jueves, 4 de marzo de 2021

EL HOMBRE PARADO EN LA ESQUINA

 De pronto disparos irrumpen en la tarde; Guthrie, el policía jubilado, sale a la vereda empuñando un 38 y corre hacia el lado donde se aún se oyen los disparos. Llega al lado de un hombre que lee tranquilamente el Herald Tribune parado en la esquina y se detiene junto a él. Mira hacia un lado y otro hasta descubrir a dos hombres que, protegidos detrás de un Playmouth estacionado delante del bar "Dick´s drinks", disparan hacia adentro del mismo, de donde, detrás de una mesa de billar volcada, unos tipos les disparaban a ellos. 

   ¿Pero qué pasa acá?, se pregunta Guthrie. El hombre parado en la esquina le dice que es un asalto, pero sus palabras se desvanecen en medio del tiroteo. Guthrie, decidido a intervenir, da unos pasos hacia el conflicto, pero con tanta mala suerte que antes de llegar al cordón de la vereda cae muerto por una bala perdida que se le incrusta en la frente. 

Tras la tragedia de Guthrie, tanto los del automóvil como los del bar se esfuman entre las calles. Pronto, vecinos y curiosos que pasan por el lugar se aglomeran delante del bar, y al rato, llegan la policía y una ambulancia. 

   ¿Qué fue lo que pasó acá?, se pregunta todo el mundo. 

   Un asalto, responde el hombre parado en la esquina y sus palabras vuelven a disolverse en la nada; todos siguen preguntándose repetidas veces que ha ocurrido allí. Hasta que la ambulancia se lleva el cadáver de Guthrie y la policía, al dueño del bar, único testigo presencial del asalto. Los vecinos de a poco vuelven a sus casas mientras los paseantes se dispersan por las adyacencias. Mientras tanto, el hombre parado en la esquina continúa leyendo el diario, como si no hubiera pasado nada.

                                                                   

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EL HOMBRE PARADO EN LA ESQUINA por FRANCISCO A. BALDARENA se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 4.0 Internacional.
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EL SILLÓN DE CORTÁZAR


 

Era de tardecita cuando, en uno de sus diarios paseos de jubilado, Jacinto pasó delante de un negocio de muebles usados y se encantó con un sillón que, a pesar de parecerse a cualquier otro sillón común y corriente, tenía una estrellita plateada en el centro del respaldo que por alguna razón inexplicable lo atrajo y de la cual no pudo sacar los ojos de encima, como si ese detalle poseyera algún tipo de imán con el cual lo atraía hacia el sillón. 

   Jacinto quiso sentarse, no tanto para probarlo sino porque le urgía hacerlo, así sin más, como un antojo repentino, pero un cartel que decía "PROHIBIDO SENTARSE" y el propietario que lo acechaba por encima del arco de los anteojos, parado detrás de un mostrador, se lo impidieron. Para hacerlo, estaba claro que tendría que comprarlo. 

   Ésto lo entendió a la perfección su mano derecha que, como pensando de manera independiente, manoteó la billetera por cuenta propia mientras que la izquierda, ni lerda ni perezosa, emulando a la otra sacó los billetes y se los alcanzó a la mano del dueño del local, ya estirada por encima del mostrador, acaso desde que viera la intención de la compra en los ojos de Jacinto, que los manoteó con  avidez de mezquino. 

   Enfrente del establecimiento había una camioneta convenientemente estacionada, en cima de la cabina un cartelito mal pintado y con letras torcidas anunciaba "SE HACEN FLETES". A Jacinto le hubiera gustado ir en la parte de atrás, sentado en "su sillón", pues quería porque quería hacerlo, como si una fuerza extraña y poderosa lo impulsaba a ello. Pero no queriendo pasar por loco a la vista del fletero, resistió valientemente. 

   Ya en la casa, en el patio nomás, sucumbió al impulso de sentarse con la urgencia del viciado y aplastó las posaderas en el sillón. 

   "¡Ah, qué sensación de bienestar!, si hasta dan ganas de quedarse  sentado hasta el final de los tiempos". 

   Pobre Jacinto, no sabía él lo premonitorio que había en tales pensamientos. 

   Pero no todo es paz y sosiego en la vida de un jubilado. No.

    Los problemas para Jacinto comenzaron cuando quiso levantarse y descubrió que no podía hacerlo, como si estuviera colado al sillón. Intentó despegar el culo, sacudiendo el cuerpo como atacado por avispas, pero solo consiguió erguirse con sillón y todo, permaneciendo inclinado hacia adelante, como los viejos achacosos cuando adquieren una postura encorvada permanente y así se mueven por la vida hasta que se mueren. De nada sirvió la ayuda de sus hijos y de Enrique, el vecino halterofilista, nadie consiguió desprenderlo del sillón; lo máximo que pudieron hacer por Jacinto fue hacerle un orificio por debajo al sillón y tajearles el fundillo del pantalón y el canzoncillo, ya se sabe para qué. 

   De allí en más, parecido a un caracol que a donde va lleva su casa a cuesta, Jacinto hizo lo que acostumbraba hacer hasta la hora de irse a la cama. El pobre tuvo que dormir de lado, por fortuna (es un decir) hacía años que había enviudado así que no tuvo inconveniente alguno de romperle las costillas a nadie al momento de cambiar de lado; la otra forma de dormir sería hacerlo sentado, pero sentado estaba desde hacía horas. 

   Un problema por demás preocupante suscitado por el terco sillón, fue al momento de cambiarse de pantalones y calzoncillos. La solución vino de la mano de doña Marga, la costurera de la esquina, que le confeccionó pantalones y calzoncillos hechos a medida, ingeniándoselas al suplantar las costuras por botones a presión.

   Como cabe imaginar, por un buen tiempo Jacinto fue motivo de los más jocosos comentarios por cuenta de su nueva condición de ser sentado. Algunos vecinos de esos que nunca faltan, al pasar por él, le decían cosas como "¡Qué tal, don Jacinto, no se vaya a cansar demasiado!", o "¿Cómo le sienta la vida, don Jacinto?", o "¿Está cómodo, don Jacinto?", pero Jacinto ni se alteraba por tales comentarios, ¿hacer qué, si el sillón no lo largaba ni cuando quería ir al baño? Había que tomárselo con calma y aprender a convivir con lo que le tocó, así de simple. 

   En una de las raras visitas del nieto más chico, muy dado a la lectura con sentido a pesar de la poca edad, le dijo que le recordaba al protagonista de un cuento de Saramago, el cual una mañana se sienta en el automóvil y transcurre todo el relato con el culo inexplicablemente pegado al siento. 

   ¡Por lo menos no tengo que dormir en el garaje!, respondió jocosamente Jacinto.

   Y así, con el correr de los meses, Jacinto se acostumbró a vivir sentado y no solo se acostumbró sino que descubrió las ventajas proporcionadas por el sillón caprichoso, como, por ejemplo, nunca más tener dificultades al momento de tomar un colectivo; pagaba y se quedaba sentado en el pasillo. Los maleducados que siempre se hacían los dormidos para no cederle el asiento a los más viejos, de allí en adelante, se lo podían meter entero en el culo. La larga espera en la cola del PAMI tampoco fue más un problema, para envidia de los otros viejos que, las piernas hinchadas de tanto estar parados, lo miraban de reojo mientras sudaban la gota gorda, y en la del banco, la misma cosa. Y en la plaza entonces, pasaba de largo por los bancos vacíos bajo el sol del verano y se sentaba al reparo de la fresca sombra de los árboles, ya en invierno, ocurría lo mismo pero al solcito acogedor. 

    Y así la llevaba Jacinto, siempre sentado, y así estaba, tomando fresco en el jardín de casa, cuando en otra rara visita del nieto, éste se le apareció con un libro de Julio Cortázar, "Historias de Cronopios Y famas". 

    Mira, abuelo, le dijo, mostrándole el libro, acá hay un cuento, espera que lo encuentre... (el nieto se puso a buscarlo), este acá, léelo, lo animó. 

   Pero, Carlín, si sabes que lo único que leo son los diarios y El Gráfico, contestó Jacinto. 

   Sí, ya sé, pero léelo porque creo que estás sentado no en cualquier sillón, sino en uno con historia. 

   ¿Qué...? ¿No...? ¿No me vas a decir que...? 

   Sí, abuelo, creo que tu sillón es el mismo del cuento, aunque... 

   ¿Aunque qué? 

   Léelo y verás. 

   Y así fue que Jacinto descubrió que se llamaba igual que el protagonista del cuento "Propiedades de un sillón" y que el sillón era el mismo del cuento, y lo más sorprendente: el sillón era un sillón para morirse. 

   Cuando terminó el cuento, que es brevísimo, Jacinto le pasó el libro al nieto y le dijo: 

   Pero mira, vos, lo que es el destino. 

   Pero abuelo, no te das cuenta que si seguís sentado ahí te vas a morir, hay que sacarte del sillón a toda costa, le dijo el nieto, bastante aprensivo. 

   Jacinto largó una carcajada.

   No seas ingenuo, Carlín, nadie puede eludir a la muerte, se esconda donde se esconda; sea en un sillón o en cualquier otro lugar me voy a morir igual.  

   Y así, sentado en el ahora famoso sillón de un cuento de Cortázar, Jacinto siguió viviendo la vida hasta que llegó aquella última hora, la cual nadie puede eludir, se esconda donde se esconda. 

   Los hijos no tuvieron otra alternativa que acudir a una carpintería para que le fabricaran un cajón especial, que no fue otra cosa que una caja de madera rectangular.

   y así, embalado tipo exportación, Jacinto fue velado y enterrado. 

   Eso sí, confortablemente sentado.

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¡POBRES NIÑOS!

 En un principio me sorprendí y hasta llegué a creer que alguien, algún demonio quizás, los hubiera cambiado por otros, el mismo tipo de letra no me dejaba concluir más allá de eso. Lo cierto es que como se me ocurrió leerlos en el sótano mismo, tuve cierta desconfianza de no encontrarme solo, ¿algún demonio quizás? Un amago de escalofrío se me insinuó en el espinazo, pero echándole un vistazo más detenido a todo el recinto me deshice de la infundada desconfianza, no había realmente ningún lugar, ningún mueble o caja donde pudiera esconderse nadie, a no ser que fuera un demonio. 

   ¡Mierda!, exclamé bien alto, al volver a asociar mis incertidumbres a un maldito demonio. Subí y tranqué bien la puerta, nunca se sabe, ya ven que lo del demo no me había abandonado por completo. 

   No sigas con esa pelotudez, Francisco, me dije, sino a la hora de irte a dormir eres capaz de mirar debajo de la cama. Pero todo era muy raro; yo vivo solo y el sótano está siempre con trancado y hasta tuve que buscar la llave un buen rato porque no sabía dónde la había puesto. Ya en mi escritorio, volví a examinar los viejos cuentos que por no interesarle a ningún editor en la época habían ido a parar al sótano; no es el caso actual donde me piden cualquier cosa, lo que hace la fama. Para resumir, los niños de los cuentos, eran todos cuentos para niños empecemos por aclarar, ya no eran los tiernos infantes que hacían inocentes travesuras, sino que habían llegado a la pubertad y ahora eran malvados adolescentes capaces de las mayores atrocidades. El pequeño Jacky, que tantos cuidados prodigaba a los cerditos que criaban en la granja, resulta que ahora los había hecho engordar alimentándolos con sus padres a los cuales descuartizó, en un ataque de ira asesina, con un hacha. La dulce Sally ya no jugaba más a las muñecas, al contrario, se había transformado en una aprendiz de bruja que había secuestrado a los bebés de los Carson, y a los cuales estaba a punto de asar en el horno, con una manzana en la boca, como a los lechoncitos de navidad. ¡Y el crimen macabro perpetrado por los mellizos Mc Carty contra la viuda Miles, entonces! No, no voy a contar nada más porque lo que sigue es más tremendamente demencial, y solo de pensar en ello ya me causa repugnancia. Lo cierto es que prendí la estufa a leña y tiré el maldito cuaderno al fuego donde ardió con una llama más roja que el fuego, como si el fuego estuviera hecho de sangre; juro que esperé oír gritos horripilantes saliendo de las llamas, pero solo fue una sugestión por lo que acababa de leer. Mientras el cuaderno se consumía, se me dio por atribuir los drásticos cambios en la composición de los cuentos al tenebroso ambiente del sótano, tan húmedo, polvoriento y lleno de telarañas como estaba, quién no cambia de carácter, enloquece o se vuelve esquizofrénico en un lugar así. ¡Pobres niños!, la culpa ha sido toda mía. Por la noche lo ocurrido no me había abandonado aún, ¡y cómo podría!, porque cuando me fui a dormir, por las dudas miré debajo de la cama. 

                                                                        

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ANTES EL BOZAL QUE LA CRUZ

 Planeta Tierra, en una dimensión paralela. Corre el año 33. 

Hay en la ciudad de Jerusalén un hombre místico, llamado Jesús, que tiene la misma edad del ano, pues los años han empezado a contabilizarse a partir de su nacimiento, al que le ha sido impuesta una correa de cuero alrededor de su cabeza y que por delante le tapa la boca, a modo de bozal, impidiéndole así el habla. Tiene, sin embargo, autorización del gobierno a cuatro intervalos diarios para sacarse el bozal para su alimentación, que corresponden al desayuno, el almuerzo, la merienda y la cena, aunque hay veces que por falta de dinero come una o dos veces al día, ya que él es, además de místico, carpintero, pero resulta que en Jerusalén desde hace veinte años se ha instalado una sucursal de Ikea, que fabrica muebles hechos con maquinarias robotizadas y por lo tanto los muebles cuestan bien más barato que los hecho a mano. 

Un día llegó a la ciudad un viajero procedente de otra dimensión preguntando por el místico. Rápidamente le dieron la descripción de Jesús, el místico carpintero y también le contaron lo de la correa de cuero. 

   ¡Qué!, ¿cómo es posible que hayan hecho esa abominación con el hijo de Dios? El viajero no lo podía creer (no se sabe por qué se sorprendió ya que en su dimensión lo habían crucificado vivo y dejado morir a la suerte de Dios, que por cierto brilló por su ausencia). 

  Por eso mismo, por decir semejante disparate, lo hemos obligado a andar de boca cerrada, contestó el interlocutor. 

  Pero ¿cómo es posible que vivan sin esperanza?, le preguntó el viajero. 

  Lo que pasa es que nos gustan las soluciones inmediatas, del tipo "aquí y ahora", por eso cuando el místico carpintero empezó con promesas para después de la muerte por parte del supuesto padre superpoderoso hemos optados, antes de cortar su lengua y quebrar sus brazos para que ni siquiera escribiese lo que proclamaba, taparle la boca con el bozal de cuero. Pero ¿por qué pregunta por él?, se interesó el interlocutor. Entonces el viajero le contó la vida del místico carpintero en su dimensión. 

  ¿¡Qué, lo han crucificado vivo!?, y todavía usted tiene el tupé de cuestionar nuestro proceder. Mire, lo invito a volver a su dimensión lo más rápido posible antes que sea obligado a usar un bozal usted también, le aconsejó el interlocutor. 

   El viajero prometió que no tocaría más en el asunto, con lo que las autoridades lo dejaron circular tranquilamente. El viajero dejó pasar algunos días hasta que fue a la carpintería del místico carpintero; su intención, desde el principio, era  convencer a Jesús a acompañarlo a su dimensión, pues la vida, pasados más de dos mil años de su aparición, había perdido el rumbo civilizatorio y ya rayaba en lo salvaje. Como llegó a la carpintería antes del mediodía tuvo que esperar la hora del almuerzo para poder parlamentar con Jesús; pero el místico carpintero, después de escuchar con suma atención lo que el viajero le contó lo sucedido con él en el pasado y en la mierda que había devenido el mundo, sopesando los pros y los contras, es decir cruz y bozal y quién sabe lo que vendría después, para decepción del viajero, el bozal pesó más en su espíritu, de manera que le dijo, antes que el viajero se marchara: 

   Antes un bozal que desangrar en una cruz, aunque la Ikea me cague la vida y coma un día más o menos y otro mal.  

   Pero eso sucedió hace más de dos mil años, Jesús, le advirtió el viajero. 

   Lo que quiere decir que me puede suceder cosa peor, dijo el místico carpintero, y en seguida volvió a sujetarse el bozal, dando así por cerrada la conversación. 

                                                                     

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EL CONCILIO DE LOS OLVIDADOS

 

Noche helada de luna llena.  

   De pronto la quietud nocturna reinante en el cementerio fue interrumpida; entre las tumbas colonizadas por el pastizal crecido se materializó la figura oscura, más oscura que la noche, del Amo del Cementerio, el loa de los muertos, el Barón Samedi. 

Men mwen, sijè mwen yo, mwen te vin nan dènye kote pou ou repoze ou pou pote soulajman nan nanm ou, la voz del Barón Samedi, hecha trueno, anunció su llegada, los muertos despertaron del sueño quejumbroso en que estaban.

En el mismo instante la tierra empezó a temblar y las lozas de las tumbas a desplazarse de las fosas mortuorias. A poco,  manos esqueléticas y agusanadas empezaron a emerger de las profundidades y detrás de ellas, el resto de la carcasa ósea, desnuda de vestiduras y carne, desintegradas ya por completo por la tierra. En las lóbregas criptas, tapas de ataúdes cayeron estrepitosamente al piso y puertas enrejadas chirriaron quejumbrosas de óxido y olvido; y de esas penumbras emergieron otros tantos esqueletos, con sus atuendos hechos jirones, de tan carcomidos que estaban por los gusanos. Ya en la galería de los nichos, los tornillos de bronce que sujetan las placas a la boca de los nichos se desenroscaron y las placas tronaron sobre el piso embaldosado, como pedradas dentro de una catedral, y enseguida, del hueco apestando a podredumbre rancia, ataúdes deslizaron su forma ominosa, y al apoyarse en el piso, otro estruendo de tapas se hizo escuchar por cada rincón. Sus inquilinos desprendieron su osamenta putrefacta, haciendo sonar los huesos entumecidos, y acudieron a reunirse con sus congéneres alrededor del loa Samedi. 

   El aire pronto se inflamó de hediondez nauseabunda y el pastizal circundante, que aún vestía su ropaje verde, marchitó con asombrosa rapidez. 

Desde hacía tiempo que el Amo del Cementerio escuchaba invocaciones sepulcrales y clamores apesadumbrados desde el inframundo: los muertos lamentaban, con sentidas voces, que sus parientes y amigos, abandonándolos al olvido, ya no los visitaban más. 

   Ahora rodeaban al Barón, y a una orden suya, el concilio de los olvidados dio inicio. El Barón Samedi escuchó nuevamente y en respetuoso silencio, las quejas de los olvidados del submundo. De sus bocas de tufo podrido sus palabras, dichas en murmullos pestilentes, esquivando el sombrero de copa del Barón y serpenteando entre las lápidas, llegaban hasta los meandros umbrosos de las últimas tumbas y más allá incluso, donde antiquísimas sepulturas habían perdido todos sus símbolos y la tierra por debajo de los escombros ya había borrado todo vestigio de huesos, ocupando así todo el cosmos del camposanto. Después fue la vez de los muertos escuchar el parecer del Barón, que corto y sucinto, ordenó: 

   Ann bay moun ki bliye yo yon bon leson. Suiv mwen!

   Así, iluminada por la pálida luz de plata de una luna de hielo, la ceremonia llegó a su fin, quedando acordado que los olvidadizos parientes y amigos merecían una tremebunda venganza. 

De vez en cuando tenebrosos nubarrones ocultaban momentáneamente la luna y le devolvían a la noche su majestad oscura; en esos momentos la procesión macabra,  precedida por el Barón Samedi, se volvía invisible, apenas intuida por el arrastrar de pies de huesos desnudos por el camino de polvo dormido que conducía al pueblo y la pestilencia que desprendían sus despojos de ultratumba. Cuando la luna llena volvía a platear la noche, podía verse a algunos muertos que se apartaban de la procesión y se esfumaban en las profundidades del monte por senderos estrechos, seguían su andar arrastrado por encrucijadas sombrías que iban a dar quién sabe adónde, o bien se internaban en los silenciosos cañaverales; cada uno de ellos buscando el rumbo de las moradas donde vivieran en vida y en las que ahora vivían quienes los habían olvidado. 

   Ya en las proximidades del pueblo, los perros, enloquecidos por el miedo, rompían las cadenas que los sujetaban a un árbol, o de argollas prendidas en las paredes; se partían las uñas arañando con desespero los portones y se astillaban y quebraban los dientes al rasgar las alambradas, para luego huir despavoridos lo más lejos posible de aquel fantasmal cotejo fúnebre de muertos vivos, salidos de las entrañas de la tierra para perturbar las horas mansas de la noche helada. Noche que de pronto no era más de oscuridad silenciosa, porque todo se había transformado en un infierno sin fuego. 

   Con el salvaje alboroto armado por las jaurías enloquecidas, las gentes abandonaron el sueño de los inocentes y no bien iban despertando, el aliento miasmático que cundía el aire les anunciaba la noche de espanto, más allá de las paredes de sus casas. Pronto los gemidos lastimeros de las abominables criaturas cadavéricas atravesaron los resquicios de puertas y ventanas y se escurrían por todos los cómodos; eran clamores de venganza, venganza por el olvido perpetrado por los que quedaron en el mundo de los vivos; eran conjuros y maldiciones, anatemas e imprecaciones condenatorias. 

   Pronto la noche oscura se llenó de súplicas y llantos, que más alto se hacían oír cuando los muertos hacían pedazos las puertas y ventanas e ingresaba a las viviendas. Los que aún tenían fuerzas para sostener algo de lucidez, esquivando al muerto, huían sin rumbo predeterminado, cayendo así en el pozo profundo y escalofriante en que la noche se había transformado, recitando pasajes de La Biblia, o bien suplicándoles a Dios y a todos los santos su ayuda en esa hora de espanto. Los otros, los atormentados por las apariciones, desfallecían o bien...

   Poco antes del amanecer, concluida ya la faena reparadora, cada casa se volvió fantasmal tapera, y el ejército de desheredados, a una orden del Barón Samedi, fue nuevamente guiado al cementerio por él; muchos muertos, sin embargo, arrastraban consigo a un familiar o a un amigo a su última morada. 

                                                                             

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CARNE DE PRIMERA

 Una señora entra al establecimiento de venta de carne y se para detrás del último cliente, ocupando el tercer lugar; el primer cliente ya está siendo atendido.

Carnicero, mirando al cliente: ¿Qué más? 

Primer cliente, señalando la bandeja de riñones detrás del vidrio combado de la heladera mostrador: ¿Qué tal están esos riñones?

Carnicero, con una sonrisa de vendedor: Son frescos, me lo han traído hoy por la mañana. De adolescentes, carne de primera.

Primer cliente: Deme un kilo entonces. Un minuto después toma su compra, paga y se retira.

Carnicero, con una sonrisa de vendedor: ¿Y usted amigo?

Segundo cliente: Un kilo de bife de nalga, pero si lo puede cortar bien fino se le agradece, es para  milanesa, aclara.

Carnicero, asintiendo con la cabeza: Lo que usted mande. En seguida se da vuelta, abre la puerta del frigorífico y desengancha una pierna, blanca y lisa.

Segundo cliente, arqueando las cejas mientras estira el pescuezo: Mmm

Carnicero, con una sonrisa de vendedor, exhibiendo la pierna: ¿Y, qué le parece?

Segundo cliente, examinando detenidamente la pieza e inclinando la cabeza a ambos lados: ¿Masculina o femenina?

Carnicero, sonriendo con su única sonrisa al tiempo que le guiña un ojo e inclina un poco la cabeza a la izquierda: Femenina, y como le dije al cliente que acaba de salir, carne de primera.

Segundo cliente, asintiendo con la cabeza: Bueno, voy a confiar en su palabra, de modo que voy a querer dos kilos entonces. Al cabo de unos minutos, el cliente agarra su compra, paga y se retira.

Llega el turno de la señora.

Carnicero, con su única sonrisa: ¿Y usted señora?

Señora, echándole el ojo a la pierna que ha quedado sobre la tabla de cortar: Lo mismo, dos kilos y cortado fino.

Carnicero, siempre sonriendo: Hoy parece que es día de milanesas, ¿no?

Señora, haciendo una mueca: No lo sé, pero al oír al cliente que estaba delante de mí hablar de milanesa me han entrado ganas. Al rato la señora toma la carne, paga y se retira y el carnicero deshace la sonrisa de vender y empieza a masajearse la mandíbula.

                                                                           Fin.

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DESEQUILIBRIO

 Golpe contra el vidrio del ventanal lo devuelve a la realidad, arrancándolo de súbito de un lugar lejano en tiempo y geografía, sin nombre pero que queda, ya en ruinas, en Europa. Apoya el vaso de agua que suspendía inmovilizado en una mano en la mesada de mármol. Mira el ventanal y va hacia él. Una pequeña pluma ha quedado pegada al vidrio por una mancha líquida transparente. Pluma y baba, quizás de una paloma estúpida o medio ciega. Observa la calle, tres pisos abajo; el sol, obstruido por los edificios, divide la calle en dos, una parte gris, la otra iluminada. Desde su lugar solo puede ver lo que sucede en la parte sombreada. Autos estacionados junto a la vereda, cubiertos del polvo gris de varios días. Gente, siempre la misma, repite el mismo gesto parada en el mismo lugar desde hace… ¿diez días?, qué importancia tiene, el tiempo ya no cuenta para nadie. De pronto descubre un desequilibrio en la coreografía establecida por él desde hace… ¿cuánto? La chica del vestido floreado está caída frente a la tienda de ropas. Ni el hombre que sale de la misma, ni la señora arrastrando el carrito del supermercado (a sus espaldas), ni los tres muchachos (un poco más adelante, en la puerta del bar), ni la madre con sus hijos (un nene y una nena, detrás de la señora del carrito), hacen algo por ella.

   "Gente insensible", refunfuña. Baja a socorrerla. Mientras baja las escaleras trata de recordar donde ha visto una piedra lo suficientemente grande para poner sobre los pies de la chica, pues el viento la ha tirado al piso por tercera vez en los últimos días. Afuera vuelve a refunfuñar; a su izquierda, en la vereda soleada, hay otros tres maniquíes caídos. Detiene sus pasos y, pensativo, se lleva la mano derecha al mentón y se pregunta:

¿Dónde fue que vi piedras?

                                                                     Fin. 

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EL SUICIDA Y EL LOCO

    Rapallo, Genova -  Febrero de 1883  Parado al borde del acantilado, Amedeo flexionó las piernas y cuando estaba a punto de dar el gran s...