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lunes, 19 de julio de 2021

FINAL DE HISTORIA



Nunca se le había dado por leer con tantas cosas importantes, más importantes, por hacer, que leer, ni digamos una novela sino un cuento por más breve que fuese, lo consideraba como tiempo perdido. Si hubo de hacerlo no era porque había cambiado de opinión, a su edad, setenta y muchos, hay cosas que ya ni vale la pena cambiar, vaya que se descubre algo que contradiga lo que se pensó como definitivo hasta ese momento, qué rabia, ¿no?, justo cuando queda tan poco para disfrutar, porque siempre queda poco tiempo, que no quepan dudas. Pero cuando algo ha de suceder, por más que se trate de evitar, sucede. Algunos llaman a eso destino, otros castigos y otros lo llamarán Ley de Murphy. 

   Pero ahí está él, un sobreviviente, a quien todos los caminos lo han llevado a esa biblioteca, leyendo para no aburrirse y  para no dormirse, principalmente, si con ello arriesga perder quizás el que sea su último empleo. Tiene televisión y radio, pero su presencia allí debe ser completa, ojos y oídos. 

   Cada tanto deja el libro y da una vuelta para certificarse que todo esté en orden. Tras comprobar puertas y ventanas vuelve al libro, mate de por medio. Los dos primeros días lo hacía con desgano, no las rondas sino la vuelta a la lectura, a partir del tercero con resignación, y del quinto o el sexto en adelante con clara urgencia, ya no por recorrer pasillos y baños sino de seguir leyendo. 

   ¿Lo había escuchado o leído, que en los libros está la vida misma, es decir la vida de todos? Quizás se le ocurrió a él, no puede precisarlo. 

   Lo cierto es que en la estantería de novelas sus manos dieron con el libro que lee en este momento: "Atrapado en la trama", y no puede salir de la historia, y no porque la trama siga dando vueltas en su mente después de abandonar la lectura, sino porque terminado su turno lo que sucede en la calle y en la casa es lo que leerá a la noche, en el próximo turno. 

   La autoría del libro es anónima, pero es como si su autor lo conociera, o más extraño aún, como si el libro lo hubiera escrito él. Sino, ¿por qué el protagonista es un viejo al que nunca le gustó la lectura y trabaja de sereno en una biblioteca, donde lee libros para no aburrirse aunque tenga una televisión y una radio a disposición que no enciende porque debe ser todo ojos y oídos, y un día cae en sus manos un libro llamado "Atrapado en la trama", donde cada noche lee lo que le sucedió, detalle por detalle, durante el día? Es como releer el diario íntimo, como un recordatorio del día. 

   Ah, ¿hice esto hoy?, ni me acordaba. 

   Uy, me olvidé de ponerle agua al gato, y así. 

   Algo ilógico, no obstante...

   Claro que no habla con nadie sobre esto, lo que le falta ahora es que lo tomen por loco. Desde que se dio cuenta de lo que estaba leyendo, porque hubo de pasar varias páginas para advertirlo, lo perturba la pregunta sobre qué pasará en la última página. Aunque es tan fácil de descubrir no lo hace porque teme el final de la historia (¿su final?), o lo que ocurra, por ejemplo, allá por el medio del libro, o lo que sigue en la próxima página... y todo lo demás solo páginas en blanco de una novela inconclusa.

   ¿Y si al llegar a la biblioteca hoy y abra el libro lea que no ha ido a trabajar? Imposible, por el hecho mismo de estar leyéndolo, sin embargo... ¿qué otro significado puede tener el llegar a la biblioteca y leer que no ha llegado, entonces? 

   Sí, eso mismo, solo puede ser eso. 

   Se estremece.

..............................................................................................................   

   Suena el teléfono, nadie contesta. 

   Del otro lado del tubo el encargado de la biblioteca está preocupado porque el sereno todavía no ha llegado ni contesta las llamadas. 

   Hace una nueva llamada. 

   El teléfono suena, nadie contesta. 

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FINAL DE HISTORIA por FRANCISCO A. BALDARENA se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución 4.0 Internacional.
Basada en una obra en https://creativecommons.org/choose/?lang=es#metadata.

viernes, 9 de julio de 2021

UN VIEJO VERDE MENOS EN EL MUNDO



El viejo verde asomó el esqueleto enclenque de su obscuro ser en la acostumbrada esquina. Algo, el instinto de caza, la costumbre quizás, hizo "click" en su mente y sus ojos rapaces mecánicamente buscaron la parada de colectivos, a poco metros.  

   Una presa, sola e incauta, esperaba un colectivo. 

   El viejo verde se refregó las manos y avanzó con sigilo, devorando con los ojos las tiernas carnes que revestían armoniosamente aquel cuerpo joven. 

   Llegó a su lado como llegan los fantasmas, sin alarde, desde la nada. 

   El aroma que exhalaba la muchacha arrancó de su boca una frase que escondía más de lo que aparentaba: 

   Hola, muñequita, le dijo, casi pegado al oído. 

  Alertada por el aliento azufrino que despedía la boca del lobo, la muchacha ignoró el saludo

   O hizo como que no lo escuchó.

  "Entonces la guachita de mierda se hace la sorda", pensó el sórdido rufián. 

   Y ya iba a continuar con su acoso verbal cuando la muchacha levantó un brazo. 

   ¿Un colectivo? ¿Tan pronto? ¡Qué mierda! 

   El viejo verde apretó los puños y golpeó el suelo con un pie.

   Pero, no era un colectivo. No. Era un auto al que le hacía señas. 

   "Pero mirá la mocosa, viaja de remís y todo", se dijo el malpensado, achicando los ojos y secándose la espuma acumulada en la comisura de los labios. 

   El auto paró, la muchacha se inclinó en la ventanilla y, señalando al viejo verde, le dijo al conductor: 

   ¡Es ese ahí!  

   El conductór llevó su mirada torva hacia el viejo.

   El viejo verde agrandó los ojos, borró la sonrisa despectiva que le dibujaba el semblante al instante y se puso blanco. 

   Un segundo después los ojos del conductor empezaron a llamear. 

   El viejo frunció el culo y puso cara de viejito inocente. 

   El conductor abrió la puerta y creció y creció y lo habría visto creer un poco más si el viejo no hubiera dado media vuelta para encaminar su achacada humanidad de carne derrumbada hacia la esquina. Esquina que ahora le pareció desmesuradamente lejana, como si nunca fuera a alcanzarla. 

   Enseguida escuchó un portazo y un furioso "¡Vení acá, viejo degenerado, que te voy a enseñar!" 

   La frase amenazadora le alargó la vereda y la esquina fue a parar a dos siglos de distancia, un lugar humanamente inalcanzable. 

   Y entonces una mano poderosa le estrujó los huesos de un hombro y enseguida su esqueleto cubierto de piel marchita fue brutalmente comprimido contra el muro del motel, cuyo interior nunca llegó a conocer. 

   Yo... yo..., balbuceó, como rogando, como implorando, mientras se atajaba con las manos temblando de la pies a la cabeza. 

   Y estas fueron sus últimas palabras, antes que la barreta en la mano del enfurecido padre de la muchacha lo enviara sin escalas ni intermediarios al mismísimo infierno, con un certero golpe en la sien que le partió la cabeza en dos. 

   Y así, y ahí acabaron los días de ese viejo verde. 

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UN VIEJO VERDE EN EL MUNDO por FRANCISCO A. BALDARENA se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución 4.0 Internacional.
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OSCAR W. Y EL MONO



Aturdido aún, Oscar W. entró en la habitación y cerró la puerta de un portazo. Sin sacarse los zapatos sucios se tiró en el viejo jergón y  se puso a leer un libro de los tiempos en que quería estudiar filosofía. Pero al rato, hizo el libro a un lado y se quedó viendo el gris cielo londrino, con la cabeza apoyada sobre las manos. 

    El olímpico rechazo que había recibido en la cara por parte de la hija del profesor no le salía de la cabeza.

    ¡Ay, ingrata!, exclamó lastimeramente, y luego exhaló un apagado suspiro. 

   ¡Qué tonto he sido! ¡Cómo pude creer en sus palabras! Que una rosa, una miserable rosa, fuese suficiente para conquistar su corazón, había sido una trampa del destino. 

   ¡Oh, cuánta crueldad contra este inocente enamorado! 

   ¡Ingrata y mil veces ingrata!, has cambiado amor puro por oro. No mereces mi dolor, ingrata. 

   Sin embargo, Oscar sufría. 

   Pero una fugacidad de sombra en la ventana, detrás del vidrio empañado, vino a rescatarlo de las garras de la ingrata. 

   ¿Qué sería aquéllo?¿Sería una paloma? No, era mayor. 

   ¿Entonces, qué sería? ¿Un gato? Tal vez.

   Pero otra fugaz sombra, réplica de la anterior, ahora en sentido contrario volvió a sacarlo de sus nuevas cavilaciones. Oscar abandonó el jergón de un salto, abrió la ventana y estiró el cuello. A pocos centímetros un mono, ni grande ni pequeño, mojado de la cabeza a los pies, lo miraba con ojos temerosos. Tiritando como tiritaba de frío hasta daba dolor mirarlo. 

   Oscar lo llamó. 

   Ven, monito, le dijo. 

   El mono se mostró reticente al principio. En un vaivén cadencioso sus ojos fueron de la calle, dos pisos abajo, a los ojos de Oscar y del cielo, gris y lluvioso, a las manos piadosas que Oscar extendía hacia él. 

   Ganó Oscar.

   Oscar cerró la ventana y buscó un trapo con el cual secar al mono, después le ofreció una manzana, la cual el mono se puso a devorar con ganas. 

   Oscar creyó necesario buscar algo más para darle al hambriento animal, aunque no tenía mucho qué ofrecer en ese momento. Por suerte, dentro de una olla encontró media hogaza, dura como piedra, pero que al mono de ninguna manera le pareció ni tan poca ni tan dura, con lo que se prendió con las mismas ganas que con la manzana. 

   Después Oscar estiró otro trapo cerca de la chimenea, y ahí se acomodó el mono. Al rato dormía plácidamente. 

   Pero cuando todo volvió a ser silencio, el fantasma de la hija del profesor volvió a perturbar los pensamientos del desdichado enamorado que otra vez comenzó con la lastimosa cantilena, y tantas fueron sus quejas que acabaron por despertar al mono, al cual no le quedó otra que escuchar los lamentos de su salvador. 

   Oscar, que se había quedado despierto hasta tarde, pues la ingrata no le dio descanso hasta casi clarear el día, durmió hasta muy tarde. 

   Cuando despertó, la ventana estaba abierta y el mono había desaparecido. 

   Otro ingrato, musitó Oscar, con un hilo de voz. 

   Este mundo es un mundo de equívocos, siguió. 

   Y ya iba por la décima quinta queja contra la hija del profesor, contra el mundo y contra el mono desagradecido, cuando éste apareció en el alféizar de la ventana: en una mano traía una bolsa con dos manzanas, colgada de un brazo otra bolsa con una hogaza recién horneada, a juzgar por el olor, y en la otra mano una pequeña bolsa de terciopelo negro. El mono saltó al jergón, sacó una manzana y se la extendió al estupefacto Oscar, después cortó un pedazo de hogaza y se lo pasó, y por último le ofreció la pequeña bolsa. 

   Oscar hesitó un instante, mirando hacia la ventana, hacia el cielo aún gris pero no lluvioso y, finalmente, para la bolsa misteriosa que el mono le extendía. 

   Esta vez ganó el mono.

   Oscar abrió la pequeña bolsa y dejó caer su contenido encima del jergón. Los ojos de Oscar brillaron de una manera que nunca lo habían hecho cuando varios diamantes, irradiando luz propia, se deslizaron por los pliegues sinuosos de la cobija arrugada, como escurridizas gotas de rocío rodando sobre la superficie sedosa de los pétalos de una flor. Y este brillo en sus ojos tenía un porqué irrefutable: Oscar nunca los había visto tan de cerca, al contrario, siempre los había visto de lejos, embelleciendo, algunas veces sí, otras no, damas que también ellas pertenecían a la distancia.

  ¡Pero...  

   Oscar se atragantó con la propia saliva y la exclamación de asombro que pretendía dejar de salir de sí, se quedó estancada en la conjunción inicial de la frase.

  El mono, quizás advertido por algo que oyera en la calle, saltó al alféizar de la ventana, y desde allí soltó un chillido llamando la atención de Oscar. El mono le hizo una seña para que se acercara y otra, apuntando hacia un lugar de la calle, con la clara intención de que fuera a ver. Oscar obedeció y cuando miró hacia aquéllo que el mono le indicaba, ni un pero le salió esta vez.

   ¿Y qué fue lo que vio Oscar? 

   Exactamente, a ella misma, la ingrata. 

   La hija del profesor conversaba con otra señorita en la vereda de enfrente, delante de la librería. Ambas reían, y esas risas le trajeron a Oscar los infaustos recuerdos del día anterior: la rosa roja y la desilusión perpetrada por la insensible muchacha.

   Oscar quiso sonreír pero solo le salió una mueca desabrida; enseguida, acariciando la cabecita del mono, le dijo a éste: 

   Gracias amigo, pero sabes una cosa, amores como esos, si es que merecen ser considerados así, es mejor evitarlos. Ahora qué tal ir a vender una de esas piedritas y regalarnos un banquete de príncipe, solo tú y yo. 

   El mono hizo una pirueta en el aire, expresando alegría, y se colgó del cuello de Oscar. 

   Eso sí, amiguito, le advirtió, tendrás que indicarme el lugar de donde los has sacado, no sea que vayamos a meternos en la boca del lobo por cuenta propia, ¿no crees? 

   El mono volvió a chillar y a hacer otra pirueta de alegría. 

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OSCAR W. Y EL MONO por FRANCISCO A. BALDARENA se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución 4.0 Internacional.
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lunes, 5 de julio de 2021

CORDERIDAD


 

Y entonces pasó lo que tenía que pasar, lo que pasa cuando la noche acaba: amaneció. 

   Y después sucedió lo que sucede cuando me despierto y no es domingo, por lo menos un domingo en que no tengo que hacer horas extras en la fábrica: apretar la perilla del despertador, y desperezarme, y vestirme, e ir a la cocina, donde pongo el agua a calentar, e ir al baño para lavarme la cara y, seguramente, orinar. 

   Y después de volver del baño, ponerme a tomar mate mientras fumo el primer cigarrillo del día (antes de entrar en la fábrica, compraré una tortilla paraguaya en el puesto que está junto a la entrada, la que picaré en cuatro partes para ir comiendo de a poco). Por lo pronto fumo mientras mateo.

   Y dentro de un rato el reloj de pared me avisará cuando deba parar de tomar mate y dejar de pensar en las boludeces que piensa todo hombre común, y dirigirme al trabajo como un miembro más del rebaño, es decir, cabizbajo, pensando en llegar antes que suene la sirena para no perderme el miserable premio de asistencia, que es una limosna, pero bueno, algo es algo y todo suma, como suele decirse; y de ser posible sentirme contento, o por lo menos satisfecho. De hecho, esto es lo que siempre acaba ocurriendo, no solo a mí sino a todos los compañeros de rebaño. Alguien muy inteligente se ha encargado de que pensemos así y hay que admitir que ha hecho un buen trabajo. Basta ver el rumbo por el que marcha la civilización. Basta darse cuenta cómo los salarios van quedando desfasados según avanzan los años. Sí, repito, lastimosamente hay que sentirse si no feliz, por lo menos satisfecho de tener un trabajo. Y nada de pensar que no solo fabricamos tal o cual cosa, sino también un patrón cada vez más rico, y a su esposa y a sus hijos, porque sino puede que el rebelde germen de la insatisfacción se instale en la mente. Y ya sabemos qué es lo que pasa cuando el bichito crece: uno termina de patitas en la calle, el patrón nos sustituye por otro cordero, ya que el rebaño es inacabable, y el mundo continuará como siempre, cambiando para peor.

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CORDERIDAD por FRANCISCO A. BALDARENA se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución 4.0 Internacional.
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sábado, 3 de julio de 2021

EL GALLINERO



   Que quede claro desde ya que yo estaba consciente de que estaba soñando, y dicho sueño transcurría dentro de un gallinero. Un gallinero con altos alambrados tipo prisión, de esos que hacen que lo que está más allá de ellos sea lo inalcanzable. También debe quedar claro que yo no era ni gallináceo ni humano. Puede decirse que era apenas un espectador invisible, una presencia incorpórea que podía oír y ver el desarrollo dentro del gallinero, y de lo poco que podía percibir a través del tejido del alambrado (una sola confusión, poco precisa en lo que se refiere a detalles, hecha de pastizales secos, campos vacíos, cielo incoloro, árboles sin nombres y una casucha destartalada un poco más allá).  

    Cuando di por mí, vamos a decir así sobre el hecho de despertar dentro de un sueño, unos gallos, tres o cuatro, se peleaban con picotazos y espuelazos asesinos, levantando una polvareda de tierra, excrementos secos de autoría propia y algunas plumas que no conseguían llegar al piso nunca. 

   Eso por un lado. 

   Por otro, estaba la causa de las disputas entre los gallos: la gallina nueva, que, arrinconada en el fondo de un cajón de verduras, miraba los acontecimientos a su alrededor con cara de mosquita muerta. Si se sentía orgullosa por ser disputada tan encarnizadamente por esos gallos intrépidos no lo demostraba, pues estaba rodeada de las otras gallinas que, envidiosas, la miraban con ojos ardiendo de rabia, y como serían capaces de cometer un gallinicidio en cuadrilla a la menor provocación por parte de ella (no sé cómo yo estaba al tanto sobre esto, pero los sueños son así: uno sabe sin saber por qué sabe lo que sabe), se mantenía encasillada, cuidándose de no hacer ningún tipo de alarde. 

   Pero no conforme con las miradas fulminantes hacia la nueva, las gallinas empezaron a discutir acaloradamente entre ellas, pasando del cacareo natural a un griterío histérico de los mil demonios, cada vez más estridente. Por lo tanto altamente irritable. Los gallos, quizás por no poder concentrarse en lo que hacían, seguramente se habían ido a pelear a muerte a algún rincón secreto del gallinero, porque no los vi más. Y la cosa fue en aumento, con pinta de extenderse por horas, y con un probable desenlace fatal, ya que ahora las ofendidas gallinas señalaban a la nueva con la punta de sus alas con demasiada frecuencia. En fin, llegó un punto en que no aguantando más aquella vorágine cacaril reventándome los tímpanos, me dije: ¡basta ya! ¡Esto ya no es un sueño, es una pesadilla!, y entonces desperté.

   Pero la batahola continuó; ahora, con clara voz de gente, y venía de la cocina. Allí, mi abuela, la tía Cirola, Juana Salazar y la hija, la Dora, en acalorada discusión, le sacaban el cuero sin piedad a la vecina nueva que se había mudado al barrio la semana pasada. 

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EL GALLINERO por FRANCISCO A. BALDARENA se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 4.0 Internacional.
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viernes, 25 de junio de 2021

DTT

 


1- WILLIAM WELLS, AÑO 2000

William Wells, el ayudante del laboratorio gubernamental Timelab, después del robo del Dispositivo de transporte en el Tiempo (DTT), cuya principal particularidad consistía en que, tratándose de un viaje hacia atrás, el viajante recuperaba la apariencia que tenía en la época elegida, se transportó a la edad de veinte años. Justo al día en que terminaba el servicio militar. Ese día su padre le regalará 5000 dólares, pero él ya no saldrá de mochilero como lo hizo. Ahora apostará en el futuro desde su cuartel general: una oscura habitación en una pensión de mala muerte en el barrio de Once, en la capital de Argentina, donde piensa llevar una vida discreta durante una buena cantidad de años, fingiendo ser estudiante de historia. 

2 - WILLIAM WELLS, AÑO 1980 

La primera acción de William Wells fue comprar un cuaderno, donde anotó todo lo que había memorizado, que no era otra cosa que las cifras ganadoras de la lotería y los nombres y logotipos de las marcas que habían surgido a partir de los años 80´s, las cuales patentará para, de regreso al futuro, recurrir a la justicia y procesar a sus dueños por plagio y hacerse multimillonario de la noche a la mañana. 

3-  PARKER BYATT, AÑO 2000

Por causa del robo, el gobierno había decidido suspender el programa ultrasecreto DTT, con lo que Parker Byatt, el científico jefe y creador del dispositivo, fue despedido y, para evitar un escándalo a nivel mundial, el nombre de William Wells borrado de todos los archivos, como si nunca hubiera trabajado en Timelab. De manera que Parker Byatt, frustrado, desacreditado e prohibido de hablar sobre el programa, so pena de terminar bajo tierra antes de tiempo, optó por desaparecer del mapa por cuenta propia, aislándose del mundo en una cabaña en las montañas de Alaska, con una radio a pilas, perros, gatos y alces como únicas compañías. 

   Así, perdido del mundo, pensaba vivir Parker Byatt los amargos años que le quedaran por vivir, si no fuese porque un día, meses más tarde, oyó el nombre del ex ayudante en la radio.

   La noticia anunciaba que William Wells había llegado a un acuerdo con los dueños de Google por quinientos millones de dólares, más los honorarios del batallón de abogados contratado por Wells. 

   De inmediato, Parker Byatt baja al pueblo, donde compra diarios y revistas de actualidad, y se entera que el ex ayudante dice sufrir de visiones futuristas desde su infancia, con lo que, alrededor de los veinte años, se le había ocurrido patentar las marcas que ha visto en sus visiones, por si  fueran a convertirse en realidad en un futuro. 

   Pero no solo Google ha caído en la red de Wells, también Guess?, AOL, Vodafone, Facebook, Amazon, Twitter y muchísimas más; además de haber ganado varias veces el primer premio del gordo de navidad en Argentina. 

   ¡Entonces el DTT funcionó!, grita Parker mientras sale al patio para tomar aire, porque está eufórico, y su grito se hace eco en el valle. 

4- WIILIAM WELLS, MÉXICO 

Entretanto William Wells, ya sin más a quién acusar de plagio, se dedica a vivir de rentas, feliz de la vida y con la seguridad de que nunca irá a privarse de nada hasta el día de su muerte. 

   Y así, feliz y seguro, se encontraba hoy a la mañana, tomando jugo de naranja mientras sus ojos se desplazaban por la bella superficie del jardín con vista al mar en su casa en Acapulco. 

   Pero como dice el dicho: nada es para siempre: Parker Byatt ha descubierto su paradero y ahora está esperándolo en la sala de visitas. 

5- PARKER BYATT, LA VISITA INESPERADA 

   ¿Pero qué quiere Parker Byatt?

   Parker Byatt quiere su dispositivo de vuelta.  

   William le dice que lo tiene en lugar seguro, lo que es verdad, pero en realidad lo que pretende es ganar tiempo. Por su mente pasan imágenes de Parker repitiendo lo que él ha hecho. Entonces, concluye, ¿qué será de él si Parker viaja al pasado, más atrás de 1980, y luego de patentar las referidas marcas retorna al presente como el verdadero dueño? 

 Un final probable, ciertamente, por lo tanto las horas del científico, sin que este lo sospeche, ya están contadas.  

   Parker Byatt ya lo tiene todo planeado: volverá a la edad de dieciocho años, año en que se graduó en la universidad y consiguió un puesto en un afamado instituto de investigación, donde mes a mes irá patentando inventos y marcas, incluidas las que ha patentado William Wells. 

   Pero hay más cosas con respecto a William Wells cocinándose en la mente de Parker: "¿qué tal si antes de volver a los días actuales hago una parada en el día del robo y cambio el dispositivo por uno falso, y así cuando Wells aparezca hago que los agentes del gobierno lo agarren con las manos en la masa para que se pudra el resto de su vida en una cárcel federal de máxima seguridad. Sí, esa será mi venganza". Parker ríe por dentro, saboreando de antemano el futuro brillante que tiene por delante. 

   "Entonces sí, podré vivir la gloria de... 

   ¡Bang¡ !Bang¡ ¡Bang!

   Tres disparos interrumpen violentamente los pensamientos Parker Byatt, que muere en el acto. 

6- PLANES PARA UN PASADO DIFERENTE 

William Wells ya ha hecho desaparecer el cadáver de Parker, y ahora hace planes para un nuevo viaje al pasado, pues ha estado pensado en la posibilidad de ser una estrella de rock y la idea le ha gustado bastante; todavía no ha elegido el nombre artístico, pero ya ha empezado a memorizar las partituras de los mayores éxitos musicales de los ochenta hasta ese día. 

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viernes, 18 de junio de 2021

LOS SOPLIDOS


 
 

1- 

   ¡Otra mañana de mierda!, se queja María de los Dolores mientras abandona pesadamente la cama; y continúa pensando lo mismo cuando despierta a los hijos y durante el trayecto a la escuela. 

   "Otra semana esperando el maldito miércoles y él solo ha pensado en sí mismo: cinco miserables minutos de calentura y se acabó". 

   "¡Y yo que me joda!" 

   Y yo esto y yo aquello y así María de los Dolores llega a la casa. 

2- 

Mientras toma mate aplastada en el sofá, María de los Dolores sigue masticando rabia; y para completar su drama particular, al encender el televisor, un hombre y una mujer están dándose un beso de lo más romántico. En ese momento la imagen grotesca y repulsiva de su detestable marido toma fuerza y se instala en su pensamiento con la férrea determinación de apoderarse definitivamente de sus retinas. Pero la imagen aborrecible no viene sola, viene acompañada de baranda a achuras, a grasa rancia, y ésto provoca que su odio, no, ya no es odio lo que siente María de los Dolores, que su aversión hacia él aumente considerablemente. 

   María de los Dolores está que muerde la bombilla, sin importarse con la dentadura, cuando, de pronto, golpes en la puerta de calle la apartan bruscamente de las negras visiones que perturban su existencia. 

3-

   ¿Quién será?, se pregunta.

   Va a ver. 

   Por la mirilla ve que se trata de un hombre. 

   ¡Un hombre! 

   Algo en su interior se enciende.

   Abre la puerta.

   ¿Qué desea?, pregunta mientras sus ojos, transformados en dos escáneres lascivos, examinan al desconocido milímetro a milímetro.

   Complacerte, contesta él. 

   La respuesta es directa, y ésto inmediatamente provoca en María de los Dolores un cosquilleo allá abajo, exactamente en "aquel lugar". 

   El desconocido lo percibe y se ataja:

   Pero no nos confundamos, señora. Déjeme presentarme, me llamo Damián. 

   ¿? 

   Sí lo sé, mi nombre no le suena; quizás si le digo que todo el mundo me conoce por diablo, demonio, Belzebú, etcétera, sepa quién soy. 

   Un chisporroteo rojizo en los ojos de mirar penetrante del hombre le confirma a María de los Dolores su identidad.

   María de los Dolores siente encoger su corazón, y ya no ve al hombre como hombre, sino como lo que él dice ser; pero aun así consigue articular algunas palabras con la finalidad de que la hagan parecer dueña de sí. 

   ¡Por favor, tenga la gentileza de retirarse inmediatamente! 

   Después, con un resto de coraje, cierra la puerta en la cara del maligno, pero cuando se da vuelta, el hombre está sentado lo más pancho en el sofá. 

   ¡Pero... 

   Si aún tenías alguna duda, podrás darte cuenta que realmente soy quien digo ser, y como tal en todos lados estoy, le dice Damián.

   María de los Dolores gira sobre sus talones, con la intensión de abrir la puerta. Se precipita hacia ella, se aferra al picaporte con uñas y dientes; tironea, zamarrea con todas sus fuerzas pero el picaporte no responde. Y para peor el rosario, que siempre estuviera colgado en la puerta para evitar que las malas energías entren en la casa, un día se rompió y nunca más fue repuesto. Ahora, el clavito solitario donde colgaba se le burla en la cara haciéndole "pito catalán". 

    María de los Dolores se vuelve, entorpecida y pálida.

    El miedo ha dibujado una máscara de horror en su cara. 

   ¿Qué.. qué... quiere de mí?, alcanza a articular.

   Que seas feliz, responde Damián, impasible. 

   So... solo Dios tiene el poder de hacerlo. 

   Ajá, y por eso es que estás con el ánimo por el piso, ¿no? 

   María de los Dolores todavía piensa en el rosario; necesita del artilugio sagrado para repeler al maligno. Pero no todo está perdido, a falta de rosario buenos son los dedos, de manera que para reforzar lo que dirá pone los indicadores en cruz delante de sus ojos, a la viaja usanza, y dispara:

   ¡En el nombre de Dios, va de retro Satanás! 

   Damián arquea una ceja y levanta un dedo. 

   A propósito, ese es otro de mis nombres; es que tengo tantos... Pero, ¡epa!, creo que a quién le pides ayuda no te ha dado bolilla; lo que es lógico, con tantos problemas para resolver en el mundo una mujer mal amada qué importancia puede tener, por lo menos para Él. 

   María de los Dolores quiere salir de donde está parada, pero teme que las piernas le fallen, entonces suelta un grito dilatado, que suena patético y cómico a la vez: 

   ¡Desalmadoooo! 

   No tanto como te han hecho creer desde que te han bautizado, objeta Damián mientras se limpia una uña con displicencia. 

    De pronto, María de los Dolores se percata de algo que ha dicho el demonio.

    ¿Y... qué es eso de mal amada, qué... sabe usted de mí? 

   Todo, contesta Damián. 

   ¿Todo? María de los Dolores se queda absorta. 

   "¿Qué querrá decir con "todo", el maldito demonio?" Ahora María de los Dolores se ve dando brazadas inciertas en un mar de incertidumbres.

   Todo, confirma Damián. 

   Pero... 

   Qué anoche tu maridito chapado a la antigua te dejó con las ganas, como todos los miércoles a la noche. 

   "¿Pero qué se traerá entre manos, este demonio del infierno?" María de los Dolores sigue nadando en la oscuridad.

   ¿Y... y a qué viene todo esto, si se puede saber?, se atreve a preguntar la ya no asustada, sino afligida María de los Dolores.

   Solo quiero traerte la felicidad, responde Damián, extendiendo las palmas de las manos hacia los lados. 

   La felicidad solo la trae... 

   Sí, sí solo la trae Él, pero ¿dónde está ahora, hum? 

   María de los Dolores no sabe qué responder, solo tiene una certeza: que en el clavito de la puerta no está. 

   Hay problemas en el mundo más urgentes que los mío, le sale, como para zafar. 

   ¿Por ejemplo...?, pregunta Damián, ahora de brazos cruzados y mirada escrutadora.

   Qué se yo, los niños hambrientos de África, le larga. 

   Que siguen hambrientos. ¿Qué más, las guerras? Nunca dejó de haberlas. ¿Homicidios, violaciones, robos, injusticia?, tam-po-co.  

   María de los Dolores no sabe como refutar tales verdades, pero sabe a quién adjudicárselas. 

   De eso usted debe saber mucho, ¿no? 

   Ah, sí, dicen que es por mi culpa. Es más, todos los males del mundo son culpa mía. 

   ¿Y por acaso, no es cierto? 

   No es bien así, sino dime, ¿qué pito tocaría Él si no existiera yo? Quiero decir, si estuviera todo bien en el mundo, si no hubieran guerras ni crímenes, ni robos, ni injusticia, etcétera. 

   Bueno..., bueno... 

   Exactamente, no tendría razón de ser, pues para ser lo que Es precisa de mí, es por eso que me creó. 

   ¡Blasfemo!, escupe María de los Dolores, sin medir sus palabras.

   Nada de eso, señora; yo fui creado por Él para que los hombres le dieran pelota. Y la verdad es que sin mí no habría Dios, al final, a alguien hay que echarle la culpa de las imperfecciones y defectos imperantes en el mundo, ¿no crees? 

    Ante semejantes calumnias, María de los Dolores ya iba a poner el grito en el cielo cuando Damián la interrumpe para, en tono obsceno y procaz, decirle: 

    Pero no nos apartemos del tema que me ha traído aquí: es decir, tus ganas de ñaca ñaca un poco más prolongado. 

   Eso de "ñaca ñaca" la desarticula. 

   "¿Qué carajo será éso?", se pregunta con desconcierto María de los Dolores, entonces, incrédula, lo interpela al respecto: 

   ¿Ñaca ñaca? 

   Sí, lo de los miércoles por la noche, confirma Damián. 

   "¡Lo que me faltaba!, ojalá no sea chismoso", piensa María de los Dolores, temerosa de que su nombre esté en boca de todo el pueblo.

   ¿Y... usted cómo sabe sobre... eso? 

   Ya te dije: estoy en todos lados; por eso cuando falta Él, yo entro en acción. Como ves, no soy tan malo como me pintan. 

   María de los Dolores medio que se confunde, ¿de quién hablará el demonio, de su marido o de Dios? A no ser que... No, no puede ser, debe estar alucinando; ya ha tenido fantasías inconfesables, pero ésto...

   Espere ahí, ¿no estará pensando que yo... con usted...? 

   No, no, para nada; yo estoy más allá de las miserias humanas. Pero... puedo llenar tu cama de machos, y solo me costaría un soplido de nada. 

   "¡Epa!, ¿he escuchado bien?" María de los Dolores de pronto siente otra vez el cosquilleo en "aquel lugar". 

   Pero... pero... , María de los Dolores balbucea tontamente.

   No te resistas, mujer, tu naturaleza lo reclama, le dice Damián, sonriendo cínicamente. 

   Pero... pero..., ahora el balbucear de María de los Dolores es un modo de espera. 

   No te preocupes, yo me encargo de tu marido, la tranquiliza Damián. 

   Bueno, no sé..., María de los Dolores ha caído en la trampa. Entorna los ojos, imagina "cosas ricas", pero cuando abre los ojos Damián ya no está. 

4- 

Damián, en ese mismo instante, se materializa en la esquina, y allí se queda a la pesca de candidatos. 

   Al rato, un hombre se acerca por la vereda; Damián sonríe y cuando el hombre pasa por él, le sopla la oreja. 

   El hombre se rasca la oreja, y enseguida es acometido por una sed terrible, entonces, como zombificado, sus pasos lo llevan a la casa del número 1648. 

5- 

Laman a la puerta. 

   ¿Quién será?, se pregunta María de los Dolores. 

   Va a ver. 

   Es un hombre, otro hombre, uno de verdad. 

   ¡Un hombre!, suspira.

   Abre la puerta.

   ¿Qué desea?, pregunta. 

   El hombre, que repentinamente ha perdido la sed, pero ahora, en cambio, tiene ganas de otra cosa, le dice: 

   Complacerte. 

   María de los Dolores vuelve a sentir un cosquilleo allá abajo, en "aquel lugar". Pero como esta vez no se trata de ningún demonio, lo invita a pasar. 

   Un minuto después están revolcándose en un ñaca ñaca infernal. 

   Mientras tanto, Damián, tarareando una canción que los Rolling Stones le han dedicado, espera que el hombre salga. 

   El hombre sale, va hasta la esquina y sigue por la dirección en la que iba antes del soplido.

   Al rato, pasa otro hombre. 

   Damián vuelve a soplarle en una oreja y el hombre, como el anterior, empieza a sentir una sed terrible, y sus pasos, también, lo llevan derechito a la casa del número 1648. 

6- 

A la hora de ir a buscar a los hijos a la escuela, Damián se retira de la esquina y va a dar una vuelta por el pueblo, y sus pasos lo llevan hasta la carnicería "El cuerno de oro", cuyo dueño no es otro que el marido de la mal amada María de los Dolores; sí, el mismísimo, aquel que solo lo hace, y en forma relámpago, los miércoles a la noche. 

   Damián mira a través de la vidriera. 

   La cabeza del carnicero gira hacia afuera. 

   Damián lo saluda y el cornudo corresponde. 

7-   

A la mañana siguiente, después que María de los Dolores vuelve de la escuela, Damián aparece en la esquina, y las cosas ocurren como el día anterior: un "entra y sale" de hombres sin parar hasta la hora de ir a buscar a los hijos a la escuela. 

   Y así continúa la vida, con Damián apostado en la esquina, dele que dele al soplido de orejas, y María de los Dolores chocha de la vida, tanto que hasta se ha olvidado del rosario, de Dios, de los miércoles de pesadilla y hasta del clavito de la puerta, que ha arrancado y boleado a la calle. 

   Demasiada dicha, según Damián, por lo tanto, estima que ha llegado el momento de la puñalada trapera: hacerle saber al marido de María de los Dolores que está siendo traicionado a troche y moche. De modo que, después de enviar otro hombre a la casa del número 1648, a fin de mantener a María de los Dolores ocupada, Damián se materializa junto al mostrador de la carnicería. 

   El carnicero, entretenido con la preparación de una tanda de chorizos, no advierte su presencia, con lo que Damián tiene que carraspear para que levante la vista y le pregunte qué va a llevar. 

   Pero Damián no responde nada, sino que sopla por sobre el mostrador y el soplido se incrusta en una oreja del carnicero; después se retira y deja al manso totalmente trastornado, revolcándose solo en la turbiedad de sus pensamientos más fúnebres. 

   Antes de salir, Damián lo oye vociferar: 

   ¡Con razón, la hija de puta de un tiempo a esta parte solo me da comida recalentada! 

   Y al rato, desde la esquina donde se ha quedado a observar la reacción del carnicero, Damián lo ve salir atropelladamente a la calle con una cuchilla y una chaira en cada mano, rugiendo como una locomotora desgobernada, encolerizado como un toro picaneado en los cojones. 

   Damían esboza una sonrisa de satisfacción y suspira: 

   ¡Flor de soplido!

8-

Al mediodía los hijos vuelven de la escuela acompañados por el padre. 

   Papá, ¿y mamá?, preguntan, con asombro ante la alteración de la costumbre. 

   Nos ha abandonado, responde secamente el carnicero. 

   ¿Abandonado, y por qué, papá? 

   No sé por qué, hijos, si no le faltaba nada. 

9- 

Al día siguiente. 

   Una señora va a comprar carne, pero llegando a las inmediaciones de la carnicería, se depara con una cola que dobla la esquina. 

   ¿Y esta cola?, le pregunta al que está por último. 

   ¿Ah, no sabe? 

   No, ¿saber qué? 

   Lo de la oferta del día. 

   ¿Qué oferta? 

   La oferta de la carnicería, señora: tres kilos de carne picada por cien pesos. 

   ¡¿Tres kilos de carne picada por solo cien pesos, y por qué tan barato?! 

   Eso mismo me pregunto yo, señora. Pero bueno, como dice el dicho: menos pregunta Dios, ¿no?

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LOS SOPLIDOS por FRANCISCO A. BALDARENA se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 4.0 Internacional.
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martes, 15 de junio de 2021

AMOR SECO


DESDE UN COSTADO DEL CAMINO 

De pronto, un punto pequeño empezó a insinuarse donde el camino de tierra se desprende de la ruta 51, como una raíz gris internándose en la llanura bonaerense. Enseguida una polvareda detrás suyo se elevó al cielo, hinchándose en borbollones arremolinados hasta formar una especie de capa gris. Era un camión, dirigiéndose quizás a algún horno de ladrillos de los tantos que se desparramaban por aquellos parajes, o bien a alguna estancia. 

   Ésto fue lo que pensó el hombre recostado en la bicicleta al costado del camino, bajo aquel solazo que parecía querer cocinar todo lo que hubiera sobre la tierra; incluido él, que chorreaba sudor como si fuese una esponja siendo exprimida. Esta distracción le duró un par de segundos, con lo que dejó de prestarle atención al camión y volvió a concentrar su mirada turbia en el rancho que tenía en frente, a unos cien metros del camino. 

DESDE LA CABINA DEL CAMIÓN 

Un bulto insignificante fue tomando forma de gente a medida que el camión se acercaba a él. 

   ¿Y ese ahí?, preguntó el acompañante, señalando a un hombre recostado en la bicicleta, al costado del camino. 

   Vaya uno a saber, respondió el conductor. 

   El hombre tenía la vista fija del otro lado del camino. Ambos ocupantes del camión llevaron la mirada en aquella dirección. Delante del rancho, una muchachita de no más de doce o trece años, apaleaba con una escoba una frazada o colcha tendida sobre el alambrado que circundaba el rancho; a cada golpe una polvareda traslúcida borroneaba su figura; entonces ella se retiraba unos pasos hasta que el polvo se disolvía en el aire y volvía a dar otro escobazo. 

   ¿Será que es un picaflor que le anda arrastrando el ala a la piba?, volvió a preguntar el acompañante. El conductor, todavía mirando a la muchachita, respondió: 

   ¿Debajo de semejante solazo? ¡Qué amor más seco! El conductor iba a soltar una carcajada por su ocurrencia repentina, pero habiendo ya desviado la mirada hacia el hombre, ahora más cercano y distinguible, vio que se trataba de un adulto, al que le dio más de cuarenta. 

   No, no es un picaflor, ése ahí es un degenerado, ¡clavado que lo es!, dijo, en un tono amargo, y añadió:

   Si no es nuevo en el pueblo debe ser un andarillo sin rumbo, que al pasar por acá se antojó por la piba. ¡Ah, si fuera mi hija, le doy una revolcada a ése que por acá no vuelve a pasar nunca más! Esta última frase le salió con algunas gotas de saliva que se estrellaron contra el parabrisas. 

   Enseguida hundió el pie en el acelerador, un poco por rabia, un poco para aumentar la polvareda. Cuando pasó frente al hombre bocinó con insistencia, creyendo que con el alboroto de los bocinazos alguien, el padre o la madre, saldría del rancho y con ello se percatare de la presencia del degenerado que le estaba echando el ojo a la hija. Pero nadie salió, solo la muchachita levantó su mano a manera de saludo. Mismo gesto repetido por el hombre al costado del camino, que levantó una mano pero sin quitar la vista de la muchachita, como si correspondiese al saludo de ella. 

   ¡Degenerado, hijo de puta!, le gritó el acompañante, en medio del estruendoso barullo del motor y los bocinazos, al pasar por él. 

DESDE UN COSTADO DEL CAMINO, CUANDO PASA EL CAMIÓN 

El camión pasó a alta velocidad, tronando y bocinando, mientras alguien gritaba algo que el hombre no alcanzó a entender, pero pensando que lo saludaban, levantó una mano que fatalmente se perdió en medio de la nube de tierra arrastrada por el camión, que lo cubrió por completo y permaneció por cerca de un minuto a su alrededor, pegotéandosele al cuerpo encharcado de sudor. Cuando el polvo se disipó parecía una estatua de barro. 

   Mientras se secaba la cara oculta bajo el polvo hecho barro con una manga de la camisa, una puteada alusiva a la madre del conductor del camión salió disparada con rabia de su boca reseca, disolviéndose en la nada un segundo después. Obstinado, continuó plantado en el mismo lugar. Enseguida su atención volvió al objeto de su acecho, pero cuando llevó la mirada hacia el rancho la muchachita ya no estaba más, había desaparecido. Él lanzó un suspiro de fastidio y volvió a secarse la cara, que de nuevo chorreaba sudor, y por un  momento la mente se le vació de palabras y apreciaciones. Pero como le volvieran las ideas, otra puteada al camionero siguió la misma suerte que la anterior.

   Mientras tanto el sol tenaz, empeñado en secarle hasta la última gota de su ser, continuaba a machacarlo sin piedad. 

DESDE LA CABINA DEL CAMIÓN, UN PAR DE HORAS DESPUÉS 

Un par de horas después, el camión retornaba por el mismo camino y, ya llegando cerca del rancho, el conductor dijo:

   ¡Ja!, parece que el degenerado se las picó. El acompañante agudizó la vista y pareciéndole ver algo más que marcas de ruedas sobre el polvo del camino, señalando con una mano, dijo: 

   Me parece que hay algo tirado junto a la cuneta, del lado izquierdo. 

   El conductor rebajó la marcha y divisando un bulto donde señalaba el acompañante, exclamó: 

   ¡Carajo, si no es el degenerado le pasa raspando! 

   El conductor aminoró la marcha: el bulto era nomás del desconocido. Estaba caído sobre la bicicleta con medio cuerpo dentro de la cuneta seca. 

   ¿Y ahora, qué vamos a hacer?, preguntó el acompañante. El conductor, el entrecejo fruncido, lo miró fijo. 

   ¡Nada!, ¿qué vamos a hacer? Si está mamado ya se le va a pasar la mona y si está muerto que se haga cargo otro. 

   Pero me imagino que le avisaremos a la policía, objetó el acompañante. 

   ¡Sí, y que nos tengan como maleta de loco de aquí para allá por ser testigos presenciales, no señor! 

  Sí, eso es cierto pero de cualquier manera... 

  ¡Pero nada! Nosotros no vimos nada, no oímos nada ni diremos una palabra de esto a nadie, ¿entendiste bien? 

   Sí, patrón. 

   El conductor escrutó hacia el rancho, pero no vio a nadie, apenas un perro flaco que parecía ladrar; después, asintiendo con la cabeza, dijo:

   Bueno, ahora rajemos antes que pase alguien y nos alcahuetee de que nos vio parado al lado del tipo. 

   El camión reanudó la marcha, levantando una nube de polvo que cubrió todo lo que había detrás. Al rato, el camión era un punto pequeño disolviéndose en la ruta 51, rumbo a Carmen De Areco. 

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sábado, 12 de junio de 2021

LA COMPETENCIA



   "¿Será que viene hoy?", se pregunta Quique mientras espera el colectivo. Esta es una pregunta que se viene haciendo desde hace muchos años. Y todo por una estúpida obsesión que se le instaló cómo un clavo incrustado en la cabeza y por la cual inconscientemente no vive lo que debiera, la vida; con lo que el sueño del auto propio se va postergando día tras día. 

   El colectivo está llegando. 

   Entonces Quique subirá, pasará la tarjeta y mirará, antes que nada, hacia un asiento en particular. Suspirará con desgano cuando vea el copete castaño de Alberto Pérez asomando por encima del diario, el objeto de su desgracia, tal como lo llama; sentado en el tercer asiento individual, el que casi siempre ocupa. Sabe su nombre porque una vez un pasajero encontró su documento debajo de sus pies y al preguntar si Alberto Pérez era alguno de los pasajeros él había levantado la mano. 

   Más allá de él estará el resto de los mismos pasajeros de todos los días.

   Quique pasará por Alberto Pérez. 

   A su izquierda estará Mariela, que ahora se ha teñido de rubio. De la tal sabe su nombre porque un día la señora que venía conversando con ella al bajarse la nombró con un sonoro "Chau Mariela", como para que todo el mundo, dentro y fuera del colectivo, lo supiera. 

   Quique pasará por ella. 

   Dos asientos atrás de Alberto Pérez, estará sentada la que Quique llama La-recauchutada-sin-remedio. Se trata de una señora de avanzada edad que está empeñada en engañar al tiempo vistiendo ropas de jovencitas; claro, sin lograr su cometido pues se ponga lo que se ponga ya es tarde para volver a lo que pasó hace tiempo. 

   Quique pasará por ella. 

   Paralelo a la señora, estará sentado un niño de guardapolvos, junto a la ventanilla, y detrás de él estará su hermana, también de guardapolvos y junto a la ventanilla. Quique sabe que son hermanos porque un día los acompañaba una señora que al bajarse antes que ellos les recomendó que se portaran bien en la escuela y ellos le respondieron "Esta bien, mamá". 

   Quique pasará por ellos. 

   Dos asientos detrás de la señora y paralelo a la nenita estará el falso metalero, con los auriculares puestos oyendo música. A este, un joven veinteañero, melenudo y vestido todo de cuero negro, con muñequeras con puntas y todo, lo llama así porque un día en se había sentado cerca suyo se le enganchó el cable del audífono en alguna cosa y Quique descubrió que estaba escuchando un cumbión de aquellos: "Ay negra, negrita de mi vida" de Alcides.  

   Después Quique pasará por el guardia de seguridad, al que ve como si estuviera en horario de servicio y no trasladándose a su lugar de trabajo. 

   Se trata de un muchachote corpulento, tipo ropero "king size", que sólo le falta la nueve milímetros, el fusil de asalto, un par de granadas colgadas en el pecho y la cara pintada para parecerse a un "marine" americano, pero solo lleva una cachiporra, en la cual frota las manos como si sobara la masa destinada al pan. Quique imagina que los fines de semana a la noche debe hacer un dinero extra como patovica en algún tugurio cumbiero. 

   Luego Quique pasará por el muchacho de la estación de servicio. Un frentista, según Quique, pues ha notado que el bolsillo derecho de atrás del pantalón siempre está más sucio que el izquierdo, lo que sugiere que sea de tanto sacar y poner la billetera que usan los frentistas para el cobro del combustible. 

   Quique pasará por él. 

   Más atrás estará la yegua que tiene toda la pinta de ser secretaria y, clavado, amante del jefe. La chica es joven, tetona y tiene un par de piernas gruesas asomando por las minifaldas que siempre viste, haga frío o calor. Sus piernas son las que acaparan todas las miradas masculinas y alguna que otra femenina, con seguridad por envidia, hasta más allá del descenso, cuando todos los ojos, incluidos los del colectivero y del nenito escolar, la siguen hasta donde pueden. 

   Quique pasará por ella.

  Y ya por último pasará por el peruano o boliviano, no está seguro; aunque bien podría tratarse de algún autóctono del norte del país, donde la mayoría se distingue por los rasgos indígenas, desde el norte de Chile y Argentina hasta Ecuador, pero a Quique se le ha puesto que es peruano o boliviano.   

   Este andino indescifrable es albañil, la mochila pegoteada de mezcla seca de donde siempre sobresale algún mango de cuchara o un pedazo de nivel de mano, lo delata a kilómetros de distancia. 

    Finalmente Quique llegará al fondo del colectivo, su lugar predilecto porque desde allí puede observar todo el movimiento.

2

Vayamos ahora al asunto que tanto incomoda a Quique: Alberto Pérez. Desde chico Quique tiene una manía extraña: no más ver que alguien va delante suyo, sea a pie o en bicicleta, o, como ahora, tomando el mismo colectivo, se pone en modo competición y hasta que no lo sobrepasa no se tranquiliza; pero lo más insólito de su manía es que los otros no advierten que son competidores involuntarios. Bien, esto sucede con el inadvertido Alberto Pérez; tanto él como Quique en cinco años no han dejado de tomar el colectivo ninguna vez (los demás mencionados sí) y Quique quiere ser el primero en esto también. Culpa de esa absurda competencia, Quique nunca ha perdido los premios de asistencia y de llegar a horario en la fábrica de jabón en que trabaja, y de yapa, lo han ascendido a encargado de la sección limpieza. Eso es la parte buena, lo que quiere decir que hay una mala, y ésta es que todavía no ha comprado el autito usado que tanto anhela tener, ya que el trámite le haría perder un día de trabajo y su rival le llevará la delantera, cosa que el obsesivo Quique no está dispuesto a aceptar. Pero apenas Alberto Pérez falle una única vez, ahí sí, sosegará su espíritu. La platita para el autito está garantizada. 

   Mientras tanto, Quique sigue aguantando las quejas de su mujer, que cada tanto le hincha las bolas con el asunto del auto; ya son cinco integrantes en la familia y otro viene en camino. Pero Quique siempre pone una excusa y la espera por el autito sigue prolongándose mes tras mes, año tras año. ¿Hasta cuándo?, hasta que Alberto Pérez deje de tomar, ¡una única vez por Dios!, el colectivo.

Así están las cosas esta mañana. 

   El colectivo para. 

   Quique sube, pasa la tarjeta y mira, antes que más nada, hacia el asiento en el que casi siempre se sienta Alberto Pérez, pero ¡oh, milagro!, ¡oh, sorpresa!, éste no está. 

   Pero no creyendo en tamaña suerte, Quique recorre con la vista asiento por asiento y constata que, efectivamente, Alberto Pérez hoy no ha tomado el colectivo. Entonces en sus ojos se produce un estallido de luz y detrás del estallido le viene un ataque de risa incontrolable. Quique no consigue salir del lugar; ríe y ríe, cada vez más alto, y se va amoratando de excitación y alegría mientras en su mente en turbulencia ya se ve seguir de largo hasta la concesionaria de autos usados; se ve comprando el ansiado autito y llegando a su casa bocinando desde la esquina. Y entonces su mujer nunca más podrá romperle más las pelotas con el asunto del auto, y en las próximas vacaciones podrán ir a Mar del Plata.  

   ¡Como todos los argentinos, carajo!, grita, sin advertir que ha exteriorizado sus pensamientos. 

   Los pasajeros lo miran, sobresaltados como es lógico, sin entender nada, ni por qué ríe como un demente ni por qué ha gritado "¡Como todos los argentinos, carajo!". ¿Quizás se trate de un detalle pasado por alto que no han advertido?, se preguntan de distinta manera. 

   El chofer disminuye la velocidad y ahora lo observa por el espejo retrovisor que ocupa todo a su frente, encima de su cabeza; piensa en un loco de remate, y quién sabe cómo termine todo si se le ocurre desatar su locura dentro del colectivo. Y Justo a él, que tiene la ficha limpia y nunca ha tenido ningún accidente en sus veinte y pico de años detrás del volante. 

   Mariela se acomoda disimuladamente el pelo, quizás esté despeinada y es por eso que el histérico ese se ríe de esa manera alucinada. 

   La señora recauchutada arruga el entrecejo y frunce el hocico y de inmediato se alisa la remera con la foto de Madonna. "¿Será posible que una arruga en la ropa pueda causar un ataque de risa? Pero en este mundo lleno de locos sueltos todo es posible", reflexiona su mente de chorlito. 

   El falso metalero se apresura a apretar la pausa del celular, antes de sacarse los audífonos para que no lo cachen escuchando a Los Palmeras, y se queda atento. 

   El guardia de seguridad aprieta con fuerza la cachiporra, y, listo para entrar en acción,  no despega su mirada desconfiada de Quique. Mientras tanto piensa: "Un movimiento en falso y le rajo la cabeza de un cachiporrazo". 

   La nenita se asusta y corre a acurrucarse al lado del hermanito y ambos se quedan mirando con ojos de miedo al enloquecido Quique. 

   El frentista se ruboriza y tapa la mancha de aceite de la rodilla que da al pasillo con una mano. 

   La secretaria trola trata inútilmente de estirar la minifalda, pues de hacerla llegar a las rodillas le quedará medio culo afuera. "¿Será que sabe algo, el idiota ese?", se pregunta, como quien tiene cola de paja. 

   El albañil andino mira al piso y tira de la piola de la plomada, que se ha salido de la mochila, pero no la guarda sino que se la queda en la mano. "Nunca se sabe", piensa. 

   Y, finalmente, Alberto Pérez, ¡sí, él mismo!, asoma la cabeza detrás del asiento que tiene adelante, pues estaba agachado buscando la tarjeta que se le había caído cuando el colectivo frenó para que Quique subiera. 

   Entonces, como si hubiera visto un fantasma, a Quique se le oscurece la mirada y para de reír como un alienado y, cual camaleón que cambia de color según la ocasión, pasa del morado al pálido cadavérico en el acto; porque lo que ven sus ojos desorbitados es mucho peor que ver un fantasma, es ¡la presencia viva de Alberto Pérez! 

   Enseguida Quique se desarma y se pone a llorar como un pecador arrepentido, es decir, lleno de sentimiento y culpa; llora y llora desconsoladamente, clavado al piso; y cuando, dos cuadras después, encuentra fuerzas para dirigirse al fondo a continuar la lloradera, resbala en el piso encharcado por sus propias lágrimas y se da tremendo golpazo, yendo a parar, por increíble que parezca, justo a los pies de Alberto Pérez, el único a tenderle la mano para ayudarlo a ponerse de pie.

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EL SUICIDA Y EL LOCO

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