viernes, 6 de noviembre de 2020

EL LECHONCITO FELIZ

 El lechoncito está tan feliz y contento; pasa cantando "Pin pirín pimpón, pin pirín pimpín". Por fin tendrá un hogar: hoy una familia vino a adoptarlo. "Pin pirín pimpón, pin pirín pimpín", sigue cantando el lechocito, el rabito inquieto y juguetón, mientras va a despedirse de sus amigos; éstos le envidian la suerte que ha tenido y cuando les da la espalda se lo quedan mirando sonrientes desde los corrales. Ya en la entrada, ven a un hombre agachado a su lado, acariciándole el lomo con una mano y palpándole las nalgas con la otra, y de pie, la esposa, sonriendo para ambos mientras juega con una manzana que esconde en la espalda. ¡Qué suerte!, suspira uno de los amigos, con el hocico apoyado en la cerca de alambre, y otro, un poco más atrás, se le junta: ¡Y justo un día antes de navidad!

                                                                                

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EL LECHONCITO FELIZ por Francisco A. Baldarena se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 4.0 Internacional.
Basada en una obra en https://creativecommons.org/choose/?lang=es#metadata.

UN YO Y SU OTRO YO

 Él, después de su otro yo.

   Despertó, se desperezó, se levantó, fue al baño, abrió la canilla, se cepilló los dientes, se lavó la cara, cerró la canilla, se secó la cara, salió del baño y fue a la cocina. Allá ya estaba su otro yo, tomando mate; le ofreció uno, lo aceptó, lo tomó, se lo devolvió y se fue a vestir. Cuando pasó por la cocina su otro yo ya no estaba. Agarró el bolso, fue hasta la puerta, la abrió, salió a la calle, pasó llave, caminó hasta la parada y se quedó esperando el colectivo. Cuando el colectivo llegó, subió, pagó y se fue a sentar. Bajó frente al trabajo, cruzó la calle, abrió el portón, entró, cerró le portón y cuando llegó al fondo, allá ya estaba su otro yo, de nuevo tomando mate; le ofreció uno, él lo aceptó, lo tomó, se lo devolvió y se fue a encender las máquinas. Cuando pasó hacia el depósito de materia prima su otro yo ya no estaba. Trabajó de corrido y cuando terminó apagó las máquinas, agarró el bolso, fue hacia el portón, lo abrió, salió a la vereda, cerró el portón, cruzó la calle, fue hasta la parada y esperó el colectivo. Cuando el colectivo llegó, subió, pagó y se fue a sentar. Bajó en su parada, caminó hasta la casa, abrió la puerta, entró, le pasó llave, colgó el bolso, fue hasta el baño, abrió la lluvia, se bañó, cerró la lluvia, se secó y fue a la cocina. Y allá ya estaba su otro yo, tomando mate; le ofreció uno, lo aceptó, lo tomó, se lo devolvió y se fue a dormir. 

Su otro yo, antes que él. 

   Despertó, se levantó, se cambió, fue al baño y después a la cocina; prendió una hornilla, llenó la pava de agua, puso la pava a calentar, sacó el mate, la yerbera y preparó el mate. Al rato oyó a su otro yo desperezarse, levantarse, ir al baño, abrir la canilla, cepillarse los dientes, cerrar la canilla, venir a la cocina y mirarlo. Le ofreció un mate; el otro yo lo aceptó, lo tomó, se lo devolvió y se fue a cambiar. Él terminó de tomar mate, guardó la yerbera, el mate, dejó la pava sobre la cocina y fue hasta la puerta; la abrió, salió a la vereda, pasó llave, caminó hasta la parada y se quedó esperando el colectivo. Cuando éste llegó, subió, pagó y fue a sentarse. Bajó frente al trabajo, cruzó la calle, abrió el portón, entró, volvió a cerrar el portón y cuando llegó al fondo prendió la cocinita, llenó la pava de agua, la puso a calentar y preparó el mate. Cuando el agua estuvo lista se puso a tomar mate. Al rato, oyó a su otro yo abrir el portón, entrar, cerrar el portón, llegar al fondo y mirarlo. Le ofreció un mate; el otro yo lo aceptó, lo tomó, se lo devolvió y se fue a encender las máquinas. En seguida guardó el mate, la yerbera y dejó la pava sobre la cocinita; después fue hasta el portón, lo abrió, salió a la vereda, cerró el portón, cruzó la calle y caminó hasta la parada. Esperó el colectivo y cuando éste llegó subió, pagó y se fue a sentar. Cuando llegó a su parada, bajó, caminó hasta la casa, abrió la puerta, entró, le pasó llave y fue a la cocina. Prendió una hornilla, llenó la pava de agua, la puso a calentar y preparó el mate y así, mateando, estuvo hasta el atardecer cuando oyó a su otro yo abrir la puerta, entrar, pasar llave a la puerta, colgar el bolso, ir al baño, abrir la lluvia, bañarse, apagar la lluvia, venir a la cocina y echarle una mirada. Le ofreció un mate; el otro yo lo aceptó, lo tomó, se lo devolvió y se fue a dormir. Él terminó la pava, guardó el mate, la yerbera, dejó la pava sobre la cocina y se fue a dormir también; estaba muy cansado, como si a ese día lo hubiera vivido dos veces. Cuando entró a la pieza su otro yo, ya en el séptimo sueño probablemente, roncaba de lo lindo. 

   Esa noche soñó que despertaba, se levantaba, se cambiaba, iba al baño, hacía lo que tenía que hacer y cuando llegaba a la cocina un otro igual a él ya estaba allí, tomando mate; de inmediato le ofrecía uno y él lo aceptaba, lo tomaba, se lo devolvía y luego seguía a la pieza, donde se cambiaba y agarraba el bolso, pero cuando se dirigía a la puerta de calle el otro ya no estaba. Después abría la puerta, salía a la vereda, pasaba llave y caminaba hasta la parada, donde esperaba el colectivo, y cuando esté llagaba, subía, pagaba y buscaba un asiento. Al rato bajaba, cruzaba la calle, llegaba al trabajo, abría el portón, entraba, cerraba el portón, caminaba hasta el fondo y allá volvía a encontrase con el tipo igual a él, tomando mate; él le ofrecía uno y él aceptaba, lo tomaba, se lo devolvía y luego iba hasta donde están las máquinas. Las encendía, y cuando se dirigía al depósito de materia prima el otro ya no estaba. Entonces se ponía a trabajar de corrido y más tarde cuando terminaba, apagaba las máquinas, agarraba el bolsón, iba hacia el portón, lo abría, salía a la vereda, cerraba el portón, cruzaba la calle, caminaba hasta la parada y esperaba el colectivo, y cuando éste llegaba subía, pagaba e iba a sentarse. Al rato bajaba en su parada, caminaba hasta la casa, abría la puerta, entraba, cerraba la puerta, colgaba el bolso, iba hasta el baño, abría la lluvia, se bañaba, cerraba la lluvia, se secaba e iba a la cocina, donde nuevamente el otro igual a él tomaba mate; le ofrecía uno, él lo aceptaba, lo tomaba, se lo devolvía y se iba a dormir. Cuando despertó se sentía más cansado que cuando se había ido a la cama; le dolía todo el cuerpo, como si no hubiera descansado nada, y, en cambio, vivido el día anterior tres veces. 

                                                                            

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LA PELÍCULA DE AYER

 

Hace un mes, más o menos, despertó una mañana y no pudo recordar lo sucedido el día anterior, y a la mañana siguiente le ocurrió lo mismo; y hasta hoy sigue así. Por eso, después de los innumerables problemas que la amnesia le acarrea, desde hace varios días ha empezado a vivir gravando el transcurso de sus días, decidido a vivir a partir del ayer. 

   Esta mañana, apenas despertó encendió el televisor y la casetera y sentado en la cama pudo ver que ayer apenas despertó encendió el televisor y la casetera y se había pasado todo el día sentado en la cama frente al televisor mirando lo que hizo el día anterior; donde también pudo ver que anteayer después de despertar y haber encendido la televisión y la casetera se había quedado sentado en la cama y pasado todo el día entero frente al televisor viendo lo que hizo antes de anteayer; donde también pudo ver que apenas despertó había encendido el televisor y la casetera y sentado en la cama se había quedado todo el día frente al televisor viendo que antes de antes de anteayer después de despertar había encendido el televisor y la casetera y sentado en la cama se pasó el día viendo... 

   Por momentos lo asalta la idea de que ya ha muerto, y para peor la "película de ayer" ya empieza a aburrirle, y además el hambre... 

                                                                 

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LA PRIMERA PUÑALADA

 "Nunca voy a acostumbrarme, esto, definitivamente, no es para mí", se decía por dentro mientras contemplaba, duro como una momia, a su compañero, que con la frialdad del hielo, descuartizaba el cadáver de aquel pobre infeliz como si fuera un osito de peluche. Con qué serenidad jugaba con sus órganos ensangrentados entre sus manos; con qué placer, reflejado en su sonrisa macabra y en sus ojos despiadados, desempeñaba su infame tarea. 

   Poco a poco el temor se apoderaba de su ser ante la inminencia del momento en que le tocara el turno de enterrar el cuchillo y descuartizar como lo hacía ahora su compañero. Miró de reojo la puerta y evaluó una posible huida, pero su compañero estaba en el medio, y además era más diestro y más experimentado en el manejo del cuchillo, mientras él... 

   De pronto, su compañero lo miró fijo y un frío burbujeante le subió desde los pies. 

   ¿Y, pibe?, dale o te vas a quedar parado ahí, mirando como un pelotudo mientras yo hago todo por los dos, le dijo, y en sus palabras comprendió que no tenía escapatoria, o acuchillaba y descuartizaba infelices o quién sabe cómo terminaría todo. Entonces agarró el cuchillo que tenía a un lado, cerró los ojos y dio la primera puñalada en aquel pobre infeliz que nada sintió, porque qué puede sentir un pollo muerto. 

                                                                              

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EL DINOSAURIO

 Una mañana las calles se convirtieron en pesadilla: un dinosaurio esquelético se paseó por casi todo el pueblo, sembrando el miedo y el pánico entre la población. Detrás de sus pasos, que hacían temblar el piso como si estuvieran cayendo potentes bombas, quedaban autos aplastados, bicicletas retorcidas, motos descuajaringadas, toldos arrancados, carteles, árboles y postes caídos, cables eléctricos chisporroteando peligrosamente, veredas hundidas, asfalto quebrado y canteros destruidos. La gente corría despavorida para cualquier rumbo siempre que fuera lejos del alcance de la amenaza del siniestro saurio, y en su desesperada huida se chocaba entre sí, pasándose por encima no pocas veces. La policía, en su inútil afán por detener al monstruo, gastó toda la artillería que tenía disponible, pero nada pudo detenerlo. Hasta que, cerca del mediodía, entre los bomberos y los soldados del destacamento militar de la ciudad vecina pudieron enlazarlo con gruesas cuerdas. 

   Ahora, con las patas abulonadas al piso y los brazos sujetados a dos grandes columnas de concreto con cables de acero, se cree que ya no volverá a escapar del museo. 

                                                                       

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LOS HIJOS DE MOON

 Phillip Moon era un hombre muy violento y todos los días cuando no le andaba dando sopapos a su esposa era porque estaba dándoles palizas a los tres hijos varones, y el día que despertaba demasiado inspirado les sacudía a los cuatro juntos. Todo el pueblo se compadecía de Emily, la esposa, e, imaginando un probable futuro, no había quién no viera en los tres hijos otro padre de familia golpeador. Pero cuando crecieron ninguno se casó, se mantuvieron solteros y viviendo en la casa paterna. El mayor, Roderick, durante un tiempo se aventuró en el pugilismo amador, pero apenas juntó unos buenos pesos abandonó el ring y puso un gimnacio de boxeo. El del medio, Mortimer, montó una herrería en el fondo de la casa y el menor, Ferdinand, al parecer menos ambicioso que sus hermanos, trabajó siempre en una empresa de propaganda. Como se dijo, ninguno se casó; con lo que nunca se pudo saber si de haberlo hecho hubieran salido a su padre. De eso se habló mucho en el pueblo y nadie nunca vio la relación que tenían con sus respectivos trabajos; que Roderick se la pasaba golpeando la bolsa de arena, el puching ball o haciendo de sparring con sus alumnos; que Mortimer daba mazazos en el yunque de la noche a la mañana y que Ferdinand, que sin dudas debió ser el menos traumatizado, se conformó en pasarse la vida pegando carteles en cuanta superficie se le presentara apropiada. 

                                                                         

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LA DESILUSIÓN DE SHINEGONI

 Shinegoni Kido, leyendo en la sección amor por correspondencia en un diario de Matsue, se interesó por una chica cubana llamada Rosario y decidió escribirle. 

La carta de Shinegoni decía así: 

   Quelida Losalio: me encantalía colespondelme contigo. Aquí van algunos datos soble mi pelsona. Soy muy tlabajadol, tengo casa plopia y me gusta el mal, la alena y también paseal pol la montaña. Además soy bastante caselo y me gustalía tenel tles niños: dos valones y una mujel. Bien, quelida Losalio, pol ahola no tengo mucho más pala decilte. Espelo tu lespuesta espelanzoso. 

Con caliño, Shinegoni. 

   Pasó un mes y llegó la respuesta de Rosario. 

La carta de Rosario decía así: 

   Quelido Shinegoni, te cuento que tu calta me ha dejado muy contenta. Veo que ambos cleemos en el amol sin flontelas. A mí también me encantalía conocelte y de sel posible lo más bleve posible. Soble mí debo decilte que me gusta tlabajal, me gustan las laboles del hogal, asal pan, hacel toltas, en fin, la culinalia en genelal. Yo también soy muy casela, aunque de vez en cuando me gusta il a vel el mal. Bien, quelido Shinegoni, hasta ahola esto es todo lo que tengo pala contalte soble mi vida. 

Atentamente: tu cubanita enamolada. 

   La madre de Shinegoni al ver que su hijo, que tan contento se había puesto cuando lo llamó el cartero y ahora, sin embargo, se lo veía triste y callado, se le acercó para indagarlo al respecto. 

   Dime, hijo mío, ¿qué tienes que te veo tliste y cabizbajo, tan contesto que estabas hace poco? Shinegoni rompió en lágrimas y se arrojó a los brazos de su amada madre y entre sollozos desgarrados le contó sobre su pesar: 

   Me equivoqué con Losario, mamá; mila la calta que me ha esclito. ¡Mila, mamá, mila!, cómo se líe de mi folma de hablal, esa maldita bulista. La madre abrazó con ternura a su herido hijo y le aconsejó: 

   Mándala a la mielda. 

                                                                              

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EL SUICIDA Y EL LOCO

    Rapallo, Genova -  Febrero de 1883  Parado al borde del acantilado, Amedeo flexionó las piernas y cuando estaba a punto de dar el gran s...