajo de morir y resucitar, dijo, finalmente. Y como la empleada le dijera que eso no era profesión sino un don solo concedido por Dios a su hijo Jesucristo, Aníbal dejó el asunto en manos de sus abogados. 

   Ser rico es más difícil que ser pobre, se dijo y volvió a Santa Carmen enseguida, porque la fecha de volver a morir estaba cerca. 

   El nuevo intendente, que era uno de los íntimos amigos de Aníbal, ese año inauguró la primera "Fiesta Anibalista mensual", con lo que Aníbal no pudiendo negarse a recibir su parte de la torta volvió a decirse que ser rico es más difícil que ser pobre, ya que como atracción principal de la fiesta lo tenían como maleta de loco, fotos de aquí, autógrafo de allá... 

   Al tercer año vino al pueblo una comitiva de un partido vecino, ofreciendo varios millones de pesos para que Aníbal se fuera a vivir a la cabecera de dicho partido. Pero Aníbal pensó que su suerte podría cambiar si se mudaba del pueblo por eso no aceptó la millonaria propuesta, prefiriendo quedarse en esa especie de cinta de Moebius en que se había convertido su vida. 

   Por las dudas, dijo y añadió: no vaya a ser que en tierra extraña me muera de verdad y para siempre. 

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jueves, 3 de septiembre de 2020

(DES)TRADICIÓN



Pulperí­a "Tradición criolla", a un kilómetro, anunciaba un cartel al costado de la ruta. El hombre estresado de la gran ciudad pensó: "Ésto es lo que yo necesito, tradición, origen, raíz. La sencillez que la urbe ha extirpado del espí­ritu de los necios que por desgracia habitamos en ella. ¡Pobres de nosotros!, que solo conocemos el vil hábitat y más pobres aún los que lo creemos el mejor lugar". 

   Al ver materializarse delante de sus ojos desquiciados, después de una curva y detrás de un montecito de paraísos, un auténtico rancho de gaucho, de barro y techo de paja, sintió una sensación de alegría igual a la que experimentara una mañana de navidad, hace ya mucho tiempo olvidada, cuando Papá Noel le trajo de regalo un camión de bomberos. Tanto impacto le causó esta imagen de la más pura tradición, que apenas si reparó en las dos Harley Davidson estacionadas delante del palenque y la total ausencia de caballos; y si antes de entrar hubiera echado un vistazo de turista al conjunto criollo habría visto en una esquina del rancho un panel solar y media tajada de la antena de DirecTV. Pero no, el hombre entró derecho nomás, con las ganas del niño que fue al jugar con el camión de bomberos por primera vez. 

   Dos paisanos jugaban a las cartas en una de las mesas, que compenetrados en el juego como estaban ni repararon en su presencia. El hombre se acercó al mostrador, el pulpero no estaba, los motoqueros de las Harleys tampoco. "Habrán ido a mear al excusado", se figuró. De repente escuchó decir: 

   Envido. 

   Los paisanos jugaban al truco. 

   Quiero, respondió otra voz. 

   El hombre se dio vuelta y se puso a observarlos, los codos apoyados en el mostrador.   

   Truco, oyó de nuevo. 

   El hombre estresado parpadeó varias veces, como si no estuviera viendo bien lo que estaba presenciando, porque habí­a escuchado decir "truco", sin que a ninguno de los dos paisanos se les movieran los labios. Le vino al pensamiento la palabra ventrílocuo, pero la descartó enseguida por ser muy fantasioso de su parte. "Debe ser el estrés que me persigue", pensó. 

   Quiero retruco, oyó ahora. Entonces descubrió que antes habí­a parpadeado con razón, porque tampoco esta vez ninguno abrió la boca, y la palabra ventrílocuo volvió a aparecer en sus pensamientos. "¿Pero dos al mismo tiempo?" "¿Y, dos paisanos, gauchos genuinos, de pura cepa?" Sin duda debía haber un error de apreciación de su parte, razonó. Pero tal parecer pronto se disipó, cuando los vio terminar la partida y comenzar otra, siempre hablando con las bocas cerradas. Entonces agudizó la vista, buscando el objeto intruso, el detalle delator de ese enigma rural que se le presentaba en forma de voz sin emisor. Reparó que la mitad del rostro, que no cubría el ala de los sombreros, de ambos gauchos parecía cambiar de tonalidad a cada tanto por efecto de un tenue resplandor emanado de sus manos. Y hacia ellas dirigió su mirada. 

   ¿Qué va a pedir, amigo?, preguntó el pulpero, a sus espaldas, pero el hombre estresado de la gran ciudad no lo escuchó, porque estaba shockeado. La realidad le habí­a aplastado la ilusión tradicionalista con un camión repleto de bosta en el mismo instante que descubrió la vil traición a las costumbres criollas: estaban jugando al truco online por celular en lugar de hacerlo con barajas, los muy ladinos. Veía delante suyo, reflejada en los ladinos traidores, en los dos falsos paisanos, la imagen del hombre coaccionado por la esclavizante modernidad. 

   Entonces fue por más y descubrió que uno calzaba zapatillas Nike y el otro, unos botines Caterpillar. Que uno era zurdo y el otro diestro, por los llaveros que colgaban en silencio por el mismo flanco; uno con forma de calavera de metal y el otro, era una linternita led. El resto de los disfraces era todo de gaucho auténtico, bombacha, faja, facón, camisa, pañuelo al cuello y los mencionados sombreros. Eso quería decir que en plena llanura pampeana, los propios hijos de la patria cocinaban la farsa, la mentira y la trampa en calderos de acero inox sobre hornallas alimentadas a gas butano. En ese momento comprendió con tristeza que la era de los ídolos caídos ya había comenzado, y tuvo la plena certeza de que ya no se hací­an más gauchos como los de antes. 

   Los criollos de ley ya fueron, murmuró, moqueando.

   Un hombre que sufre una fuerte desilusión es capaz de inimaginables aberraciones y el hombre estresado de la gran ciudad, que no escuchaba la voz del pulpero que seguía insistentemente preguntándole qué deseaba, lo fue. Salió de la pulpería con el alma y el corazón destrozados, abrió el baúl del auto y mientras hurgaba afanosamente para sacar quién sabe qué cosa de allí dentro, supo que el derrumbe del mundo criollo estaba próximo y que tenía que hacer algo para impedirlo. 

   ¡Ajá, acá estás, maldita!, exclamó con voz rabiosa, al encontrar lo que buscaba con tanto ahínco: una barreta. Y las dos Harleys fueron las dos primeras víctimas. 

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(DES)TRADICIÓN por FRANCISCO A. BALDARENA se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución 4.0 Internacional.
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EL BOSQUE HILARANTE

 

Mientras me dirigía, como cada mes, a la abadía que se encuentra en el Bosque Hilarante para comprarle a mi señor los sabrosos quesos de cabra que los monjes elaboran, no me imaginaba (¿y cómo podría?) que a menos de un kilómetro encontraría una espada. Antes de continuar debo aclarar que hasta ese día nunca nadie había sabido decirme por qué al bosque lo llamaban así. Con lo que a mí respecta, nunca había oído risas, ni en los días en que el viento sopla fuerte entre las hojas. 

   La espada asomaba entre los matorrales al costado del camino. Detuve la carroza y salté de inmediato; cuando la examiné vi que no se parecía a ninguna que yo hubiera visto antes, liviana, recta y la hoja de tres dedos de anchura de acero reluciente por un metro de largura y... ¡empuñadura de oro! En el acto pensé: "cuando regrese al castillo arrancaré la empuñadura y la guardaré para cuando sea viejo y tenga que pagarle a alguien para que tome cuenta de mí". Mis ojos acariciaban el oro, mi mente viajaba al futuro, pero, a unos metros más adelante, una rueda se atascó en un pozo y me sacó bruscamente no solo de tan amables distracciones, sino de la carroza y yo fui a parar con el culo dentro de una charca de lama, al lado de las patas traseras de uno de los caballos. Y justo en ese momento oí risas, como un coro de ellas, finitas, gruesas, casi tosiendo, en fin, de varios tonos. A duras penas conseguí ponerme de pie y mientras luchaba para levantarme las risas, que me rodeaban desde todos lados, parecieron multiplicarse más y más. Me di vuelta buscando a los graciosos, pero no vi a nadie, ni hombre ni duende; ni gnomo ni enano burlón, nadie; solamente las risas, unas más estruendosas que otras. Y ahí fue que me di cuenta que eran los árboles, los árboles que se burlaban de mí sin el menor decoro. Me indigné de inmediato y los mandé callar la boca, pero no me hicieron caso, es más, empezaron a reírse con más ganas todavía, y yo a enfurecerme como un toro salvaje. Les advertí a los gritos, blandiendo la espada, que si no paraban con esas risotadas me vería obligado a cortar a unos cuantos. ¡Pero qué nada!, lejos de callarse parece que esto les causó más gracia todavía porque la burla aumentó. Y como no se callaron, la furia que contenía dentro de mí explotó como un volcán y empecé a hachar al primer árbol gracioso que tuve más a mano. Sí ese se calló no pude saberlo, pero los otros, de que seguían burlándose seguían. Así que  blasfemando como un hereje me abalancé contra otro y contra otro y contra otro, sacándoles buenos pedazos de corteza y cortándoles los gajos más bajos. Pero si alguien cree que los malvados pararon de burlarse está equivocado. No sé por cuánto tiempo estuve cortando ramas, gajos, hojas y tajeando a diestra y siniestra. Hasta que quedé agotado y me dejé caer; tenía los brazos acalambrados y el pecho me dolía. El bosque poco a poco fue acallándose y al rato solo se oía el canto de los pájaros y el rumor de la brisa. Al  levantarme tenía los ojazos oscuros de los caballos clavados en mí, no sé si por curiosidad o por miedo, o quizás fuera por verme hecho un trapo roñoso. Sacando fuerzas de donde no tenía hice girar la rueda en aquel lodazal y ni sé cómo los caballos escucharon mis débiles "arrres". Pero, finalmente, conseguí sacar la carreta de aquel atolladero maldito. 

   Antes de seguir la marcha, les eché un último vistazo a los árboles heridos y hasta estuve a punto de advertirles que la próxima vez que se rieran de alguien lo pensaran dos veces, pero temí que empezaran a reírse otra vez y, además, mis brazos ya no estaban ni para espantar moscas. 

   Llegando a la abadía, no bien los monjes me vieron se taparon la boca, como atajando la risa; pensé que fuera por mi estado lamentable, pues estaba de barro hasta las orejas. Sentí un poco de vergüenza cuando el abad vino a recibirme. 

   ¡Qué tal, padre!, lo saludé, con una inclinación de cabeza.

   Bien, a Dios gracias, hijo, dijo, persignándose, después añadió: ¿Y, mató muchos árboles hoy, hijo mío? Entonces las risas empezaron otra vez. 

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EL BOSQUE HILARANTE por FRANCISCO A. BALDARENA se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución 4.0 Internacional.
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PROTOCOLO


Finalmente, llegó el invierno y el comandante del cuartel de bomberos voluntarios de Santa Carmen, desde la puerta abierta de su despacho, mira el día gris con semblante sombrío. Tiene un pepino grande como una sandía que pelar y solo cuenta con sus uñas para hacerlo. Se le venían encima los frecuentes accidentes en la ruta, provocados por la niebla o la lluvia, y además siempre estaba la posibilidad de los incendios provocados por una vela encendida que alguien se olvidaba de apagar o algún brasero, que cuando no calcinaba a los miembros de toda la familia igualmente los mataba asfixiándolos al apagarse en medio de la madrugada, porque la gente frecuentemente se olvida dejar ventilación para que  el aire se renueve y no se acumulen las emanaciones de gas carbónico. 

   El año anterior habían sido sesenta y tres siniestros de los cuales cuarenta y siete fueron en invierno, pero el año pasado no había pandemia. Ahí está el problema. Ahora el intendente y el jefe de la seccional de policía lo presionaban para que creara lo más urgente posible un ¡protocolo para asistir a siniestros en tiempo de pandemia! 

   El colmo de todos los colmos, pensó el comandante cuando se lo anunciaron. Porque la gente acata no hacer reuniones multitudinarias, no concurrir a la plaza, hacer filas hasta delante del kiosquito para comprar cigarrillos y no enviar a sus hijos a las escuelas; han acatado la orden de no visitar a los padres y abuelos, a no velarlos si morían y a dejar que se los enterrara sin un último adiós. Pero ¿y cuándo sonara la próxima sirena de los bomberos, quién los podría detener, cuando, movidos por la curiosidad, no los atajara ni Dios? El comandante sabe que en el mismo momento en que se oye la sirena la gente larga todo y ya no importa si el bebé llora, la madre lo desprende de la teta y le grita ¡cállate!, porque la curiosidad es más urgente que el hambre ajeno, aunque se trate del propio hijo; se largan las ollas, "que coman cualquier cosa", piensa el ama de casa en esos momentos; las máquinas en las fábricas empiezan a silenciarse de apoco con un zumbido moribundo; en la comisaría los agentes largan los mates y concurren en masa al lugar del siniestro, más por curiosidad que por deber; las clases se interrumpen y las maestras mandan a los alumnos de vuelta a sus casas y se mandan hacia el siniestro; los médicos le piden al enfermo que por desgracia esté en ese momento en la mesa de operaciones que sostenga el bisturí, y "ya vuelvo", acaso le dicen, y los viejos bichocos de alguna manera se aceitan las coyunturas y salen a la pata suelta atrás del primero que ven pasar corriendo, porque con seguridad él le indicará donde fue el siniestro, etcétera.

   Maldita morbosidad, exclama, dando un golpe en el escritorio, porque sabe que tras el primer aviso de la sirena, el desbande será inevitable y todo se irá al carajo. 

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EL SUICIDA Y EL LOCO

    Rapallo, Genova -  Febrero de 1883  Parado al borde del acantilado, Amedeo flexionó las piernas y cuando estaba a punto de dar el gran s...