domingo, 17 de enero de 2021

LAIAN Y LOS ALIENÍGENAS - parte 2

 6- TRAS LOS MALOS 

   Puede que sea un viaje sin retorno, les advirtió el capitán Kinio Kiniones Pauers, con voz grave, en la plataforma de lanzamiento poco antes de partir. Fluo Max, Opzmo y los demás oficiales, tan afligidos cuanto él, lo levantaron a upa para que les pudiera dar una lamida de despedida. Cuando la nave desapareció en el cielo el capitán Kinio Kiniones Pauers aulló de tristeza por un largo momento. Luego nunca más nadie lo vio mover la cola con efusividad, como si la alegría lo hubiera abandonado aquel día en que sus amigos partieron hacia T2. 

   En la cabina de comando Opzmo se lamentaba de la vez que tuvo a Malditas Werk a punto de tiro y por culpa de una mosca irritante, que insistí­a en posarse en el mismo lugar, provocándole un molesto cosquilleo, lo dejó escapar. 

   Deberí­as agregar un matamoscas a tu equipamiento, Opzmo, pues adonde vamos abundan las moscas, le aconsejó Fluo Max. Todos rieron, hasta Opzmo, olvidándose por un momento que estaban en una misión de la cual posiblemente ninguno podría volver. El operador de radar Atchiky Licky aprovechó el momento de distracción para seguir jodiéndolo.

   Yo conozco un arma antimoscas más efectivo que un matamoscas, pero será mejor que te mantengas alejado del trasero de la hija de Malditas Werk, se dice que sus gases son tan potentes que además de matar moscas provocan daños cerebrales irreversibles. Así pasaban la mayor parte del tiempo que estaban despiertos, distrayéndose para no deprimirse. Otro momento de alegrí­a se producí­a cuando se comunicaban con el capitán Kinio Kiniones Pauers, a través del monitor a cada 24 horas. Cuando se escuchaba por los altavoces: 

   ¡Atención muchachos, el capitán Kinio Kiniones Pauers en el aire, todos abandonaban lo que estaban haciendo y acudían corriendo hasta el monitor, apretándose como moscas sobre una gota de miel para poder compartir un momento con su querido jefe. Los ojos de Kinio Kiniones Pauers, aunque al ver a sus amigos su corazón se llenaba de alegrí­a, demostraban su tristeza, y si pudieran verlo de cuerpo entero advertirían su cola menearse vagarosamente de lado a lado, cosa que nunca más hizo en público. Pero cuando se cortaba la comunicación en ambos lados el silencio que quedaba los dejaba casi sin acción. Fluo Max y Opzmo, entre todo el equipo, eran los más tocados por la falta de su superior. Sin advertirlo siempre estaban recordando alguna anécdota suya, con lo que a menudo algún episodio en la nave los remitía a su entrañable amigo, porque siempre estaba con ellos en espíritu. 

7- EXTRAÑOS EN EL NIDO

   Mañana hará un buen día, comentó Laian a su maestro, mientras observaba el cielo estrellado. Elser Masgrís, el mago, también observaba el cielo, aunque no veía lo mismo que su discípulo, porque más allá de ver, también sentía "algo". Y lo que él sentía no era cosa de este mundo, provení­a del espacio, de un lugar tan distante y diferente a la tierra que Laian no sería capaz de imaginar. Elser Masgrís tuvo pena de la ingenua alegrí­a del muchacho, pues lo que venía de otros mundos no era nada bueno. Esa noche, como siempre, había subido a la torre del castillo para observar un punto de luz en el firmamento que crecía noche a noche, desapercibido para todos los mortales, como el ingenuo Laian, por confundirse con las estrellas. El mago recorrió con la mirada el valle; en la aldea, bañada por la luz plateada de la luna, todos dormí­an el sueño de los inocentes, ajenos al mal que venía desde el infinito. Entretanto, Elser Masgrí­s pensó en sus habitantes como seres afortunados por ignorar las cosas que él sabía, despertando cada dí­a y viviendo sus vidas entre pequeñas tragedias y alegrías hasta el día en que una desgracia mayor sobrevenía, y era solo en esos momentos, no antes, cuando el miedo los tocaba. Él, en cambio, con su sabiduría estaba condenado a sufrir desde mucho antes que las catástrofes sucedieran. Como bien sabía, ser sabio tení­a sus pros pero sus contras también. Él podía protegerse de muchas maneras, pero ésto no lo eximía de sufrir por el padecimiento ajeno. Pensaba que ninguna vida valía la pena ser vivida en un mundo donde también existí­a el mal, pero así era el vivir. La tierra tan bella por naturaleza una vez más se tornaría fea; se acercaban alienígenas sanguinarios y quién sabía con qué maldades desconocidas en sus mentes. Elser Masgrís sabía que saber que estaban llegando no era lo mismo que saber el para qué. Podía ser que lo hicieran con intenciones de conquista como podía ser que lo hicieran transitoriamente, a modo de reabastecimiento. "Habrá que pagar para ver, de cualquier manera nunca es bueno tener a extraños en el nido", pensó el mago, antes de bajar a su recámara. 

   Entretanto, Laian se quedó un rato más, le fascinaban las estrellas.

8- LAS NAVES 

"No hay duda, son dos", se dijo por dentro Elser Masgrís, sin desviar la vista de las estrellas a la noche siguiente. Hubiera querido tener más sabiduría para hacer que el planeta se hiciera invisible, como él podí­a hacer con las cosas y con su cuerpo, y que las naves pasaran sin verlo, pero su magia no era tan poderosa. Entretanto, su bola de cristal solamente mostrab­a brumas que podían ser muchas cosas, desde tiempos de tinieblas a plagas y de esclavitud hasta guerra y muerte. Dudaba de sus poderes por no saber qué clase de tecnología poseerían los alienígenas, sin duda más avanzada y poderosa que la que él pudiera concebir. 

    Laian podí­a no tener cerebro suficiente para entender las cosas del universo, pero sí el suficiente para notar la aprensión de su maestro. Intuí­a que si lo interpelase el mago le responderí­a con evasivas por entender que él ignoraba muchas cosas, o quizás por aún no estar preparado para ciertos asuntos, o bien porque eran asuntos privados del alma del mago. Pero aún así, una mañana, al ver a su maestro con cara de preocupación, se le plantó delante. 

   Maestro, ¿sucede algo que lo preocupa demasiado? Aunque conocía la suavidad del hablar del mago, cerró sus ojos y esperó una buena reprimenda por su atrevimiento. 

   Esta noche, cuando vengas conmigo a la torre, quiero que veas algo, le respondió el mago. Laian abrió sus ojos y puso cara de alegría, sin duda la respuesta del mago lo había sorprendido. 

   Ahora debo consultar algo, dijo el mago; luego abrió el libro mágico que tenía entre las manos y no dijo nada más. 

   Sí, maestro, respondió Laian y salió dando brincos de alegría. En el camino fue pensando que le gustaría que su maestro le enseñar­a a leer el futuro a través de las estrellas. Pero el mago pensaba algo diferente, creyó que su aprendiz necesitaba enterarse de lo que se avecinaba antes que nada. Tal vez así,­ en el momento del arribo de los aliení­genas, tuviera alguna chance de salvar su vida. 

   Cada vez que Laian subía por las noches a la torre tenía la sensación de estar suspendido en medio de las estrellas,  sumergido en sus pensamientos sentía todo el mundo a sus pies desaparecer. La llegada de Elser Masgrís, lo sacó de sus sueños; el mago traía consigo una tabla con un pequeño orificio, que posicionó en un determinado lugar. 

   Por este agujero podrás observar un determinado grupo de estrellas, le dijo el mago, durante todas las noches.

   Sí, maestro, respondió Laian, sin saber el propósito de tal observación, por eso se quedó parado esperando algo más. 

   Yo la posicionaré en este mismo lugar y quiero que al observar prestes mucha atención en dos estrellas únicamente, aunque hoy y por algunas noches no has de notar nada extraño, pero con el pasar de las noches las identificarás claramente. Entonces el mago le contó lo que sabía y lo que presentía también. Laian no tendrí­a tiempo de aprender a dominar la invisivilidad para cuando llegaran los alienígenas como él, pero saber con anticipación determinado acontecimiento le daría cierta ventaja. Era lo menos que podí­a hacer por su aprendiz, aunque pensaba mantenerlo a su lado para protegerlo tanto como le fuera posible.

   ¿Esas naves tienen luz propia, maestro?, quiso saber Laian.

   Sí, aunque lo que las hace visible es la luz del sol reflejada sobre el metal del casco, por eso parecen estrellas, respondió el mago. 

   ¿Será que existen aliení­genas buenos, como algunos de nosotros?, preguntó Laian. 

   No lo sé, hijo, pero si las leyes que rigen el universo son las mismas en todos los lugares y en todos los seres puede que así­ sea. Pero recuerda que siempre hay que estar preparado para lo peor, porque es mejor descubrir la bondad en lo que se cree malo, que maldad en lo que se cree bueno, dijo sabiamente el mago. 

   Sí­, señor, respondió Laian, contento por los nuevos enseñamientos que Elser Masgrís le transmití­a. 

Una noche Laian le dijo a su maestro, que observaba el firmamento junto al él:

   Maestro, creo que ya he descubierto­ las dos estrellas, o mejor dicho las dos naves. Laian señalaba las estrellas.

9- PERSEGUIDOS 

Los hijos de perra nos han descubierto y los tenemos en nuestra cola, bramó, furioso, Malditas Werk. Los wirmianos podían echarlo todo a perder y sus sueños de emperador del universo ser tragado por un agujero negro. 

   ¿Qué cree usted que sea lo más conveniente, subcomandante?, le preguntó Malditas Werk a su segundo, que estaba a su lado. El subcomandante Guanakeitor pensaba que lo mejor era continuar viaje, aprovechando la ventaja de la delantera, y una vez en T2 atacarlos al momento de aterrizar. 

   Estarán ocupados con el aterrizaje mientras nosotros, ya instalados, los podemos atacar por todos los flancos; además podemos usar los tedosianos como escudos. Recuerde usted que ellos no son tan malditos como nosotros, advirtió el subcomandante. 

   Tiene usted toda la razón, subcomandante. Sigamos adelante a toda marcha entonces, respondió Malditas, más serenado con la táctica formulada por su subordinado. 

Malditas Werk fue al encuentro de sus hijos en la recámara familiar, que desde que tomara la resolución de empezar una dinastía pasó a llamarla de Recámara Imperial. Malditoulas estaba con sus nietos narrando un episodio de una de sus malvadas andanzas juveniles. 

   "... Entonces derramé la solución de sal, limón y alcohol sobre su cuerpo despellejado, en ese momento el infeliz empezó a patalear como un loco. Hasta el día de hoy escucho sus gritos desesperados". Sus nietos se retorcí­an en el suelo de tanto reírse. Menos Malditania, porque si lo hacía vomitaría el tacho de helado de frutilla, durazno, chocolate, vainilla, limón, arándanos, crema chantillí, confites y nueces picadas que acababa de comer. "¡Qué hermosa escena familiar!", pensó Malditas Werk, apenas entró al recinto.

   Hola papá, hola hijos, dijo. 

Malditolê corrió a su encuentro. 

   Papá, ¿el abuelo ya te contó cuando despellejó a un hombre bueno vivo y después le echó encima sal, limón y alcohol?, preguntó el malvado chiquillo. 

   Sí­, hijito. Unas mil quinientas veces. Esa historia es del tiempo en que tu abuelo era menos sabio pero más sádico, ¿no es, papá?, le preguntó Malditas al padre. 

   Hola, hijo. ¿Alguna novedad?, quiso saber Malditoulas.

   Una y mala. Los infelices wirmianos nos están persiguiendo, contestó Malditas, medio preocupado.

   Hmm, ¿ y qué es lo que haremos al respecto?, se interesó el padre.

   Por ahora seguir adelante y estar atentos. Suponiendo que lleguemos antes que ellos, les tenderemos una trampa cuando estén aterrizando, respondió Malditas. 

   Parece lo más conveniente, dijo Malditoulas. 

10- MALVADOS A LA VISTA 

   Ya los tenemos a la vista, Fluo, dijo Atchiky Licky. Fluo Max se acercó.

   Gracias, Atchiky. Nos llevan una buena ventaja, ¿no crees?, preguntó Fluo Max. 

   Sí­, y está claro que también nos vieron. Pero por alguna razón no se atreven a atacarnos, dijo Atchiky Licky. 

   Lo más probable es que Malditas opte por lo obvio, es decir atacarnos cuando estemos por aterrizar. Debemos pensar en una estrategia, dijo Fluo Max. 

Opzmo opinaba que lo mejor era aterrizar del lado opuesto del planeta.

   Malditas pensará que como los estamos siguiendo, lo más probable sería que lo hiciéramos cerca de ellos. En cambio, si lo hacemos del lado contrario a su posición ellos serán los que tendrán que venir hacia nosotros, entonces ahí la ventaja será nuestra, ¿no creen?, dijo Opzmo, sonriendo.

   Bien pensado, Opzmo, dijo Fluo Max, que también compartía la misma opinión de su amigo.

   Por ahora no nos queda más que estar atentos a sus movimientos y esperar, concluyó Opzmo. 

   Cierto, dijo Fluo, Atchiky, ¿cuándo debemos llegar? 

   Si todo sigue como hasta ahora en doscientas cuarenta horas, o diez días, puedes elegir", respondió bienhumorado Atchiky.

   Muy gracioso, ja, ja, ja, contestó Opzmo, con gesto burlón, y los tres se echaron a reír. Órdenes a la tripulación fueron impartidas y enviado un mensaje a Wirm: "MALVADOS A LA VISTA. ESTAMOS EN LA COLA. ÉL LLEGARÁ PRIMERO". Kinio Kiniones Pauers les transmitió que mantuvieran mucha cautela y dentro de lo posible evitar daños contra los tedosianos. 

   Apenas necesitamos una parte del planeta y allí hay espacio suficiente para que el cultivo sea beneficioso para todo el mundo, si se pudiera llegar a un acuerdo ambas partes saldrán beneficiadas, recomendó Kinio, tiempo más tarde cuando entablaron comunicación.

   ¿Y qué pasará si hay resistencia?, le preguntó Opzmo a Fluo Max. 

   No creo que tengamos que llegar a un acuerdo con nadie. T2 es un planeta inmenso y hay vastas zonas deshabitadas donde nadie notará que haya alguien por allí, dijo Fluo Max. 

   Tienes razón, Max. La única vez que nos cruzaremos con los tedosianos con seguridad será cuando luchemos contra Malditas Werk, opinó Opzmo. 

   Fluo Max buscó en el ordenador de bordo las zonas del planeta donde los tedosianos se concentraban. 

   Ellos viven alrededor de las zonas donde hay minerales y es allí donde Malditas Werk posará, con certeza. No creo que llegue hasta T2 con la intención de envenenar su suelo. Necesita alimento tanto como nosotros y además no queda otro lugar donde conseguirlo ni cultivarlo, por lo menos en esta galaxia, dijo Fluo Max. 

   Tienes razón, Fluo, pero además hay otro motivo por el cual necesita alimento, dijo Opzmo, sin aclarar cual era ese motivo. 

   ¿Y cual sería el motivo?, preguntó Fluo Max, intrigado. 

    Y cual debería ser..., ¡la hija glotona! Nuevas carcajadas invadieron la cabina. 

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LAIAN Y LOS ALIENÍGENAS - parte 1

 1- MALAS NOTICIAS

Fluo Max miraba su programa favorito cuando vio la figura violeta de su amigo Opzmo, flotando y haciéndole señales del otro lado del ventanal. Su amigo le pareció un tanto desesperado, sin embargo como era inclinado a exageraciones, lo dejó esperando mientras masticaba un bocado de torta de chocolate. 

   Un poco de aire fresco no le hará mal, pensó. Fluo max estaba de buen humor. Luego, a través del comando de voz, ordenó que el ventanal se abriera. Apenas entró, Opzmo le recriminó a su amigo: 

   Cómo puedes comer esa porquería, Fluo? El bizcochuelo es de trigo modificado y el chocolate es sintético. Fluo Max se sorprendió, pues esperaba de su amigo una recriminación por haberlo dejado tomando fresco un rato al aire libre.

   Pero sabe bien, ¿quieres un poco? Fluo Max sabí­a que Opzmo odiaba ese tipo de alimentos.

   Claro que no, respondió Opzmo, poniendo cara de asco mientras se atajaba con ambas manos.

   Bien, dime entonces, ¿qué te trae por aquí tan temprano?, preguntó Fluo Max. Opzmo tomó asiento. 

   Kinio. Nos quiere a todos ya en el cuartel general, dijo, arqueando las cejas. 

   ¿Kinio Kiniones Pauers?, preguntó Fluo Max, sorprendido.

   ¿Hay, por acaso, otro Kinio Kiniones Pauers que conozcas que no sea tu jefe?, ¿estás dormido aún o acabas de fumarte un Superchurro Intergaláctico, preguntó Opzmo, con otro arqueo de cejas.

   Nada de eso, es que me tomaste por sorpresa, y tú sabes bien que no fumo, aclaró Fluo Max. Luego añadió: 

Pero bien, dime, ¿qué sabes?. 

   Poco, o casi nada. Apenas rumores. Ya lo sabes, lo de siempre, algunos ataques, sospechas de invasión, amenazas de bombas. Pero si Kinio nos manda a llamar con urgencia, por algo debe ser, aclaró Opzmo, balanceando la cabeza. 

El capitán Kinio Kiniones Pauers consultaba unos papeles cuando Fluo Max y Opzmo irrumpieron en su despacho. 

   Muchachos, tengo noticias de la casa de Wirm, dijo el capitán, sin embargo, sus facciones caninas no demostraban claramente el carácter de esas noticias. 

   Pero, ¿son buenas o malas?, se apresuró a preguntar Opzmo. 

   Me temo que malas, y es necesario salir universo afuera en busca de nuevas zonas de cultivo, ¡urgentemente!, dijo el capitán, ahora con expresión seria. Al oír "urgentemente", casi ladrando, Fluo Max, que en ese momento estaba distraído mirando a través de un ventanal cómo el sol dibujaba extrañas formas geométricas sobre los edificios de la ciudadela capital, se interesó, dándose vuelta inmediatamente. 

   Malditas Werk ha vuelto a atacar esta madrugada,continuó el capitán, y esta vez ha envenenado el suelo de los nueve planetas circundantes y nos hemos quedado con las zonas de cultivo inutilizadas quién sabe hasta cuando. Ahora contamos únicamente con las reservas que tenemos aquí en Wirm.

   Entonces, ¿qué haremos?, preguntó Opzmo, que ahora transpiraba su peculiar sudor violeta, señal de que estaba nervioso.

   Ir tras él, sabemos que va hacia T2. Difícilmente lleguemos antes que él, pero debemos hacer el esfuerzo de detenerlo para impedir que haga lo mismo ahí­. ¡Qué el Gran Diseñador nos libre y nos guarde! Si envenena también el suelo del único planeta más cercano nos será muy difícil sobrevivir, dijo Kinio, con la mirada en ambos muchachos. 

   ¿Y cuándo debemos partir, señor?, preguntó Fluo Max. El capitán Kinio Kiniones Pauers no esperaba menos de Fluo Max, ni de Opzmo, pues eran inseparables.

   Ayer, respondió, enérgicamente, y no me llames de señor. Tengo demasiado pelo, demasiadas pulgas, cuatro patas, una cola y cuando estoy de mal humor gruño como un chacal y cuando triste aúllo como un lobo en medio de la noche, para que me llames así. Aunque hoy no estoy malhumorado ni triste, apenas soy un perro angustiado repasando urgentísimas instrucciones, dijo el capitán, con la mirada grave.

   Está bien, capitán, se rectificó Fluo Max. 

   Los dos amigos se retiraron al salón de los pasatiempos, dentro de poco empezarían a llegar los demás miembros del comando. 

2- MALDITAS WERK, EL CABALLERO DEL MAL

Malditas Werk, un bandolero espacial que gobernaba un tercio del planeta Wirm desde hacía décadas, era el único enemigo que los pacíficos wirmianos tenían. El caballero del mal deseaba apoderarse del rico planeta y por ello le había declarado la guerra a los wirmianos, pero nunca había conseguido avanzar más que unos pocos de cientos de metros más allá de los territorios que tomara pose al llegar a Wirm, cincuenta años atrás. Por suerte Malditas Werk no era tan buen estratega como él se consideraba ni tan ingenioso, pero era muy tramposo, y para peor de males su ejército, un rejuntado de escorias, andrajoso y mal equipado, era menos competente que su jefe supremo, con lo cual sus sueños de poder siempre acababan truncados. 

   Pero esta vez será diferente, le dijo Malditas Werk al espejo que tenía delante y que parecía ser el único a comprenderlo. 

   En los confines oscuros de la galaxia hubo, o hay, ya no se sabe, un planeta llamado Guel, una estrella fría y sombrí­a. En sus entrañas, único lugar habitable, vivían unas malévolas criaturas dueñas de cierta inteligencia, que en pocos miles de años ya exploraban el universo, buscando materia prima y todo lo que pudieran encontrar a su paso. Seguramente desde algún planeta saqueado habí­an exportado sin querer la muerte, un virus letal, que casi exterminó a todos sus habitantes y redujo su población a sólo cinco individuos: Malditas Werk, el gobernante de Guel, su padre Malditoulas y sus tres hijos: Malditilio, el primero, Malditania, la del medio y Malditolê, el tercero. La familia gobernante entonces abandonó la siniestra estrella y vagó de planeta en planeta, saqueando y reclutando a todo aquel que quisiera seguirlo en lo que Malditas Werk llamó La Conquista Espacial. Malditas Werk siempre soñaba alto, aunque nunca conseguía subir más que algunos escalones, pero cuando descubrió el planeta Wirm cambió de planes y le modificó el nombre a la conquista espacial llamándola ahora de La Conquista de Wirm. Entonces ocupó el único espacio deshabitado de Wirm, una tierra pobre y poco iluminada por el sol, lugar lúgubre, gris y frí­o, muy parecido a Guel si no fuera porque los dí­as eran más claros. Y allí se encontraba aún, después de cincuenta años de guerra infructuosa, cuando tuvo una idea genial: matar de hambre al enemigo. Siempre había robado alimento a los wirmianos, asaltándoles los almacenes y los cultivos en los planetas circundantes, pero ahora solo tení­a que almacenar suficiente alimentos para luego envenenar el suelo de dichos planetas. Después huiría hacia algún planeta distante donde esperaría durante algunos años que la raza wirmiana desapareciera para siempre, dejándole el planeta libre para él. 

3- T2 

Malditas Werk entró al laboratorio con aires de victoria. 

   ¿Cómo vamos, papá?, preguntó Malditas. El viejo Malditoulas Werk estaba debruzado sobre unos papeles llenos de ilegibles anotaciones y complicadas fórmulas matemáticas que la vana y limitada inteligencia de su hijo nunca alcanzaría a comprender. Malditas Werk intentó leer alguna cosa sobre los hombros de su padre, pero por desgracia el viejo Malditoulas tenía muy mala letra; tan mala que muchas veces ni el mismo entendía muy bien su propia letra. Por eso había inventado el Descifrador de Letras Malditoulas, el cual siempre llevaba colgado al cuello. 

   No sé por qué siempre miras lo que escribo si ya sabes que ni yo consigo entender mi letra, rezongó el padre. 

   Porque como dibujitos son agradables de ver, papá, respondió Malditas, risueño. Malditoulas le explicó la fórmula del veneno que habí­a creado y cómo debí­a ser aplicado para garantizar un óptimo resultado. 

   Te garantizo y firmo abajo que por 10 años en ese suelo no crece ni la gramilla, dijo Maldipoulas, con una sonrisa de oreja a oreja. 

   Gracias papá, no entiendo ni medio lo que está escrito ahí pero vale un imperio, te lo aseguro, respondió su hijo. Después Malditas Werk impartió órdenes a tuerto y derecho a todos sus hombres, pues habí­a mucho trabajo por hacer: robar los componentes del veneno, fabricarlo y por último esparcirlo por el suelo de los nueve planetas circundantes. Pero abastecer la nave negra con suficiente agua y comida para la tripulación y, principalmente para Malditania, la del medio, que comía como un elefante, era lo más trabajoso. Por lo demás, Malditas Werk no se preocupaba, Malditoulas hacía mucho que habí­a inventado el Combustible Malditoulas, compuesto gaseoso a base de materias urinaria y fecal. En el espacio exterior el combustible se les harí­a muy necesario, y para eso contaban con los desperdicios de la tripulación y, principalmente, con los de Malditania, la del medio, encargada del noventa por ciento de la producción de combustible. "Suficiente para llegar al borde del universo", pensaba Malditas. Con el armamento no había problema ya que funcionaban con el mismo combustibles. 

Después del derrame del veneno Malditas Werk, su familia y su ejército partieron de Wirm rumbo a T2, un puntito casi imperceptible entre millones de millones de puntitos de estrellas parecidas entre sí en el vasto infinito estelar. 

   Allí vamos, T2. Malditas Werk oyó su voz lejana, pues se estaba durmiendo, y entre sueños llegó a pronunciar "La Casa de Werk", en seguida se durmió.

4- EL DIOS MALDITO

A bordo de la nave negra Malditas Werk meditaba sobre su plan de ataque. El planeta T2, según sus informes, poseía muchos habitantes. Estos eran, en su gran mayorí­a, supersticiosos y proclives a creer en cualquier cosa, más aún si esa cosa vení­a del espacio. En ese punto se detuvo, imaginando una multitud de millones de habitantes rindiéndole culto al Gran Dios Malditas Werk. Una obediencia ciega al divino que baja de los cielos con su familia real y su propio ejército. 

   "Seguramente habré que exterminar a unos cuantos, porque rebeldes y los que no se creen el cuento que baja del cielo siempre los hay en cualquier tiempo y en toda civilización, pero el resto me ha de adorar", soñaba Malditas. Él siempre acostumbraba a decir que si hay que soñar debía soñarse en grande y él tení­a grandes aspiraciones como para que sus sueños se considerasen grandiosos. Uno de los tantos era ocupar el trono de la Casa de Wirm, a la que le darí­a un nuevo nombre apenas llegase al poder: la Casa de Werk. Para ensayar, apenas fundara su reino negro en T2, planeaba llamar a su palacio de esa manera. "Un golpe maestro que me hará ser dueño y señor de dos planetas; primero conquistaré T2 y después Wirm, entonces la Divina Dinastí­a Werk gobernará, qué digo, reinará por siempre". Ese breve sueño Malditas lo transformó en el breve discurso con el cual le informó a su familia y al subcomandante de su ejército su última decisión. 

   ¿Y será que demoran mucho en morir de hambre los Wirmianos, papá?, quiso saber Malditillo, el primero, que hasta ese momento estaba alejado del parloteo de su padre entretenido desplumando un pajarito vivo, pluma por pluma. 

   Claro que no, hijo mío, respondió, casi con ternura, Malditas Werk, a no ser que aprendan a comer piedras. Todo el mundo se desternilló a carcajadas. Menos Malditania, la del medio, que, interrumpiendo su pasatiempo favorito (comer), dejó de masticar e hizo a un lado, pero no mucho, el sandwich de salchicha, jamón, queso, panceta, chorizo, pollo, lechuga, tomate, zanahoria, cebolla, papas fritas y semillas de sésamo y preguntó, angustiada, si eso de comer piedras aplicaba también a ella. Pero antes que su padre le respondiera volvió a su sandwich.

   No, hijita, no te preocupes, respondió el padre, con ternura. 

   Hmm, respondió, atascada, Malditania, tal vez queriendo decir "está bien papá" o "sí, ya entendí­", no quedó muy claro. 

   Mira papá, mi nuevo juguete de tortura que me regaló el abuelo, dijo Malditolê, el tercero, mostrándole una esfera metálica. Malditas Werk miró la esfera sin conseguir adivinar cómo funcionaría el juguete. 

   ¿Y cómo funciona, hijito?, se interesó. El pequeño demonio le mostró una víbora de unos treinta centímetros, después abrió la esfera por la mitad, introdujo el reptil, cerró la esfera y la depositó en el suelo. Luego con un control remoto empezó a hacerla girar a toda velocidad hasta llegar a mil rotaciones por segundo durante un minuto. Todos los presentes se mantenían en silencio, atentos al resultado final, menos Malditania, que ahora atacaba otro sandwich igual al anterior. Un minuto después Malditolê detuvo la esfera, la abrió, dijo: 

  ¡Chan, chan! y sacó la víbora del interior con asombrosos dos metros y medio de largura. 

   El juguete estira víboras, papá, respondió el pequeño Judas, dando risotadas. El padre y todo el mundo aplaudió y festejó la hazaña del pequeño. Menos la hermana, por razones obvias, sus manos aún sostenían el sandwich. En medio del alboroto apareció Malditoulas. Traía en sus manos una pequeña caja negra con un círculo de cristal en la parte superior. 

   Malditania, te traigo un regalo, dijo el abuelo inventor. La muchacha apenas levantó la vista sin preguntar qué era aquello, por la misma obvia razón que anteriormente, pues estaba ocupada en cosas más sabrosas dentro de su boca insaciable.

   Mira, dijo el abuelo, apretando este botón la imagen holográfica de tu madre aparecerá a través de este círculo de cristal en la parte superior, con los maléficos enseñamientos que te dejó grabados antes de partir al más allá. Inmediatamente el viejo apretó el botón y la imagen de su madre, Maldoca, apareció gesticulando pero sin voz, pues para eso debía ser accionado otro botón. Pero Malditania por el momento no estaba dispuesta a escuchar nada, pues estaba comiendo; aunque, aprovechando el espacio entre mordisco y mordisco, se molestó en agradecerle el regalo. Pero en seguida volvió a la masticación, no manifestando ninguna otra reacción. 

   ¡Ay, mi bella Maldoca! ¡Cómo te verí­as hermosa vestida de reina!, suspiró Malditas Werk, recordando a su fallecida esposa, que había sido una de las primeras víctimas del virus mortal. Después Malditas Werk se retiró a su camarote, donde se estiró en la cama, cerró sus ojos y volvió al futuro, donde sería rey. "No", se corrigió al instante, sin perder la costumbre de soñar alto y en grande, "emperador, mejor". Esta idea lo llenó de felicidad. Cuando iba por el quinto planeta conquistado y le estaba por cortar la cabeza al rey se durmió y soñó algo diferente.

5- LA PLANTACIÓN 

Era un día como tantos días y noches en el planeta, con sus alegrí­as y tristezas, sus conflictos y alianzas cuando, de pronto y sin ningún tipo de avi­so previo, millones de naves cubrieron por completo el planeta, iluminando la parte que era de noche con luces de intensidad cegadora y la parte de día también, porque la oscura y hermética sombra de las naves posicionadas unas contra las otras, si no encendieran las luces, los invasores no hubieran podido ver nada. En ese mismo instante el mundo paró. Los habitantes de donde era de noche y que estaban durmiendo continuaron dormidos y los que estaban despiertos desmayaron en el acto y a los que estaban del lado que era de día les ocurrió exactamente lo mismo, pero al contrario. Mientras los habitantes dormían el sueño abducido, los invasores disolvieron y transformaron en nutrientes a todos los habitantes no aptos para el trabajo: bebés, niños pequeños, viejos, locos y portadores de alguna discapacidad. Las otras especies de la escala animal también corrieron con la misma suerte. Los habitantes fueron introducidos a las naves y trasladados a los hibernaderos construidos en los polos. Ya sin interferencias de ninguna especie, los invasores deconstruyeron el planeta, literalmente; tirando abajo lo edificado y desenterrando construcciones subterráneas. Los escombros fueron dispersos en la orilla de los continentes, luego aplanaron el planeta entero y esparcieron la tierra de las montañas en los lagos, depresiones y en las orillas del mar, para nuevas zonas de cultivo. Después cavaron millones de túneles interconectados los unos con los otros, dejando pequeñas entradas a cada cien kilómetros. A lo largo y lo ancho del globo levantaron extrañas construcciones, gigantescas pistas de aterrizaje y amplias rutas pavimentadas. Cuando trajeron a los habitantes de vuelta y los despertaron, éstos se vieron cercados por extrañas estructuras que no eran propias del ingenio humano y por sus captores, soldados robóticos cromo-metalizados, parecidos a ellos; que los trasladaron hasta las entradas de los túneles y los obligaron a entrar, después las entradas se cerraron para siempre. La plantación al poco tiempo se tornó productiva. Mientras tanto, debajo de la superficie, los habitantes primitivos se adaptaron a su vida de lombriz, haciendo su parte al oxigenar y nutrir la tierra con sus deshechos orgánicos y con los eventuales cadáveres. El hacedor supremo de la osada conquista miraba, y admiraba, su gran obra desde la torre de la fortaleza cuando a sus espaldas alguien lo llamó: "Comandante, comandante". Y hasta allí llegó el sueño de conquista de Malditas Werk, que con un humor de los mil demonios respondió que ya iba a quien fuese que lo llamaba. 

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domingo, 3 de enero de 2021

DON ESTEBAN Y EL PÁJARO CAMPANA

 

I - EL PÁJARO SIN NOMBRE 

Estaba don Esteban, el sabio, sentado en un banco de la plaza del pueblo contemplando a los paseantes cuando se le acercaron dos chicos queriendo saber sobre el origen del nombre del Pájaro Campana, nada menos. Dijeron que era para un trabajo escolar y estaban seguros que don Esteban, con su fama de saber de todo un poco, podía auxiliarlos. El viejo, aún sabiendo que los chicos se llevarían un cero grande como una casa, decidió contarles a su manera, es decir bolaceando, el origen del nombre del ave.

   "Bueno, empezó, ya que desconocen el origen de tal nombre les voy a contar tal cómo fue que adquirió su identidad el pajarito ese. Había un ave, que aún era un pájaro sin nombre, que vivía en las selvas misioneras que un día, desde lo alto de un árbol con vista privilegiada hacia un pequeño y verde valle, vio llegar a unos hombres que nunca había visto en su corta vida, venidos de más allá del mundo conocido. Eran de piel blanca como las nubes, tenían los rostros peludos y además un corte de cabello ridículo. A otros hombres sí que había visto, pero éstos ya estaban allí cuando el pájaro se asomó al borde del nido para ver el mundo y sus formas por vez primera, merodeando desnudos por el follaje verde; pero su piel era oscura y, además, eran felices hasta que llegaron los extraños y los llamaron de indios, y ahí se les acabó la farra. Los extraños vestían largos atuendos oscuros y por su forma de hablar y por los artefactos que traí­an consigo se notaba que eran de un lugar lejano. Con el tiempo el ave se dio cuenta de muchas cosas, entre ellas que estos hombres eran bastantes ladinos y que bajo artimañas engañosas (como la vez, mucho tiempo después, que pescó a uno enterrando un muñeco tallado en madera entre los surcos de mandioca, poco antes de la cocecha, para que un ingenuo indio lo encontrara y pensara que era un milagro divino) y en nombre de un dios extraño y poderoso lleno de promesas de una vida mejor después de la muerte, redujeron a los indios a mera servidumbre. Como puede apreciarse desde ese encuentro en adelante los engañados indios vienen conociendo en carne propia lo que es sufrir hasta el día de hoy. Las extrañas actividades que llevaban a cabo en conjunto, pero de manera desigual, ya que los extraños mandaban y miraban y los indios engatusados obedecían y ejecutaban, suscitaron la curiosidad del ave, aunque no llegando a parecerle todas fascinantes. Las grandes edificaciones, por ejemplo, sí que tenían su encanto, pero la devastación de grandes extensiones de selva para loa sembradíos no, de ninguna manera.

   Todos los días, después de alimentarse, el pájaro se acercaba a ver a los pobres indios deslomarse de sol a sol, escarbando en la tierra y cortando, como las hormigas, las hojas de los árboles previamente sembrados para luego llenar las cestas de mimbre que, cargadas sobre sus espaldas, transportaban hasta el interior de las construcciones. Para ese entonces los indios subyugados ya no andaban más desnudos como siempre, sino que se cubrí­an con atuendos iguales a los hombres de lejos, salvo que eran de color más claro. 

   Tanto los indios como los extraños, con los que el pájaro sin nombre compartí­a la misma época y lugar, quizás por no ser instruidos los primeros y por brutos los segundos, no le habían puesto nombre a muchas cosas. Así, algunos animales y algunas plantas eran llamados de ésto o de aquéllo simplemente. Pero un día, en que la curiosidad habló más alto que la prudencia, el pájaro curioso ocasionó un incidente, entre fortuito y afortunado a la vez, que hizo que todos los integrantes de su especie, desde ese momento en adelante, tuvieran un nombre propio, como debe ser, que los sacó al fin de una posición ambigua y los colocó en una posición fija en la cadena evolutiva de las especies para que nunca más los siguieran llamando de "aquellas aves", "esos pájaros" y de otros nombres de cali­bre peyorativo como "pajarracos" o el preferido por la mayoría de los hombres de lejos: el escatológico "pájaro de mierda", muy usado cuando alguno de ellos se acercaba para comer en las huertas o a escarbar en los sembradíos. Claro que con el tiempo vendrían estudiosos desde lejos que le darían otro nombre más, de orden científico, pero que dada su complicada pronunciación para esa especie, ninguno de sus miembros llegará a usar jamás; porque una cosa es decir Pájaro Campana y otra muy diferente es tratar de pronunciar Procnias Nudicollis, proeza exclusivas de los hombres y quién sabe de algunos papagayos muy bien adiestrados. Pero eso aún pertenece al futuro, es nada más para un esclarecimiento más amplio. Pero vamos pues al evento libertador, exactamente al día cuando el hombre le puso nombre al pájaro sin nombre y éste abandonó su casi anónima existencia marginal y pasó a la historia como Pájaro Campana. 

II - El PÁJARO CURIOSO

Entre las construcciones había una en especial, mayor y más alta que la otras, que el pájaro entendía ser la más importante. Hacía tiempo que tenía ganas de curiosear qué se ocultaba y ocurría allí adentro, así que empezó a volar a diario hasta la torre en la que culminaba la construcción y allí se quedaba largas horas escuchando los ruidos y las voces y los cánticos que emanaban por un hueco que se perdía en la oscuridad total, aunque en algunas ocasiones el hueco exhalaba un perfume narcotizante que lo hacía quedarse por poco tiempo. Una tarde, asomándose en una de las cuatro aberturas de la torre, una mano salida de la nada lo atrapó: había caído en una trampa, otra maniobra siniestra como tantas que esos hombres le tendí­an todo el tiempo.  

   Unos minutos más tarde el pájaro colgaba de una pata, atado al badajo de la campana por un piolín, mientras que a la otra la tenía sujeta a otro piolín que se hundía en el abismo oscuro. El pobrecito se debatía inútilmente mientras, a través de las aberturas, veía de forma invertida el vuelo de otras aves a las cuales les pedía socorro, chirriando como un condenado. Entretanto, desde el abismo llegaban a sus oídos murmullos en la lengua que hablaban los hombres blancos, quizás tramando un destino ajeno a su modo de vida, especuló, porque era tan inaudibles que no llegaba a entender qué decían. Temeroso, ya se imaginaba enjaulado en una galería triste y sombría, víctima cautiva para la distracción de algún raquítico y transparente viejo clérigo en la recta final de su estadí­a en este mundo, sin otra actividad posible que la contemplación vidriosa y gris desde el fondo de sus ojos moribundos, ya hundidos en los preámbulos de la muerte; todo el tiempo ahí, a su lado, omnipresente, con los ojos semidifuntos clavándole sus zarpas hasta el alma; atento a cada movimiento suyo y matándolo poco a poco como para que coincidieran ambas muertes cuando al viejo tullido lo reclamaran desde la eternidad. 

   "El viejo maldito me quiere llevar a la tumba cuando deje este mundo, pensaba el pobrecito, ciertamente delirando. "O quizás sea otra cosa", pensó después, como para no deprimirse por completo. Pero en seguida raciocinó que otra cosa también podía ser algo peor aún que todo lo siniestro que pensara hasta ese momento. Quién podía saber lo que esos demoníacos extraños eran capaz de hacer con un ave inocente después de lo que eran capaz de hacerles a sus semejantes. 

   "Todo cabe dentro de las posibilidades que son infinitas, se dijo, además, con dos piolines atados en cada pata y colgado a varios metros del piso, con murmullos extraños que brotan de esa garganta oscura y apestosa, no sé qué inútiles esperanzas de algo bueno puedo tener". El pobrecito ya empezaba a entrar en pánico una vez más, pero una voz familiar lo sacó de aquel libreto siniestro que trazaba en su asustada mente: era un primo suyo. 

   "Primo, soy yo, tu primo", le dijo. Mismo de cabeza para abajo la voz chillona de su primo causaba el mismo efecto que si estuviera hacia arriba, es decir, de igual manera provocaba dolor de oí­do. Pero en esa circunstancia en particular solamente importaba su inestimable ayuda, no el dolor auditivo. 

   "Pide ayuda, primo, que estoy atado por las dos patas. Llama a los muchachos para que me saquen de aquí", le dijo, pero su primo antes quiso saber cómo lo sacarí­an de allí. 

   "Alguien tendrá que entrar y picotear las cuerdas para que yo pueda salir de aquí". Pero, además de chillón irritante, su primo era algo lento de pensamiento por eso se quedó pensando en algo referente al picoteo de la cuerda que no terminaba de formar como idea concreta. 

   "¡Qué te apures!, ¿no ves que estoy colgado sobre la antesala de la muerte o cosa peor?", explotó el pájaro sin nombre. Sin decir un pío su primo desapareció de la abertura, veloz como un rayo. De pronto, el pájaro sintió un pequeño meneo en la cuerda del abismo y en seguida un tironcito y después un tirón fuerte que lo hizo gorjear, y valga la analogí­a, como a un pájaro al que le tironean con violencia una pata, es decir con un trino desgarrante. Desde el abismo se oyó una voz perteneciente a la lengua de los hombres, esta vez claramente audible.

   "¿No oye la campanada, padre? Oiga", dijo uno. El pájaro sintió otro tirón pero de mayor magnitud que el anterior y el trino que le fue arrancado esta vez superó a su antecesor. La voz de nuevo decía algo. 

   "¿Y ahora padre, ha escuchado el tañido?", volvió a preguntar. Unos segundos después otra voz se dijo: 

   "Sí, pero más bien parece el martilleo sobre un yunque que el tañido de una campana, pero su Eminencia, que es más sordo que yo, ni notará el engaño. Aunque siendo así, padre Gregorio, cualquiera de nosotros puede imitar mejor el tañido de una campana que cualquier ave, bastará con esconderse en la torre e imitar el sonido de una campana. Pero dígame padre Gregorio, ¿cómo se le ha ocurrido torturar a una pobre avecilla de ese modo?" 

   "Una voz amigable", se dijo el pájaro. 

   "¡Pero padre, si la idea fue suya", respondió el padre Gregorio. Detrás de esas palabras se hizo un silencio, pero de repente se oyó algo parecido al chasquido que provocan las palmas de las manos al golpear las mejillas y después nuevamente la voz amigable dijo: 

   "Padre Gregorio, no sea insolente por favor, libere a la avecilla inmediatamente. Y a propósito, una mera curiosidad tan sólo, ¿sabe usted su nombre?" 

   "Pues claro, padre Anselmo, me llamo Gregorio", dijo el padre Gregorio. 

   "Pero cómo serás de burro, hijo de Dios, con razón estás  abandonado en esta tierra de los infiernos. Sigue así que no llegarás ni a párroco. El nombre del pájaro quise decir". 

III LA REVELACIÓN

Hubo otro silencio y unos segundos después se oyó la respuesta. 

   "No, padre, lo ignoro. No pertenece a ninguna especie previamente catalogada. Es un pájaro sin nombre." De nuevo la voz amigable de dejó oír y con ella una revelación: 

   "Bueno, en ese caso, bájelo con cuidado, que el pobrecillo debe estar medio descuajaringado con los tirones que usted le ha dado; examine sus particularidades y póngale de nombre Pájaro Campana como consuelo por la pena y el susto pasados y luego puede liberarlo". El pájaro sin nombre, ahora llamado de Pájaro Campana, sintió unas manos frí­as, huesudas y temblorosas descolgarlo con cuidado y bajarlo hacia la garganta oscura. 

   Una bandada de refuerzo encabezada por su primo finalmente llegó, pero ya era demasiado tarde, la negrura del fondo enigmático ya se habí­a tragado al desdichado, con lo que volvieron desconsolados a los gajos de los árboles de alrededor a chorar la pérdida de tan querido camarada. 

   Mientras tanto dentro del templo, el padre Gregorio acogió contra su pecho al pájaro y se dirigió a la cocina para alimentarlo antes de liberarlo, dejando oír el ruido de sus pasos cortos retumbar contra las paredes invisibles en algún lugar de ese todo negro desconocido que apestaba a narcótico. Por el único ojo con el que podía ver, ya que al otro lo tenía exprimido contra el pecho del padre, vio que se acercaban hacia un resplandor, un poco más adelante; a juzgar por la humareda hedionda quizás fuera una hoguera donde estarían quemando quién sabe qué cosa, pues el asqueroso hedor narcotizante a medida que se aproximaban se hacía más fuerte. De pronto y sin querer, el pájaro enchastró de mierda el hábito del padre: delante de su pequeña existencia, un hombre ensangrentado, clavado en unas maderas, parecía moverse al compás trémulo de las llamas que ardían a sus pies. El pájaro entró en pánico, mayor aún que cuando colgaba del abismo. 

   "Pobre desgraciado, lo han herido de muerte y ahora lo están asando para comérselo. Si de eso son capaces de hacer con uno de los suyos qué podrán hacer conmigo si por acaso eso de curarme, darme comida y liberarme no pasa de otro ardid engañoso", pensó el pájaro, en clara desesperación. Un cuadro de lo más macabro para cualquier animal, que, ciertamente, daba a entender que el horror estaba a disposición de cualquiera en este mundo desde el inicio de los tiempos. Desesperado, empezó a los picotazos contra el pecho del padre. Éste emitió unos grititos de novicio sorprendido por el padre superior tocándose las partes í­ntimas en la soledad de la celda y soltó al pájaro desagradecido cerca de los inciensos y las velas que alumbraban un Cristo crucificado de tamaño natural en el altar mayor. Lo vio escabullirse como una rata por debajo de los bancos de madera y perderse para siempre en la oscuridad protectora de la iglesia. 

   "Ya encontrarás la salida solo cuando amanezca, pajarraco desagradecido", rezongó el padre Gregorio, perdiéndose en la tenebrosa oscuridad. Y, tal como lo supuso el padre Gregorio, luego de esperar mudo como una piedra en un rincón seguro, al día siguiente, con los primeros rayos del sol entrando por los ventanales laterales, el pájaro remontó vuelo hacia uno de ellos y mientras lo hací­a no pudo evitar, antes de ganar la libertad, mirar al muerto que continuaba asándose a fuego lento y desprendiendo de sus carnes aquel hedor nauseabundo. 

   El primo y los amigos, que se habí­an quedado pernoctando escondidos entre el sembradío y la arboleda, persistiendo en la esperanza de verlo retornar de las entrañas del infierno, al verlo aparecer volando con la rapidez de quién ha visto al diablo delante del pico, no más despuntaron los primeros rayos del sol, salieron a su encuentro. Se saludaron en el aire con mucha algarabía y juntos sobrevolaron el pequeño valle hacia un lugar seguro donde finalmente se reunió toda la especie. Luego de narrarles su odisea, con lujos de detalles y alguna que otra pequeña e inofensiva exageración, como para darle una connotación más heróica al relato, el pájaro les contó lo de la gran revelación. Había omitido mencionarla al principio de propósito, para tener mayor audiencia en el momento culminante de su épica epopeya. 

   "Amigos, empezó, ahora en un tono más solemne, dirigiéndose a la platea que esperaba silenciosa la gran revelación, como corresponde en los momentos más trascendentales de la historia de todo ser vivo, al fin ha llegado nuestra hora de salir de la oscuridad y ser reconocidos". La suave brisa matinal, fresca y perfumada, se escurría por entre las hojas acariciando con benevolencia el plumaje de la atenta platea revistiendo aquel momento, único y trascendental en sus vidas, con algo que tenía un qué de magia que el héroe emplumado creyó ser el telón de fondo perfecto para su revelación. 

   "Nuestro nombre es y será desde hoy y para todo el siempre, Pájaro Campana". Y detrás de sus palabras, como por arte de magia, dentro de sus primitivas mentes sonó un pequeño "tiiin", igual al tañido de una campana. Bueno, es aquí el final de la historia, dijo don Esteban, 

Después del cuento don Esteban sintió la garganta reseca, entonces se despidió de los dos chicos y se fue al boliche "Amanecer Argentino" a tomar unas copitas y quién sabe contar alguno que otro bolazo más. 

                                                                        

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DON ESTEBAN Y LA PERDICIÓN DEL TANO GIUSEPPE

 Estaba don Esteban El Sabio, de tardecita, sentado en la plaza tomando fresco cuando tres señoras pasaron por él. 

   ¿Tomando fresco, don Esteban?, le dijo una. 

   Acá estamos contemplando la vida, ¿y ustedes qué cuentan?, preguntó él. 

   Estirando un poco las piernas, dijo otra. 

   ¡Ah, eso es muy bueno para la salud!, siempre que no les pase lo del tano Giuseppe, dijo. Las señoras, que no conocían a ningún tano Giuseppe ni la tal historia, se detuvieron. 

   ¿Y quién es ese tano Giuseppe, que nunca oí hablar de él?, preguntó una. 

   El tano Giuseppe, dijo don Esteban, era un inmigrante viudo italiano, que llegó por mi pueblo con sus dos hijos a cuesta huyendo de la guerra, allá por el cuarenta y tantos, cuando yo era un gurito apenas. Al terminar de decir esto, el viejo se arrimó a un extremo del banco porque notó que a las señoras les había picado la curiosidad. Entonces cuando ellas se sentaron don Esteban continuó: 

   Al tiempito de haber llegado, el tano agarró fama de Don Juan porque no dejaba de arrastrarle el ala a cuanta mujer le diera rienda. Para mí que el pobre tano estaba apurado para encontrarle madre sustitutiva a sus hijos, pero ya sabrán ustedes que las malas lenguas tienen tendencia de exagerar demasiado y lo de Don Juan cayó como un manto negro sobre la humanidad huesuda del tano, pues ni después que una gringa hija de polacos llamada Lilka le echó el lazo se la pudo sacar de encima, la cruz del apodo ya estaba amoldada a su lomo. Y como se dice que en pueblo chico el infierno es grande, basta una chispita de sospecha para que se produzca un incendio, porque una vez que se corre la voz el exagero es algo inevitable, y cada boca va agregando un poquito y otro poquito, y de poquito en poquito se hace un grande. De manera que la polaca nunca dejó de desconfiarle al tano. Pero a pesar de todo, el matrimonio tuvo otros tres hijos y la pareja continuó junta hasta la vejez. Para esa época, el tano empezó a quejarse se algún achaque típico de los viejos, con lo que fue a ver al doctor y éste le recomendó que se cuidara con las comidas grasosas y que por las tardecitas saliera a estirar las piernas. Y eso a la Lilka no le gustó ni un poco porque sabía que a los lobos aunque se le cayeran los pelos nunca pierden las mañas. Pero Giuseppe insistió en que le interesaba cuidar su salud y que no jodiera con lo de los lobos que él ya no estaba para esos trotes. 

   No señora, voy a salir a estirar las piernas le guste a usted o no, le dijo, lleno de determinación, el día que iba a empezar la caminata. Pero ella, apuntándole con dedo amenazador, le advirtió: 

   Yo te voy a dar a vos estirar las piernas. Mirá que por acá todo se sabe. Donde pisés el palito te tiro los trapos a la calle, viejo sotreta. Pero el tano no le hizo caso y salió a estirar las piernas como le recomendó el doctor. 

Pues así, los días salía a la tardecita y como rodeaba todo el pueblo, llegaba de noche. Entonces las lenguas afilaron las puntas y se volvió a hablar del tano Giuseppe. Todo porque en las afueras del pueblo vivía una fulana de vida alegre llamada Luna Victoriega, justo en el camino del tano. Alguien muy malicioso ató cabos e hizo un nudo que tomó proporciones casi catastróficas. No bien la Lilka se enteró del asunto, fue directo a ver a una curandera, que no solo curaba como jodía también; a la vuelta, la esposa desconfiada llegó con un paquetito misterioso dentro de la bolsa de las compras. Ese mismo día, de tardecita, apenas el tano salió a estirar las piernas, la Lilka salió al patio y colgó un muñeco de trapo en el cordel, vestido tal cual el tano había salido, pantalón verde, camisa blanca y sombrero de paja. Después le echó un baldazo de agua y le colgó de las piernas dos plomadas, pero como le pareció poco, aunque la curandera le había dicho que no exagerara con el peso, le sacó las plomadas y en su lugar puso dos piedras bien pesadas. 

   Ya va a ver ese, dijo, achicando los ojos, si quiere estirar la piernas se las voy a dejar más largas que lengua de camaleón. 

Justo en el momento en que la Lilka preparaba el gualicho, el tano pasaba debajo de un eucalipto. De pronto le dio un acceso de tos que lo hizo encorvarse, pero cuando levantó la cabeza una rama le aplastó el sombrero. El tano se llevó un susto tan grande que soltó un "¡epa!" que hizo salir a la gente que vivía en un rancho junto al árbol. 

   ¿Qué hace, mi amigo?, le gritó un viejo, que alertado por el grito se había asomado a la puerta, al verlo enredado con los gajos más altos del eucalipto mientras un gurisito junto a él, tironeándolo de la bombacha, le decía que le pidiera al "lungo ese" que le bajara el barrilete que el día anterior se le había enganchado en la copa del árbol y la hermanita, por el otro lado, que mejor le pedía para bajarle un nido de hornero para pintar con los colores de Boca y ponerlo en la galería. Pero el tano estaba tan asustado que salió a las zancadas levantando polvo por la calle de tierra sin oír lo que desde allá abajo el viejo le decía, con lo que en la esquina siguiente se enredó en los cables eléctricos, arrancando varios postes de raíz y dejando medio pueblo sin energía. Pero el tano, enloquecido de susto, imaginen ustedes, siguió corriendo y corriendo, hasta que llegó un momento en que las piernas se le habían estirado tanto que se le hicieron demasiado pesadas, entonces se quedó plantado donde había parado. Pero las piernas del tano siguieron estirándose y estirándose sin parar y al rato atravesó las nubes, con lo que empezó a tiritar de frío y a maldecir por no haber salido con una campera por lo menos y para peor de males en seguida el poco aire le dificultó la respiración y a embotársele los pensamientos, fue cuando vio la luna, gigante como una carpa de circo vista por una hormiga. 

   Mientras tanto abajo, todo el pueblo había rodeado las piernas del Tano Giuseppe. Los camiones de los bomberos se estacionaron al lado de los pies y estiraron las escaleras hasta donde les fue posible y le enlazaron las piernas con sogas y lingas de acero y las ataron a tractores y a varias máquinas champion de la intendencia con el fin de hacerlo caer. Para todo esto, a pesar del hostigamiento del clima riguroso de las alturas y de lo que pasaba abajo de las nubes, el tano, extasiado por la luna descomunal que le iluminaba la cara casi cristalizada de hielo, ni cuenta se daba que estaba muriendo. Bueno, la cosa es que de tanto tironear llegó un momento en que las piernas del tano empezaron a ceder y a ceder hasta que el cuerpo se vino abajo. Y allá fue todo el pueblo en caravana, hasta donde estaba su cabeza. Cinco minutos después de alcanzada llegó la polaca Lilka, que apenas lo tuvo a tiro al marido, entre ademanes exagerados, le preguntó: 

   ¡¿Qué has hecho, hombre de Dios?! El tano, medio zonzo golpazo y sonriendo como un botarate, respondió:  

   No te dije Lilkita, que había salido a estirar las piernas. Pero la mujer, no conforme con la respuesta y queriendo saber más, le preguntó qué había estado haciendo por ahí, además de estirar la piernas, entonces el tano, aún extasiado por la imagen del satélite lunar, simplemente le dijo: 

   Fui a ver la luna. ¡Para qué le habrá dicho aquéllo! La polaca al escuchar eso se puso roja como un tomate y empezó a arrancarle las pocas greñas que le quedaban al pobre tano mientras le gritaba: 

   Y todavía tenés la desfachatez de decírmelo en la cara, viejo sotreta. No te digo yo que donde hubo fuego cenizas quedan, pero si ya lo sabía yo que eso de estirar las piernas era puro grupo, lo que vos querías mismo era ir a encontrarte con la Luna Victoriega esa, viejo zorro. Menos mal que estaban rodeados por una multitud, sino el tano, además de estirar las piernas, hubiera estirado las patas en las manos de su esposa enfurecida. Pero bueno, después la cosa se aclaró, con lo que la polaca descolgó el muñeco y las piernas del tano volvieron a la normalidad, pero eso sí, enseguidita se olvidó de la estirada de piernas. 

   Justo cuando don Esteban terminó de narrar la historia del tano Giuseppe, el reloj de la iglesia marcó las siete de la noche y la luna llena ya se insinuaba en lo alto del cielo estrellado. 

   ¡Ajá!, dijo, al verla aparecer, allá viene ella, la perdición del tano Giuseppe. 

                                                                         

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DON ESTEBAN Y LOS DOCE TRABAJOS DE HÉRCULES

 


Estaba don Esteban El sabio degustando una ginebrita en el boliche cuando alguien empezó a hablar de mitología griega. Don Esteban arqueó una ceja y con el rabillo del ojo buscó al que hablaba y se quedó escuchando. Pero al rato la conversación se estancó. Entonces uno de los que conversaban le preguntó a don Esteban si sabía algo al respecto. 

   Si quieren puedo dar testimonio de un tal Hércules que conocí hace mucho tiempo, dijo don Esteban. 

   Bueno, métale pata, don Esteban, dijeron. 

   Y bueno, dijo don Esteban, ya que quieren saber, ¿quién soy yo para negar alguna información? Eso sí, no me interrumpan porque sino me pierdo, recomendó. 

   Adelante nomás, don Esteban, dijeron y el viejo empezó: 

   En Santa Carmen, mi pueblo, cuando yo era apenas un gurisito había un estanciero llamado Zeus Quinteros, que tras dejar embarazada a Alcmena Gutiérrez, la sirvienta, proclamó que si nacía un varón, aunque ilegítimo, se convertiría en su heredero. Hera Quinteros, la esposa de Zeus, temerosa de que su marido la dejara por una sirvientucha de mierda, que de yapa le daría un hijo, cosa que ella nunca pudo darle, ni hembra, juró que mataría al niño, y si nacía niña también, por las dudas, no vaya Zeus a enternecerse y cambiar de idea y dejarle la herencia a la chiquilla, haciendo que ella terminara de patitas en la calle cuando su marido parara las patas. 

   Tengo que tomar una providencia, dijo Hera, llena de furia.

   Finalmente, Alcmena parió un niño y lo llamaron Hércules, Hércules Gutiérrez, como su madre ya que Zeus Quinteros no lo quiso reconocer porque le importaba más las apariencias que la carne de su carne, aunque no los desamparó. Y para mantenerlos lejos de su esposa, don Zeus Quinteros le compró a Alcmena un rancho frente al matadero viejo y le abrió cuenta en el almacén de ramos generales de los Lópes y en la carnicería de Fromen, donde el viejo pasaba todo fin de mes para pagar. Después se daba una vuelta por el rancho donde visitaba al hijo y le dejaba algo de efectivo a Alcmena, y de paso cañazo recordaban antiguas siestas en la estancia.

   Pero una noche Hera, que tampoco era ninguna trigo limpio, envió al peón con el que corneaba a Zeus con dos serpientes para que las pusiera dentro de la cuna para que mataran al pequeño Hércules. Pero Zeus, alertado sobre el infame propósito tramado por su esposa por el mismo peón, que no lo corneaba sino que se atracaba a la vieja Hera por orden del propio Zeus para que ella lo dejara en paz, le ordenó al peón que le dijera a su esposa que había cumplido con la misión. 

   Tiralas en el campo, pobres bichas, le habría dicho al peón el viejo Zeus. Con eso a Hércules no le pasó nada y siguió creciendo feliz. 

   Hera Quinteros, al ver que las serpientes no le habían hecho ni mella al chico, juró que le haría una buena, pero como los sesos no le daban para el ingenio inmediato se demoró en su venganza un tiempo. Un tiempo es un decir, porque mientras ella se quemaba los sesos el chico creció y se hizo adolescente. 

   Y resulta que un día, cuando Hércules ya contaba con veinte años y andaba arrastrándole el ala a una chinita de las cercanías, una tal Megara Sandoval, la vieja Hera Quinteros se le enteró del asunto, entonces se le alumbró la lamparita, con lo que inventó un viaje a la capital con la excusa de tratarse de una molestia cualquiera. Pero la verdad es que agarró para el otro lado y fue a Entre Ríos, a ver a un poderoso curandero del mal, un tal Delfos Medina, para que le hiciera unos gualichos poderosos. Finalmente, cuando regresó trajo dos frasquitos: uno para odiar y otro para amar. No se sabe cómo se las ingenió la vieja Hera, pero la chinita Megara tomó el brebaje y empezó a odiar con una asquerosidad irrefrenable a Hércules y éste, tomando del otro frasquito, se quedó más prendado todavía a la chinita. Pero parece que al curandero se le fue la mano con algunos ingredientes en el preparo del gualicho para Hércules, porque, además de enamorado hasta las bolas, Hércules desarrolló una fuerza descomunal. Y como la Megara lo despreciaba con puteadas por demás jodidas, tamaño el desprecio que sentía por él, Hércules se enfureció de tal manera que en un ataque de locura le dio una paliza que casi la mata, y también a sus padres y a dos de sus hermanos, que quisieron salvarla, después destruyó a tompadas limpias todo el rancho y los corrales, y el pueblo, durante dos días, se inundó de chanchos, gallinas, patos y vacas. Cuando Hércules recuperó la cordura y advirtió lo que había hecho se escondió entre los pajonales del río Areco, y unos días después se fue a vivir solo a los campos salvajes de La Pampa, como el viejo Vizcacha del Martín Fierro. Unos meses después fue hallado por un ex peón del viejo Zeus Quinteros, que andaba cazando liebres porque ese día lo tenía libre, parece que andaba por allá para la cosecha de la papa; y cuando Hércules le contó la desgracia por la que estaba pasando el peón lo convenció para que visitara a un curandero famoso de Entre Ríos, un tal Delfos Medina, dueño también de una estancia inmensa. 

   Sí, el mismo al que había ido a visitar Hera Quinteros un tiempo antes. 

   Y para allá rumbeó Hércules.

   Y cuando se apareció por lo de Delfos y le contó la historia, el curandero se dio cuenta enseguida quién era él. Hércules también le advirtió que no tenía como pagarle si lo ayudaba, a no ser con mano de obra, ya que sabía hacer de todo un poco. Delfos entonces le dijo que apareciera dentro de unos días que le tendría un gualicho infalible para recuperar el amor de la chinita Megara y otro para que los hermanos y los padres se olvidaran del asunto. Al otro día, Delfos estaba en Santa Carmen, visitando a Hera Quinteros bajo el disfraz de vendedor de cosméticos Avon, y le contó sobre la visita de Hércules y le dijo que si le daba una buena suma de dinero haría que se matara trabajando en su estancia y así nunca volvería a Santa Carmen. La vieja Hera acabó dándole más plata que la que pedía y así Delfos volvió a su estancia, y nos días después apareció Hércules. 

   Delfos le dijo que para pagar los gualichos había pensado en una serie de trabajos en la estancia, doce para ser exacto, y Hércules, decidido a encarar los trabajos a cara de perro, aceptó. 

   El primer trabajo se trataba de matar a un puma que le andaba matando las ovejas, dijo. Con lo que Hércules se internó por los campos, y día y noche rondó por la inmensidad entrerriana hasta que, finalmente, dio con el puma comedor de ovejas. El maula estaba lo muy pancho durmiendo la siesta entre los gajos de un jacarandá. Hércules juntó una cuantas toscas y empezó a bombardear al puma, que las esquivó una a una, pero sin atinar a bajarse del árbol. Hércules echó una puteada a la ventolina y al mirar para todos lados vio cerca suyo una palmera, entonces la arrancó de raíz y de un zarpazo le arrancó el copete para usarla como garrote, después con una patada sacudió el jacarandá y el puma saltó al suelo. En ese momento Hércules, como si fuera un batedor de las grandes ligas americanas, lo cachó al vuelo, dándole de lleno en las costillas, haciendo volar el puma por los aires y quedar colgando sobre un ceibo, hecho percha pero con vida. Hércules corrió hasta el árbol y empezó a sacudirlo haciendo que cayera el puma, las flores y las hojas, con lo que el inocente arbolito quedó pelado como palo de escoba. Después manoteó al felino por el pescuezo y lo estranguló, después se lo echó al lomo y lo llevó a Delfos para que lo viera. 

   Acá le traigo al gatito sotreta, le dijo Hércules. El curandero, con la jeta abierta por la sorpresa, lo puteó por dentro. Pero, enseguida, lo envió a que matara una boa constrictora que se comía el ganado como si fuera caramelo; según decían algunos que la habían visto tenía más de una cabeza. Y allá fue Hércules, atrás del reptil angurriento. Vagó días y días por los campos, cruzando ríos, lagunas y arroyos, hasta que dio con la cueva de la víbora golosa, entonces Hércules armó campamento cerca de la entrada con una tosca grande como un zapallo al lado suyo. En un dado momento la vio asomar la cabeza afuera del hueco hediondo, entonces le reventó la cabeza de un piedrazo, pero cosa de no creer, otra cabeza le nació casi en el acto donde estaba la anterior y enfurecida la boa empezó a serpentear hacia él, pero como a Hércules nada le metía miedo la dejó venir; la boa se acercó, confiada en la victoria. y cuando lo tuvo cerca le tiró un tarascón, tan rápido que no le dio tiempo a Hércules de sacar la mano; pero Hércules ni lerdo ni perezozo ahí mismo, como si fuera un rebenque, la garroteó contra la tierra, una, diez, cien veces, hasta que se dio cuenta que de tantos garrotazos había gastado toda la serpiente, con lo que lo único que sobró para contar el cuento fue la cabeza, que ahora en su brazo se parecía más a un brazalete. Cuando Delfos lo vio venir con la cabeza del reptil en la mano, pensó "Me cacho en diez", pero enseguida le encomendó el tercer trabajo.

   Ahora Hércules debía capturar una cierva sinvergüenza, que se comía toda la pastura destinada al ganado y a las ovejas. Y allá fue Hércules, pensando que después del puma y la boa constrictora, una ciervita de mierda era pan comido. Pero la tal cierva tenía pezuñas duras como el hierro y cornamenta larga como colmillos de elefante, y, además, era más loca que una cabra, y muy veloz también, tanto que los piedrazos que Hércules le lanzaba nunca la alcanzaban, con lo que no le resultó fácil atraparla. La persiguió día y noche sin descanso, lanzándole piedra tras piedra, que juntaba a la carrera, hasta la orilla del río Uruguay. Una vez sin escapatoria, porque no sabía nadar, la cierva decidió hacerle frente al maldito cascoteador, que la tenía hasta las astas a piedrazos, apenas lo viera venir. Pero Hércules se escondió entre los matorrales, donde esperó el momento oportuno para darle caza. Esperó pacientemente hasta que la sorprendió bebiendo agua en el río, entonces se le acercó sin hacer ruido y le metió tal patadón en el culo que la hizo enterrar las guampas en el barro y enseguida, sin perder tiempo, le dio una trompada en la barriga para que parara de patalear, después se sacó el cinto, le ató las cuatro patas, se la cargó al hombro y se la llevó a Delfos. 

   Listo, le dijo cuando llegó, traje cierva para el asado. Delfos refunfuñó bajito y esta vez lo mandó a traerle un jabalí que se hacía de lechón para poder mamar acostado y le montaba las chanchas. Y allá fue Hércules atrás del jabalí degenerado, que tampoco se la dejó fácil. Pero, al fin, Hércules pudo encontrarlo. Después de seguirle el rastro durante varios días y noches lo acorraló en una zona cubierta de altos pastizales, donde, saltando sobre el lomo, le revolvió los sesos a trompadas. Después lo ató con el cinto y se lo llevó a Delfos, cargándolo sobre sus hombros como hiciera con la cierva y el puma. 

   Cuando llegó a la estancia del curandero le dijo: 

   Acá le traje al sátiro porcino para el asadito del domingo, y Delfos volvió a putearlo por dentro. 

   Esta otra vez, Delfos le ordenó limpiar los establos de la estancia en un solo día. El curandero estaba seguro que con esa tarea ciclópea Hércules moriría de cansancio, tamaña cantidad de bosta acumulada allí, ya que jamás en la vida había mandado a limpiar los establos. Estaba más que seguro que el muchacho pudiera dar cuenta del recado. Pero Hércules, con un pico en una mano y una pala ancha en la otra, por la mañana cavó dos canales desde el río que cruzaba la estancia, desviando su curso y haciendo que pasara por el medio de los establos y así el agua arrastró toda el bosterío en dos horas nada más. Ya  para la noche Hércules ya había tapado los canales y así completó el quinto trabajo. 

   Delfos volvió a putearlo por dentro y para el sexto trabajo le encargó que acabara con una bandada de loros que no solo comían los cultivos sino que, de tan hambrientos, también eran carnívoros y le tenían el lomo del ganado y las ovejas hecho una lástima. 

   Esta vez Hércules arrancó un árbol de laurel y le cortó casi todos los gajos menos dos, dejándolo con la forma de una gran "Y", es decir con forma de horqueta, después en los fondos de una gomería consiguió dos cámaras de ruedas de tractor y con el cuero de una vaca muerta fabricó la honda con que cazaría la plaga de loros malditos. Después se ató en la espalda un tacho de doscientos litros lleno de toscas y se internó por los campos, siempre campeando el cielo. De repente vio una nube verde que se acercaba a la estancia, donde el maíz ya estaba a la altura de las rodillas. Se detuvo y parado al lado del tacho esperó la bandada verde y cuando la tuvo a tiro de honda se puso a tirarle hondazos a una velocidad increíble, al rato el cielo volvió a quedar azulito como siempre y el suelo verde, pero no de pasto sino de loros. Luego se entretuvo el resto del día pateando loros fuera de la propiedad. 

   Para el nuevo trabajo Delfos lo envió a capturar un toro, que estaba destrozando todo lo que encontraba a su paso, tranqueras, alambrados y los corrales, donde también hacía de las suyas con las vacas, a las que les dejaba "la que te dije" hechas una miseria. Esta vez Hércules, apenas escuchó los bramidos salvajes del toro, lo campeó subido a un árbol y cuando el toro violador pasó por debajo se le tiró en el lomo y, agarrándose fuertemente en las astas, lo dejó corcovear y soltar espuma a gusto hasta que el maula se cansó y cayó sobre sus rodillas. Ahí Hércules le dio un trompazo en la testuz que lo desmayó en el acto, luego lo cargó en la espalda y se lo llevo a la estancia. 

   Para el octavo trabajo Delfos le ordenó capturar a cuatro yeguas salvajes y degeneradas, pues nunca dejaban de estar en celo, que vivían persiguiéndoles los caballos, que de tanto montarlas estaban quedando puro cuero y hueso. Y allá fue Hércules con cuatro sogas bien gruesas. Encontró las yeguas calentonas cuando iban agazapadas entre los matorrales hacia las caballerizas. Después de enlazarlas a todas, Hércules las llevó a una fábrica de hielo, a pocas leguas de la estancia, donde le explicó al dueño lo que pasaba, y el dueño, entendiendo el problema, lo dejó entrar con las yeguas a las cámaras frigoríficas, donde bichas llevaron tantas barras de hielo por la cachucha que se les fue la calentura de una vez por todas. 

   Cuando Hércules volvió a la estancia le dijo a Delfos: 

   Acá las tiene patrón, normalitas. 

   Ahora Delfos obligó a Hércules a robarle un cinturón con monedas de plata a una curandera llamada Hipólita Fernández, cinturón que ambos habían robado a un estanciero, en la época en que los dos eran curanderos principiantes y andaban entreverados en amoríos. Delfos le dijo que cuando rompieron relaciones ella no le quiso dar su parte del cinturón. Y allá fue Hércules, buscando el rancho de la tal Hipólita. Cuando lo hubo encontrado se quedó escondido entre los pajonales hasta que la vio yendo al excusado, detrás del rancho. Cuando escuchó el primer quejido de la vieja se escurrió dentro del rancho, y allá estaba el bonito, colgado sobre una pared; lo descolgó rápidamente, pero antes de desaparecer, por las dudas dejó caer de propósito un pañuelo que Delfos dejó olvidado una vez sobre el palenque delante de la casa grande, cosa que si la curandera quisiera vengarse lo hiciera contra el otro, ya que él se había convertido en ladrón a la fuerza, no por vocación propia. 

   Y para el próximo trabajo el maldito Delfos lo obligó a robar el ganado de un estanciero vecino llamado Gerión Pantoja, un gringo más malo que la lepra, grande y fornido como un gorila lomo plateado. Todas las noches Gerión guardaba el ganado en un corral custodiado por un perro que era una aberración de la naturaleza, porque tenía dos cabezas, y por un peón llamado Euritión Carranza, que dormía sentado sobre un tronco, al lado de la tranquera. Cuando Hércules llegó cerca del corral los ladridos del perro multiplicado por dos despertaron a Euritión, que enseguida le echó el perro encima con sonoros "cáchelo, cáchelo". Hércules esperó al perro con dos toscas grandes como naranjas en las manos y cuando lo tuvo a tiró le rajó los marotes con sendos piedrazos. Euritión, al ver su mascota muerta, alertó al patrón a los gritos, mientras se le iba encima a Hércules, pero el desgraciado fue revoleado por Hércules como si fuera una cosa insignificante y terminó arriba de una palmera, y cuando Gerión apareció en el patio, Hércules manoteó un ternero del corral y se lo revoleó al gringo malo, que reculó con ternero y todo entrando en la casa como un huracán, donde, por el quilombo que se escuchó, había hecho pedazo todo lo que encontró por delante. Finalmente, al amanecer Hércules llegó a la estancia de Delfos con el ganado completo, menos el ternero. De pronto, Delfos se vio confrontado por la felicidad proporcionada por las nuevas riquezas y por el enojo de ver que Hércules estaba como nuevito, y porque de seguir así pagaría por los gualichos, y porque al volver a Santa Carmen, Hera Quinteros se enteraría y con seguridad haría correr la voz de que él era un curandero falluto. 

   Bueno, no está perdido quien pelea, se dijo el Delfos, y esta vez mandó a Hércules a robar las naranjas del jardín de las Hespérides, convencido de que con todas ellas Hércules no podría. Las Hespérides formaban una comunidad de ninfas feministas, conocidas por amar las naranjas con la misma intensidad que odiaban a los hombres. Un punto a favor de Delfos era la larguísima lista de mirones que habían desaparecido dentro de la propiedad de las Hespérides. "Pobrecito de Hércules", pensó, cuando lo vio encaminarse hacia la propiedad de las odiadoras de hombres.

   Finalmente, llegando al Jardín de las Hespérides, Hércules fue rápidamente rodeado por las ninfas, que le mostraron las garras y los dientes filosos, eran unas trescientas, pero las naranjas se contaban por millones, imaginen como no habrán quedado las odiadoras después de ser acribilladas ininterrumpidamente durante horas a naranjazos limpios. 

   Cuando Delfos salió a atender a Hércules, todo el suelo hasta perderse de vista era anaranjado, y una vez más volvió a maldecir a Hércules y no tuvo otra salida que ordenarle el último trabajo: capturar a Cerbero, el perro mascota del diablo. 

   Y allá fue Hércules a través de los campos a buscar la entrada del infierno. Delfos se extrañó porque Hércules llevaba un pico al hombro. Cuando Hércules identificó la cueva del diablo, igual a la de un carpincho, pero más ancha, no hizo nada, siguió de largo hasta el río Paraná, que estaba más cerca de la cueva que el otro gran río: el Uruguay, donde a pico cavó una zanja hasta la boca de la cueva, por donde el agua empezó a escurrir y a escurrir, y pasados unos minutos un tufo pestilente salió a la superficie, y más un poco asomó la cabeza empapada del perro, pero cuando amagó a ladrar solo consiguió escupir agua y Hércules no tuvo más que dar vuelta el pico y dormirlo de un palazo en la cabeza. Y ya a se iba cargando el perro cuando vio que se asomaba el diablo. 

   ¿Te quedan más trabajos todavía?, le preguntó el ladino, empapado hasta el alma. 

   No, este es el último, respondió Hércules y le preguntó: 

   ¿por qué, algún problema? El diablo miró el pico en sus manos y la cabeza rajada de su mascota, entonces respondió: 

   No, por nada, curiosidad nomás, y hundió la cabeza en el agua. 

   Delfos, finalmente, no tuvo más remedio que darle a Hércules los dos frasquitos con los gualichos y despedirlo con un "Muchas gracias por los servicios prestados", y no era para menos. 

   Cuando Hércules regresó a Santa Carmen, mucha agua había corrido bajo el puente, los Quinteros ya habían muerto, los padres de la chinita Megara, ahora que sabían que había heredado la fortuna de Zeus Quinteros, milagrosamente se habían olvidado del "incidente aquel" y también sus hermanos, pero la que seguía igual de hijeueputa era Megara, que apenas lo vio el primer día de su regreso, escupió el suelo y se metió en el rancho. Hércules pensó que rico como era ahora la chinita de mierda aquella era poca cosa para él, entonces revoleó los frascos por los aires y tomando a la madre de la mano se fueron caminando despacio, rumbeando hacia la estancia de su fallecido padre, para tomar pose de lo que era suyo por derecho. 

   Y eso es todo amigos, dijo don Esteban. Después se levantó y se marchó a su casa, bajo los aplausos de todos los parroquianos. 


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DON ESTEBAN Y LOS DOCE TRABAJOS DE HÉRCULES por FRANCISCO A. BALDARENA se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 4.0 Internacional.
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