viernes, 12 de marzo de 2021

MÁS ACÁ DE TODO LO QUE HAY MÁS ALLÁ

 Debajo del cielo azul, salpicado de nubes aquí y allá, hay una muralla montañosa, en parte verdusca, en parte gris levemente azulado y con algunos puntos ocres (en rocas sobresalientes se ha de pensar). Y más acá, hay una iglesia pintada de blanco, con una torre alta alzándose del tejado rojizo y en cuya cúpula dorada puede verse, medio difusa, una cruz oscura. Debajo de la cúpula, por una abertura cuadrada, se ve la forma sombreada de la campana. En la fachada hay dos altas puertas marrón oscuro, cerradas, precedidas de una escalinata gris de cinco escalones, donde hay una persona sentada con la cabeza oculta sobre los brazos apoyados en las rodillas, lo que supone que sea un mendigo que, a juzgar por las puertas cerradas, con cero feligresía se ha quedado dormido. Pero más acá hay una hilera verde de árboles de difícil descripción, pero sobre ellos se puede decir que no son muy frondosos, motivo por el cual pueden verse las dos puertas y el hombre aparentemente dormido, aunque no este es el caso de la escalinata, pues entre los troncos hay espacio suficiente para verla claramente. Pero más acá de la hilera de árboles hay jardines y bancos vacíos color crema y caminos, también vacíos, en lineas horizontales, verticales y diagonales; en los jardines hay puntitos de varios colores por todos lados que sugieren flores, pero al igual que los árboles carecen de nombres propios, no así de gracia. Pero más acá de los jardines hay un monumento gris oscuro, de granito probablemente, de lineas verticales bien pronunciadas, el conjunto parece en sí una mole rectangular. Sobre él hay una estatua de un guerrero, no se sabe nada sobre él, solo que es un guerrero, por la espada en una mano y un escudo en la otra. Pero más acá hay más flores, aún indescifrables, y más bancos color crema y más caminos, pero sin nadie sentado o andando ni parado hasta que el jardín se cierra sobre sí mismo con otra hilera de árboles. Pero más acá aún, hay una calle y en ella sí se ve gente pasando; hay paseantes, hombres vestidos con elegancia, de negro, frac posiblemente, portando bastones y galeras, y damas con vestidos largos, graciosos sombreros y sombrillas, aunque el sol se insinúa por pocos espacios y por la poca sombra alargada desde cada objeto se supone que sea cerca el mediodía. También se ve un hombre empujando una carretilla con bultos tapados con una lona quizás, dos chiquillos correteando de calzones cortos, el torso desnudo y los pies descalzos, y delante de ellos un perro al trote, sugiriendo estar siendo perseguido por ellos. Pero más acá, hay una tela cuadrada retratando todo lo descrito arriba y encima de ella, por el medio, sobresalen dos maderas finas en diagonal describiendo una V invertida, pues se juntan en la punta: es el caballete donde se apoya la tela, y de fondo, la superficie blanca de una pared. Pero más acá, hay un hombre de espalda, el pintor; tiene el cabello canoso y desgreñado, viste una camisa color caqui arremangada hasta los codos y sostiene en su mano izquierda una paleta inclinada hacia él, con pequeños manchones de varios colores,  y un pincel fino en la derecha; sugiriendo estar sentado, pero por la postura y la distancia que se percibe del pincel en relación a la tela, nos dice que, además, está pensando. Pero más acá, hay palabras escritas en un cuaderno narrando todo lo dicho hasta ahora, sobre una mesa pintada de azul y un lápiz de grafito y una goma de borrar; al lado de cuaderno esta mi antebrazo izquierdo, apoyado en la mesa, y del otro lado, también apoyado en la mesa, el otro antebrazo; en mi mano derecha sostengo el lápiz con la punta sobre el último renglón de la hoja donde escribo las últimas palabras. Pero más acá, está mi visión del conjunto mesa-cuaderno-goma-lápiz-antebrazos-mano escribiendo, y más acá todavía, está mi mente, imaginando la historia que empezó con la frase "Debajo de un cielo azul" y termina ahora con un punto final. 

                                                                  

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jueves, 4 de marzo de 2021

LA APARICIÓN


 Poco a poco el velatorio se fue llenando, hasta un viejo desafecto, soportando las miradas de reojo de los deudos y de los amigos fieles del difunto, hizo acto de presencia. Tampoco faltaron aquellos parientes que solo aparecen cuando ya es tarde, derramando más lágrimas que cualquiera, lágrimas de arrepentimiento que le dicen. Pero a eso de la medianoche, abriéndose paso entre el gentío acongojado, hizo su aparición la extraña figura de una mujer joven, desconocida para todos; vestida de la cabeza a los pies de negro y para completar el impacto perturbador que causó en todos, un fino velo del mismo color le cubría parcialmente el rostro de rasgos enigmáticos, pero, sobre todo, lo que más inquietaba era su mirada de hielo. 

   Unas viejas se santiguaron mientras otros, más apartados del cajón, se arrimaron a las sillas de madera enfiladas contra las paredes y le dieron disfrazados golpecitos con los nudillos de las manos por detrás de sus cuerpos. 

   Nadie se atrevió a preguntarle quién era, porque por dentro todos pensaban lo mismo: que era La Parca. ¿A quién será que vino a buscar ahora, la insaciable?, era la pregunta que todos, sin excepción, se hacían; y hasta el cura párroco entró en esa porque, quizás más aterrado con la idea de la muerte que el resto, parecía querer hacer trizas la pequeña cruz de madera que atenazaba entre las manos. 

   La extraña llegó junto al difunto, se inclinó sobre el rostro y empezó a murmurarle algo. La curiosidad, así como el temor, carcomió los sesos de los presentes, pero se tuvieron que quedar con las ganas y conformarse con el siseo que salía de sus labios y, deslizándose a través del aire como una brisa tenue, les rozaba las orejas. 

   El primero a retirarse fue el desafecto, y lo hizo a los empujones, sin pedir permiso ni perdón por el atropello, pues estaba seguro que el difunto, aún guardándole rencor, le alcahueteaba a La Parca la deuda pendiente de veintitantos años atrás. Algo parecido inquietó a los parientes que habían tenido el descaro de dar señales de vida en esa hora tan amarga, pues salieron en bandada detrás del desafecto sin siquiera dar un último pésame a la viuda. Entretanto, al cura párroco ganas de imitarlos no le faltó, pero el peso de su investidura eclesiástica se lo impidió, con lo que cerró los ojos y empezó a rezar.

   Minutos después la joven dejó de murmurar; apoyó una mano lívida en la frente del difunto y le besó una mejilla. Los ojos de los que no se atrevieron a irse, al ver la palidez de su piel y los dedos tan largos, se oscurecieron. Si algo faltaba para corroborar sus sospechas, la prueba estaba ahí, bien delante de sus narices; entonces, como ensayada hasta llegar a la perfección, una secuenciación de señales de la cruz dibujó cada pecho. Y justo cuando una prima del difunto empezó a revolear los ojos, en clara señal de que se iba a desmayar, la joven se incorporó y, tan silente como había llegado, se retiró. 

   De momento, el susto había pasado.

   La joven ya caminaba a algunos cuantos pasos fuera de la funeraria cuando la viuda, la única en no perder la compostura en ningún momento, la alcanzó. La desahuciada pensaba que si ella fuese realmente La Muerte, bueno sería que le hiciera el favor de llevarla justo en esa hora para así recorrer junto al marido los tenebrosos y oscuros caminos del más allá, tal se figuraba que fuesen los caminos del otro lado de la vida.

   Perdón, señorita, dijo, ¿me podría decir quién es usted?, pues no recuerdo haberla visto antes.

   La joven detuvo su andar, se dio vuelta y la examinó detenidamente por un instante, hasta que habló, respondiendo con otra pregunta: 

   ¿Recuerda usted a Bernarda? 

   La viuda frunció el ceño y empezó a buscar en su memoria el recuerdo de esa tal Bernarda, hasta que la encontró: 

   Sí, si mal no recuerdo fue una empleada nuestra por muy poco tiempo, hará de eso unos veinte años, más o menos. 

   Bien, yo soy la hija, respondió la joven, después le dio la espalda y se fue. 

   Por un momento la viuda se sintió confusa, hasta que lo comprendió todo.

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ASADO DE COSTILLA

 


Un domingo de enero a la noche. 

   La nave atravesó delante de la luna llena como la sombra de un sable samurái, límpido, veloz, letal, y se zambulló en la capa de nubes que cubría un tercio del continente, iluminando el interior por un breve instante. 

   El haz de luz intensa, proyectado desde la parte inferior de la nave, irrumpió en la noche y se hundió en el vacío denso y oscuro hasta chocar con el suelo, momento en que la nave comenzó a zumbar y las ondas sonoras se desparramaron cubriendo una vasta región, adormeciendo a hombres y animales. El haz de luz acabó en el mismo instante en que posó la nave, en medio del amplio espacio entre la casa y un inmenso y lúgubre granero.

   Los tripulantes apagaron los motores y las luces, pero no el zumbido. En sus chalecos plastificados una pequeña luz indicaba que el "bloqueador de sonidos molestos", como  llamaban entre ellos a tal dispositivo, estaba accionado, por lo tanto no necesitaban llevar cascos ni dejar de oír los otros sonidos del mundo. 

   No bien descendieron, Anciskrof se dirigió al corral del ganado, y Oslen-Ma, a la casa. 

   Anciskrof saltó al corral, pasó entre cuatro vacas inmóviles y dio con un ternero al que descuartizó de inmediato y allí mismo, con su arma de rayos desintegradores, lo despojó de sus costillares. 

   Oslen-Ma, mientras tanto, en la puerta de la casa hizo casi lo mismo con su arma: pulverizó la cerradura. Al entrar, constató que había quedado un habitante sentado en un sofá frente al televisor. Apagó el aparato y, cargando al habitante en la espalda, lo llevó al al segundo piso. A la vuelta, fue directo a la cocina, Puso dos botellas de vino tinto dulce, que estaban debajo de la mesada, en el congelador de la heladera y de allí sacó lechuga, tomate y cuatro huevos. Lavó todo, puso los huevos a hervir en una olla y fue a buscar las cebollas, en la alacena cerca de la heladera; cuando retornó a la mesada se colocó unas antiparras y empezó a cortar las cebollas. 

   Anciskrof llegó al quincho, a un costado y a medio camino entre la casa y el granero, cargando el costillar en el lomo y con un envión del hombro se deshizo de él, dejándolo caer sobre la mesa circular de cemento decorado con pedazos de azulejos blancos y negros. Los negros formaban una estrella de ocho puntas que llegaban hasta el borde donde se unía a la hilera lateral del mismo color que rodeaba la mesa, y los blancos, ocho triángulos isósceles, apuntando hacia el centro. 

   La faena en el corral, más que nada, lo había hecho entrar en calor; se sacó el chaleco y le desprendió el dispositivo bloqueador y se lo metió en un bolsillo lateral del pantalón. No bien terminó de hachar la leña se deshizo de la blusa, quedando apenas de musculosa. Respiró hondo ese aire extraño perfumado de hierva húmeda que lo envolvía en ese momento de absoluta quietud, donde solo Oslen-Ma y él eran los únicos seres con movimiento en varios kilómetros a la redonda, y sintió algo parecido a la felicidad. Vuelto de la apreciación poética, juntó una brazada de leña y fue a prender el fuego en la parrillera; cuando la hoguera hubo encendido, apoyó la parrilla en ella y se encaminó a la casa. 

Oslen-Ma también se había despojado del chaleco y la blusa, quedando solo de musculosa, pero encima se había puesto un delantal con alegres motivos florales. 

Cuando Anciskrof entró ella lo recibió con una sonrisa; en seguida sacó una botella de vino del congelador y buscó dos vasos. Anciskrof llegó a su lado, le dio un tierno beso y buscó un sacacorchos. Mientras él descorchaba la botella, ella apagó la hornilla, llevó los huevos al agua fría y se puso a descascararlos, lo demás ya estaba picado. Anciskrof llenó dos vasos y con el suyo en la mano se encaminó a la sala. Oslen-Ma, después de descascarar los huevos empezó a cortarlos, dejando caer los trocitos blancos y amarilos en el bol donde estaban los demás ingredientes. Mientras tanto, Anciskrof lidiaba con el tocadiscos hasta que descifró el mecanismo primitivo y pudo hacerlo funcionar. En medio de revistas y antiquísimos LP´s encontró uno de los Beatles, uno que tenía justamente Yesterday. Anciskrof amaba esa canción, le recordaba una noche estelar en que andaba captando sonidos emitidos por otros planetas y entonces, al captar ondas provenientes de la tierra, la escuchó por primera vez, tenía entonces jóvenes ciento doce años. 

   Oslen-Ma tapó el bol con la ensalada, encima puso la sal fina y lo cargó en una mano, con la otra agarró una botella de aceite y salió de la casa; Anciskrof la siguió, con los dos vasos, el vino y un paquete de sal gruesa debajo de un brazo; luego volvió a la casa, a buscar una cuchilla y un tenedor y a levantar el volumen de la música. Mientras Anciskrof salaba la carne, Oslen-Ma sirvió más vino, le dio un trago al suyo y volvió a entrar en la casa. 

   Anciskrof desparramó las brazas con un palo de escoba cortado, que encontró debajo de la parrillera, y después limpió la parrilla con diarios que también había encontrado junto al palo. 

   Cuando Oslen-Ma regresó, cargando platos, cuchillos y tenedores, servilletas, palillos para los dientes, un repasador, una tabla de picar carne y una bolsa con pan, Anciskrof ya había puesto la carne en el fuego. Después fueron a sentarse en un tronco donde en silencio contemplaron las estrellas. 

   You like me too much llenaba el aire. 

   "¿Puedes ver nuestra casa?", pensó Anciskrof. 

   "Ajá, allí", asintió telepáticamente Oslen-Ma, señalando con una mano un puntito brillante oscilando en medio de la miríada de estrellas que lo rodeaba; luego chocaron los vasos y sonrieron con complicidad. 

   "Haber viajado durante catorce años bien ha valido la pena, ¿no lo crees?", volvió a pensar Anciskrof, un poco después, y Oslen-Ma una vez más asintió en silencio. Ahora sonaba Yesterday, mezclándose en el aire con el incipiente olor del costillar que ya empezaba a disputar un lugar en sus sentidos. 

                                                         

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EL COMPÁS

 A la altura en que el personaje principal estaba entre la espada y la pared, sin tener con qué defenderse del agresor que lo acorralara en la habitación vacía de la casa que acababa de alquilar, a pesar de las advertencias de unos vecinos de que en la casa vivía un fantasma maldito que devoraba a sus propietarios, Victorio se quedó dormido, dejando caer el libro al piso, sobre la cartuchera y el cuaderno de geometría. 

   Por la mañana, al poner los pies en el piso se dio cuenta del desparramo. Juntó libro, cartuchera y cuaderno y fue al baño; después a la cocina, a desayunar. Cuando volvió a su habitación lo tentó continuar la lectura, pero "las obligaciones deben estar en primer lugar", decía siempre su madre. De manera que agarró el cuaderno, la cartuchera y se dispuso a terminar el trabajo escolar a medio hacer la noche anterior. Cuando se deparó que le faltaba el compás, lo buscó y lo buscó por todos lados, debajo y detrás de la cama, en los rincones, entre la funda de la almohada y hasta en los cajones de las medias y los interiores, aunque sabía de lo improbable de encontrarlo allí, pero una vez había extraviado la goma de borrar y la madre acabó encontrándola en la heladera, dentro de la mantequera, así que... 

   Finalmente desistió, al final era sábado. De manera que buscó el libro. Victorio frunció el ceño y en seguida le echó un vistazo desconfiado a la habitación: el personaje principal, que estaba acorralado la noche anterior, había huido de la habitación, donde quedaba, tirado en el piso, el fantasma maldito, con un compás enterrado en uno de sus ojos. 

                                                                  

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LA MEMORIA DE ELOÍSA

 

El mundo, vacío de Eloísa pero que también es mundo lleno de ella, ya ha aniquilado en el espíritu de Rogelio las ganas de vivir. El vivir entonces se ha transformado en una tortura, en sensación de estar muriendo a cada segundo. 

   Con todo ese lío en la cabeza Rogelio se mueve como una sombra por el no mundo, por la no vida, pues sin Eloísa todo es negativo. Eso mismo, el mundo, la vida tienen que llamarse mundo y vida sin Eloísa. 

   Rogelio se siente un idiota por pensar así. La ciudad repleta de mujeres y a él solo le importa una sola. Peor aún, solo le duele solo una: Eloísa. Eloísa y su recuerdo. Eloísa que no estando aún así está. Eloísa que lo persigue sin darle un respiro. Eloísa que siempre lo perseguirá, de una u otra forma. De eso Rogelio no tiene dudas. 

   Desde la ruptura el sol alumbra con luz negra, con lo que día y noche son una misma prolongación de eternidad. ¿Vale la pena vivir así? Rogelio no lo sabe, a veces cree que no, otras piensa lo contrario. Eloísa y tantos momentos, pero que en definitiva no es otra cosa que un solo momento subdividido en varios momentos. Eloísa adueñándose desde la ausencia de toda su existencia. Eloísa y su ausencia, su ausencia/presencia, le ha arruinado la vida, eso sí lo tiene más que claro. Entonces Rogelio es como que ya no camina, más bien se arrastra por los días grises, las noches lúgubres. Un espectro deambulando zonzo en las tinieblas de una ciudad que más parece pertenever al más allá. 

   Sí, Eloísa de una forma u otra siempre lo perseguirá, y es sobre esta realidad angustiante que Rogelio habla cuando encuentra un hombro amigo donde apoyar sus lamentos. Uno de esos hombros amigables es un amigo de infancia: Daniel. 

   Daniel pertenece al mundo de la tecnología, al contrario de Rogelio, que es bibliotecario y poeta, y como tal (¿se entiende mejor ahora, no?) sufre más que nadie los dolores del alma, porque el alma de los poetas, como todo el mundo sabe, es sensible al extremo. Donde el resto de los mortales ve amor hasta en un cuadro de fútbol, o en todas las polleras que cruzan delante de sus ojos, por dar solo dos ejemplos, el poeta solo ve amor allí donde el amor está, y es por ello que Rogelio y los poetas sufren. Un hincha de Futbol al próximo partido se olvida la última derrota y sueña con el próximo triunfo, los perseguidores de polleras tampoco sufren por la que ya fue, sino que esperan la siguiente. Pero Rogelio, como los poetas, no, pues para ellos amor hay uno solo, he ahí la raíz de su sufrir.   

   Es a través de Daniel que Rogelio se entera del C.R.M., centro Reseteador de Memoria, donde cree ver una luz al final del túnel. 


La consulta es breve, al fin y al cabo, no hay mucho qué borrar, Eloísa y lo vivido juntos. 

  Lo introducen en una sala, más parecida a un habitáculo de ciencia ficción proyectada por Philip K. Dick que a un recinto médico. Hay tubos transparentes con ventosas de silicona en las extremidades que se desprenden de caños plásticos sujetos al techo, y electrodos, y monitores electrónicos con luces guiñando intermitentemente alrededor de la camilla donde está acostado Rogelio. Todo conectado a su cabeza. Después, la solución traslúcida dentro de una inyección hipodérmica aplicada en las venas y Rogelio que cae en un lento alejarse de la realidad hasta desvanecer por completo, él, Eloísa, Eloísa y él, Eloís... 

   Y al despertar, después de..., ¿cuánto tiempo?, lo ignora, pero qué importancia tiene, una enfermera lo acompaña al mismo consultorio donde, media hora antes, quizás menos, ha estado contestando que quería borrar de su mente la memoria de alguien que conoció alguna vez.

   Ahora le vuelven a hacer las mismas preguntas, pero sus respuestas son diferentes.

   ¿Recuerda esto? 

   No. 

   ¿Recuerda aquello? 

   Tampoco. 

   ¿Y a Eloísa, la conoce?

   Eloísa Eloísa, no, ¿quién es?

   Listo, el trabajo ha concluido con éxito. 


3

Rogelio sale a la calle. 

   El sol, el sol como era antes (¿por qué como era antes? no recuerda por qué) le vela por unos instantes la percepción de la formas de la cosas, tan acostumbrado a la penumbra gris como estaba. Después, los pajaritos, y las flores, y los olores de la tarde, y la musicalidad del viento en el aire, y...

   Es ese ofuscamiento momentáneo el que propicia el choque.

   Perdón, señorita, no la vi, se disculpa Rogelio y se queda mirando, como hipnotizado, a esa mujer tan hermosa con la cual ha chocado, el tipo de mujer capaz de enloquecer a cualquier hombre, aun sin proponérselo.

   ¡Hola, Rogelio! 

   ¿Qué?... No..., la verdad es que... 

   No me vas a decir que ya me olvidaste. 

   ¿Qué contestarle, si jamás la ha visto? 

   ¡Soy Eloísa!   

   Entonces Rogelio y esa mujer que dice llamarse Eloísa siguen juntos hasta el café de la esquina, donde entran. 


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PELÉ

   


¿Con el señor César? Buenos días, me dijeron que usted es el mejor adiestrador de perros, pregunta el hombre que acaba de llegar. 

   Es lo que dicen por ahí, contesta el adiestrador. 

   Mire, tengo un perro medio rebelde y estoy buscando un buen adiestrador que me lo pueda encaminar, le cuenta el hombre. 

   Entiendo, pero pase, para que vea por usted mismo a mis perros adiestrados, invita el adiestrador. 

   Ya en el fondo de la propiedad, un mar de perros vagaba por todo el lugar. 

   Mire, le dice el adiestrador, esté aquí se llama Pelé. El hombre mira al perro, negro como un carbón, y comenta:  

  Nombre muy elocuente, digo, por el color, dice el hombre sonriendo de lado. 

   Se equivoca, caballero, ya verá por qué se llama así, contesta el adiestrador. 

   En seguida los dos hombres se aproximan al perro. El adiestrador lo carga en brazos, después agarra una pelota de cuero que está sobre una mesa, y le  dice al hombre que lo siga. Los dos hombres y el perro salen de la casa y caminan hasta un terreno baldío a mitad de cuadra, donde unos muchachos juegan a la pelota. 

   ¿Falta uno, muchachos?, pregunta el adiestrador. 

   Sí, venga don, que le hacemos un lugarcito, le dice uno de los muchachos. 

   No, no soy yo el que quiere jugar, sino mi perro. Los muchachos se miran entre sí y se ponen a reír. 

   ¿Usted quiere que juguemos a la pelota con un perro?, pregunta uno. 

  Sí, confirma el adiestrador, y añade: se llama Pelé, de modo que mal no ha de jugar, ¿y, qué me dicen? 

   El adiestrador espera una respuesta. 

   Por mí, que se llame Garrincha, perro es perro, dice otro. El adiestrador pasea la vista por la cuadra y ve un cuzco acostado delante de una casa. 

   Aquél es un perro, les dice, señalando al cuzco. 

   Ahora, si tienen miedo que Pelé los baile, ahí es otra cosa, lanzó enseguida. 

   Disculpe, don, ¿nos está tomando el pelo o qué?, pregunta otro. 

   De ninguna manera, solo estoy diciendo que Pelé puede jugar contra todos ustedes juntos y sin arquero y les gana por goleada si se lo propone, afirma el adiestrador. 

   Yo me animo si hay plata en el medio, propone otro, y todos lo apoyan. 

   Sin problema, el que pierde paga la cerveza, dice el adiestrador. 

   El hombre que hasta ese momento ha estado callado, le pregunta al adiestrador: 

   ¿Está seguro, don César, de lo que va a hacer, mire que son nueve y con la cara de borrachos que tienen la jugada le saldrá cara? 

   No se preocupe, ¿señor, señor...? 

   Hutter, Juan Hutter, contesta el hombre. 

   Bien, señor Hutter, ahora verá usted por qué mi perro se llama Pelé. 

   Empieza el partido, el que hace el primer gol gana y paga nueve cervezas. 

   Los muchachos hacen el primer movimiento, pero ya en el primer pase Pelé se apodera de la pelota y avanza al arco contrario. Dribla a uno, dribla a otro, hace un giro delante de otro y pasa, veloz como un rayo, entre dos. El sexto a ponerse en su camino recibe un caño, con perro y todo. El siguiente a ponerse en el camino del perro, le lanza una patada, pero Pelé frena, la pisa, amaga a la derecha y sale por la izquierda, haciendo que se desparrame y trague tierra. Entonces el que queda antes del arquero se le tira encima como para partirles las canillas al medio, pero Pelé es más rápido y hunde el hocico debajo de la pelota y la eleva sobre su cabeza, haciéndole un sombrerito. Mientras el muchacho se queda a ver navíos, la pierna estirada hacia la nada, y la pelota ya comienza el descenso el perro ya lo ha driblado por la derecha y ahora salta, contorsionándose en una pirueta elástica, y queda de espaldas, paralelo al piso, suspendido en el aire, desafiando la ley de la gravedad por dos, quizás tres segundos; en fin, los suficientes, para, con la pata izquierda trasera y en el momento preciso, darle de lleno a la pelota, que como un balazo va a clavarse en el ángulo derecho del arquero, sin darle tiempo de levantar las manos siquiera. Un golazo de chilena digno de la homónima leyenda del fútbol, a la cual el perro rinde homenaje espléndidamente. 

   Con el dinero de las nueve cervezas, los hombres y Pelé se dirigen al bar de la otra esquina. 

   ¡No lo puedo creer!, dice el hombre, animadísimo con la demostración del perro, mañana mismo le traigo mi perro. Y mientras los hombres continúan hablando, Pelé se toma las nueve botellas él solo. Cuando termina la última gota, el hombre se marcha y el adiestrador, con la pelota dentro de la camiseta, vuelve a su casa con Pelé en brazos, borracho como una cuba. 

                                                                            

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EL JARDÍN SECRETO

 

1) EL BOTÁNICO 

Los cargadores, baquianos del lugar, aprovecharon el ensimismamiento del botánico para largar los bultos al piso y convertirse, en segundos, en parte de la selva. Cuando el profesor Taylor estaba en su mundo, cosas ajenas a lo estrictamente salvaje y natural estaban fuera de su percepción. 

   Él vino a percatarse que lo habían abandonado, mucho después, cuando se le resbaló de las manos sudorosas los prismáticos con el cual observaba la techumbre verde surcada por luminosos haces rectilíneos en todas direcciones, tratando de avistar un guacamayo escurridizo herido en un ala que se movía torpe y dificultosamente por la copa de los árboles, un poco más al frente que la comitiva. Justo ahí, con nadie adelante ni detrás, se dio cuenta que lo habían dejado solo, abandonado y librado a su suerte en medio de una selva repleta de peligros. Entretanto, creyó que no le resultaría difícil volver por la trocha abierta entre la maraña si no se demoraba mucho en pegar la vuelta, pues si lo agarraba la noche en la selva era muy probable que no sobreviviera para contarlo. 

   Consultó el reloj: eran las nueve y veintiocho, todavía tenía buen margen de luz solar para continuar un poco más. Presumía que el guacamayo de un momento a otro caería con un ruido blando, soltando quizás un quejido de dolor casi imperceptible, sobre la hojarasca humedecida, entonces lo atraparía, le trataría la herida y se lo llevaría de recuerdo de sus andanzas por la selva

   Desprendió el machete del cinto, se acomodó mejor la mochila en la espalda, donde llevaba las muestras de las plantas que iba recogiendo, y siguió el avance, abriéndose paso a machetazos. Había pasado poco más de media hora cuando comenzó a oír algo así como un rumor, distante, como de viento soplando entre las hojas pero asemejándose a una melodía. Según los mapas no podía tratarse de ninguna aldea, quizás fuese un ritual en un lugar sagrado de la selva por parte de alguna tribu venida de lejos, pues nadie sabía de ninguna poblando aquella región. 

   Por un momento el profesor Taylor vislumbró un descubrimiento, fuera de su área, pero descubrimiento al fin. 

   Y según avanzaba la melodía se tornaba más nítida, y claramente producida por el espíritu humano, sin lugar a dudas. De modo que, ya no prestándole más atención al guacamayo, siguió avanzando hacia el sonido, con más ímpetu ahora. 

2) EL JARDÍN SECRETO 

Las flores habían comenzado la afinación ni bien despuntó el alba, y cuando el sol mostró su redondez de fuego en toda su plenitud, se pusieron de acuerdo y el concierto de la mañana comenzó. 

   Monos, lagartos, perezosos, colibríes topacio, guacamayas, entre otras tantas especies capaces de moverse en las alturas, ocupaban todos los gajos de los árboles que formaban un amplio círculo amurallado de altas paredes ocre y verde donde crecían las flores musicales, dándole a aquel reducto selvático carácter de jardín secreto, conocido únicamente por los animales de la selva. Ya en el suelo, la fauna era más variada; pero tanto abajo como arriba, bajo el efecto hipnótico que la música de las flores producía, abstraídos y sumidos en mundos irreales solo concebidos en trance, los animales apenas si pestañeaban. Solo un leve balanceo insinuaba que estaban vivos; la paz de espíritu y la concordia universal los constituía en aquellas horas. Era la parte del día en que las disputas estaban dormidas detrás de los nuevos pensamientos, buenos y nobles, que las flores musicales, nota a nota, introducían en sus primitivas mentes. 

   Estas flores que la fauna admiraba, de formas inconcebibles y de colores de fluorescente resplandor más los mágicos sonidos que emitían y en la extraña lengua en que cantaban, definitivamente no eran de este mundo. 

   Al mediodía la música paraba y las flores recogían sus pétalos y caían en un sueño profundo, exhalando en breves suspiros un suave y dulce perfume. Entonces, volviendo lentamente del hipnótico letargo, cada animal seguía el curso de su vida, como todos los días. 

   Con la llegada del crepúsculo y hasta tarde de la noche, las flores volvían a abrirse y con su magia musical renacía el encantamiento.

3) LA CERCANÍA DEL MAL 

El profesor Taylor estaba, metro a metro, cada vez más cerca de la melodía y sus ejecutores; ya podía oír claramente, además de cada nota, el canto de voces extrañas, pero ya no sabía lo que hacía; simplemente seguía avanzando por inercia, como un autómata, sin noción de la realidad que lo circundaba. También él había sido hipnotizado por aquella melodía de otros mundos. Pero también era cierto que llegaría cerca del mediodía y cuando el concierto acabase y saliera del hipnótico encantamiento, a diferencia de los animales, no seguiría de largo sino todo lo contrario; y con ello, descubriría el jardín secreto, y los más probable era que las flores musicales fuesen removidas a un lugar indeseable donde los hombre tratarían por todos los medios a su alcance de descubrir su origen. 

   Esto lo tenía más que claro el guacamayo, por eso luchaba en las alturas por llegar antes  que el hombre que se encaminaba al lugar secreto, a fin de advertirlas sobre su peligrosa presencia.

4) EL ALERTADOR 

   No lo puedo permitir, no lo puedo permitir, repetía el guacamayo mientras se arrastraba penosamente en la copa de los árboles. 

   No bien le llegaron los primeros sonidos de la melodía, recogió una hoja, que masticó de prisa, para luego hacer dos pequeños bollos con los que se tapó los oídos. Mientras tanto saltaba de rama en rama, escalaba por gajos verticales y de vez en cuando se golpeaba en el ala que se había roto cuando, observando a los hombres que caminaban debajo de sus pies en dirección al jardín secreto, lo sorprendió una serpiente venenosa que venía hacia él silenciosamente, enroscada en el mismo gajo en que él se había posado. Con el susto, había corrido sin mirar hacia el tronco del árbol, contra el cual chocó con demasiada brusquedad, perdiendo el equilibrio y, medio atontado, acabó resbalando del gajo, cayendo un par de metros hasta que pudo asirse a una rama. Por unos momentos permaneció colgado, aleteando con el ala sana, hasta que se despabiló por completo y pudo seguir su marcha, de allí en más, lastimosa. 

   Ahora lo urgía la necesidad de mantenerse en la delantera antes que fuera demasiado tarde. 

5) EL ALERTA 

Al primer alarido del guacamayo, que resonó como un rugido de fiera salvaje, las flores interrumpieron la ejecución y sus miradas apuntaron hacia él. No comprendían qué quería ni por qué las interrumpía de esa manera tan violenta, como tampoco por qué no estaba hipnotizado como el resto de los animales; pero si actuaba así, concluyeron (porque el guacamayo continuaba chirriando insistentemente), quizás fuera para alertarlas de un gran peligro aproximándose más allá de la muralla ocre y verde; y el único gran peligro que las flores conocían era una raza de animal, peculiar y maligna, que todos llamaban hombre. 

6) LA FLOR  

De repente el guacamayo detuvo el alarde; abajo, en medio del jardín, las flores empezaron a aglutinarse las unas con las otras, y cada inconcebible forma encajó en otra inconcebible forma hasta formar una sola flor gigante, redonda y multicolor. Los ojos del guacamayo se agrandaron hasta producirle dolor, y si pudiese volar con certeza ya estaría huyendo para muy lejos, pero con el ala rota... imposible, y ni arrastrarse un metro más entre el ramaje siquiera podía, estaba exhausto. De modo que permaneció en su lugar observando la fantástica acción desarrollada en el suelo. Cuando la aglutinación se completó, la alucinante flor-bola-monstruo empezó a temblar, brotándole por toda su redondez cientos de ojos y bocas de afilados dientes, y enseguida, rodó pesadamente en dirección al hombre. 

   Entretanto, el guacamayo, paralizado de miedo y sin coraje de ir a husmear, no pudo ver la batalla sostenida, minutos después, detrás de la muralla ocre y verde. 

                                                                          

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EL JARDÍN SECRETO por FRANCISCO A. BALDARENA se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 4.0 Internacional.

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