jueves, 4 de marzo de 2021

EL JARDÍN SECRETO

 

1) EL BOTÁNICO 

Los cargadores, baquianos del lugar, aprovecharon el ensimismamiento del botánico para largar los bultos al piso y convertirse, en segundos, en parte de la selva. Cuando el profesor Taylor estaba en su mundo, cosas ajenas a lo estrictamente salvaje y natural estaban fuera de su percepción. 

   Él vino a percatarse que lo habían abandonado, mucho después, cuando se le resbaló de las manos sudorosas los prismáticos con el cual observaba la techumbre verde surcada por luminosos haces rectilíneos en todas direcciones, tratando de avistar un guacamayo escurridizo herido en un ala que se movía torpe y dificultosamente por la copa de los árboles, un poco más al frente que la comitiva. Justo ahí, con nadie adelante ni detrás, se dio cuenta que lo habían dejado solo, abandonado y librado a su suerte en medio de una selva repleta de peligros. Entretanto, creyó que no le resultaría difícil volver por la trocha abierta entre la maraña si no se demoraba mucho en pegar la vuelta, pues si lo agarraba la noche en la selva era muy probable que no sobreviviera para contarlo. 

   Consultó el reloj: eran las nueve y veintiocho, todavía tenía buen margen de luz solar para continuar un poco más. Presumía que el guacamayo de un momento a otro caería con un ruido blando, soltando quizás un quejido de dolor casi imperceptible, sobre la hojarasca humedecida, entonces lo atraparía, le trataría la herida y se lo llevaría de recuerdo de sus andanzas por la selva

   Desprendió el machete del cinto, se acomodó mejor la mochila en la espalda, donde llevaba las muestras de las plantas que iba recogiendo, y siguió el avance, abriéndose paso a machetazos. Había pasado poco más de media hora cuando comenzó a oír algo así como un rumor, distante, como de viento soplando entre las hojas pero asemejándose a una melodía. Según los mapas no podía tratarse de ninguna aldea, quizás fuese un ritual en un lugar sagrado de la selva por parte de alguna tribu venida de lejos, pues nadie sabía de ninguna poblando aquella región. 

   Por un momento el profesor Taylor vislumbró un descubrimiento, fuera de su área, pero descubrimiento al fin. 

   Y según avanzaba la melodía se tornaba más nítida, y claramente producida por el espíritu humano, sin lugar a dudas. De modo que, ya no prestándole más atención al guacamayo, siguió avanzando hacia el sonido, con más ímpetu ahora. 

2) EL JARDÍN SECRETO 

Las flores habían comenzado la afinación ni bien despuntó el alba, y cuando el sol mostró su redondez de fuego en toda su plenitud, se pusieron de acuerdo y el concierto de la mañana comenzó. 

   Monos, lagartos, perezosos, colibríes topacio, guacamayas, entre otras tantas especies capaces de moverse en las alturas, ocupaban todos los gajos de los árboles que formaban un amplio círculo amurallado de altas paredes ocre y verde donde crecían las flores musicales, dándole a aquel reducto selvático carácter de jardín secreto, conocido únicamente por los animales de la selva. Ya en el suelo, la fauna era más variada; pero tanto abajo como arriba, bajo el efecto hipnótico que la música de las flores producía, abstraídos y sumidos en mundos irreales solo concebidos en trance, los animales apenas si pestañeaban. Solo un leve balanceo insinuaba que estaban vivos; la paz de espíritu y la concordia universal los constituía en aquellas horas. Era la parte del día en que las disputas estaban dormidas detrás de los nuevos pensamientos, buenos y nobles, que las flores musicales, nota a nota, introducían en sus primitivas mentes. 

   Estas flores que la fauna admiraba, de formas inconcebibles y de colores de fluorescente resplandor más los mágicos sonidos que emitían y en la extraña lengua en que cantaban, definitivamente no eran de este mundo. 

   Al mediodía la música paraba y las flores recogían sus pétalos y caían en un sueño profundo, exhalando en breves suspiros un suave y dulce perfume. Entonces, volviendo lentamente del hipnótico letargo, cada animal seguía el curso de su vida, como todos los días. 

   Con la llegada del crepúsculo y hasta tarde de la noche, las flores volvían a abrirse y con su magia musical renacía el encantamiento.

3) LA CERCANÍA DEL MAL 

El profesor Taylor estaba, metro a metro, cada vez más cerca de la melodía y sus ejecutores; ya podía oír claramente, además de cada nota, el canto de voces extrañas, pero ya no sabía lo que hacía; simplemente seguía avanzando por inercia, como un autómata, sin noción de la realidad que lo circundaba. También él había sido hipnotizado por aquella melodía de otros mundos. Pero también era cierto que llegaría cerca del mediodía y cuando el concierto acabase y saliera del hipnótico encantamiento, a diferencia de los animales, no seguiría de largo sino todo lo contrario; y con ello, descubriría el jardín secreto, y los más probable era que las flores musicales fuesen removidas a un lugar indeseable donde los hombre tratarían por todos los medios a su alcance de descubrir su origen. 

   Esto lo tenía más que claro el guacamayo, por eso luchaba en las alturas por llegar antes  que el hombre que se encaminaba al lugar secreto, a fin de advertirlas sobre su peligrosa presencia.

4) EL ALERTADOR 

   No lo puedo permitir, no lo puedo permitir, repetía el guacamayo mientras se arrastraba penosamente en la copa de los árboles. 

   No bien le llegaron los primeros sonidos de la melodía, recogió una hoja, que masticó de prisa, para luego hacer dos pequeños bollos con los que se tapó los oídos. Mientras tanto saltaba de rama en rama, escalaba por gajos verticales y de vez en cuando se golpeaba en el ala que se había roto cuando, observando a los hombres que caminaban debajo de sus pies en dirección al jardín secreto, lo sorprendió una serpiente venenosa que venía hacia él silenciosamente, enroscada en el mismo gajo en que él se había posado. Con el susto, había corrido sin mirar hacia el tronco del árbol, contra el cual chocó con demasiada brusquedad, perdiendo el equilibrio y, medio atontado, acabó resbalando del gajo, cayendo un par de metros hasta que pudo asirse a una rama. Por unos momentos permaneció colgado, aleteando con el ala sana, hasta que se despabiló por completo y pudo seguir su marcha, de allí en más, lastimosa. 

   Ahora lo urgía la necesidad de mantenerse en la delantera antes que fuera demasiado tarde. 

5) EL ALERTA 

Al primer alarido del guacamayo, que resonó como un rugido de fiera salvaje, las flores interrumpieron la ejecución y sus miradas apuntaron hacia él. No comprendían qué quería ni por qué las interrumpía de esa manera tan violenta, como tampoco por qué no estaba hipnotizado como el resto de los animales; pero si actuaba así, concluyeron (porque el guacamayo continuaba chirriando insistentemente), quizás fuera para alertarlas de un gran peligro aproximándose más allá de la muralla ocre y verde; y el único gran peligro que las flores conocían era una raza de animal, peculiar y maligna, que todos llamaban hombre. 

6) LA FLOR  

De repente el guacamayo detuvo el alarde; abajo, en medio del jardín, las flores empezaron a aglutinarse las unas con las otras, y cada inconcebible forma encajó en otra inconcebible forma hasta formar una sola flor gigante, redonda y multicolor. Los ojos del guacamayo se agrandaron hasta producirle dolor, y si pudiese volar con certeza ya estaría huyendo para muy lejos, pero con el ala rota... imposible, y ni arrastrarse un metro más entre el ramaje siquiera podía, estaba exhausto. De modo que permaneció en su lugar observando la fantástica acción desarrollada en el suelo. Cuando la aglutinación se completó, la alucinante flor-bola-monstruo empezó a temblar, brotándole por toda su redondez cientos de ojos y bocas de afilados dientes, y enseguida, rodó pesadamente en dirección al hombre. 

   Entretanto, el guacamayo, paralizado de miedo y sin coraje de ir a husmear, no pudo ver la batalla sostenida, minutos después, detrás de la muralla ocre y verde. 

                                                                          

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EL JARDÍN SECRETO por FRANCISCO A. BALDARENA se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 4.0 Internacional.

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EL HOMBRE PARADO EN LA ESQUINA

 De pronto disparos irrumpen en la tarde; Guthrie, el policía jubilado, sale a la vereda empuñando un 38 y corre hacia el lado donde se aún se oyen los disparos. Llega al lado de un hombre que lee tranquilamente el Herald Tribune parado en la esquina y se detiene junto a él. Mira hacia un lado y otro hasta descubrir a dos hombres que, protegidos detrás de un Playmouth estacionado delante del bar "Dick´s drinks", disparan hacia adentro del mismo, de donde, detrás de una mesa de billar volcada, unos tipos les disparaban a ellos. 

   ¿Pero qué pasa acá?, se pregunta Guthrie. El hombre parado en la esquina le dice que es un asalto, pero sus palabras se desvanecen en medio del tiroteo. Guthrie, decidido a intervenir, da unos pasos hacia el conflicto, pero con tanta mala suerte que antes de llegar al cordón de la vereda cae muerto por una bala perdida que se le incrusta en la frente. 

Tras la tragedia de Guthrie, tanto los del automóvil como los del bar se esfuman entre las calles. Pronto, vecinos y curiosos que pasan por el lugar se aglomeran delante del bar, y al rato, llegan la policía y una ambulancia. 

   ¿Qué fue lo que pasó acá?, se pregunta todo el mundo. 

   Un asalto, responde el hombre parado en la esquina y sus palabras vuelven a disolverse en la nada; todos siguen preguntándose repetidas veces que ha ocurrido allí. Hasta que la ambulancia se lleva el cadáver de Guthrie y la policía, al dueño del bar, único testigo presencial del asalto. Los vecinos de a poco vuelven a sus casas mientras los paseantes se dispersan por las adyacencias. Mientras tanto, el hombre parado en la esquina continúa leyendo el diario, como si no hubiera pasado nada.

                                                                   

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EL SILLÓN DE CORTÁZAR


 

Era de tardecita cuando, en uno de sus diarios paseos de jubilado, Jacinto pasó delante de un negocio de muebles usados y se encantó con un sillón que, a pesar de parecerse a cualquier otro sillón común y corriente, tenía una estrellita plateada en el centro del respaldo que por alguna razón inexplicable lo atrajo y de la cual no pudo sacar los ojos de encima, como si ese detalle poseyera algún tipo de imán con el cual lo atraía hacia el sillón. 

   Jacinto quiso sentarse, no tanto para probarlo sino porque le urgía hacerlo, así sin más, como un antojo repentino, pero un cartel que decía "PROHIBIDO SENTARSE" y el propietario que lo acechaba por encima del arco de los anteojos, parado detrás de un mostrador, se lo impidieron. Para hacerlo, estaba claro que tendría que comprarlo. 

   Ésto lo entendió a la perfección su mano derecha que, como pensando de manera independiente, manoteó la billetera por cuenta propia mientras que la izquierda, ni lerda ni perezosa, emulando a la otra sacó los billetes y se los alcanzó a la mano del dueño del local, ya estirada por encima del mostrador, acaso desde que viera la intención de la compra en los ojos de Jacinto, que los manoteó con  avidez de mezquino. 

   Enfrente del establecimiento había una camioneta convenientemente estacionada, en cima de la cabina un cartelito mal pintado y con letras torcidas anunciaba "SE HACEN FLETES". A Jacinto le hubiera gustado ir en la parte de atrás, sentado en "su sillón", pues quería porque quería hacerlo, como si una fuerza extraña y poderosa lo impulsaba a ello. Pero no queriendo pasar por loco a la vista del fletero, resistió valientemente. 

   Ya en la casa, en el patio nomás, sucumbió al impulso de sentarse con la urgencia del viciado y aplastó las posaderas en el sillón. 

   "¡Ah, qué sensación de bienestar!, si hasta dan ganas de quedarse  sentado hasta el final de los tiempos". 

   Pobre Jacinto, no sabía él lo premonitorio que había en tales pensamientos. 

   Pero no todo es paz y sosiego en la vida de un jubilado. No.

    Los problemas para Jacinto comenzaron cuando quiso levantarse y descubrió que no podía hacerlo, como si estuviera colado al sillón. Intentó despegar el culo, sacudiendo el cuerpo como atacado por avispas, pero solo consiguió erguirse con sillón y todo, permaneciendo inclinado hacia adelante, como los viejos achacosos cuando adquieren una postura encorvada permanente y así se mueven por la vida hasta que se mueren. De nada sirvió la ayuda de sus hijos y de Enrique, el vecino halterofilista, nadie consiguió desprenderlo del sillón; lo máximo que pudieron hacer por Jacinto fue hacerle un orificio por debajo al sillón y tajearles el fundillo del pantalón y el canzoncillo, ya se sabe para qué. 

   De allí en más, parecido a un caracol que a donde va lleva su casa a cuesta, Jacinto hizo lo que acostumbraba hacer hasta la hora de irse a la cama. El pobre tuvo que dormir de lado, por fortuna (es un decir) hacía años que había enviudado así que no tuvo inconveniente alguno de romperle las costillas a nadie al momento de cambiar de lado; la otra forma de dormir sería hacerlo sentado, pero sentado estaba desde hacía horas. 

   Un problema por demás preocupante suscitado por el terco sillón, fue al momento de cambiarse de pantalones y calzoncillos. La solución vino de la mano de doña Marga, la costurera de la esquina, que le confeccionó pantalones y calzoncillos hechos a medida, ingeniándoselas al suplantar las costuras por botones a presión.

   Como cabe imaginar, por un buen tiempo Jacinto fue motivo de los más jocosos comentarios por cuenta de su nueva condición de ser sentado. Algunos vecinos de esos que nunca faltan, al pasar por él, le decían cosas como "¡Qué tal, don Jacinto, no se vaya a cansar demasiado!", o "¿Cómo le sienta la vida, don Jacinto?", o "¿Está cómodo, don Jacinto?", pero Jacinto ni se alteraba por tales comentarios, ¿hacer qué, si el sillón no lo largaba ni cuando quería ir al baño? Había que tomárselo con calma y aprender a convivir con lo que le tocó, así de simple. 

   En una de las raras visitas del nieto más chico, muy dado a la lectura con sentido a pesar de la poca edad, le dijo que le recordaba al protagonista de un cuento de Saramago, el cual una mañana se sienta en el automóvil y transcurre todo el relato con el culo inexplicablemente pegado al siento. 

   ¡Por lo menos no tengo que dormir en el garaje!, respondió jocosamente Jacinto.

   Y así, con el correr de los meses, Jacinto se acostumbró a vivir sentado y no solo se acostumbró sino que descubrió las ventajas proporcionadas por el sillón caprichoso, como, por ejemplo, nunca más tener dificultades al momento de tomar un colectivo; pagaba y se quedaba sentado en el pasillo. Los maleducados que siempre se hacían los dormidos para no cederle el asiento a los más viejos, de allí en adelante, se lo podían meter entero en el culo. La larga espera en la cola del PAMI tampoco fue más un problema, para envidia de los otros viejos que, las piernas hinchadas de tanto estar parados, lo miraban de reojo mientras sudaban la gota gorda, y en la del banco, la misma cosa. Y en la plaza entonces, pasaba de largo por los bancos vacíos bajo el sol del verano y se sentaba al reparo de la fresca sombra de los árboles, ya en invierno, ocurría lo mismo pero al solcito acogedor. 

    Y así la llevaba Jacinto, siempre sentado, y así estaba, tomando fresco en el jardín de casa, cuando en otra rara visita del nieto, éste se le apareció con un libro de Julio Cortázar, "Historias de Cronopios Y famas". 

    Mira, abuelo, le dijo, mostrándole el libro, acá hay un cuento, espera que lo encuentre... (el nieto se puso a buscarlo), este acá, léelo, lo animó. 

   Pero, Carlín, si sabes que lo único que leo son los diarios y El Gráfico, contestó Jacinto. 

   Sí, ya sé, pero léelo porque creo que estás sentado no en cualquier sillón, sino en uno con historia. 

   ¿Qué...? ¿No...? ¿No me vas a decir que...? 

   Sí, abuelo, creo que tu sillón es el mismo del cuento, aunque... 

   ¿Aunque qué? 

   Léelo y verás. 

   Y así fue que Jacinto descubrió que se llamaba igual que el protagonista del cuento "Propiedades de un sillón" y que el sillón era el mismo del cuento, y lo más sorprendente: el sillón era un sillón para morirse. 

   Cuando terminó el cuento, que es brevísimo, Jacinto le pasó el libro al nieto y le dijo: 

   Pero mira, vos, lo que es el destino. 

   Pero abuelo, no te das cuenta que si seguís sentado ahí te vas a morir, hay que sacarte del sillón a toda costa, le dijo el nieto, bastante aprensivo. 

   Jacinto largó una carcajada.

   No seas ingenuo, Carlín, nadie puede eludir a la muerte, se esconda donde se esconda; sea en un sillón o en cualquier otro lugar me voy a morir igual.  

   Y así, sentado en el ahora famoso sillón de un cuento de Cortázar, Jacinto siguió viviendo la vida hasta que llegó aquella última hora, la cual nadie puede eludir, se esconda donde se esconda. 

   Los hijos no tuvieron otra alternativa que acudir a una carpintería para que le fabricaran un cajón especial, que no fue otra cosa que una caja de madera rectangular.

   y así, embalado tipo exportación, Jacinto fue velado y enterrado. 

   Eso sí, confortablemente sentado.

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¡POBRES NIÑOS!

 En un principio me sorprendí y hasta llegué a creer que alguien, algún demonio quizás, los hubiera cambiado por otros, el mismo tipo de letra no me dejaba concluir más allá de eso. Lo cierto es que como se me ocurrió leerlos en el sótano mismo, tuve cierta desconfianza de no encontrarme solo, ¿algún demonio quizás? Un amago de escalofrío se me insinuó en el espinazo, pero echándole un vistazo más detenido a todo el recinto me deshice de la infundada desconfianza, no había realmente ningún lugar, ningún mueble o caja donde pudiera esconderse nadie, a no ser que fuera un demonio. 

   ¡Mierda!, exclamé bien alto, al volver a asociar mis incertidumbres a un maldito demonio. Subí y tranqué bien la puerta, nunca se sabe, ya ven que lo del demo no me había abandonado por completo. 

   No sigas con esa pelotudez, Francisco, me dije, sino a la hora de irte a dormir eres capaz de mirar debajo de la cama. Pero todo era muy raro; yo vivo solo y el sótano está siempre con trancado y hasta tuve que buscar la llave un buen rato porque no sabía dónde la había puesto. Ya en mi escritorio, volví a examinar los viejos cuentos que por no interesarle a ningún editor en la época habían ido a parar al sótano; no es el caso actual donde me piden cualquier cosa, lo que hace la fama. Para resumir, los niños de los cuentos, eran todos cuentos para niños empecemos por aclarar, ya no eran los tiernos infantes que hacían inocentes travesuras, sino que habían llegado a la pubertad y ahora eran malvados adolescentes capaces de las mayores atrocidades. El pequeño Jacky, que tantos cuidados prodigaba a los cerditos que criaban en la granja, resulta que ahora los había hecho engordar alimentándolos con sus padres a los cuales descuartizó, en un ataque de ira asesina, con un hacha. La dulce Sally ya no jugaba más a las muñecas, al contrario, se había transformado en una aprendiz de bruja que había secuestrado a los bebés de los Carson, y a los cuales estaba a punto de asar en el horno, con una manzana en la boca, como a los lechoncitos de navidad. ¡Y el crimen macabro perpetrado por los mellizos Mc Carty contra la viuda Miles, entonces! No, no voy a contar nada más porque lo que sigue es más tremendamente demencial, y solo de pensar en ello ya me causa repugnancia. Lo cierto es que prendí la estufa a leña y tiré el maldito cuaderno al fuego donde ardió con una llama más roja que el fuego, como si el fuego estuviera hecho de sangre; juro que esperé oír gritos horripilantes saliendo de las llamas, pero solo fue una sugestión por lo que acababa de leer. Mientras el cuaderno se consumía, se me dio por atribuir los drásticos cambios en la composición de los cuentos al tenebroso ambiente del sótano, tan húmedo, polvoriento y lleno de telarañas como estaba, quién no cambia de carácter, enloquece o se vuelve esquizofrénico en un lugar así. ¡Pobres niños!, la culpa ha sido toda mía. Por la noche lo ocurrido no me había abandonado aún, ¡y cómo podría!, porque cuando me fui a dormir, por las dudas miré debajo de la cama. 

                                                                        

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ANTES EL BOZAL QUE LA CRUZ

 Planeta Tierra, en una dimensión paralela. Corre el año 33. 

Hay en la ciudad de Jerusalén un hombre místico, llamado Jesús, que tiene la misma edad del ano, pues los años han empezado a contabilizarse a partir de su nacimiento, al que le ha sido impuesta una correa de cuero alrededor de su cabeza y que por delante le tapa la boca, a modo de bozal, impidiéndole así el habla. Tiene, sin embargo, autorización del gobierno a cuatro intervalos diarios para sacarse el bozal para su alimentación, que corresponden al desayuno, el almuerzo, la merienda y la cena, aunque hay veces que por falta de dinero come una o dos veces al día, ya que él es, además de místico, carpintero, pero resulta que en Jerusalén desde hace veinte años se ha instalado una sucursal de Ikea, que fabrica muebles hechos con maquinarias robotizadas y por lo tanto los muebles cuestan bien más barato que los hecho a mano. 

Un día llegó a la ciudad un viajero procedente de otra dimensión preguntando por el místico. Rápidamente le dieron la descripción de Jesús, el místico carpintero y también le contaron lo de la correa de cuero. 

   ¡Qué!, ¿cómo es posible que hayan hecho esa abominación con el hijo de Dios? El viajero no lo podía creer (no se sabe por qué se sorprendió ya que en su dimensión lo habían crucificado vivo y dejado morir a la suerte de Dios, que por cierto brilló por su ausencia). 

  Por eso mismo, por decir semejante disparate, lo hemos obligado a andar de boca cerrada, contestó el interlocutor. 

  Pero ¿cómo es posible que vivan sin esperanza?, le preguntó el viajero. 

  Lo que pasa es que nos gustan las soluciones inmediatas, del tipo "aquí y ahora", por eso cuando el místico carpintero empezó con promesas para después de la muerte por parte del supuesto padre superpoderoso hemos optados, antes de cortar su lengua y quebrar sus brazos para que ni siquiera escribiese lo que proclamaba, taparle la boca con el bozal de cuero. Pero ¿por qué pregunta por él?, se interesó el interlocutor. Entonces el viajero le contó la vida del místico carpintero en su dimensión. 

  ¿¡Qué, lo han crucificado vivo!?, y todavía usted tiene el tupé de cuestionar nuestro proceder. Mire, lo invito a volver a su dimensión lo más rápido posible antes que sea obligado a usar un bozal usted también, le aconsejó el interlocutor. 

   El viajero prometió que no tocaría más en el asunto, con lo que las autoridades lo dejaron circular tranquilamente. El viajero dejó pasar algunos días hasta que fue a la carpintería del místico carpintero; su intención, desde el principio, era  convencer a Jesús a acompañarlo a su dimensión, pues la vida, pasados más de dos mil años de su aparición, había perdido el rumbo civilizatorio y ya rayaba en lo salvaje. Como llegó a la carpintería antes del mediodía tuvo que esperar la hora del almuerzo para poder parlamentar con Jesús; pero el místico carpintero, después de escuchar con suma atención lo que el viajero le contó lo sucedido con él en el pasado y en la mierda que había devenido el mundo, sopesando los pros y los contras, es decir cruz y bozal y quién sabe lo que vendría después, para decepción del viajero, el bozal pesó más en su espíritu, de manera que le dijo, antes que el viajero se marchara: 

   Antes un bozal que desangrar en una cruz, aunque la Ikea me cague la vida y coma un día más o menos y otro mal.  

   Pero eso sucedió hace más de dos mil años, Jesús, le advirtió el viajero. 

   Lo que quiere decir que me puede suceder cosa peor, dijo el místico carpintero, y en seguida volvió a sujetarse el bozal, dando así por cerrada la conversación. 

                                                                     

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EL CONCILIO DE LOS OLVIDADOS

 

Noche helada de luna llena.  

   De pronto la quietud nocturna reinante en el cementerio fue interrumpida; entre las tumbas colonizadas por el pastizal crecido se materializó la figura oscura, más oscura que la noche, del Amo del Cementerio, el loa de los muertos, el Barón Samedi. 

Men mwen, sijè mwen yo, mwen te vin nan dènye kote pou ou repoze ou pou pote soulajman nan nanm ou, la voz del Barón Samedi, hecha trueno, anunció su llegada, los muertos despertaron del sueño quejumbroso en que estaban.

En el mismo instante la tierra empezó a temblar y las lozas de las tumbas a desplazarse de las fosas mortuorias. A poco,  manos esqueléticas y agusanadas empezaron a emerger de las profundidades y detrás de ellas, el resto de la carcasa ósea, desnuda de vestiduras y carne, desintegradas ya por completo por la tierra. En las lóbregas criptas, tapas de ataúdes cayeron estrepitosamente al piso y puertas enrejadas chirriaron quejumbrosas de óxido y olvido; y de esas penumbras emergieron otros tantos esqueletos, con sus atuendos hechos jirones, de tan carcomidos que estaban por los gusanos. Ya en la galería de los nichos, los tornillos de bronce que sujetan las placas a la boca de los nichos se desenroscaron y las placas tronaron sobre el piso embaldosado, como pedradas dentro de una catedral, y enseguida, del hueco apestando a podredumbre rancia, ataúdes deslizaron su forma ominosa, y al apoyarse en el piso, otro estruendo de tapas se hizo escuchar por cada rincón. Sus inquilinos desprendieron su osamenta putrefacta, haciendo sonar los huesos entumecidos, y acudieron a reunirse con sus congéneres alrededor del loa Samedi. 

   El aire pronto se inflamó de hediondez nauseabunda y el pastizal circundante, que aún vestía su ropaje verde, marchitó con asombrosa rapidez. 

Desde hacía tiempo que el Amo del Cementerio escuchaba invocaciones sepulcrales y clamores apesadumbrados desde el inframundo: los muertos lamentaban, con sentidas voces, que sus parientes y amigos, abandonándolos al olvido, ya no los visitaban más. 

   Ahora rodeaban al Barón, y a una orden suya, el concilio de los olvidados dio inicio. El Barón Samedi escuchó nuevamente y en respetuoso silencio, las quejas de los olvidados del submundo. De sus bocas de tufo podrido sus palabras, dichas en murmullos pestilentes, esquivando el sombrero de copa del Barón y serpenteando entre las lápidas, llegaban hasta los meandros umbrosos de las últimas tumbas y más allá incluso, donde antiquísimas sepulturas habían perdido todos sus símbolos y la tierra por debajo de los escombros ya había borrado todo vestigio de huesos, ocupando así todo el cosmos del camposanto. Después fue la vez de los muertos escuchar el parecer del Barón, que corto y sucinto, ordenó: 

   Ann bay moun ki bliye yo yon bon leson. Suiv mwen!

   Así, iluminada por la pálida luz de plata de una luna de hielo, la ceremonia llegó a su fin, quedando acordado que los olvidadizos parientes y amigos merecían una tremebunda venganza. 

De vez en cuando tenebrosos nubarrones ocultaban momentáneamente la luna y le devolvían a la noche su majestad oscura; en esos momentos la procesión macabra,  precedida por el Barón Samedi, se volvía invisible, apenas intuida por el arrastrar de pies de huesos desnudos por el camino de polvo dormido que conducía al pueblo y la pestilencia que desprendían sus despojos de ultratumba. Cuando la luna llena volvía a platear la noche, podía verse a algunos muertos que se apartaban de la procesión y se esfumaban en las profundidades del monte por senderos estrechos, seguían su andar arrastrado por encrucijadas sombrías que iban a dar quién sabe adónde, o bien se internaban en los silenciosos cañaverales; cada uno de ellos buscando el rumbo de las moradas donde vivieran en vida y en las que ahora vivían quienes los habían olvidado. 

   Ya en las proximidades del pueblo, los perros, enloquecidos por el miedo, rompían las cadenas que los sujetaban a un árbol, o de argollas prendidas en las paredes; se partían las uñas arañando con desespero los portones y se astillaban y quebraban los dientes al rasgar las alambradas, para luego huir despavoridos lo más lejos posible de aquel fantasmal cotejo fúnebre de muertos vivos, salidos de las entrañas de la tierra para perturbar las horas mansas de la noche helada. Noche que de pronto no era más de oscuridad silenciosa, porque todo se había transformado en un infierno sin fuego. 

   Con el salvaje alboroto armado por las jaurías enloquecidas, las gentes abandonaron el sueño de los inocentes y no bien iban despertando, el aliento miasmático que cundía el aire les anunciaba la noche de espanto, más allá de las paredes de sus casas. Pronto los gemidos lastimeros de las abominables criaturas cadavéricas atravesaron los resquicios de puertas y ventanas y se escurrían por todos los cómodos; eran clamores de venganza, venganza por el olvido perpetrado por los que quedaron en el mundo de los vivos; eran conjuros y maldiciones, anatemas e imprecaciones condenatorias. 

   Pronto la noche oscura se llenó de súplicas y llantos, que más alto se hacían oír cuando los muertos hacían pedazos las puertas y ventanas e ingresaba a las viviendas. Los que aún tenían fuerzas para sostener algo de lucidez, esquivando al muerto, huían sin rumbo predeterminado, cayendo así en el pozo profundo y escalofriante en que la noche se había transformado, recitando pasajes de La Biblia, o bien suplicándoles a Dios y a todos los santos su ayuda en esa hora de espanto. Los otros, los atormentados por las apariciones, desfallecían o bien...

   Poco antes del amanecer, concluida ya la faena reparadora, cada casa se volvió fantasmal tapera, y el ejército de desheredados, a una orden del Barón Samedi, fue nuevamente guiado al cementerio por él; muchos muertos, sin embargo, arrastraban consigo a un familiar o a un amigo a su última morada. 

                                                                             

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CARNE DE PRIMERA

 Una señora entra al establecimiento de venta de carne y se para detrás del último cliente, ocupando el tercer lugar; el primer cliente ya está siendo atendido.

Carnicero, mirando al cliente: ¿Qué más? 

Primer cliente, señalando la bandeja de riñones detrás del vidrio combado de la heladera mostrador: ¿Qué tal están esos riñones?

Carnicero, con una sonrisa de vendedor: Son frescos, me lo han traído hoy por la mañana. De adolescentes, carne de primera.

Primer cliente: Deme un kilo entonces. Un minuto después toma su compra, paga y se retira.

Carnicero, con una sonrisa de vendedor: ¿Y usted amigo?

Segundo cliente: Un kilo de bife de nalga, pero si lo puede cortar bien fino se le agradece, es para  milanesa, aclara.

Carnicero, asintiendo con la cabeza: Lo que usted mande. En seguida se da vuelta, abre la puerta del frigorífico y desengancha una pierna, blanca y lisa.

Segundo cliente, arqueando las cejas mientras estira el pescuezo: Mmm

Carnicero, con una sonrisa de vendedor, exhibiendo la pierna: ¿Y, qué le parece?

Segundo cliente, examinando detenidamente la pieza e inclinando la cabeza a ambos lados: ¿Masculina o femenina?

Carnicero, sonriendo con su única sonrisa al tiempo que le guiña un ojo e inclina un poco la cabeza a la izquierda: Femenina, y como le dije al cliente que acaba de salir, carne de primera.

Segundo cliente, asintiendo con la cabeza: Bueno, voy a confiar en su palabra, de modo que voy a querer dos kilos entonces. Al cabo de unos minutos, el cliente agarra su compra, paga y se retira.

Llega el turno de la señora.

Carnicero, con su única sonrisa: ¿Y usted señora?

Señora, echándole el ojo a la pierna que ha quedado sobre la tabla de cortar: Lo mismo, dos kilos y cortado fino.

Carnicero, siempre sonriendo: Hoy parece que es día de milanesas, ¿no?

Señora, haciendo una mueca: No lo sé, pero al oír al cliente que estaba delante de mí hablar de milanesa me han entrado ganas. Al rato la señora toma la carne, paga y se retira y el carnicero deshace la sonrisa de vender y empieza a masajearse la mandíbula.

                                                                           Fin.

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CARNE DE PRIMERA por FRANCISCO A. BALDARENA se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 4.0 Internacional.
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